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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (68 page)

—¿Seiscientos hombres? —calculó Sagramor.

—Y aún no han llegado todos —dije.

—Poco importa. —Escupió en dirección al vado—. Además habrán visto que falta el toro de Twedric —dijo, con una de sus escasas sonrisas—. Será una batalla digna de recordar, lord Derfel.

—Me alegro de compartirla con vos, señor —repliqué con fervor, y así me sentía en efecto.

No había guerrero más poderoso que Sagramor ni hombre más temido por sus enemigos. Ni siquiera la presencia de Arturo despertaba el temor que infundían el rostro impasible del númida y su espada mortífera. Era una arma curvada de extraña factura y Sagramor la blandía a una velocidad sin igual. En una ocasión le pregunté por qué había jurado lealtad a Arturo.

—Porque cuando yo nada tenía —me contestó secamente—, Arturo me lo dio todo.

Nuestros lanceros dejaron de cantar cuando de las filas de Gorfyddyd se destacaron dos druidas. Nosotros contábamos sólo con Nimue para contrarrestar sus encantamientos, y en ese momento Nimue avanzó por el vado al encuentro de los dos hombres, que caminaban dando saltos por el camino con un brazo levantado y un ojo cerrado. Se trataba de Iorweth, el druida de Gorfyddyd, y Tanaburs, el de Gundleus, que llevaba su larga túnica con lunas y liebres bordadas. Intercambiaron besos con Nimue, así como algunas palabras, y a continuación ella volvió a nuestro lado del vado.

—Querían que nos rindiéramos —me dijo en tono de burla—, y les he dicho que se rindan ellos.

—Bien dicho —comentó Sagramor con un gruñido.

Jorweth ganó la orilla opuesta a torpes saltos.

—¡Que los dioses sean con vosotros! —nos gritó desde el otro lado, pero nadie le contestó.

Yo había cerrado los protectores de las mejillas para que no me reconocieran. Tanaburs seguía remontando el río a saltos, apoyándose en la vara. Iorweth levantó la suya a la altura de la cabeza para indicar que quería decir algo mas.

—Mi rey, el rey de Powys y rey supremo de Britania, Gorfyddyd ap Cadell ap Brychan ap Laganis ap Coel ap Beli Mawr ahorrará a vuestros espíritus un viaje al más allá. ¡Lo único que

debéis hacer, nobles guerreros, es entregarnos a Arturo! —Apuntó la vara hacia mi y Nimue formuló inmediatamente una oración protectora y arrojó al aire dos puñados de tierra.

No contesté, el silencio fue mi negativa. Iorweth hizo girar la vara y escupió tres veces hacia nosotros; después empezó a dar saltos río abajo por la orilla y se fue con Tanaburs a reforzar sus maldiciones.

El rey Gorfyddyd, acompañado de su hijo Cuneglas y de su aliado Gundleus, se habían acercado a caballo para ver la labor de los druidas, que trabajaban de lo lindo. Maldijeron nuestros días y nuestras noches y encomendaron nuestra sangre a los gusanos, nuestra carne a las bestias y nuestros huesos a la agonía. Maldijeron a nuestras mujeres y a nuestros hijos, nuestros campos y nuestro ganado. Nimue contrarrestaba las maldiciones, pero nuestros hombres no dejaban de temblar. Los cristianos proclamaban que no había nada que temer pero también ellos se persignaban a cada nueva maldición que cruzaba el río en alas de la oscuridad.

Los druidas estuvieron maldiciéndonos durante una hora entera y nos dejaron temblando. Nimue recorrió la barrera de escudos tocando las puntas de las lanzas y asegurando a los hombres que las maldiciones no habían surtido efecto, pero los nuestros seguían temblando por temor a la ira de los dioses cuando, por fin, el frente enemigo se puso en marcha.

—¡Escudos arriba! —gritó Sagramor con voz ronca—. ¡Lanzas arriba!

El enemigo se detuvo a cincuenta pasos del río y un hombre solo se destacó. Era Valerin, el cacique al que habíamos expulsado del valle al amanecer y que en ese momento se acercaba a pie hacia la margen norte del río armado de escudo y lanza. Había sufrido una derrota al amanecer y el orgullo le empujaba a la restitución de su buen nombre.

—¡Arturo! —me gritó—. ¡Te has casado con una ramera!

—Manteneos en silencio, Derfel —me aconsejó Sagramor.

—¡Con una ramera! —insistió Valerin—. Ya estaba usada cuando vino a mi. ¿Quieres conocer la lista de los amantes que tenía? ¡No bastaría una hora para nombrarlos a todos! ¿Con quién anda ahora, mientras tú esperas la muerte? ¿Crees que te guarda la ausencia? ¡Conozco a esa ramera! ¡Está envolviendo las piernas alrededor de otro, o de otros dos! —Tendió los brazos y movió las caderas obscenamente, lo que provocó voces de burla entre mis hombres; pero Valerin las desoyó—. ¡Una ramera! —prosiguió—. ¡Una ramera vieja y más que usada! ¿Luchas por tu ramera, Arturo? ¿O te faltan redaños? ¡Defiende a tu ramera, gusano! —Siguió andando por el vado, con el agua por los muslos, y se detuvo en nuestra orilla con el manto chorreando a doce pasos de mi. Miró fijamente la sombra oscura de donde asomaban mis ojos—. Una ramera, Arturo —repitió—, tu mujer es una ramera. —Escupió. Llevaba la cabeza descubierta, con unas ramas de muérdago trenzadas en el pelo a modo de protección. Vestía coraza, pero ninguna otra pieza de armadura, y lucía en el escudo el águila de alas abiertas de Gorfyddyd. Se rió de mi y después habló a mis hombres levantando la voz—. Vuestro jefe no quiere luchar por su ramera, ¿por qué habiais de luchar vosotros por él?

Sagramor me gruñó que no contestara, pero la provocación de Valerin socavaba el ánimo de los hombres, ya apocados por las maldiciones de los druidas. Esperé a que Valerin insultara una vez más a Ginebra y le arrojé la lanza. Fue un lanzamiento torpe, impedido por la cota maclada que me limitaba los movimientos; la lanza cayó junto a él y rebotó hasta el río.

—Una ramera —gritó, y embistió contra mi lanza en ristre al tiempo que yo desenvainaba a Hywelbane.

Avancé hacia él y sólo pude dar dos pasos antes de que me arrojara su arma con un gran grito de rabia.

Hinqué una rodilla en tierra y levanté el bruñido escudo en angulo de modo que desvió la lanza por encima de mi cabeza. Vi los pies de Valerin y oí su gruñido rabioso al hincarle Hywelbane por debajo de mi escudo. Dirigí la hoja hacia arriba y noté cómo se clavaba justo antes de que su cuerpo con toda la fuerza de la embestida cayera sobre mi escudo y me tirara al suelo. El grito iracundo era ya de dolor, pues el golpe de la hoja desde abajo abría una herida terrible en las entrañas; y supe que Hywelbane se había hundido profundamente en su cuerpo, ya que sentí cómo su peso descansaba sobre la hoja al caer él sobre mi escudo. Empujé hacia arriba con todas mis fuerzas para quitármelo de encima y, con un gruñido, libré el acero de la succión de la carne. La sucia sangre se derramó junto a su lanza, que había caído a su lado, mientras él se retorcía en el suelo entre grandes dolores. A pesar de todo, cuando me levanté trató de sacar su espada y lo detuve poniéndole un pie en el pecho. Perdió el color, se estremeció y se le nublaron los ojos, anuncio de la muerte.

—Ginebra es una dama —le dije—, y tu alma es mía si lo niegas.

—Es una ramera —logró decir con esfuerzo, entre dientes; entonces se atragantó y sacudió la cabeza débilmente—. El toro me protege —consiguió añadir; comprendí entonces que éramos hermanos en Mitra y hundí Hywelbane con fuerza.

La hoja encontró resistencia en la garganta, pero enseguida termino con su vida. La sangre manó como un surtidor y resbaló por la hoja; no creo que Valerin llegara a sospechar que no había sido Arturo quien envíara su espíritu al puente de las espadas, en la gruta de Cruachan.

Nuestros hombres lanzaron vivas. Los ánimos, destemplados por los druidas y por los sucios insultos de Valerin, se calentaron inmediatamente a la vista de la primera sangre enemiga derramada. Me acerqué a la orilla del río y di los pasos de la victoria enseñando al decepcionado enemigo la hoja ensangrentada de mi espada. Gorfyddyd, Cuneglas y Gundleus, una vez abatido su paladín, volvieron grupas y mis hombres los tildaron a voces de cobardes y alfeñiques.

Sagramor me recibió con un gesto de asentimiento que era su forma de alabar una lucha bien disputada.

—¿Qué queréis que hagamos con él? —me preguntó, refiriéndose al cadáver de Valerin.

Pedí a Issa que despojara al cadáver de las joyas; luego, entre dos hombres lo arrojaron al río y rogué a los espíritus del agua que llevaran a mi hermano en Mitra hacia su recompensa. Issa me presentó las armas de Valerin, su torques de oro, dos broches y un anillo.

—Es vuestro, señor —dijo, ofreciéndome el botín. También había recuperado mi lanza del río. Tomé la lanza y las armas de Valerin, pero nada más.

—El oro es para ti, Issa —dije, acordándome del día en que me ofreció su única torques a nuestra vuelta de Ynys Trebes.

—Esto no, señor —dijo, y me mostró el anillo de Valerin.

Era una joya de oro macizo, bellamente forjada y con un ciervo en relieve que corría bajo la luna creciente. Era la insignia de Ginebra, y dentro del aro había una cruz rústica claramente grabada. Era un anillo de enamorado y me pareció que Issa había demostrado inteligencia al percatarse del detalle.

Tomé el anillo y pensé en Valerin, que lo había llevado durante años con el corazón herido. O, según me atreví a pensar, tal vez hubiera intentado vengar el dolor de su corazón atacando la reputación de Ginebra y él mismo habría hecho la cruz de enamorados para presentarse como amante de ella.

—Que Arturo no llegue a saberlo nunca —le dije a Issa, y arrojé el macizo anillo al agua.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sagramor cuando volví a su lado.

—Nada, nada. Un encantamiento que podía habernos traído mala suerte.

Entonces sonó un cuerno de carnero desde el otro lado del río y ya no tuve necesidad de pensar más en el significado del anillo.

El enemigo se acercaba.

16

Los bardos todavía cantan aquella batalla, aunque sólo los dioses saben cuántos detalles inventan para adornar el relato, pues al oir sus baladas, diriase que ninguno de nosotros hubiera sobrevivido en el valle del Lugg, y quién sabe si no habría sido preferible. Fue una batalla a la desesperada, y aunque los bardos no lo reconozcan, una derrota para Arturo.

En la primera embestida, los lanceros de Gorfyddyd se lanzaron enloquecidos al vado en clamorosa avalancha. Sagramor dio orden de avanzar y chocamos en el río con un estrépito atronador, como si hubiera estallado una tormenta en la boca del valle. El enemigo contaba con la ventaja del número, pero sus movimientos estaban condicionados por las márgenes del vado, mientras que nuestros hombres de los flancos tomaron posiciones nuevas reforzando la defensa por el centro.

Los de la primera fila tuvimos tiempo de cargar una vez antes de agachamos tras los escudos y empujar a las filas enemigas; luego fueron los de la segunda fila los que arremetieron con las armas por encima de nuestras cabezas. El entrechocar de las espadas, el estruendo de los tachones de los escudos y el estrépito de las varas de las lanzas era ensordecedor, mas por increíble que parezca, pocos murieron, pues resulta difícil matar cuando dos barreras de escudos se abrazan y se machacan la una a la otra; el encontronazo se convierte en un combate de embestidas. El enemigo sujeta tu lanza por la punta de forma que no la puedes retirar, apenas queda espacio para desenvainar la espada y la segunda fila enemiga lanza una lluvia de estocadas, hachazos y lanzazos contra los yelmos y los contornos de los escudos. Las peores heridas son las que causan los golpes de espada asestados por debajo de los escudos, y poco a poco se forma en la primera fila una barrera de hombres cojos que aún dificulta más la matanza. Sólo cuando los de un bando retroceden puede el enemigo rematar a los lisiados que se rezagan al recular. Aquel primer ataque lo ganamos, mas no por puro valor sino gracias a que Morfans se adelantó con sus seis jinetes entre la apelotonada infantería y, con sus largas lanzas, hostigaron a los soldados enemigos que resistían agachados en primera línea.

—¡Escudos! ¡Escudos! —oí gritar a Morfans mientras nuestra barrera de escudos avanzaba empujada por el peso enorme de los seis caballos.

Los hombres de la última fila levantaron los escudos para proteger a los grandes brutos de guerra de la lluvia de lanzas, mientras que los de la primera fila nos agachábamos en el río y procurábamos rematar a los que retrocedían ante el empuje de los jinetes. Protegido tras el bruñido escudo de Arturo, acuchillaba con Hywelbaine aprovechando cualquier resquicio en la línea enemiga. Recibí dos sonoros golpes en la cabeza, pero el yelmo los amortiguó, aunque el ruido siguió resonándome en el cráneo durante una hora. Una lanza me dio en la cota maclada pero no la horadó. El hombre que arrojó esa lanza murió a manos de Morfans, y tras su muerte el enemigo perdió coraje y se retiró chapoteando en el agua de la orilla norte del río. Se llevaron a sus heridos, excepto a unos pocos que habían caído muy cerca de nosotros, a los cuales matamos antes de retirarnos a nuestra orilla. Seis de los nuestros se fueron al más allá y el doble resultaron heridos.

—No deberíais estar en primera línea —me dijo Sagramor, contemplando a los heridos que eran transportados a otro lugar—. Descubrirán que no sois Arturo.

—Al menos verán que Arturo lucha —dije—, no como Gorfyddyd y Gundleus.

Los reyes enemigos se mantenían cerca de la batalla, pero alejados del alcance de nuestras armas.

Iorweth y Tanaburs daban grandes voces a los hombres de Gorfyddyd animándolos a matar y prometiéndoles la recompensa de los dioses, pero mientras Gorfyddyd los reorganizaba, un grupo de hombres sin amo cruzó el río para atacarnos por su cuenta. Esa clase de guerreros solía emprender exhibiciones de arrojo con la esperanza de ganar riqueza y rango, y aquellos treinta desesperados cargaron con rabia tan pronto como hubieron superado la parte más profunda del río. Debían de estar borrachos o sedientos de guerra, pues no eran más que treinta contra todos nosotros. La recompensa, en caso de vencer, habría sido tierra, oro, perdón de sus delitos y nombramiento de lores en la corte de Gorfyddyd, pero treinta no eran suficientes. Nos hicieron daño, mas les fue la vida en ello. Todos eran buenos lanceros y llevaban la mano del escudo llena de anillos de guerrero, pero cada uno tenía que enfrentarse a tres o cuatro de nosotros. Abalanzóse contra mi un grupo compacto creyendo ver en la armadura y el blanco penacho de Arturo el camino más rápido a la gloria; pero Sagramor y mis lanceros de cola de lobo salieron a su encuentro. Un hombre corpulento blandía un hacha sajona. Sagramor terminó con él de una estocada de su arma curva, luego cogió el hacha de la mano del moribundo y la arrojó contra otro enemigo; no dejó de cantar ni un momento una extraña canción guerrera en su lengua materna. Recibí además el ataque de un espadachin y paré su golpe lateral con los tachones de hierro del escudo de Arturo, aparté el suyo con Hywelbane y le encajé una patada en las tripas. Doblóse entonces por la cintura con tanto dolor que ni siquiera pudo gritar, e Issa arremetió contra él y le clavó la lanza en el cuello. Despojamos a los atacantes de sus armaduras, armas y joyas y dejamos sus cuerpos en la orilla del vado, a modo de barricada para el siguiente asalto.

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