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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (32 page)

BOOK: El rey del invierno
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Mucho agradaron a Ceinwyn las palabras de Arturo, y Cuneglas gentil como siempre, ordenó que se abrieran las puertas; Arturo, como alma liberada del infierno, salió al galope de Caer Sws y cruzó el hondo vado del Severn enloquecido a lomos de Llamrei. Los de la guardia lo seguimos a pie y descubrimos un ramo de rosas silvestres tirado en la otra orilla del río. Agravain lo recogió del suelo para que Ceinwyn no lo encontrara.

Sansum venía con nosotros. Nadie nos dio explicación de su presencia, pero Agravain se figuró que Tewdric habría ordenado al sacerdote ayudar a Arturo a olvidar su locura, aquel desvarío por cuyo fin todos rogábamos, mal que en vano, como vana fue toda esperanza desde el momento en que Arturo divisara, al fondo del salón de Gorfyddyd, la pelirroja cabellera de Ginebra. Sagramor nos contaba una antigua historia sobre una batalla habida en el viejo mundo contra una gran ciudad de torres, palacios y templos que comenzó a causa de una mujer, por la cual vertieron su sangre en el polvo diez mil guerreros vestidos de bronce.

A fin de cuentas la historia no era tan antigua, pues dos horas después de haber salido de Caer Sws, en un bosque solitario donde no se veían casas sino sólo las paredes verticales de las montañas, rápidos arroyos y añosos árboles, encontramos a Leodegan de Henis Wyren aguardando a la vera del camino. Nos condujo, sin decir palabra, por un sendero que daba vueltas y revueltas en torno a las raíces de robles enormes, hasta llegar a un claro que se abría junto a un estanque construido por castores en el curso del río. El bosque rebosaba de mercuriales y lirios, y las últimas campanillas se cimbreaban en la umbría como bailarinas. El sol calentaba la hierba cuajada de primaveras, jarillos y violetas, y allí, más resplandeciente que las flores, esperaba Ginebra con una túnica de lino color crema. Habíase adornado el cabello con prímulas y lucía la torques de oro de Arturo, brazaletes de plata y una capelina de lana teñida de color lila. Su sola presencia nos puso un nudo en la garganta. Agravain maldijo en voz baja.

Al punto, se apeó Arturo del caballo y corrió hacia ella. La tomó entre los brazos y la oímos reír mientras nuestro señor giraba con ella en vilo.

—¡Mis flores! —exclamó Ginebra con una mano en la cabeza, y Arturo la depositó en el suelo suavemente; arrodillóse después a besarle el orillo de la túnica.

—¡Sansum! —gritó poniéndose en pie.

—¿Señor?

—Cásanos ahora.

Sansum se negó. Se cruzó de brazos, plantado con su sucio hábito negro, y levantó la barbilla.

—Estáis comprometido, señor —dijo, no sin cierto temor.

Creí que Sansum actuaba con nobleza, pero en realidad todo estaba acordado de antemano. El sacerdote no nos había acompañado a requerimiento de Tewdric, sino de Arturo. Arturo lo miró entonces, encolerizado por el cambio de opinión del terco sacerdote de cara de raton.

—¡Es lo convenido! —insistió Arturo, y al ver que Sansum se limitaba a negar con la cabeza, tocó el puño de Excalibur—. Podría arrancarte la cabeza, sacerdote.

—Los mártires siempre lo son a manos de los tiranos, señor —declaró Sansum y, postrándose de hinojos entre las flores, inclinó la cabeza y dejó expuesto su mugriento cuello—. Hacia vos voy, ¡oh, Señor! —oró, desgañitándose con la cabeza hacia el suelo—. ¡Este humilde siervo acude a vuestra gloria! ¡Alabado seáis! ¡Veo abrirse las puertas del cielo! ¡Veo a los ángeles que me aguardan! ¡Acogedme, Jesús, señor mío, en vuestro santo seno! ¡Voy hacia vos! ¡Voy hacia vos!

—Calla y ponte en pie —dijo Arturo en tono cansado.

—¿No vais a concederme la bendición de ir al cielo? —dijo Sansum mirando a Arturo con malicia.

—Anoche —replicó Arturo— convinimos en que nos casarías. ¿Por qué te niegas ahora?

—Lo he debatido con mi conciencia, señor —replicó Sansum con un encogimiento de hombros.

Arturo comprendió y dejó escapar un suspiro.

—¿Qué precio te pones, sacerdote?

—Una diócesis —contestó Sansum al punto, mientras se ponía de pie.

—Creía que era vuestro papa el que concedía tales honores —replicó Arturo—. ¿No se llama Simplicio?

—Simplicio, sí, el más santo y bendito y que disfrute de una ò larga vida plena de salud —dijo Sansum—, pero dadme una iglesia, señor, y un sitial en la iglesia, y los hombres me llamarán obispo.

—¿Una iglesia y una silla? —preguntó Arturo—. ¿Nada más?

—Y el nombramiento de capellán del rey Mordred. ¡Eso es imprescindible! ¡Su capellán personal, el único capellán del rey! ¿Comprendéis? Más unos emolumentos a cargo del tesoro que me permitan disponer de ayuda de cámara, ujier, cocinero y paje. —Se sacudió las hierbas de la sotana—. Y lavandera —añadió apuradamente.

—¿Eso es todo? —inquirió Arturo sarcásticamente.

—Un lugar en el consejo de Dumnonía —añadió Sansum sin darle mayor importancia—. Eso es todo.

—Tuyo es —respondió Arturo con displicencia—. Bien ¿qué hay que hacer para casarse?

Mientras se consumaban dichas negociaciones yo observaba a Ginebra. Tenía una expresión de triunfo en la cara, y no era de extrañar pues casaba muy por encima de las esperanzas de su pobre padre, el cual, con boca temblorosa, contemplaba la escena con abyecto pavor, temiendo que Sansum no llegase a celebrar la ceremonia; detrás de Leodegan había una muchacha pequeña y regordeta que, al parecer, tenía a su cuidado los cuatro mastines de Ginebra, que permanecían atados, y las escasas posesiones de la real familia en el exilio. Más tarde supe que la tal muchacha era Gwenhwyvach, hermana menor de Ginebra. Al parecer tenían también un hermano, pero habiase retirado hacía mucho tiempo a un monasterio de la costa salvaje de Strath Clota, donde unos extraños ermitaños cristianos competían entre si malviviendo de bayas silvestres, dejándose crecer el cabello y predicando a las focas.

El matrimonio se llevó a cabo con escaso ceremonial. Ginebra y Arturo se situaron bajo la enseña de éste y Sansum abrió los brazos para decir unas oraciones en lengua griega; después Leodegan desenvainó la espada y tocó a su hija en la espalda con la hoja antes de brindar el arma a Arturo, como señal de que Ginebra pasaba de la potestad del padre a la del esposo. Después Sansum recogió un poco de agua del arroyo y roció a la pareja diciendo que, con esa acción, los limpiaba de pecado y los recibía en el seno de la Santa Iglesia, la cual, de ese modo reconocía su unión indisoluble, sagrada a los ojos de Dios y consagrada a la procreación de hijos. Terminado el discurso, nos miró a los guardias uno por uno y nos exigió que nos declarásemos testigos de la solemne ceremonia. Todos hicimos lo que se nos pedía, pero Arturo, en su inmensa dicha, no percibió la desgana con que cumplimos la orden, aunque no pasó desapercibida a Ginebra. Nada pasaba desapercibido a Ginebra.

—Ya está —dijo Sansum concluido el mezquino rito—, sois casado, señor.

Ginebra rompió a reír y Arturo la besó. Era tan alta como él, tal vez incluso un dedo más, y he de confesar que al verlos me parecieron una pareja espléndida. Más que espléndida, pues Ginebra era atractiva en verdad. Ceinwyn era bella, pero Ginebra hacía palidecer al sol con su presencia. Los guardias estábamos escandalizados. No habríamos podido hacer nada para impedir que se consumara el delirio de nuestro señor, tanto más indecente y falso por cuanto se había perpetrado con tal precipitación. Sabíamos que Arturo era hombre impulsivo y entusiasta, pero tan extrema decisión nos dejó sin aire. Leodegan, por el contrario, no cabía en si de gozo y charlaba por los codos contando a su hija menor que la familia recobraría sus riquezas y que, en menos que canta un gallo, los guerreros de Arturo expulsarían a Diwrnach, el usurpador irlandés, de Henis Wyren. Arturo, al oir semejante baladronada, se volvió raudo hacia él.

—No creo que tal cosa sea posible, padre —dijo.

—¡Posible! ¡Naturalmente que es posible! —terció Ginebra—. Tal será el regalo de bodas que me hagáis, señor, devolver el reino a mí querido padre.

Agravain escupió asqueado. Ginebra, haciendo caso omiso del gesto, fue pasando ante nosotros y nos dio a cada uno una prímula de la diadema con que se adornaba. Después, cual criminales huyendo de la justicia de su señor, apresuramos la marcha hacia el sur para salir del reino de Powys antes de que la ira de Gorfyddyd nos diera alcance.

Merlín siempre decía que el destino es inexorable. ¡Cuántas cosas sucedieron a aquella apresurada ceremonia en el claro alfombrado de flores junto al arroyo! ¡Cuánta muerte! ¡Cuántos corazones rotos y cuánto derramamiento de sangre! Se vertieron lágrimas como para formar un gran río. Sin embargo, con el tiempo se calmaron los remolinos, se juntaron nuevos ríos y, arribadas las lágrimas al ancho mar, algunos olvidaron cómo había comenzado todo. Llegaron tiempos de gloria, mas lo que pudo haber sido no fue y, de todos los que sufrieron a causa de aquel momento bajo el sol, Arturo fue quien llevó la peor parte.

Pero aquel día Arturo fue feliz. Volvimos a casa apresuradamente.

Las nuevas del matrimonio conmovieron Britania entera como el choque de una lanza divina contra un escudo, produciendo asombro en primer lugar; durante ese periodo de calma, mientras los hombres trataban de comprender las consecuencias, llegó una delegación de Powys. Valerin, el cacique al que Ginebra se había prometido, se encontraba entre los delegados. Retó a Arturo a singular combate, pero Arturo no lo aceptó y, cuando Valerin hizo el gesto de desenvainar, los guardias tuvimos que expulsarlo de Lindinis. Era Valerin un hombre alto y vigoroso, de negros cabellos, barba negra, mirada intensa y nariz partida.

Grande era su pesadumbre, y mayor aún su ira, mas sus ansias de venganza quedaron desbaratadas.

Iorweth el druida encabezaba la delegación, enviada por Cuneglas más que por Gorfyddyd. Gorfyddyd se había emborrachado de rabia e hidromiel, mientras que su hijo aún conservaba la esperanza de extraer paz del desastre. El druida Iorweth, hombre serio y sensible, departió largamente con Arturo. Dijo que su matrimonio no era válido porque había sido celebrado por un sacerdote cristiano, cuya religión no reconocían los dioses britanos. Propuso que Arturo tomara a Ginebra como amante y desposara a Ceinwyn.

—Ginebra es mi esposa —le oímos replicar todos.

El obispo Bedwin se puso de parte de Iorweth, pero no logró hacer cambiar a Arturo de opinión; ni la perspectiva de la guerra le habría hecho cambiar de opinión. Iorweth habló de la posibilidad de que tal catástrofe sucediera aduciendo que Dumnonia había insultado a Powys y que tal insulto habría de lavarse con sangre en caso de que Arturo no cambiara de opinión. Tewdric de Gwent había enviado al obispo Conrad para abogar por la paz y para rogar a Arturo que renunciase a Ginebra y contrajera matrimonio con Ceinwyn; Conrad llegó a amenazar a Arturo con la posibilidad de que Tewdric firmara un tratado de paz con Powys por su cuenta.

—El rey y señor mío no luchará contra Dumnonia —oi que Conrad le decía a Bedwin, mientras los dos obispos paseaban por la terraza situada frente a la villa de Lindinis—, mas tampoco luchará por esa ramera de Henis Wyren.

—¿Ramera? —inquirió Bedwin, alarmado y sorprendido por semejante apelativo.

—Tal vez no lo sea —admitió Conrad—, pero os aseguro, hermano mío, que nadie la ha atado corto jamás.

Bedwin hizo un gesto de desaprobación ante tanta permisividad por parte de Leodegan; luego se alejaron y no oí nada más. Al día siguiente el obispo Conrad y la delegación de Powys partieron hacia sus respectivos paises sin buenas noticias en las alforjas.

No obstante Arturo creía llegado el tiempo de la felicidad. Estaba seguro de que no habría guerra porque Gorfyddyd había perdido ya un brazo y no querría arriesgarse a perder el otro. Además, la sensatez de Cuneglas era un seguro de paz; eso creía Arturo. Pensaba que durante un tiempo proliferarían las rencillas y la desconfianza, pero todo pasaría. Creía que su felicidad había de abarcar todo el orbe.

Empleáronse peones en la ampliación de la villa de Lindinis para hacer de ella un palacio digno de una princesa. Arturo envió recado a Ban de Benoic, su antiguo señor suplicando le prestase mamposteros y yeseros duchos en restauración de edificios romanos. Quería un huerto, un jardín y un estanque con peces; deseaba además una bañera con agua caliente y un patio donde tocaran arpistas. Arturo pretendía regalar a su dama un paraíso en la tierra; mas otros buscaban venganza, y aquel verano supimos que Tewdric de Gwent y Cuneglas se habían reunido con el fin de firmar un tratado de paz en el cual, entre otras cosas, se acordó que los ejércitos de Powys tendrían paso franco por las vías romanas que cruzaban Gwent. Todas esas vías conducían únicamente a Dumnonia.

Con todo, el verano iba transcurriendo sin que se produjeran ataques. Sagramor mantenía a raya a los sajones mientras Arturo pasaba un estío de amor. Como miembro de su guardia, yo estaba con él día si día no, pero en vez de ir armado con espada, lanza y escudo solía ir provisto de jarros de vino y canastas de viandas, pues Ginebra gustaba de ir a merendar a recónditos claros entre los árboles y a la orilla de arroyos ocultos; de este modo, los lanceros habíamos de cargar con bandeja de plata, cuernos de bebida, viandas y vino al lugar designado. Rodeóse Ginebra de una corte de damas, de la cual, válgame el cielo, formaba parte mi Lunete; ella, que tan amargamente se había quejado por abandonar su casita de ladrillo en Coríníum, en cuestión de días entrevió un futuro mucho más halagüeño junto a la princesa. Lunete era bella y Ginebra decía que sólo deseaba ver a su alrededor gentes y objetos bellos, de modo que tanto ella como sus damas se ataviaban con los más finos paños y se adornaban con oro, plata, azabache y ámbar; además la princesa pagaba a arpistas, cantores, danzarines y poetas para solaz de la corte. Jugaban en los bosques a perseguirse y esconderse y pagaban prenda si rompían alguna de las complicadas reglas que Ginebra inventaba. Leodegan administraba el dinero de los juegos y el que se gastaba en la villa de Lindinis, pues había recibido el nombramiento de tesorero de la casa de Arturo. Juraba que el dinero provenía íntegramente de rentas en anticipo, y tal vez Arturo creyera a su suegro, aunque los demás dábamos crédito a las oscuras habladurías según las cuales, en el tesoro de Mordred, el oro iba menguando en la misma proporción en que aumentaban las inútiles promesas de devolución de Leodegan. A Arturo no parecía inquietarle. Aquel verano fue para él como la cata de la paz en Britania, pero a los demás nos parecía el cielo de un loco.

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