Read El rey del invierno Online
Authors: Bernard Cornwell
—He vivido demasiado tiempo entre el mal —anunció con gran presunción; en ese mismo instante un guardia dio la voz de alarma desde la muralla este.
—¡Hombres a caballo! —gritó el vigía—. ¡Hombres a caballo!
Norwenna echó a correr hacia la empalizada, donde se había reunido un grupo de gente para ver a los caballeros armados cruzar el puente de tierra que unía la calzada romana con las verdes cuestas de Ynys Wydryn. Ligessac, comandante de la guardia de Mordred, parecía saber quién llegaba, pues envió orden a sus hombres de franquear el paso a los visitantes por el muro de tierra. Los jinetes entraron por la puerta y se acercaron hacia nosotros portando una brillante bandera con la enseña roja del zorro. Era Gundleus en persona, y Norwenna rompió a reír de satisfacción al ver a su esposo llegar victorioso de la guerra con el amanecer de un nuevo reino cristiano brillando en la punta de la lanza.
—¿Lo ves? —dijo dirigiéndose a Morgana—. ¿Lo ves? Tu caldero mintió. ¡Ha habido victoria!
Mordred empezó a llorar al notar la conmoción y Norwenna ordenó bruscamente que se lo llevaran a Ralla; después envió a buscar su mejor vestido y una diadema de oro para adornarse, y así, ataviada con galas de reina, aguardó a su rey ante las puertas de la fortaleza de Merlín.
Ligessac abrió la puerta de tierra del Tor. La maltrecha guardia de Druidan formó en línea más o menos recta y el pobre loco de Pelinor gritó desde su jaula solicitando noticias. Nimue echó a correr hacia las habitaciones de Merlín y yo me fui a buscar a Hywel, el administrador de Merlín, porque sabia que le gustaría recibir al rey.
Los veinte caballeros de Siluria desmontaron al pie del Tor. Venían de la guerra y portaban lanzas, escudos y espadas. Hywel, apoyando su única pierna en su gran espada, frunció el entrecejo al ver al druida Tanaburs entre los soldados.
—Tenía entendido que Gundleus había abandonado la vieja religión —comentó el administrador.
—Yo tenía entendido que había abandonado a Ladwys —comentó socarronamente Gudovan el escribano, y levantó la barbilla hacia los jinetes que ya habían comenzado a subir por el empinado sendero del Tor—. ¿ Lo ves? —dijo Gudovan, y ciertamente había una mujer entre los guerreros vestidos de cuero. La mujer iba ataviada como un hombre, pero llevaba el cabello largo y suelto flotando al viento. Llevaba espada pero no escudo—. A nuestra pequeña reina le va a costar trabajo competir con ese diablo de Satán —masculló Gudovan al verla.
—¿Quién es Satán? —pregunté, y Gudovan me dio un cachete por hacerle perder el tiempo con preguntas tontas.
Hywel frunció el entrecejo y se llevó la mano a la empuñadura de la espada cuando los soldados de Siluria se acercaron a los últimos y empinados peldaños que llevaban hasta la puerta donde nuestros variopintos soldados aguardaban en dos hileras sinuosas. De pronto, un instinto, afilado como en sus tiempos de guerrero, despertó sus temores y le puso sobreaviso.
—¡Ligessac! —gritó alarmado—. ¡Cierra las puertas! ¡Ciérralas! ¡Ahora!
Ligessac, en vez de cerrar, sacó la espada. Luego se volvió y aprestó la oreja como si no le hubiera oído.
—¡Cierra las puertas! —volvió a gritar Hywel.
Uno de los hombres de Ligessac se dispuso a cumplir la orden, pero Ligessac lo detuvo y miró a Norwenna en espera de sus órdenes.
Norwenna se volvió hacia Hywel con el ceño fruncido, desaprobando la orden que éste había dado.
—Es mi esposo el que llega —le dijo—, no un enemigo. —Volvió a mirar hacia Ligessac—. Mantén abiertas las puertas —ordenó imperiosamente, y Ligessac inclinó la cabeza en señal de obediencia.
Hywel soltó una maldición, bajó de la muralla como pudo y se alejó saltando con su muleta hacia la cabaña de Morgana, mientras yo me quedaba mirando la puerta, vacía y soleada, preguntándome qué sucedería a continuación. Hywel había olido contratiempos en el aire veraniego, aunque jamás supe cómo lo hizo.
Gundleus llegó a las puertas abiertas. Escupió en el umbral y sonrió a Norwenna, que le esperaba a unos pasos. La reina levantó sus rechonchos brazos para saludar a su señor, que llegaba sudoroso y sin aliento después de haber subido la cuesta del Tor con toda su vestimenta guerrera puesta. Llevaba cota de cuero, polainas acolchadas, botas, casco de hierro con una cola
de zorro en lo alto y un grueso manto rojo sobre los hombros. El escudo, con la enseña del zorro, le colgaba del brazo izquierdo y llevaba la espada ceñida a la cadera y una pesada lanza de guerra en la mano derecha. Ligessac se arrodilló y le ofreció la empuñadura de su espada desenvainada, y Gundleus se adelantó para tocar el pomo del arma con su mano enguantada.
Hywel se había ido a la cabaña de Morgana y Sebile salió corriendo de ella con Mordred en brazos. ¿Sebile, y no Ralla? No entendí por qué, y seguro que Norwenna tampoco, cuando la esclava sajona corrió a colocarse a su lado con el pequeño Mordred envuelto en su rico ropaje de tela dorada, pero la reina no tuvo tiempo de preguntar a Sebile porque Gundleus ya se acercaba a ella.
—Os ofrezco mi espada, querida reina —exclamó con voz sonora, y Norwenna sonrió feliz, tal vez porque no había llegado a ver a Tanaburs y a Ladwys, que habían entrado por las puertas abiertas con la banda de guerreros de Gundleus.
Gundleus clavó la lanza en la hierba y sacó la espada, pero en vez de ofrecérsela a Norwenna por la empuñadura, apuntó la hoja hacia su rostro. Norwenna, sin saber qué hacer, se acercó vacilante a la brillante punta del arma.
—Me congratula vuestro regreso, querido señor mio —dijo diligentemente, y se arrodilló a sus pies como exigía la costumbre.
—Besad la espada que defiende el reino de vuestro hijo —ordenó Gundleus, y Norwenna se inclinó hacia delante con torpeza y rozó con su finos labios el acero que le presentaban.
Besó la espada tal como le ordenaban, y en el momento en que sus labios tocaban el gris acero, Gundleus hincó la hoja con fuerza. Reía mientras mataba a su esposa, reía al empujar la espada más allá de la barbilla, hacia el hueco de la garganta, y siguió riendo mientras hundía el afilado acero venciendo la resistencia y las convulsiones del cuerpo que se moría de asfixia. Norwenna no tuvo tiempo de gritar, ni le quedaba voz para ello cuando la hoja le atravesó la garganta y se le clavó en el corazón. Gundleus hundió el acero en su objetivo con un gruñido. Había arrojado el pesado escudo de guerra para poder asir la espada con ambas manos y empuñarla y retorcerla con más fuerza. La espada y la hierba se tiñeron de sangre, y también el vestido azul de la reina, y aún se vertió más cuando Gundleus sacó el largo filo violentamente y el cuerpo de Norwenna, libre de la rigidez de la espada, cayó desplomado a un lado, tembló unos segundos y quedó inmóvil.
Sebile dejó caer el niño y huyó gritando. Mordred lloró también, pero Gundleus le cortó el llanto de raíz con la espada. Con un solo mandoble de la ensangrentada espada, el paño dorado quedó empapado en rojo. íCuánta sangre en un niño tan pequeño!
Sucedió todo muy deprisa. Gudovan, a mi lado, abría la boca sin dar crédito a sus ojos, mientras que Ladwys, una belleza de considerable estatura, cabellos largos, ojos oscuros y rostro afilado y feroz, celebraba la victoria de su amante. Tanaburs saltaba a la pata coja con un ojo cerrado y un brazo levantado hacia el cielo, señal de que estaba en comunión con los dioses, mientras pronunciaba fatales encantamientos que Gundleus y sus hombres se apresuraron a hacer realidad repartiéndose por el lugar lanza en ristre. Ligessac se unió a las filas de Siluria y colaboró con los lanceros en la masacre de sus propios hombres. Unos pocos trataron de resistirse, pero estaban colocados en fila para rendir honores a Gundleus, no para enfrentarse a él, y si los soldados de Siluria acabaron en breve con la guardia de Mordred, menos tardaron aún en dar cuenta de los lamentables soldados de Druidan. Era la primera vez en mí vida que veía a los hombres morir a punta de espada y oía sus terribles lamentos al ser enviados sus espíritus al otro mundo por la fuerza de las armas.
Durante unos segundos me quedé paralizado de horror. Norwenna y Mordred habían muerto, el Tor aullaba y el enemigo corría hacia la fortaleza y hacia la Torre de Merlín. Morgana y Hywel aparecieron por detrás de la torre; Hywel avanzaba cojeando con la espada en la mano, pero Morgana corría hacia la puerta de mar. Una horda de mujeres, niños y esclavos corría con ella, un puñado de gente aterrorizada a la que Gundleus dejó escapar sin más. Ralla, Sebile y los pocos soldados deformes de Druidan que se habían salvado de las lanzas silurias corrían con ellos. Pelinor saltaba sin cesar en su jaula, riéndose como una gallina, desnudo, encantado ante tanto horror.
Salté de la muralla y eché a correr hacia la fortaleza. No es que fuera valiente, es que estaba enamorado de Nimue y no deseaba huir del Tor sin antes asegurarme de que se encontraba a salvo. Los guardias de Ligessac habían muerto y los hombres de Gundleus habían empezado a registrar las cabañas cuando entré por la puerta y eché a correr hacia las habitaciones de Merlín; pero antes de llegar a la pequeña puerta negra, una lanza se interpuso en mí camino y tropecé. Caí con todo mí peso; una mano pequeña me agarró por el cuello y con fuerza increíble me arrastró hacia el lugar que me sirviera de escondite en otra ocasión, detrás de los cestos de los atavios de fiesta.
—No puedes ayudarla, insensato —me dijo Druidan al oído—. ¡Estáte quieto!
Me puse a salvo unos segundos antes de que Gundleus y Tanaburs entraran en el salón, pero no atiné sino a quedarme mirando la entrada del rey, el druida y tres de sus hombres, que se dirigieron a la puerta de Merlín. Sabia lo que iba a pasar mas no podía evitarlo porque Druidan me tapaba la boca fuertemente con su pequeña y recia mano para evitar que chillara. Supuse que Druidan no habría acudido al salón para salvar a Nimue, sino por ver si podía rapiñar algo de oro antes de huir con los demás hombres, pero su intervención al menos me había salvado la vida. Aunque a Nimue de ningún mal la libró.
Tanaburs eliminó la barrera espiritual de una patada y abrió la puerta de un golpe. Gundleus entró seguido de sus hombres.
Oi el grito de Nimue. Ignoro sí recurrió a algún truco para proteger la habitación de Merlín o si ya había abandonado toda esperanza. Sé que se quedó a proteger los secretos de su maestro por orgullo y por deber, y ahora lo pagaría caro. Oi la risa de Gundleus y después poco más, excepto el jaleo de los silurios que rebuscaban entre las cajas, cestos y fardos de Merlín. Nimue gemía, Gundleus aulló triunfante y luego Nimue lanzó un horrible grito de dolor.
—Así aprenderás a escupirme el escudo, niña —dijo Gundleus mientras Nimue lloraba desconsolada.
—Ya la han violado —me dijo Druidan al oído, recreándose morbosamente.
Llegaron más hombres de Gundleus al salón y entraron en las habitaciones de Merlín. Druidan había abierto un agujero con la lanza en la pared de adobe y me ordenó que me metiera allí y lo siguiera arrastrándome colina abajo, pero yo no tenía intención de marchar mientras Nimue siguiera con vida.
—Enseguida vendrán a registrar estos cestos —me advirtió el enano, pero ni aun así quise irme con él—. ¡Gran locura, chico! —me dijo; gateó por el agujero y se escabulló hacia el espacio sombreado que había entre una cabaña cercana y una jaula de gallinas.
Me salvó Ligessac. No porque me viera sino porque dijo a los silurios que nada encontrarían en los cestos que me servían de cobijo sino manteles para los banquetes.
—El tesoro está dentro —anunció a sus nuevos aliados, y yo me agazapé sin atreverme a salir mientras los soldados victoriosos saqueaban las habitaciones de Merlín.
Sólo los dioses saben qué encontrarían: pellejos humanos, huesos viejos, encantamientos nuevos y antiguas saetas de elfo, pero muy pocos tesoros codiciados. Y sólo ellos saben qué le harían a Nimue, porque jamás me lo contó, aunque no hacía falta. Le hicieron lo que hacen siempre los soldados a las mujeres que capturan, y cuando terminaron la dejaron sangrando y medio loca.
La abandonaron a una muerte cierta, pues tras saquear la habitación y no hallar sino mohosas fruslerías y muy poco oro, tomaron una tea encendida del fuego del salón y la arrojaron en medio de los cestos rotos. El humo salía por la puerta a grandes bocanadas. Los hombres de Gundleus arrojaron más troncos encendidos a los cestos donde me escondía yo y luego se retiraron del salón. Algunos consiguieron oro, otros algunas baratijas de plata, pero la mayoría salió con las manos vacías. Cuando el último soldado hubo salido, me tapé la boca con una esquina del jubón y crucé corriendo entre el humo, que me asfixiaba, hacia la puerta de Merlín, y encontré a Nimue en la habitación. El aire estaba denso de humo, las cajas eran pasto de las llamas, los gatos aullaban y los murciélagos agitaban las alas presos de terror.
Nimue no quería moverse. Estaba boca abajo, agarrándose la cara con las dos manos, desnuda, con las piernas cubiertas de sangre espesa. Lloraba.
Corrí hasta la puerta que daba a la Torre de Merlín pensando que tal vez hubiera forma de salir, pero al abrirla encontré paredes lisas. También descubrí que la torre, lejos de ser la cámara del tesoro, estaba casi vacía. Un suelo de tierra, cuatro paredes de paja y un tejado abierto. Era como un observatorio astronómico, pero a media altura de la abertura de ventilación, suspendida de un par de vigas, divisé una plataforma de madera que iba ahumándose rápidamente y a la que se accedía por una recia escala. La torre era una sala de sueños, un espacio vacio donde Merlín escuchaba el eco de las voces de los dioses. Me quedé mirando la plataforma desde abajo unos segundos, pero de pronto una nueva vaharada de humo se levantó a mi espalda y llenó el respiradero por completo, de modo que me acerqué corriendo a Nimue, agarré su capa negra de entre las desordenadas ropas de la cama y la envolví en ella como si de
un animal enfermo se tratara. Cerré la capa por las esquinas como si fuera un fardo, cargué a la espalda el ligero peso de Nimue, salí al salón como pude y me dirigí a la lejana puerta. El fuego se alzaba imponente ahora, prendiendo vorazmente en la madera seca; los ojos me lloraban y sentía en los pulmones la acritud del humo, que se acumulaba con mayor densidad junto a la puerta principal del salón. De tal guisa arrastré a Nimue, tironeando de su cuerpo por el suelo de tierra, hasta el agujero de rata que Druidan había hecho en la pared. Miré por el agujero con el corazón sobresaltado de terror, pero no vi enemigos. Ensanché el hueco a patadas, doblando las ramas de sauce y rompiendo pedazos enteros de yeso, y luego entré como pude, siempre arrastrando a Nimue tras de mí. Se quejó quedamente cuando tiré de ella para sacarla de la burda conejera, pero al parecer el aire fresco la hizo revivir, porque enseguida intentó levantarse por su propio pie y entonces, cuando se apartó las manos de la cara, comprendí por qué su último grito había sido tan desgarrador. Gundleus le había sacado un ojo. Tenía la cuenca llena de sangre y volvió a cubrirsela con la mano ensangrentada. Como la había sacado del angosto pasaje a fuerza de tirones, se había quedado desnuda, así que desenganché la capa, que colgaba de una caña astillada, y se la coloqué sobre los hombros antes de tomarle la mano libre y emprender la carrera hacia la cabaña más proxíma.