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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (66 page)

Expliqué a mis hombres el significado de las últimas palabras de Culhwch y me situé en mi puesto, en el centro de la barrera de escudos que cubría el hueco del parapeto de árboles. Nimue se colocó detrás de mi, blandiendo todavía la espada ensangrentada.

—Cuando ataquen, fingiremos huir en desbandada —dije a los hombres—. No tropecéis al correr y no os metáis bajo los cascos de los caballos.

Ordené a dos de los míos que ayudaran a los que se habían roto el tobillo a esconderse en unos matorrales situados detrás del parapeto y aguardamos. Miré hacia la retaguardia pero no vi a los hombres de Arturo, que suponía ocultos donde el camino atravesaba una arboleda, a un cuarto de milla hacia el sur.

A mi derecha el río corría en remolinos oscuros; dos cisnes se dejaban llevar por la corriente. Una garza real pescaba en la orilla, pero abrió las alas perezosamente y salió volando hacia el norte, cosa que Nimue interpretó como de buen augurio, pues el ave se llevaba su mala suerte hacia el enemigo.

Los lanceros de Valerin iban acercándose lentamente. Los habían despertado para la batalla y aún estaban adormilados. Vi a algunos con la cabeza descubierta y supuse que sus jefes los habrían arrancado de sus yacijas de paja con tal premura que ni tiempo habían tenido para recoger toda su impedimenta. No había druidas entre ellos, de modo que nos vimos libres de maldiciones, aunque yo, igual que mis hombres, dije unas breves oraciones. Yo rezaba a Mitra y a Bel. Nimue invocaba a Andraste, la diosa de las matanzas, y Cavan pedía a sus dioses irlandeses que concedieran a su lanza muchas muertes en ese día. Observé que Valerin había desmontado y dirigía a sus hombres desde el centro de la barrera, aunque me fijé en que un criado llevaba el caballo de su caudillo en la retaguardia.

Una fuerte racha de viento húmedo arrastró hasta el camino el humo de las chozas que aún ardían y ocultó en parte la línea enemiga. Pensé que los cadáveres de los compañeros muertos enardecerían el ánimo de los lanceros y, tal como esperaba, les oí gritar de rabia al encontrarse los cuerpos, calientes todavía; cuando otra racha de viento despejó la humareda del camino, el enemigo avanzaba más deprisa, profiriendo insultos. Aguardamos en silencio y la temprana luz gris iluminó el suelo mojado del valle.

Detuviéronse a cincuenta pasos de nosotros. Todos llevaban el águila de Powys en el escudo, ninguno provenía de Siluria ni de los demás contingentes reunidos por Gorfyddyd. Imaginé que serian los mejores lanceros del país, de modo que matar a un buen número de ellos sería una gran ventaja para el futuro, y bien sabían los dioses cuán necesaria nos era cualquier ayuda. Hasta el momento todo iba como la seda y hube de recordar que esos momentos tan fáciles no eran sino el preámbulo tras el cual todo el poder de Gorfyddyd y de sus aliados caeria sobre los pocos guerreros leales a Arturo.

Dos hombres se destacaron de las filas de Valerin y arrojaron las lanzas, que pasaron muy alto por encima de nuestras cabezas y se clavaron en la tierra a nuestra espalda. Mis hombres respondieron con burlas y algunos apartaron los escudos como invitando al enemigo a intentarlo de nuevo. Agradecí a Mitra que Valerin no llevara arqueros. Pocos guerreros usaban el arco, pues las flechas no atraviesan los escudos ni las cotas de cuero. El arco era arma de cazador, idónea para aves silvestres o piezas de caza menor, pero un grupo nutrido de campesinos de la leva armado con arcos ligeros podía convertirse en una molestia de consideración obligando a los guerreros a agacharse tras la barrera de escudos.

Otros dos hombres arrojaron sus lanzas. Una acertó en un escudo y se quedó clavada, la otra pasó demasiado alta. Valerin nos observaba sopesando nuestra actitud, y tal vez la falta de reacción por nuestra parte le hiciera pensar que ya éramos hombres muertos. Levantó los brazos, golpeó el escudo con la lanza y ordenó cargar a sus hombres.

Se lanzaron gritando y nosotros, tal como Arturo ordenara, rompimos filas y nos dimos a la fuga. Se produjo gran confusión al principio, pues los hombres se estorbaban unos a otros, mas enseguida echamos a correr a la desbandada camino abajo.

Nimue iba a la cabeza, con el negro manto flotando al viento, y miraba atrás constantemente para ver lo que sucedía a su espalda. El enemigo cantó victoria y se precipitó tras nosotros; Valerin vio la posibilidad de montar a caballo entre la muchedumbre dispersa y pidió a gritos a su criado que le trajera la montura.

Corríamos torpemente, impedidos por los mantos, los escudos y las lanzas. Me sentía fatigado y respiraba entrecortadamente sin dejar de correr tras mis hombres en dirección sur. Oía las voces del enemigo y por dos veces miré hacia atrás y vi a un hombre alto y pelirrojo que sonreía y se esforzaba por darme alcance. Era más veloz que yo y ya empezaba a considerar la posibilidad de detenerme y enfrentarme a él cuando oi el bendito sonido del cuerno de Arturo. Sonó dos veces y enseguida el poder de Arturo surgió ante nosotros de entre los árboles que el alba teñía de gris.

Arturo abría la marcha con su penacho de plumas blancas, su brillante escudo bruñido como un espejo y el manto blanco desplegado a la espalda como si fueran alas. Bajó la punta de la lanza y aparecieron sus cincuenta hombres sobre caballos con armadura, el rostro cubierto de hierro y enhiestas las brillantes puntas de las lanzas. Las enseñas del oso y el dragón ondeaban luminosas y la tierra temblaba bajo los potentes cascos, que levantaban una lluvia de agua y barro en el aire a medida que los caballos ganaban velocidad. Mis hombres se apartaron del camino, se dividieron en dos grupos y, sin tardanza, formaron corros defensivos protegiéndose tras los escudos y las lanzas. Opté por el de la izquierda y me volví a tiempo de ver a los hombres de Valerin que intentaban cerrar filas en una barrera de escudos. Valerin les gritaba desde el caballo que se retirasen al parapeto, pero ya era demasiado tarde. La trampa había funcionado y los defensores del valle del Lugg estaban condenados.

Arturo pasó a mi lado al galope a lomos de Llamrei, su yegua preferida. Los faldones de la gualdrapa del caballo y los bordes del manto ya estaban cubiertos de barro. Una lanza rebotó en

el pecho de Llamrei, protegido por la armadura; entonces Arturo arrojó la suya y, tras dar muerte al primer enemigo de la jornada, dejó el arma allí clavada y desnudó a Excalibur a la luz

del amanecer. Los demás caballos pasaron al galope levantando un torbellino de agua y ruido. Los hombres de Valerin gritaron al ver a los grandes brutos irrumpir a toda velocidad entre sus

filas rotas. Abatiéronse las espadas y dejaron tras de si hombres que sangraban y se tambaleaban; los caballos continuaron abriéndose camino y aplastando a unos cuantos hombres aterrorizados bajo sus poderosos cascos reforzados con hierro. Los lanceros, rota su formación, quedaron indefensos frente a los caballos, y los guerreros de Powys no tenían ninguna posibilidad de formar una barrera de escudos. Sólo les restaba correr en desbandada y Valerin, al ver que no había escapatoria, volvió grupas y salió al galope en dirección norte.

Algunos de sus hombres le siguieron, pero todos los que iban a pie estaban condenados a morir bajo las patas de los caballos. Otros se dirigieron hacia el río o hacia la montaña, y tras ellos fuimos, organizados en bandas de lanceros. Unos pocos arrojaron las lanzas y los escudos al suelo y levantaron las manos; les perdonamos la vida, pero todo aquel que ofreció resístencía murió a lanzazos, atrapado como un oso en un matorral. El caballo de Arturo desapareció en el valle dejando tras de si un rastro macabro de hombres con el cráneo hendido por un tajo a la altura del cerebro; algunos hubo que siguieron cojeando antes de caer definitivamente y Nimue aullaba gozosa en medio de la destrucción.

Hicimos casi cincuenta prisioneros, y otros tantos muertos o agonizantes. Algunos huyeron trepando por la montaña por la que habíamos llegado nosotros bajo la luz gris y otros se ahogaron al tratar de cruzar el Lugg, y el resto eran hombres vencidos que sangraban, se arrastraban y vomitaban. Los hombres de Sagramor, ciento cincuenta lanceros excelentes, aparecieron caminando mientras rematábamos la redada de los últimos supervivientes de Valerin.

—No podemos prescindir de hombres para vigilar a los prisioneros —me dijo Sagramor a modo de saludo.

—Lo sé.

—Pues matadlos —me ordenó, y Nimue se mostró de acuerdo.

—No —dije.

Sagramor sería mi comandante durante toda aquella jornada y no me gustaba estar en desacuerdo con él, pero Arturo quería la paz para los britanos, y matar a prisioneros indefensos no era la forma de ganar Powys para la paz. Por otra parte, los prisioneros los habían tomado mis hombres y su vida quedaba bajo mi responsabilidad; en vez de matarlos, ordené que los desnudaran; y luego fueron conducidos uno a uno ante Cavan, que aguardaba con un canto rodado por martillo y una gran piedra por yunque. Colocábamos sobre la piedra la mano con que cada hombre usaba la lanza, la sujetábamos y le aplastábamos el meñique y el anular con el canto rodado. Nadie moría por que le aplastaran los dedos, incluso se podía volver a usar la lanza, pero no en el mismo día ni durante muchos días más. Después los mandamos hacia el sur, desnudos y sangrantes, y les advertimos que si volvíamos a ver su caras antes de la noche, morirían con toda seguridad. Sagramor se mofó de semejante alarde de indulgencia, pero no contradijo mis órdenes. Mis hombres recogieron las mejores prendas de los enemigos, registraron las demás en busca de monedas y arrojaron lo que no querían a las chozas, que continuaban ardiendo. Las armas capturadas las amontonamos a la vera del camino.

Después nos pusimos en marcha hacia el norte y descubrimos que Arturo había terminado la persecución en el vado y había regresado a la aldea que se extendía alrededor del sólido edificio romano, que Arturo reconoció como una antigua posada para viajeros camino de las montañas del norte. Un grupo de mujeres se hallaba bajo vigilancia al lado de la casa, abrazadas a sus hijos y a sus míseras, pertenencias.

—Vuestro enemigo —dije a Arturo— era Valerin.

Tardó unos segundos en reconocer el nombre y luego sonrío. Se había quitado el yelmo y se había apeado del caballo para recibirnos.

—Pobre Valerin —comentó—, ha salido perdedor por dos veces. —Me abrazó y dio las gracias a mis hombres—. La noche fue tan oscura —dijo— que dudé de que lograrais dar con el valle.

—El mérito no es mio, sino de Nimue.

—En ese caso, os debo agradecimiento —dijo a Nimue.

—Agradecédmelo —respondió Nimue— dándonos la victoria en este día.

—Con la ayuda de los dioses, así lo haré. —Se volvió hacia Galahad, que había cargado con ellos a caballo—. Id al sur, lord príncipe, llevad mis saludos a Tewdric y rogadle que nos envíe lanceros. Que Dios os conceda elocuencia.

Galahad espoleó a su caballo y partió al galope, cruzando el valle que hedía a sangre.

Arturo se quedó mirando la cima de la montaña que se elevaba a una milla al norte del vado. Allí había un antiguo fuerte de tierra, legado del pueblo antiguo, pero parecía desierto.

—Nada nos conviene —dijo con una sonrisa— que vean dónde nos escondemos.

Quería encontrar un lugar donde esconderse y quitarse la pesada armadura de a caballo antes de dirigirse hacia el norte para sacar a los hombres de Gorfyddyd de sus campamentos de Branogenium.

—Nimue os hará un hechizo para pasar desapercibido —le dije.

—¿Lo haréis, señora? —le preguntó con entusiasmo.

Nimue se fue a buscar un craneo. Arturo me dio otro abrazo y después llamó a un criado para que le ayudara a quitarse la pesada cota maclada. Se la quitó por la cabeza y apareció su cabeza despeinada.

—¿Te la pondrías tú? —me pregunto.

—¿Yo? —No podía creerlo.

—Cuando el enemigo ataque —me dijo—, espera encontrarme aquí, y si no me encuentra, sospechará que se trata de una celada. —Sonrió—. Se lo pediría a Sagramor, pero su cara es más peculiar que la tuya. De todos modos, tendrías que cortarte un poco el pelo —cualquiera sabría que aquél no era Arturo si por debajo del yelmo asomaba una melena rubia— y recortarte la barba —añadió.

Tomé la armadura de manos de Hygwydd y me quedé impresionado por el peso.

—Será un honor para mi —respondí.

—Pesa —me advirtió—, da calor y con el yelmo puesto no deja ver a los lados, de modo que ponte un hombre valiente a cada lado. —Percibió que dudaba—. ¿Se lo pido a otro, tal vez?

—No, no, señor. La llevaré yo.

—Implica un riesgo —me advirtió nuevamente.

—No esperaba que el día de hoy fuera tranquilo, señor.

—Os dejo las enseñas. Cuando Gorfyddyd llegue, tenemos que convencerle de que todos sus enemigos se hallan reunidos en un solo lugar. Será un combate duro, Derfel.

—Galahad traerá refuerzos —le dije en tono firme.

Tomó mi cota y mi escudo, me dio el suyo junto con el manto y se volvió para tomar a Llamrei de las riendas.

—Hasta aquí —me dijo una vez montado en el caballo—, todo ha sido fácil. —Llamó a Sagramor y nos habló a los dos—. El enemigo llegará hacia mediodía. Haced cuanto podáis por estar preparados y luchad como no habéis luchado en vuestra vida. Si os veo nuevamente, habremos logrado la victoria. En caso contrario, os doy las gracias, os saludo y os espero en el otro mundo para celebrarlo juntos. —Ordenó a sus hombres que montaran y partieron hacia el norte.

Nosotros quedamos aguardando el comienzo de la verdadera batalla.

La cota maclada pesaba extraordinariamente, me aplastaba los hombros como las perchas que las mujeres acarreaban hasta sus casas todas las mañanas. Me costaba un esfuerzo levantar el brazo de la espada, aunque noté cierto alivio al ajustarme el cinturón de la espada por encima de las escamas de hierro, aligerando así en parte el peso que caía sobre los hombros.

Nimue, una vez hubo terminado el encantamiento para ocultar a Arturo, me cortó el pelo con un cuchillo. Quemó los mechones para que el enemigo no tuviera ocasión de encontrarlos y hacer un hechizo con ellos; luego, con el escudo de Arturo por espejo, me recorté la larga barba para que no se asomara por debajo de los protectores de las mejillas. Acto seguido me calé el yelmo forrado de cuero y presioné con fuerza hasta que me quedó encajado en la cabeza como una concha. A pesar de las perforaciones abiertas a la altura de las orejas en el bruñido metal, oía mi propia voz como amortiguada. Cogí el pesado escudo, Nimue me colocó el manto blanco manchado de barro, me lo abrochó y empecé a moverme para acostumbrarme al peso tremendo de la armadura. Pedí a Issa que tomara la vara de una lanza y, usándola a modo de palo, luchara conmigo; me movía con mayor lentitud que nunca.

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