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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (54 page)

BOOK: El rey del invierno
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—¡La iglesia no está abierta a los peregrinos! —lo amonestó el obispo a voces—. Cada servicio tiene su hora. ¡Sal inmediatamente! ¡Fuera!

Issa se retiró el pelo mojado de la cara, sonrió con malicia y se dirigio a mí.

—Al lado del estanque, detrás de la casa grande, esconden todas las ofrendas, señor, bajo una pila de piedras. He visto que guardaban allí las de hoy.

Arturo quitó a Sansum la cadena de las manos.

—Quédate con estos tesoros —le dijo, señalando la mísera colección de objetos desparramada por el suelo— para dar de comer a tu mísera casa durante el invierno, obispo. Y conserva la torques como recordatorio de que tu cuello está en mis manos.

Se dirigió hacia la puerta.

—¡Señor! —protestó Sansum—. Os ruego que...

—Ruega —interrumpióle Nimue al tiempo que se descubría la cabeza—. Ruega, perro. —Se giró hacia el crucifijo y escupió; escupió también en el suelo y luego en dirección a Sansum—. Ruega, basura —remato.

—¡Dios nos asista! —Sansum palideció al ver al enemigo. Retrocedió santiguándose dos veces. Durante un momento pareció que el terror lo privara hasta del habla. Debía de dar a Nimue por perdida para siempre en la isla de los Muertos, pero ahí la tenía, escupiendo triunfante. Santiguóse una vez más y dirigióse a Arturo—. ¡Osáis traer a una bruja a la casa de Dios! —exclamó a voz en grito—. ¡Sacrilegio! ¡Dulce Jesús mio! —Cayó de rodillas y levantó los ojos hacia las vigas—. ¡Enviadnos fuego desde el cielo! ¡Enviadnos el fuego divino en este momento!

Arturo no le prestó la menor atención y salió bajo la lluvia torrencial que empapaba las cintas votivas colgadas del Santo Espino.

—Di al resto de los lanceros que entren —ordenó Arturo a Issa.

Mis hombres, apostados en el exterior en previsión de que Sansum tratara de esconder algún tesoro fuera de la muralla, entraron y apartaron a los desesperados monjes del montículo de piedras donde escondían su tesoro. Algunos cayeron de rodillas al suelo al ver a Nimue, pues la conocían.

Sansum salió corriendo de la iglesia, se arrojó sobre las piedras y declaró trágicamente que defendería el dinero de Dios con su vida. Arturo movió la cabeza abatido.

—¿Seguro que estáis dispuesto a realizar tamaño sacrificio, lord obispo?

—¡Dulce Jesús mio! —aulló Sansum—. ¡Ante vos se presenta vuestro siervo, sacrificado por hombres perversos y por una inmunda bruja! Tan sólo obedecí vuestra palabra. Acogedme, Señor. ¡Acoged a vuestro humilde siervo! —Después lanzó un grito creyendo que iba a morir, pero eran sólo las manos de Issa que, agarrándolo por el pescuezo y por las faldas de la sotana se lo llevó con cuidado hasta el estanque, donde lo dejó caer en las aguas lodosas y poco profundas—. ¡Me ahogo, Señor! —gritó aun—. ¡Arrojado a las procelosas aguas como Jonás en el océano! ¡Soy mártir por Cristo! ¡Sufro martirio como Pablo y Pedro, Señor voy hacia vos!

Surgieron unas burbujas a modo de punto final, pero ninguno de los que acompañaban a su dios dio señales de vida, y poco a poco salió por sus propios medios de las cenagosas aguas y empezó a escupir a mis hombres, que retiraban afanosamente las piedras del montículo.

Bajo las piedras había una trampilla de tablones, y al levantarla descubrimos una cisterna de piedra rebosante de sacas de cuero que contenían oro. Gruesas monedas, cadenas, estatuas, torques, broches, brazaletes, alfileres, todo de oro, riquezas aportadas por centenares de peregrinos que acudían a recibir la bendición del Santo Espino. Arturo pidió a un monje que contara y pesara el metal precioso para extender el recibo correspondiente al monasterio. Encomendó a mis hombres la supervisión del recuento y se llevó a Sansum, empapado y quejumbroso, a la vera del Santo Espino.

—Antes de entrometeros en asuntos de reyes, lord obispo, debéis aprender a cuidar los espinos adecuadamente —le dijo—. No se os devolverá la capellanía del rey, sino que permaneceréis aquí para aprender agricultura.

—El próximo que plantéis, cubridlo con un mantillo —le aconsejé— y mantened la raíz húmeda hasta que arraigue. No lo trasplantéis cuando esté en flor, obispo, porque a los espinos no les gusta. Ése ha sido el error cometido con los últimos que habéis plantado aquí; los habéis arrancado del bosque en mala época. Trasplantadlo en invierno y cavad un agujero profundo, cubridlo con abono y mantillo y obraréis un verdadero milagro.

—¡Perdonadlos, Señor! —dijo Sansum, postrándose de hinojos con la mirada elevada hacia el húmedo cielo.

Arturo quería visitar el Tor, aunque primero pasó por la tumba de Norwenna, convertida ya en lugar de veneracion entre los cristianos.

—Fue una mujer maltratada —comentó Arturo.

—Como todas las mujeres —dijo Nimue.

Nos había seguido hasta la sepultura, situada cerca del Santo Espino.

—No —se ratificó Arturo—. Son muchos los que sufren malos tratos, y siempre las mujeres más que los hombres. Pero ésta fue una verdadera víctima y aún no la hemos vengado.

—Ocasión tuvisteis —le reconvino Nimue ásperamente—, pero dejasteis vivir a Gundleus.

—Porque tenía esperanzas de paz —replicó Arturo—; la próxima vez, morirá.

—Vuestra esposa —le recordó— prometió que seria para mi.

Arturo se estremeció, pues sabía la crueldad que había tras las palabras de Nimue; no obstante, asintió.

—Sí, tuyo es —dijo—, yo lo prometí.

Se volvió y nos condujo a los dos por entre la lluvia hacia la cumbre del Tor. Nimue y yo nos volvíamos a casa, pero él iba a ver a Morgana.

Abrazó a su hermana en el salón. La máscara dorada de Morgana despedía un brillo mortecino a la luz del día tormentoso; alrededor del cuello llevaba las garras de oso engarzadas en oro que Arturo le trajera de Benoic hacía ya mucho tiempo. Ella lo abrazó largamente, muy necesitada de afecto, y los dejé a solas.

Nimue, como si no hubiera salido nunca del Tor, desapareció por la pequeña puerta que llevaba a las habitaciones de Merlín, recién reconstruidas. Yo eché a correr bajo la lluvia hasta llegar a la cabaña de Gudovan. Encontré al anciano escribano sentado a su pupitre pero sin trabajar, pues estaba cegado por las cataratas, aunque aún distinguía la luz de las tinieblas, según dijo.

—Ahora es casi de noche —comentó con tristeza, y luego sonrió—. Supongo que serás muy mayor para darte un capón, Derfel.

—Intentadlo, Gudovan, pero ya no servirá de nada.

—¿Sirvió de algo alguna vez? —preguntó medio riéndose—. Merlín me contó cosas de ti la semana pasada, cuando pasó por aquí. No se quedó mucho tiempo. Llegó, habló con nosotros, dejó otro gato, como sí no tuviéramos bastantes ya, y se marchó. No se quedó ni a pasar la noche, ¡tanta prisa tenía!

—¿Sabéis adónde fue?

—No nos lo dijo, pero ¿dónde crees tú que iría? —preguntó Gudovan con algo de su antigua aspereza—. Tras Nimue. Al menos es lo que me imagino yo, aunque nunca entenderé qué es lo que le empuja a ir tras de esa jovencita tan tonta. ¡Tendría que tomar una esclava! —Hizo una pausa, y de pronto temí que rompiera a llorar—. ¿Sabes que Sebile murió? —prosiguió—. Pobre mujer. ¡La mataron, Derfel! ¡La mataron! Le cortaron la garganta. Nadie sabe quién fue; algún viajero, supongo. Este mundo está desquiciado, Derfel, perdido sin remisión. —Se quedó un momento como ido y luego recuperó otra vez el hilo de sus pensamientos—. Merlín tendría que tomar a una esclava. Las esclavas bien dispuestas no tienen nada de malo, y la ciudad está llena de muchachas que sabrían agradecer una moneda pequeña. Yo voy a la casa que hay junto al antiguo taller de Gwlyddyn; allí vive una mujer bonita, aunque últimamente charlamos más que retozar en el lecho. Me hago viejo, Derfel.

—Pues no lo parece, y Merlín no ha ido tras Nimue. Nimue está aquí.

Estalló otro trueno y Gudovan, a tientas, encontró un trozo de hierro y lo acarició para protegerse del diablo.

—¿Nimue está aquí? —preguntó asombrado—. ¡Nos dijeron que estaba en la isla! —Volvió a tocar el trozo de hierro.

—Estuvo en la isla, si —respondí sin más—, pero ya no lo esta.

—Nimue... —repitió incrédulo—. ¿Se queda?

—No; partimos todos hacia el este hoy mismo.

—¿Y nos dejáis solos? —preguntó pesaroso—. Echo de menos a Hywel.

—Yo también.

—Los tiempos cambian, Derfel —suspiró—. El Tor ya no es lo que era. Todos hemos envejecido, no quedan niños. También echo de menos a los niños, y el pobre Druidan no tiene tras quien afanarse. Pelinor aúlla al vacio y Morgana está amargada.

—¿No lo ha estado siempre? —pregunté sin darle importancia.

—Ha perdido su poder —me dijo—; no me refiero al poder de interpretar los sueños ni al de curar sino al que tenía cuando Merlín estaba aquí y Uter reinaba. Eso la amarga, Derfel, y también tu Nimue. —Hizo una pausa para pensar—. Se enfureció mucho, sobre todo cuando Ginebra mandó a buscarla para que se enfrentara a Sansum cuando lo de la iglesia de Durnovaría. Morgana cree que tendría que haberla requerido a ella pero, según cuentan, lady Ginebra se rodea sólo de belleza, con lo cual ¿dónde queda Morgana? —Chasqueó la lengua en respuesta a su propia pregunta—. Con todo, sigue siendo fuerte, y ambiciosa como su hermano, de modo que no se quedará aquí escuchando los sueños de los campesinos y moliendo hierbas para curar fiebres lácteas. ¡Se aburre! El tedio la abruma hasta el extremo de que juega a los dados con ese perverso obispo Sansum del santuario. ¿Por qué lo enviaron a Ynys Wydryn?

—Porque en Durnovaría no lo querían. ¿Es cierto que viene aquí a jugar con Morgana?

Gudovan asintió.

—Dice el obispo que necesita tratar con algún ser inteligente y que ella es la mejor dotada de Ynys Wydryn; me atrevo a decir que no le falta razón. Le predica, claro, tonterías sin fin acerca de una virgen que da a luz a un dios al cual crucifican después, pero Morgana se limita a dejar que las palabras le resbalen por la máscara. Al menos eso espero. —Hizo una pausa y bebió un trago del cuerno de hidromiel, donde se debatía una avispa a punto de ahogarse. Cuando dejó el cuerno, cacé a la avispa y la aplasté encima del pupitre—. El cristianismo tiene cada vez más adeptos, Derfel —prosiguió al cabo—. Hasta la mujer de Gwlyddyn, esa mujer tan bonita, Ralla, se ha convertido, y seguramente la seguirán Gwlyddyn y sus dos hijos. No me importa, pero ¿por qué tienen que cantar tanto?

—¿No os gusta cantar? —bromeé.

—¡Nadie disfruta como yo con una buena canción! —replicó muy serio—. La canción de guerra de Uter o el canto de la muerte de Taranis. Eso sí que son canciones, y no esas quejas y esos lamentos por ser pecadores y necesitar la gracia. —Suspiró y movió la cabeza negativamente—. ¿Es cierto que estuviste en Ynys Trebes?

Le conté la caída de la ciudad. Me pareció un relato apropiado, allí sentados, con la lluvia cayendo sobre los campos y la amenaza que se cernía sobre toda Dumnonia. Cuando termine, Gudovan se quedó mirando hacia la puerta, sin ver, mudo. Me dio la impresión de que se había dormido, pero al levantarme del asiento, me indicó que me sentara otra vez.

—¿Pintan tan mal las cosas como dice el obispo Sansum? —me preguntó.

—Pintan mal, amigo mio —admití.

—Cuéntame.

Le conté que los irlandeses y los guerreros de Cornualles hacían incursiones por el oeste, donde Cadwy seguía fingiendo gobernar un reino independiente. Tristán hacía lo posible por contener a los soldados de su padre, pero el rey Mark no podía resistir la tentación de enriquecer su pobre reino a costa de robar a la debilitada Dumnonia. También le hablé de la tregua rota por los sajones de Aelle y de que el mayor peligro seguía siendo el ejército de Gorfyddyd.

—Ha reunido a los hombres de Elmet, de Powys y de Siluria, y tan pronto como se termine la cosecha, los conducirá hacia el sur.

—¿Y Aelle no lucha contra Gorfyddyd? —preguntó el viejo escribano.

—Gorfyddyd ha comprado a Aelle.

—¿Y vencerá Gorfyddyd? —me pregunto.

—No —dije, tras una larga pausa, y no porque fuera la verdad sino porque no deseaba aumentar las preocupaciones de mi viejo amigo con la idea de que su último atisbo en esta vida pudiera ser el destello de la espada de un guerrero blandiéndose sobre sus ojos ciegos—. Arturo se enfrentará a él —dije—, y Arturo todavía no ha sido vencido.

—¿Tú también te enfrentarás a ellos?

—Es mi oficio ahora, Gudovan.

—Habrías sido un buen escribano —dijo con melancolía—, una profesión honorable y útil, aunque no nos nombren lores por ello. —Había dado por supuesto que él ignoraba el honor que me habían concedido y de pronto me avergoncé por sentirme tan orgulloso de ello. Gudovan buscó el cuerno y tomó otro trago—. Si ves a Merlín —me dijo—, dile que vuelva. El Tor es una tumba sin él.

—Se lo diré.

—Adiós, lord Derfel —se despidió.

Comprendí que Gudovan sabia que nunca volveríamos a vernos en este mundo. Quise darle un abrazo, pero me alejó con un gesto por temor a que le traicionara la emocion.

Arturo esperaba en la puerta de mar; contemplamos las marismas que se extendían hacia poniente, sobre las que se abatían densas cortinas de lluvia gris.

—Esta agua es mala para la cosecha —comentó lúgubremente.

Los relámpagos rasgaban el cielo sobre el mar Severn.

—Cuando Uter murió, estalló una tormenta semejante a ésta —dije.

Arturo se arropó en el manto.

—Si el hijo de Uter viviera... —dijo, pero enmudeció antes de formular el pensamiento completo.

Estaba de un humor sombrío y triste, como el tiempo.

—El hijo de Uter no habría podido enfrentarse a Gorfyddyd, señor —dije—, ni a Aalle.

—Ni a Cadwy —añadió con amargura— ni a Cedric. Son muchos enemigos, Derfel.

—Entonces alegraos, porque vos tenéis amigos, señor.

Aceptó la verdad con una sonrisa y luego volvió la mirada hacia el norte.

—Me preocupa uno de esos amigos —dijo en voz baja—. Temo que Tewdric no quiera ir a la guerra. Esta ahíto de guerras, y no le culpo. Gwent ha sufrido harto más que Dumnonia. —Me miro con lágrimas en los ojos, o tal vez sólo fueran gotas de lluvia—. Yo quería hacer cosas tan grandes, Derfel, tan grandes. Pero al final, el traidor he sido yo, ¿no es así?

—No, señor —dije con firmeza.

—Los amigos deben decir la verdad —me reconvinó amablemente.

—Vos necesitabais a Ginebra —dije, cohibido de hablar de semejante modo—, y estabais destinado a ella, porque si no, ¿para qué la habrían enviado los dioses al salón de festejos la noche de vuestro compromiso? No nos corresponde a nosotros, señor, leer los pensamientos de los dioses, sino sólo cumplir nuestro destino al pie de la letra.

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