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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (58 page)

BOOK: El rey del invierno
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—¿Aunque fuera contra su conciencia?

La pregunta hizo sonreír a Ailleann.

—Deberíais de saber, Derfel, que algunas mujeres siempre exigen a sus hombres un precio desorbitado. Cuanto más paga el hombre, más aumenta el valor de la mujer, y sospecho que Ginebra se valora en mucho a si misma. Y está bien que lo haga, así deberíamos hacerlo todas. —Pronunció las últimas palabras con pesadumbre, y se levantó de la silla—. Transmitidle mi amor

—me dijo cuando volvíamos hacia la casa— y pedidle por favor que se lleve a sus hijos a la guerra.

Arturo se negó a llevarlos consigo.

—Démosles un año más —me dijo cuando nos pusimos en camino a la mañana siguiente.

Había comido con los gemelos y les había entregado unos pequeños obsequios, pero todos contemplamos el resquemor con que Amhar y Loholt recibieron el afecto de su padre. A Arturo tampoco le pasó desapercibido, motivo por el cual mostróse anormalmente adusto durante la marcha hacia poniente.

—A los hijos de madre soltera —comentó tras un largo silencio— les falta una parte del alma.

—¿Qué me decís de la vuestra, señor? —pregunte.

—La remiendo todas las mañanas, Derfel, agujero por agujero. —Suspiró—. He de dedicar tiempo a Amhar y Loholt, y sólo los dioses saben de dónde lo sacaré, porque dentro de cuatro o cinco meses seré padre otra vez. Si es que vivo —añadió sombríamente.

De modo que Lunete tenía razón, Ginebra estaba encinta.

—Me alegro por vos, señor —dije, aunque me acordé de que Lunete había comentado que Ginebra no se alegraba de su estado.

—¡Yo me alegro por mi! —rió, y el pesimismo desapareció de un plumazo—. ¡Y por Ginebra! A ella le hará bien y, dentro de diez años, Derfel, Mordred ascenderá al trono y Ginebra y yo nos retiraremos a algún lugar feliz a criar ganado, niños y cerdos. Entonces seré feliz. Enseñaré a Llamrei a tirar de la carreta y Excalibur será la aguijada de los bueyes de mi arado.

Traté de imaginarme a Ginebra convertida en campesina, mas no logré figurármela siquiera como labriega rica; no obstante, me reservé el comentario.

De Corinium fuimos a Glevum, cruzamos el Severn y nos adentramos en el corazón de Gwent. Componíamos una bella estampa pues, por deseo de Arturo, desfilábamos con las enseñas desplegadas al viento y los caballeros en armadura de combate, toda una exhibición de magnificencia para infundir nuevas esperanzas a los lugareños, que habíanlas perdido todas; el pueblo daba por sentada la victoria de Gorfyddyd y, a pesar de ser tiempo de siega, faltaba alegría en los campos. Pasamos junto a una era y el cantor entonaba el Lamento de Essylt en vez de la alegre canción que imprimía ritmo a los mayales. Observamos que no había villa, casa o choza que no hubiera sido despojada de todo objeto de valor. Habían ocultado sus posesiones, bajo tierra seguramente, para que los invasores de Gorfyddyd no dejaran al pueblo desnudo.

—Los topos se están enriqueciendo de nuevo —comentó Arturo agriamente.

Sólo Arturo no cabalgaba con su mejor armadura.

—Morfans lleva mi cota maclada —repuso cuando le pregunté por qué llevaba la de repuesto, mucho más sencilla.

Morfans era el guerrero feo con el que había trabado amistad durante el festín con que se celebró la llegada de Arturo a Caer Cadarn, hacia ya muchos anos.

—¿Morfans? —pregunté sin dar crédito a mis oídos—. ¿Cómo mereció semejante regalo?

—No es un regalo, Derfel, tan sólo un préstamo. Desde hace una semana, Morfans se deja ver muy cerca de los hombres de Gorfyddyd. Creen que ya estoy allí, y tal vez eso les contenga un poco. Al menos hasta el momento no hemos tenido noticia de ataque alguno.

No pude contener la risa al pensar en el feo rostro de Morfans oculto bajo el yelmo de Arturo; y tal vez el engaño funcionara, pues cuando nos reunimos con el rey Tewdric en la guarnición romana de Magnis, el enemigo aún no había hecho ninguna incursión fuera de sus plazas fuertes en los montes de Powys.

Tewdric, ataviado con su elegante armadura romana, parecía casi un anciano. Tenía el pelo canoso y su porte ya no era el mismo que la última vez que lo viera. Recibió con un bufido las nuevas sobre Aelle pero luego se esforzó por mostrar un poco más de amabilidad.

—Buenas nuevas —dijo secamente, y se restregó los ojos—, aunque bien sabe Dios que Gorfyddyd no necesita de la ayuda sajona para vencernos. Le sobran hombres.

La fortificación romana bullía de actividad. En las armerías se fabricaban puntas de lanza y todos los fresnos en varias millas a la redonda habían sido convertidos en varas de lanza. Arribaban a cada hora carretas con las mieses recogidas y los hornos de los panaderos ardían con la misma fiereza que las fraguas de los herreros, de modo que el humo envolvía constantemente el lugar. A pesar de la cosecha recién llegada, el ejército que se estaba reuniendo padecía hambre. La mayoría de los lanceros habían acampado fuera de la empalizada, algunos a varias millas de distancia, y a menudo surgían disputas por la ración de pan duro y judías secas. Otros grupos se quejaban de que las letrinas de los campamentos de río arriba envenenaban el agua potable. Proliferaban las enfermedades, el hambre y las deserciones, prueba palpable de que ni Tewdric ni Arturo habían tenido que vérselas nunca con los problemas de organizar un ejército tan numeroso.

—Pues si nosotros tenemos dificultades —comentó Arturo con optimismo—, imagínate los problemas que tendrá Gorfyddyd.

—Preferiría tener sus problemas en vez de los míos —replicó Tewdric sombríamente.

Mis lanceros, que seguían a las órdenes de Galahad, estaban acampados a ocho millas al norte de Magnis, donde Agrícola, el comandante de Twedric, mantenía estrecha vigilancia sobre las montañas que señalaban la frontera entre Gwent y Powys. Me llenó de alegría volver a ver los yelmos con las colas de lobo. Tras el desaliento que había visto en los campos, me regocijó pensar que allí, al menos, había hombres que jamás conocerían la derrota. Nimue me acompañó y los hombres la rodearon para que tocara sus lanzas y sus espadas y les comunicara fuerza. Nimue cumplía las funciones de Merlín y, como sabían que había regresado de la isla de los Muertos, creían que era casi tan poderosa como su señor.

Agrícola me recibió en una tienda de campaña, la primera que veía en mi vida. Era un artilugio maravilloso, con un eje central y cuatro palos en las esquinas que sujetaban un dosel de lienzo por el que se filtraba la luz, de modo que el cabello blanco de Agrícola adquiría un extraño tinte amarillo. Llevaba puesta la armadura romana y estaba sentado a una mesa cubierta de trozos de pergamino. Como hombre severo que era, nos recibió con un saludo al uso, aunque tuvo una palabra de alabanza para mis hombres.

—Se muestran seguros, pero también el enemigo se muestra seguro, y ellos son mucho más numerosos que nosotros —comentó en tono desalentador.

—¿Cuántos son? —pregunté.

Mi franqueza pareció ofenderle, pero yo ya no era el muchacho que veía por primera vez al señor de la guerra de Gwent. Yo también era lord, comandante de mis hombres, y tenía derecho a saber qué circunstancias les aguardaban. Aunque quizá no fuera la franqueza lo que le irritara, sino el rechazo a hablar de la preponderancia del enemigo. No obstante, al final hizo recuento.

—Según nuestros espias —dijo—, Powys ha reunido seiscientos lanceros entre sus propios súbditos. Gundleus ha traído doscientos cincuenta de Siluria, tal vez más. Ganval de Elmet ha enviado doscientos, y sólo los dioses saben cuántos hombres sin amo se han unido a la enseña de Gorfyddyd por reclamar parte del botín.

Los hombres sin amo eran bribones, desterrados, asesinos y salvajes que se apuntaban al ejército sólo por el botín con que pudieran hacerse en la batalla. Tales hombres eran de temer, pues tenían todo que ganar y nada que perder. Pensé que esa calaña no debía de abundar entre los nuestros, no sólo porque se nos daba por vencidos sino también porque tanto Tewdric como Arturo no veían con buenos ojos a esos hombres sin ley. Sin embargo, muchos de los mejores caballeros de Arturo habían salido de entre ellos. Algunos guerreros, como Sagramor, habían luchado en los ejércitos romanos derrotados por los bárbaros que invadieron Italia, pero el genio juvenil de Arturo había logrado organizar en bandas de guerra a muchos de aquellos mercenarios sin ley.

—Debo añadir —prosiguió Agrícola en tono alarmante— que el reino de Cornovia ha aportado hombres, y ayer mismo supimos que Oengus Mac Airem de Demetia se ha sumado con una banda de guerreros Escudos Negros, unos cien hombres fuertes, calculo. Por otra parte, hemos sido informados de que los hombres de Gwynedd se han unido a Gorfyddyd.

—¿De la leva? —pregunté.

—Unos quinientos o seiscientos —replicó Agrícola tras encogerse de hombros—, o incluso mil. Pero no llegarán antes de que termine la cosecha.

Empecé a arrepentirme de haber preguntado.

—¿Con cuántos contamos nosotros, señor?

—Ahora que ha llegado Arturo... —hizo una pausa—. Setecientas lanzas.

No dije nada. No era de extrañar que los hombres de Gwent y Dumnonía enterraran cuantos bienes poseyeran y murmuraran que Arturo debía abandonar Britania. Nos enfrentábamos a una horda.

—Os agradecería —añadió Agrícola con acidez, como si la idea de gratitud fuera completamente ajena a su pensamiento— que no divulgarais los datos que os he dado. Ya se han producido deserciones más que suficientes. Si continuamos así, más valdría que caváramos nuestras propias tumbas.

—Entre mis hombres, ni una —dije con énfasis.

—No —admitió—, todavía no. —Se puso en pie, tomó su corta espada romana que pendía del mástil de la tienda y se detuvo en el umbral de la entrada para echar una torva mirada hacia los montes enemigos—. Dicen que sois amigo de Merlín.

—Sí, señor.

—¿Acudirá?

—Lo ignoro, señor.

—Ruego por que así sea —musitó con un bufido—. Es necesario que alguien imbuya sensatez a este ejército. Se ha convocado a todos los comandantes a un consejo de guerra esta noche en Magnis. —Lo anunció con amargura, como si supiera que tales reuniones provocaban más desavenencias que camaradería—. Presentaos allí a la puesta del sol.

Galahad me acompañó y Nimue se quedó con mis hombres, pues su presencia les infundía ánimos; me alegré de que no viniera con nosotros porque el obispo Conrad de Gwent abrió el consejo con una oración pletórica de desaliento, rogando a su dios que nos concediera fuerza para enfrentarnos al poderosísimo enemigo. Galahad, con los brazos extendidos en la postura de los cristianos para rezar seguía la oración del obispo con un murmullo, mientras los paganos protestaban en voz baja diciendo que no debíamos pedir fuerza sino victoria. Eché de menos la presencia de algún druida entre nosotros, pero Tewdric, que era cristiano, no tenía ninguno a su servicio y Balise, el anciano que oficiara en la aclamación de Mordred, había muerto durante el primer invierno que pasé en Benoic. Comprendí el deseo de Agrícola de que Merlín acudiese, pues un ejército sin druidas se situaba en desventaja frente al enemigo.

Al consejo asistieron cuarenta o cincuenta hombres, todos jefes o comandantes. Nos reunimos en el desnudo salón de la casa de baños de Magnis, un recinto que me recordó la iglesia de Ynys Wydryn. El rey Tewdric, Arturo, Agrícola y el hijo de Tewdric, el Edling Meurig, se sentaron a una mesa elevada sobre un estrado de piedra. Meurig se había convertido en una criatura delgada y pálida, y aquella armadura romana que nada le convenía le daba un aspecto aún más desvalido. Acababa de alcanzar la edad de unirse al ejército, pero su personalidad nerviosa no encajaba con las exigencias de la guerra. Parpadeaba sin cesar, como aquel a quien el sol ciega al salir de una habitación muy oscura, y no paraba de manosear una macíza cruz de oro que llevaba colgada al cuello. Arturo fue el único de los comandantes que no se presentó vestido de guerrero, y daba la impresión de sentirse a gusto ataviado como un labriego.

Los guerreros lanzaron vítores y golpearon el suelo con las lanzas cuando el rey Tewdric anunció que, al parecer, los sajones se habían retirado de la frontera oriental, pero aquella noche no volvió a producirse otra manifestación de euforia durante un buen rato, porque Agrícola tomó la palabra y comparó las fuerzas de ambos ejércitos sin tapujos. No enumeró los contingentes menores del enemigo, pero incluso así quedó patente que el ejército de Gorfyddyd nos superaría en una proporción de dos a uno.

—¡Pues seremos doblemente mortíferos! —gritó Morfans desde el fondo.

Había devuelto la armadura a Arturo jurando que sólo un héroe sería capaz de soportar tamaña cantidad de metal sobre los hombros y además luchar. Agrícola pasó por alto la interrupción y añadió que la siega terminaría en una semana y que entonces el ejército de leva de Gwent vendría a aumentar nuestro numero. Nadie pareció animarse con la noticia.

El rey Twedric habló de la conveniencia de enfrentarnos a Gorfyddyd al pie de las murallas de Magnis.

—Dadme una semana —dijo— para llenar esta fortaleza con la nueva cosecha y Gorfyddyd no logrará expulsarnos jamás. Luchemos aquí —dijo, señalando hacia la oscuridad que se abría tras las puertas del salón—, y si la batalla se tuerce, nos retiramos tras las puertas y que rompan sus lanzas contra la empalizada.

Era la táctica preferida de Tewdric, y la había perfeccionado con los años: la guerra de sitio, atrincherarse tras las murallas levantadas por ingenieros romanos muertos hacía mucho tiempo ya, contra las cuales de nada servían las espadas ni las lanzas enemigas. Un murmullo de acuerdo se elevó en la sala, murmullo que aumentó cuando Tewdric anunció al consejo la posibilidad de que Aelle estuviera planeando un ataque a Ratae.

—Entretengamos aquí a Gorfyddyd —dijo un hombre—, y se apresurará a volver al norte tan pronto como tenga noticia de que Aelle ataca por la puerta de atrás.

—Aelle no luchará por mí.

Era la primera intervención de Arturo y se hizo el silencio en el salón. Arturo pareció avergonzado de haberse pronunciado con tanta rudeza. Sonrió a Tewdric disculpándose y preguntó en qué lugar exactamente se hallaban reunidas las fuerzas enemigas. Él ya conocía la respuesta, naturalmente, pero hizo la pregunta para que también los demás tuviéramos conocimiento. Respondió Agrícola en vez de Tewdric.

—Las posiciones de vanguardia cubren el terreno entre Monte Coel y Caer Lud. El grueso del ejército está reunido en Branogenium y algunas tropas avanzan desde Caer Sws.

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