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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (62 page)

BOOK: El rey del invierno
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—¿Sois amigos de Merlín? —preguntó.

—Lord Derfel si —respondió Galahad.

Iorweth se restregó los ojos con aire de cansancio. Era viejo, tenía un rostro amable y amistoso y en su calva se adivinaba un resto de tonsura, por encima de las orejas.

—No dejo de pensar que mi hermano Merlín espera demasiado de los dioses —dijo—. Cree que el mundo puede volver a hacerse y que la historia puede borrarse como una raya hecha en el barro. Sin embargo, no es posible. —Se rascó la picazón que le producía un piojo en la barba y advirtió la cruz que Galahad llevaba colgada del cuello. Sacudió la cabeza—. Envidio a vuestro dios cristiano; es uno y es tres, está muerto y está vivo, está en todas partes y no está en ninguna, exige que se le adore y dice que ninguna otra cosa es digna de adoración. Tales contradicciones dan pie a que cualquiera crea en todo o en nada, cosa que no sucede con nuestros dioses. Los nuestros son como reyes, volubles y poderosos, nos olvidan si así lo desean. No importa lo que nosotros creamos, sólo importan sus deseos. Nuestros hechizos sólo funcionan si ellos lo permiten. Bien, Merlín no está de acuerdo, cree que si gritamos con la potencia necesaria, llamaremos su atención, pero ¿qué hacemos con un crío que grita?

—¿Le prestamos atención? —dije.

—Lo golpeamos, lord Derfel —replicó Iorweth—. Lo golpeamos hasta que calla. Temo que lord Merlin lleve demasiado tiempo gritando más de lo debido. —Levantóse y tomó su vara—. Lamento que no podáis acudir a la cena con los demás guerreros; sin embargo, la princesa Helledd dice que seréis bien recibidos si acudís a cenar en su casa.

Helledd de Elmet era la esposa de Cuneglas y su invitación no tenía por qué ser una deferencia. Podría tratarse en realidad de un insulto bien calculado por Gorfyddyd, una insinuación de que no merecíamos sino cenar con las mujeres y los niños, pero Galahad dijo que sería un honor aceptar la invitación.

Y allí, en el pequeño salón de Helledd, se encontraba Ceinwyn. Deseaba volver a verla, lo deseé desde el mismo momento en que Galabad se aventuró a ofrecerse como embajador en Powys; tal fue el verdadero motivo de mi empecinamiento en acompañarle. Por mi parte no había acudido a Caer Sws en busca de paz, sino para contemplar de nuevo el rostro de Ceinwyn, y en aquel momento, a la iuz parpadeante de las teas de junco, en el salón de Helledd, volví a verla.

Los años no la habían transformado. Conservaba la misma dulzura en el rostro, el mismo recato en el porte, el mismo brillo en el cabello y el mismo encanto en la sonrisa. Cuando entramos en la estancia, se ocupaba de un pequeño al que daba trocitos de manzana a la boca. Se trataba del hijo de Cuneglas, Perddel.

—Le he dicho que si no se come la manzana, los monstruos de Dumnonia se lo llevarán —dijo con una sonrisa—. Creo que desea ir con vosotros, porque no está dispuesto a probar bocado.

Helledd de Elmet, la madre de Perddel, era alta, con la mandíbula fuerte y los ojos claros. Nos dio la bienvenida y ordenó a una doncella que nos sirviera hidromiel; luego nos presentó a dos de sus tías, Tonwyn y Elsel, que nos miraron con rencor. Habíamos interrumpido una conversación de la que estaban disfrutando y las avinagradas miradas de las tías nos invitaban a

marcharnos de allí, pero Helledd fue más gentil.

—¿Conocéis a la princesa Ceinwy? —nos pregunto.

Galahad se inclinó ante ella y después se acuclilló al lado de Perddel. Le gustaban mucho los niños, y los niños confiaban en él desde el primer momento. Al instante los dos príncipes empezaron a jugar con los trocitos de manzana como si fueran zorros; la boca de Perddel era la cueva del zorro y las manos de Galahad, los perros que querían cazarlo. La manzana desapareció en pocos minutos.

—¿Cómo no se me ocurrio antes? —se pregunté Geinwyn.

—Porque a vos no os crió la madre de Galahad, señora —dije—, la cual debió de alimentarlo de esa misma forma, sin duda. Hoy es el día en que aún no come si no es al toque de un cuerno de caza.

Ceinwyn rió; luego se fijó en el broche que yo llevaba. Contuvo el aliento y se ruborizó; por un instante creí haber cometido un error imperdonable. Pero al cabo, sonrió.

—¿Debería reconoceros, lord Derfel?

—No, señora. Era yo muy joven.

—¿Y lo habéis conservado? —preguntó, muy asombrada de que alguien se molestara en conservar un regalo suyo.

—Lo he conservado, señora, incluso en momentos en que perdí cuanto tenía.

La princesa Helledd nos interrumpió con una pregunta; quería saber qué asuntos nos habían llevado a Caer Sws. Estoy seguro de que ya lo sabía, pero resultaba adecuado para una princesa fingirse al margen de los consejos de hombres. Le dije que habíamos sido enviados para determinar si la guerra era verdaderamente inevitable.

—¿Y lo es? —inquirió la princesa con preocupación comprensible, pues al día siguiente su esposo partiría hacia el sur para enfrentarse al enemigo.

—Desgraciadamente, señora, eso parece.

—Y todo por causa de Arturo —comentó la princesa en tono firme, y las tías corroboraron sus palabras enérgicamente.

—Creo que Arturo estaría de acuerdo con vos, señora —dije—, y lo lamenta.

—Entonces, ¿por qué lucha contra nosotros?

—Porque ha jurado mantener a Mordred en el trono, señora.

—Mi suegro jamás usurparía el trono del heredero de Uter —arguyó Helledd con ardor.

—Lord Derfel estuvo a punto de perder la cabeza esta mañana cuando mantenía una conversación semejante —terció Ceinwyn maliciosamente.

—Lord Derfel —intervino Galahad levantando la mirada, una vez concluida la última cacería del zorro— no perdió la cabeza porque es amado por sus dioses.

—¿Por los vuestros no, lord príncipe? —inquirió Helledd con agudeza.

—Mi dios ama a todos, señora.

—¿Queréis decir que no discrimina? —Y se rió.

Comimos ganso, pollo, liebre y venado, y nos sirvieron un vino peleón que debía de haber permanecido mucho tiempo almacenado desde que lo trajeran a Britania. Tras la cena nos sentamos en mullidos asientos y una arpista nos deleitó con su música. Aquellos asientos blandos, propios de los salones de las damas, semejaban lechos bajos y tanto Galahad como yo nos sentíamos incómodos en aquellas camas bajas y blandas, pero me alegré de tener ocasión de sentarme al lado de Ceinwyn. Al principio me senté muy tieso, pero después me apoyé en un codo para hablar con ella en voz baja. La felicité por su compromiso con Gundleus y ella miró con ojos de risa.

—Habláis como un cortesano —comento.

—A veces tengo que comportarme como un cortesano, señora—. ¿Os complacería que me mostrara como un guerrero?

Ella también se apoyó en un codo, de modo que hablábamos sin interrumpir la música; su proximidad me producía la sensacion de estar flotando en humo.

—Mi señor Gundleus —dijo en voz baja— exigió mi mano a cambio del apoyo de su ejército en la próxima guerra.

—Entonces, señora, su ejército es lo más valioso que posee Britania —dije.

No sonrió ante el cumplido pero tampoco apartó sus ojos de los míos.

—¿Es cierto que mató a Norwenna? —preguntó muy quedo.

La pregunta fue tan directa que me turbé.

—¿Qué dice él, señora? —pregunté a mi vez, en vez de responder inmediatamente.

—Dice —bajó la voz tanto que apenas la oía— que sus hombres fueron atacados y que ella murió en la confusión. Dice que fue un accidente.

Eché una ojeada a la muchacha que tañía el arpa. Las tías nos miraban furibundas, pero a Heiledd no parecía afectarle que charláramos. Galahad escuchaba la música sosteniendo a Perddel, que se había dormido en sus brazos.

—Aquel día yo estaba en el Tor, señora —dije volviéndome de nuevo hacia ella.

—¿Y?

Pensé que su franqueza bien merecía una respuesta directa.

—Ella lo recibió postrada de hinojos, señora, y él le clavó la espada en la garganta, hasta el fondo. Lo vi todo.

Su rostro se tensó un momento. La luz temblorosa de las teas de junco bruñía su piel blanca y proyectaba delicadas sombras sobre sus mejillas y bajo su labio inferior. Llevaba un hermoso vestido de paño azul claro festoneado por piel invernal, blanquisima y moteada, de un armiño. Una torques de plata le ceñía la garganta y unos aros de plata adornaban sus orejas; me pareció que la plata convenía sobremanera al brillo de su pelo. Dejó escapar un leve suspiro.

—Temía oír esas palabras —dijo—, pero ser princesa me obliga a contraer el matrimonio más provechoso, y no el que mejor responda a mis deseos. —Se quedó un rato mirando a la arpista y luego se volvió de nuevo hacia mi—. Mi padre —dijo nerviosamente— dice que esta guerra es por mi honor. ¿Es cierto?

—Para él, sí, señora, aunque os aseguro que Arturo lamenta profundamente el pesar que os causo.

Hizo un breve gesto de estremecimiento. El recuerdo la hería pero no podía dejarlo de lado, pues el rechazo de Arturo había cambiado su vida de forma mucho más sutil y triste que la de él. Arturo había ido en pos de la felicidad y el matrimonio mientras ella se quedaba sufriendo y lamentándose, buscando dolorosas respuestas que, al parecer, no había encontrado.

—¿Vos lo comprendéis? —me preguntó al cabo de un rato.

—En aquel momento no, señora. Le juzgué loco, como todos los demás.

—¿Y ahora? —preguntó clavándome sus ojos azules.

—Creo —dije tras pensarlo un poco— que por una vez en su vida, cayó preso de una locura que no fue capaz de controlar.

—¿Amor?

La miré y me dije que no estaba enamorado de ella y que el broche era un talismán que había caído en mis manos por azar. Me dije que ella era princesa y yo hijo de una esclava.

—Sí, señora —respondí.

—¿Entendéis vos esa locura? —me pregunto.

Yo no veía ni oía nada más que a ella en toda la sala. La princesa Helledd, el príncipe dormido, Galahad, las tías, la arpista, nadie existía para mi, como tampoco las colgaduras de las paredes ni los tederos de bronce. Sólo veía los ojos de Ceinwyn, grandes y tristes, y sólo oía los latidos de mí corazon.

—Sé que se puede mirar a una persona a los ojos —me oi decir— y comprender de pronto que la vida es imposible sin ellos, que su voz puede pararnos el corazón, que su compañía es la única felicidad deseable para siempre, que su ausencia nos dejará el alma solitaria, viuda y perdida.

Calló unos momentos, pero me miraba con expresíon confusa.

—¿Os ha sucedido alguna vez, lord Derfel? —me preguntó al cabo.

Dudé. Sabía las palabras que mi alma deseaba pronunciar y las que mi condición me obligaba a decir, pero entonces pensé que un guerrero no deber dejar que la timidez medre y permití que mi alma hablara por mi boca.

—Nunca, hasta este momento, señora —dije.

Y para pronunciar semejante declaración hube de reunir más valor del que había necesitado en toda mi vida para atacar una barrera de escudos.

Inmediatamente retiró la mirada y se irguió en el asiento; me maldije por haberla ofendido con mi torpeza inexcusable. Me quedé recostado en el asiento, rojo como una amapola y con el alma dolorida de verguenza, mientras ella aplaudía la interpretación de la arpista y le lanzaba unas monedas de plata a la alfombra, al pie del arpa. Le pidió que interpretara la canción de Rhiannon.

—Creía que no escuchabas, Ceinwyn —tercio venenosamente una de las tías.

—Pues sí, Tonwyn, escucho, y mucho me place cuanto oigo —respondió Ceinwyn, y me hizo sentir como se siente un hombre cuando la defensa enemiga cede.

Mas no osé tomar sus palabras al pie de la letra. Lo deseaba, pero no me atrevía. La locura del amor, pasar del éxtasis a la desesperación en un segundo vertiginoso.

La música empezó de nuevo sobre un fondo de vivas y ovaciones estruendosas procedentes del salón grande, donde los guerreros disfrutaban de la victoria por adelantado. Me hundí por completo en los cojines, todavía sonrojado, tratando de adivinar si las últimas palabras de Ceinwyn se habían referido a la conversación o a la música, hasta que también ella se reclinó en los cojines, cerca de mí.

—No quiero ser el motivo de una guerra —dijo.

—Parece inevitable, senora.

—Mi hermano está de acuerdo conmigo.

—Pero es vuestro padre quien reina en Powys, señora.

—En efecto —dijo secamente. Calló, frunció el ceño y me miró a la cara—. Si Arturo vence, ¿con quién querrá desposarme?

Volvió a sorprenderme la franqueza de la pregunta y respondí con la verdad.

—Desea que seáis reina de Siluria, señora —dije.

—¿Casada con Gundleus? —preguntó, mirándome alarmada.

—Casada con el rey Lanzarote de Benoic, señora —dije, desvelando la esperanza secreta de Arturo.

Me quedé pendiente de su reacción.

Me miró profundamente a los ojos, quería adivinar si le había dicho la verdad.

—Dicen que Lanzarote es un gran guerrero —comentó al cabo de un momento, con una falta de entusiasmo que me dio nuevo aliento.

—Eso dicen, si, señora.

Guardó silencio de nuevo. Se apoyó en el codo observando las manos de la arpista que volaban sobre las cuerdas; yo la miraba a ella.

—Decidle a Arturo —habló por fin, pero sin mirarme— que no le guardo rencor, y decidle otra cosa mas.

Enmudeció de repente.

—¿Sí, señora? —traté de animarla.

—Decidle que si vence —empezó sin mirarme, pero enseguida se volvió hacia mi y, acercando un delicado dedo al hueco que separaba los asientos, me rozó el dorso de la mano para demostrarme lo importantes que eran sus palabras—, que si vence —repitió—, le pediré protección.

—Así se lo diré, señora —respondí, e hice una pausa con el corazón alborozado—. Y os juro que yo os protegeré también, con todo honor.

No apartó el dedo de mí mano, era un roce tan leve como la respiración del príncipe que dormía.

—Tal vez os obligue a dar cumplimiento a ese juramento, lord Derfel —me dijo mirándome a los ojos.

—El juramento será mantenido hasta el final de los tiempos y para toda la eternidad, señora.

Sonrió, retiró la mano y se sentó con la espalda recta.

Aquella noche me acosté en un delirio de confusión, esperanza, estupidez, aprensión, temor y dicha. Como le sucediera a Arturo, había llegado a Caer Sws y me había enamorado perdidamente.

La Barrera De Escudos
15

—¡De modo que era ella! —me increpó Ygraine—. ¡Fue la princesa Ceinwyn quien os hizo hervir la sangre, hermano Derfel!

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