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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (15 page)

BOOK: El rey del invierno
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Un hombre de Gundleus nos vio; después Gundleus mismo reconoció a Nimue y ordenó a gritos que atraparan viva a la bruja y la arrojaran a las llamas. El clamor de la persecución fue subiendo de tono, eran fuertes voces guturales como las de los cazadores cuando persiguen a un oso herido hasta que muere, y seguro que nos habrían atrapado a los dos si otros fugitivos no hubieran abierto antes un agujero en la empalizada del lado sur del Tor. Me dirigí corriendo hacia la abertura y descubrí que Hywel, el bueno de Hywel, yacía muerto en la brecha, aliado de su muleta, con la cabeza medio abierta y la espada aún en la mano. Recogí la espada y empujé a Nimue hacia delante. Llegamos a la empinada cuesta meridional y bajamos dando tumbos, gritando los dos y resbalando por la hierba de las laderas, que caían en picado, Nimue medio ciega y completamente trastocada por el dolor y yo atenazado por el miedo; no sé cómo pero me aferré a la espada de Hywel y obligué a Nimue a incorporarse tan pronto llegamos al pie del Tor para seguir adelante y dejar atrás el pozo sagrado, el huerto de los cristianos y un grupo de alisos, hasta llegar al sitio donde yo sabía que Hywel guardaba su bote marismeño, junto a la cabaña de un pescador. Empujé a Nimue al interior del bote de juncos tejidos, corté la amarra con la espada recién adquirida y al dar un impulso al bote para alejarlo del embarcadero, caí en la cuenta de que no tenía pértiga con que dirigir la primitiva batea entre el intrincado laberinto de canales y lagos que formaban las marismas. Tuve que recurrir a la espada; el arma de Hywel dejaba que desear como pértiga impulsora, pero era lo único de que disponía, hasta que el primer hombre de Gundleus alcanzó los marjales de la orilla y, como no podía perseguirnos entre el lodo apelmazado, nos arrojó la lanza.

La lanza llegó silbando por el aire. Durante un segundo me quedé petrificado, embobado al ver la gruesa pértiga con su brillante punta metálica volando hacia nosotros, y entonces el arma pasó zumbando a mi lado y fue a clavarse en la borda de juncos de la batea. Cogí la vara vibrante y, usándola como pértiga, dirigí la embarcación rápidamente hacia la corriente. Allí estábamos a salvo. Unos cuantos hombres de Gundleus nos persiguieron por el sendero de madera que corría paralelo a nosotros, pero enseguida nos alejamos de ellos. Otros saltaron a sus embarcaciones de mimbre y cuero y remaron con las lanzas, pero esas embarcaciones no podían compararse en ligereza con la batea de juncos, de forma que rápidamente los dejamos atrás. Ligessac disparó una flecha, pero ya estábamos fuera de su alcance y la saeta se hundió sin ruido en las oscuras aguas. Detrás de nuestros frustrados perseguidores, en las verdes alturas del Tor, las llamas se apoderaban vorazmente de las cabañas, de la fortaleza y de la torre y un humo gris se arremolinaba y se elevaba en el cielo azul del verano.

—Dos heridas —eran las primeras palabras que Nimue pronunciaba desde que la rescatara de las llamas.

—¿Cómo?

Me volví hacia ella. Estaba acurrucada en la proa, arropado su delgado cuerpo en el manto negro y con una mano sobre el ojo vacio.

—He sufrido dos heridas de la sabiduría, Derfel —dijo como presa de un éxtasis delirante—. La herida del cuerpo y la herida del orgullo. Ahora sólo me queda enfrentarme a la locura, y entonces alcanzaré la sabiduría de Merlín.

Esbozó una sonrisa, pero su voz tenía un deje de histeria salvaje que me hizo pensar si no seria ya presa de locura.

—Mordred ha muerto —le dije—, y también Norwenna y Hywel. El Tor está en llamas.

Todo nuestro mundo agonizaba por la destrucción, y sin embargo Nimue permanecía inmutable ante el desastre. Lo que es más, parecía eufórica por haber superado dos pruebas de sabiduría.

Seguí impulsando la embarcación hasta más allá de unas redes de pesca, luego viré hacia Lissa’s Mere, un gran lago negro de la parte meridional de las marismas. Quería llegar a Ermid’s Hall, un poblado de cabañas de madera donde Ermid, el cacique de la tribu, tenía su fortaleza. Sabía que no lo encontraría en casa porque se había ido al norte con Owain, pero su pueblo nos ayudaría, y también sabia que nuestra batea llegaría allí antes que el caballo más veloz de Gundleus, porque tendría que rodear todo el contorno del lago, plagado de marjales y ciénagas. Habría de galopar, cuando menos, hasta Fosse Way, la gran calzada romana que se extendía al este del Tor, para alcanzar el extremo oriental del lago y tomar el camino del poblado de Ermid, y para entonces ya les llevaríamos gran ventaja camino del sur. Divise varias embarcaciones a lo lejos, delante de nosotros, y supuse que serian los fugitivos del Tor, que se ponían a salvo con ayuda de los pescadores de Ynys Wydryn.

Le conté a Nimue mi plan de llegar a Ermid’s Hall y seguir luego hacia el sur hasta que cayera la noche o encontráramos a algún amigo.

—Bien —me contestó sin ánimo, aunque me pareció que no había entendido nada de lo que le decía—. Bien, Derfel —añadió—. Ahora sé por qué los dioses me hicieron confiar en ti.

—Tú confías en mi —repliqué con rabia, al tiempo que hundía la lanza en el lodo del fondo del lago para empujar la embarcación— porque estoy enamorado de ti, y eso te da poder sobre mí.

—Bien —repitió, y no dijo nada más hasta que la batea de juncos se acercó a la sombra de unos árboles donde se encontraba el amarradero, al pie de la empalizada de Ermid.

Me adentré en las umbrías del arroyo y vi a los otros fugitivos del Tor. Allí estaba Morgana con Sebile, y con Ralla, que gemía con su níno sano y salvo en brazos, al lado de su esposo, Gwlyddyn. Lunete, la niña irlandesa, también se encontraba con ellos, y se acercó llorando a la orilla para ayudar a Nimue. Le conté a Morgana que Hywel había muerto y ella me dijo que había visto a un soldado de Siluria matar a Gwendolin, la esposa de Merlín. Gudovan se había salvado, pero nadie sabía qué había sido del desgraciado Pelinor ni de Druidan. De los guardias de Norwenna no había sobrevivido ni uno, pero un puñado de los lisiados hombres de Druidan había logrado ponerse a cubierto en Ermid’s Hall, aunque fuera sólo provisionalmente, al igual que tres ayudantes de Norwenna, que no cesaban de llorar y unos doce huérfanos protegidos de Merlín, que estaban muy asustados.

Tenemos que marcharnos enseguida —le dije a Morgana—. Están buscando a Nimue.

A Nimue la estaban vistiendo y vendando unas criadas de Ermid.

—No es a Nimue a quien buscan, insensato —me dijo Morgana bruscamente—, sino a Mordred.

—¡Mordred ha muerto! —repliqué, pero Morgana, como respuesta, se giró y arrebató a Ralla el niño que tenía en brazos.

De un tirón, arrancó el trapo marrón que envolvía al pequeño y vi el pie contrahecho.

—¿ Creias, insensato, que permitiría que dieran muerte a nuestro rey? —me increpó Morgana.

Me quedé mirando a Ralla y a Gwlyddyn sin comprender cómo habrían podido avenirse a dejar morir a su propio hijo. Gwlyddyn respondió a mi mirada muda.

—El es rey —me dijo, sencillamente, señalando a Mordred—, mientras que nuestro hijo era sólo el hijo de un carpintero.

—Y Gundleus —añadió Morgana enfadada— descubrirá enseguida que el niño al que ha dado muerte tenía sanos los dos pies, y entonces enviará en nuestra busca todos los hombres de que pueda disponer. Nos vamos hacia el sur.

En Ermid’s Hall no estaban seguros, el jefe y los guerreros habían partido a la guerra y sólo quedaba allí un puñado de criados y niños.

Nos pusimos en camino un poco antes del mediodía y nos internamos en los verdes bosques del sur de las tierras de Ermid. Un cazador de Ermid nos condujo por senderos angostos y pasos secretos. Eramos treinta, mujeres y niños casi todos, con sólo unos seis hombres capaces de esgrimir armas, de los cuales sólo Gwlyddyn había matado alguna vez en combate. Los pocos dementes de Druidan que habían sobrevivido no servirían para nada, y yo, que jamás había luchado con verdadera furia, cerraba la marcha con la espada desnuda de Hywel al cinto y la pesada lanza de guerra del silurio en la mano derecha.

Pasamos despacio bajo los robles y castaños. De Ermid’s Hall a Caer Cadarn no había más de cuatro horas de marcha, aunque nosotros tardaríamos mucho más porque viajábamos a escondidas, dando rodeos, y los niños retrasaban el paso. Morgana no había dicho adónde nos dirigíamos, pero yo sabía que el santuario real era el destino más probable, porque sólo allí encontraríamos soldados de Dumnonia, aunque seguramente Gundleus llegaría a las mismas deducciones y se encontraría en una situación tan desesperada como nosotros mismos. Morgana, que poseía astucia suficiente como para conocer la maldad de este mundo, se figuró que el rey de Siluria tenía planeada esa guerra desde la celebración del Gran Consejo y que había esperado la muerte de Uter para lanzar su ataque en liga con Gorfyddyd. Nos había engañado a todos. Le creímos un amigo y nadie se ocupó de vigilar las fronteras, y ahora Gundleus aspiraba nada menos que a ocupar el mismísimo trono de Dumnonía. Pero para ganar ese trono, nos dijo Morgana, necesitaría algo más que un puñado de hombres a caballo, por eso seguramente sus lanceros estarían apresurándose al encuentro de su rey en ese mismo momento, recorriendo la gran calzada romana que comenzaba en la costa norte de Dumnonia. Los soldados de Siluria campaban a sus anchas por el país, pero para que Gundleus pudiera declararse victorioso, Mordred habría de desaparecer. Tenía que dar con nosotros, pues de otro modo todos sus planes se vendrían abajo.

El gran bosque amortiguaba nuestros pasos. Algún que otro pichón zureaba esporádicamente entre las altas ramas u oíamos el picoteo de un pájaro carpintero en las cercanías. En determinado momento se produjo un gran alboroto de hojarasca pisoteada y aplastada en unas matas cercanas y todos nos quedamos inmoviles pensando que sería un silurio a caballo, pero no era más que un jabalí de grandes colmillos que apareció atolondrado en un claro, nos miró y se alejó de nuevo. Mordred lloraba y no quería el pecho de Ralla; los más pequeños también lloraban de miedo y de cansancio, pero todos callaron cuando Morgana los amenazó con convertirlos en sapos hediondos.

Nimue renqueaba delante de mí. Sabía que sufría, pero no se quejaría. A veces lloraba en silencio, y nada de lo que Lunete dijera podía consolarla. Lunete era una nína morena y delgada, de la misma edad que Nimue y parecida a ella físicamente, pero sin sus conocimientos ni su espíritu clarividente. Nimue veía en los arroyos la morada de espíritus del agua, mientras que para Lunete eran simples lugares donde lavar la ropa. Al cabo de un rato Lunete se puso a caminar a mi lado.

—¿Qué va a ser de nosotros ahora, Derfel? —me pregunto.

—No lo sé.

—¿Vendrá Merlín?

—Eso espero —dije—, o quizá venga Arturo —añadí con ferviente esperanza, aunque sin demasiada fe, porque lo que necesitábamos era un milagro.

Por contra, se habría dicho que estábamos atrapados en una pesadilla en pleno día, pues al cabo de un par de horas de caminata nos vimos obligados a dejar el bosque y cruzar un río hondo y serpenteante que culebreaba por unos pastos abundantes y cuajados de flores; y fue entonces cuando divisamos más columnas de humo en el lejano horizonte orieritil, aunque nadie podía saber si eran de incendios provocados por soldados de Siluria o por sajones que se aprovechaban de nuestra debilidad.

Un corzo salió corriendo del bosque a un cuarto de milla hacia el este.

—¡Al suelo! —ordenó el cazador entre dientes, y todos nos escondimos entre las matas del lindero del bosque.

Ralla acalló a Mordred obligándolo a tomar pecho, y el pequeño reaccionó mordiéndola con tanta saña que las gotas de sangre le llegaron hasta la cintura, pero ni el niño ni el aya emitieron un solo sonido cuando el jinete que había espantado al corzo apareció en el confín del bosque, también hacia el este, aunque mucho más cerca que las piras, tan cerca que distinguí perfectamente la máscara de zorro de su escudo redondo. Llevaba una lanza larga y un cuerno, que hizo sonar tras mirar insistente y atentamente en nuestra dirección. Todos temimos que aquella señal significara que nos había descubierto y que enseguida veríamos aparecer una partida completa de silurios a caballo, pero cuando el hombre hincó espuelas al caballo y se internó de nuevo en el bosque, creímos que el toque del cuerno significaba que no había encontrado nuestro rastro. Oímos el eco de otro cuerno a lo lejos, y después, silencio.

Aguardamos largos minutos. Las abejas zumbaban entre la hierba de las riberas. Todos observábamos la línea de árboles con el temor de ver aparecer más hombres armados, pero no apareció ningún enemigo y al cabo de un rato nuestro guía nos ordenó en susurros que nos arrastráramos hasta llegar al río, lo cruzáramos y siguiéramos por el suelo hasta alcanzar los árboles de la otra orilla.

Fue un camino difícil, sobre todo para Morgana, con su pierna izquierda retorcida, pero finalmente todos logramos llegar al agua y cruzar al otro lado del río. Una vez en la orilla opuesta seguimos caminando, empapados pero con la grata sensación de habernos librado del enemigo.

Mas por desgracia no concluyeron ahí nuestros males.

—¿Nos harán esclavos? —me preguntó Lunete.

Como muchos de nosotros, Lunete había sido hecha prisionera para engrosar el mercado de esclavos de Dumnonia, pero vivía en libertad gracias a la intervención de Merlín. Ahora, perdida la protección de Merlín, temía verse condenada otra vez.

—No creo —le dije—, a menos que nos capturen Gundleus o los sajones. A ti te harían esclava, pero a mi seguramente me matarían —dije, sintiéndome muy valiente.

Lunete me tomó del brazo como buscando amparo y su actitud me halagó. Era bonita y hasta el momento me había tratado con desdén pues prefería la compañía de los salvajes hijos de los pescadores de Ynys Wydryn.

—Quiero que vuelva Merlín —dijo—. No quiero marcharme del Tor.

—Ahora ya no queda nada allí —le dije—. Tenemos que encontrar otro sitio para vivir, o volver y reconstruir el Tor, si podemos.

Pero sólo —pensé—, si Dumnonia sobrevive.¿ Tal vez en ese mismo momento, en esa misma tarde marcada por las humaredas, el reino perecía. Me asombré de lo ciego que había estado para no darme cuenta antes de los muchos horrores que nos acarrearía la muerte de Uter. Cada reino necesita su rey, y sin rey, el reino no es más que una tierra vacía y tentadora para lanzas ambiciosas.

A media tarde, cruzamos un arroyo más ancho, casi un verdadero río, tan hondo que al vadearlo el agua me llegaba al pecho. Cuando alcancé la otra orilla, sequé la espada de Hywel lo mejor que pude. Era una bella arma forjada por un famoso herrero de Gwent y adornada con lineas curvas y círculos que se entrecruzaban. La hoja de acero era recta y me llegaba de la garganta a la punta de los dedos, con el brazo estirado. Tenía la cruz de hierro macizo y los gavilanes sencillos y redondos, el puño de madera de manzano, unido a la espiga con remaches y protegido con tiras largas de cuero fino suavizadas con aceite. El pomo era redondo, cubierto por una malla de plata que se soltaba de continuo, hasta que al final se la quité e hice con ella una burda pulsera para Lunete.

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