Read El rey del invierno Online
Authors: Bernard Cornwell
—¿Ginebra era inteligente? —me preguntó.
—Mucho.
—Habladme de Lanzarote —dijo jugueteando con la cruz que llevaba al cuello.
—¡Aguardad!
—¿Cuándo aparece Merlín?
—Enseguida.
—¿El santo Sansum os trata horriblemente?
—El santo varón soporta la carga de nuestras almas inmortales sobre su conciencia. Cumple con su deber.
—Pero ¿es cierto que cayó de hinojos suplicando martirio antes de desposar a Arturo y Ginebra?
—Si —dije, y no pude evitar una sonrisa al recordar.
—Voy a pedir a Brochvael que convierta al señor de los ratones en un mártir de verdad —dijo riéndose—, y vos quedaréis al cargo de Dinnewrac. ¿Os complacería, Derfel?
—Me complacería un poco de paz para proseguir el relato —le censure.
—Bien, ¿qué sucedió después? —me preguntó con entusiasmo.
Es la hora de Armórica, la tierra del otro lado del mar, la bella Ynys Trebes, con el rey Ban, Lanzarote, Galahad y Merlín. íSeñor, qué hombres aquellos! ¡Y qué días aquellos, cuántas batallas libramos y cuántos sueños quebramos en Armórica!
Después, mucho tiempo después, cuando rememorábamos aquellos tiempos, los llamamos simplemente los años malos, pero apenas hablábamos de ellos. A Arturo no le gustaba que le recordaran los primeros días en Dumnonia, cuando su pasión por Ginebra dividió la tierra y la sumió en el caos. El compromiso con Ceinwyn había sido como un broche complicado que mantuviese cerrada una tenue túnica de gasa; retirado el broche, el atuendo se deshizo en hilachas. Arturo se sentía culpable y no deseaba hablar de los años malos.
Durante una época Tewdric no quiso luchar contra unos ni contra otros. Culpaba a Arturo del quebrantamiento de la paz y, como castigo, permitió que Gorfyddyd y Gundleus cruzaran Gwent con sus bandas guerreras para llegar a Dumnonia. Los sajones ejercían presión en levante, los irlandeses invadían las costas de poniente y, por si fueran pocos enemigos, el príncipe Cadwy de Isca se rebeló contra la autoridad de Arturo. Tewdric procuraba mantenerse al margen de todos los conflictos, pero cuando los sajones de Aelle arrasaron sus fronteras, sólo pudo acudir a los dumnonios en demanda de ayuda; de ese modo, finalmente hubo de ponerse del lado de Arturo en la guerra, aunque para entonces los lanceros de Powys y Siluria ya habían pasado por sus caminos y se habían apoderado de las montañas del norte de Ynys Wydryn, y cuando Tewdric se declaró a favor de Dumnonia, se hicieron también con Glevum.
Maduré durante esos años. Perdí la cuenta de los hombres que maté y de los aros de guerrero que llegué a forjarme. Me pusieron un mote, Cadarn, que significa el poderoso. Derfel Cadarn, sobrio en la batalla y veloz con la espada. En una ocasión Arturo me invitó a unirme a sus caballeros, pero preferí continuar con los dos pies en la tierra, en condición de lancero. Durante aquel tiempo observé mucho a Arturo y empecé a comprender por qué era tan insigne soldado. No era una simple cuestión de bravura, y bravo lo era, sino de astucia, por medio de la cual siempre vencía al enemigo. Nuestro ejército era poco flexible, de marcha lenta y escasa facilidad de movimientos una vez puesto en marcha, pero Arturo formó una reducida fuerza de hombres que viajaban raudos. él los dirigía, algunos a pie, otros a caballo, en largas manchas que rodeaban al enemigo por los flancos, de forma que siempre aparecían donde menos se los esperaba. Solíamos atacar al amanecer, cuando el enemigo aún cabeceaba sumido en los vapores etílicos de la víspera, o lo atraíamos con falsas retiradas y atacábamos entonces sus flancos desprotegidos. Tras un año de escaramuzas tales, cuando por fin expulsamos a las tropas de Gundleus y Gorfyddyd de Glevum y del norte de Dumnonia, Arturo me nombró capitán y comencé a repartir oro entre mis seguidores. Dos años después recibí el máximo elogio que puede recibir un guerrero: una oferta del enemigo para cambiar de bando. Hubo de provenir nada menos que de Ligessac, el comandante de la guardia que traicionara a Norwenna, el cual me habló en el templo de Mitra, donde su vida estaba bajo protección; ofrecióme una fortuna a cambio de servir a Gundleas, como hacía él. Me negué. A Dios gracias, siempre me mantuve leal a Arturo.
También Sagramor fue leal, y mi iniciador al servicio de Mitra. Era Mitra un dios traído a Britania por los romanos, y seguramente debió de agradarle nuestro clima, pues aún hace notar su poder. Es una deidad de soldados, ninguna mujer puede inicíarse en sus misterios. Mi iniciación tuvo lugar a finales de invierno, cuando los soldados disponen de tiempo libre. Sucedió en las montañas. Sagramor me llevó a mí solo a un valle tan profundo que la helada de la mañana permanecía en la hierba aún a la caída de la tarde. Nos detuvimos a la entrada de una cueva; Sagramor me dijo que dejara las armas a un lado y me despojara de la ropa. Me quedé allí, temblando, mientras el numidio me tapaba los ojos con una venda de gruesa tela y me decía que debía obedecer todo lo que me fuera ordenado, que si vacilaba o hablaba una vez, una sola, volvería a vestirme y a tomar las armas y seria expulsado.
La iniciación es una agresión a los sentidos, y para sobrevivir es necesario recordar una sola cosa: obediencia. Por eso a los soldados les gusta Mitra. La batalla es igual, una agresión a los sentidos que hace fermentar el miedo, y la obediencia es el tenue hilo que nos rescata del caos del miedo y nos permite sobrevivir. Más tarde yo también inicié a muchos otros en los misterios de Mitra y llegué a dominar los trucos, pero aquella primera vez, cuando entré en la gruta, no tenía la menor idea de lo que me sucedería. Entré pues en la gruta del dios y Sagramor, o algún otro, me hizo girar sobre mi mismo en el sentido del sol, tan veloz y violentamente que me mareé; entonces, me ordenaron avanzar. Me asfixiaba el humo, pero seguí adelante, bajando por el camino inclinado del suelo rocoso. Una voz me ordenó que me detuviera, otra que corriera, una tercera que me arrodillara. Me arrojaron algo a la boca y el olor de excremento humano me hizo retroceder, la cabeza me daba vueltas.
—¡Come! —gritó una voz, y a punto estuve de escupir el bocado, pero me di cuenta de que se trataba sólo de pescado en salazón.
Tomé no sé qué brebaje infecto que se me subió a la cabeza. Debía de tratarse de extracto de estramonio mezclado con mandrágora o amanita muscaría, pues a pesar de llevar los ojos bien tapados, veía bichos brillantes con alas arrugadas que se me acercaban y se lanzaban contra mi con bocas de pico. Noté en la piel llamas que me chamuscaban el vello de las piernas y los brazos. Me ordenaron seguir caminando, luego pararme, y oi que amontonaban leños en una hoguera cuyo inmenso calor notaba muy cerca. El fuego crepitaba, las llamas me abrasaban la piel desnuda y la hombría y entonces una voz me ordenó acercarme al fuego. Obedecí, y para mi sorpresa pisé agua helada... A punto estuve de lanzar un alarido de espanto, pues creí haberme metido en una cuba de metal fundido.
Me tocaron el miembro viril con la punta de una espada, la empujaron y me ordenaron avanzar hacia el arma; en el momento en que di un paso adelante, la punta de la espada desapareció. Meros trucos, naturalmente, pero las hierbas y las setas maceradas en el brebaje los agrandaban hasta darles dimensiones de milagro; tras recorrer el tortuoso camino, llegué en un estado de puro terror y exaltación a la asfixiante cámara llena de ecos donde había de celebrarse la parte más importante de la ceremonia. Condujéronme a una piedra de la altura de una mesa, pusiéronme un cuchillo en la mano derecha, y la izquierda, con la palma hacia abajo, sobre un vientre desnudo.
—Lo que tocas con la izquierda es un niño, sapo miserable —dijo la voz, y otra mano me llevó la derecha hasta situar la punta del cuchillo en la garganta del niño—, un niño inocente que no ha hecho daño a nadie —prosiguió la voz—, un niño que no merece sino vivir, y tú vas a matarlo. ¡Mata!
El niño gritó cuando hundí el cuchillo; noté la sangre caliente que me salpicaba la muñeca y la mano. El vientre que se agitaba bajo mi mano izquierda sufrió un último espasmo y no se movió más. Una hoguera ardía muy cerca y el humo se me atascaba en las fosas nasales.
Postráronme de hinojos para darme a beber un liquido templado y nauseabundo que se pegaba a la garganta y amargaba el estómago. Sólo entonces, cuando hube apurado el cuerno de sangre de toro, me quitaron la venda de los ojos y vi que había matado un cordero lechal con el vientre rasurado. Me rodearon amigos y enemigos felicitándome efusivamente: acababa de entrar al servicio del dios de los soldados. Formaba parte de una sociedad secreta que provenía sin interrupciones desde el mundo romano e incluso desde más allá; una sociedad de hombres que se habían puesto a prueba en la batalla, no como simples soldados sino como auténticos guerreros. Era un gran honor convertírse en servidor de Mitra, pues cualquier miembro de la secta podía prohibir la iniciación de otro. Hombres hubo que comandaron ejércitos mas nunca fueron elegidos, y otros que, sin destacarse de entre los rangos más bajos, llegaron a ser miembros de honor.
Después, convertido ya en elegido, me devolvieron la ropa y las armas; una vez vestido, me enseñaron las palabras secretas que me permitirían identificar a mis camaradas en la batalla. Si en medio de un combate descubriera que mi enemigo era un camarada de la secta, debía darle una muerte rápida y piadosa; en caso de que cayera prisionero en mis manos, debía tratarlo con honor. Luego, terminados los formalismos, nos dirigimos a otra gruta, enorme y alumbrada por humeantes antorchas y una hoguera donde se asaba un toro. Fue para mí un gran honor comprobar el alto rango de los asistentes a la fiesta. La mayoría de los iniciados ha de conformarse con sus propios compañeros, pero en la fiesta de Derfel Cadarn, los más poderosos de ambos bandos se habían dado cita en la gruta de invierno. Allí estaba Agrícola de Gwent, junto con dos de sus enemigos de Siluria, Ligessac y un lancero de nombre Nasiens, el paladín de Gundleus. También se hallaban presentes doce guerreros de Arturo, algunos de mis hombres e incluso el obispo Bedwin, consejero de Arturo, que ofrecía una imagen inusitada, con una oxidada cota, cinturón y manto de guerrero.
—Fui guerrero en tiempos —dijo a modo de explicación—, e iniciado, pero ¿cuándo? ¿Hace treinta años? Mucho antes de convertirme al cristianismo, claro esta.
—¿Y eso? —pregunté, señalando hacia la cueva donde la cabeza del toro estaba alzada sobre un trípode de lanzas de modo que la sangre goteaba en el suelo—. ¿No va contra vuestra religión?
—Así es —replicó Bedwin encogiéndose de hombros—, pero no quería perderme este momento de camaradería. —Se me acercó y bajó la voz en tono confidencial—. Espero que no le digas al obispo Sansum que he venido aquí. —Me reí sólo de pensar en contarle algo al colérico Sansum, que rezongaba a todas horas, cual abeja obrera, por la miseria en que vivía Dumnonia a causa de la guerra. Condenaba de continuo a sus enemigos y carecia de amigos—. El joven señor Sansum —añadió Bedwin con la boca llena de carne y la barba pringosa de jugos sanguinolentos — desea colocarse en mi lugar y creo que lo conseguirá.
—¡Ah! ¿Sí? —exclamé horrorizado.
—Lo desea mucho y se esfuerza con gran denuedo. ¡Dios mío, cómo se esfuerza ese hombre! ¿Sabes lo que descubrí el otro día? ¡No sabe leer! ¡Ni una palabra! Ahora bien, para ser eclesiástico superior es necesario saber leer; ¿cómo se las arregla? Un esclavo le lee todas las cosas en voz alta y él se las aprende de memoria. —Bedwin me dio un leve codazo como para asegurarse de que me percataba de la extraordinaria memoria que poseía Sansum—. Todo lo aprende de memoria, salmos, oraciones, liturgia, escritos de los padres, ¡todo de memoria! ¡Dios me asista! —Sacudió la cabeza—. Tú no eres cristiano, ¿verdad?
—No.
—Pues piénsalo. Tal vez no ofrezcamos muchos placeres terrenales, pero vale la pena conservar la vida después de la muerte. Nunca logré convencer a Uter pero con Arturo tengo esperanzas
—Arturo no está —dije mirando a los reunidos y un tanto decepcionado porque mi señor no perteneciera a la secta.
—Fue iniciado en su día —dijo Bedwin.
—¡Pero si no cree en los dioses! —repliqué, haciéndome eco de las palabras de Owain.
—Arturo cree —dijo Bedwin—. ¿Cómo podría un hombre dejar de creer en Dios o en los dioses? ¿Te parece posible que Arturo crea que el hombre se ha hecho a si mismo? ¿O que el mundo apareció por casualidad? Arturo no es tonto, Derfel Cadarn. Arturo cree pero se guarda sus creencias para sí. De tal modo los cristianos piensan que es de los suyos y los paganos también, y todos le sirven con mejor disposición. No olvides, Derfel, que Arturo es amado por Merlín, y te aseguro que Merlín no ama a los descreídos.
—Añoro a Merlín.
—Todos lo añoramos —dijo Bedwin con calma—, pero consolémonos por su ausencia, pues significa que Britania no está amenazada de destrucción. Merlín vendrá cuando lo necesitemos.
—¿No creéis que lo necesitemos ahora? —pregunté molesto.
Bedwin se limpió la barba con la manga y bebió un trago de vino.
—Algunos dicen —comentó bajando la voz— que estaríamos mejor sin Arturo, que sin él habría paz, pero sin Arturo, ¿quién protegería a Mordred? ¿Yo? —sonrió al pensarlo—. ¿Gereint? Es un hombre bueno, pocos hay mejores que él, pero falto de inteligencia, indeciso, y además no desea gobernar Dumnonia. Ha de ser Arturo o nadie, Derfel. Mejor dicho, Arturo o Gorfyddyd. Y esta guerra no está perdida. Nuestros enemigos temen a Arturo, y mientras él viva, Dumnonia está a salvo. No, no creo que necesitemos a Merlín todavía.
Ligessac el traidor, otro cristiano que no veía contradicción entre la fe que abrazaba y el culto secreto a Mitra, habló conmigo al final del festín. Lo traté con frialdad a pesar de ser camaradas iniciados en el culto de Mitra, pero hizo caso omiso de mi hostilidad y me llevó por el codo hasta un rincón oscuro de la cueva.
—Arturo va a perder. Lo sabes, ¿verdad? —me dijo.
—No.
—Se unirán a la guerra más hombres de Elmet. —Sacóse un resto de carne de entre los dientes—. Powys, Elmet y Siluria —dijo contando con los dedos— unidas contra Gwent y Dumnonia. El próximo Pandragón será Gorfyddyd. Primero expulsaremos a los sajones de las tierras del este de Ratae y luego bajaremos al sur a terminar con Dumnonia. ¿Dos años?
—Se te ha subido el festín a la cabeza, Ligessac —contesté.
—Y mi señor paga los servicios de un hombre como tú. —Ligessac estaba transmitiéndome un mensaje—. Gundleus, rey y señor mio, es generoso, Derfel, muy generoso.