Read El rey del invierno Online
Authors: Bernard Cornwell
En el centro del burgo, donde confluían las cuatro calles procedentes de las cuatro puertas en una plaza abierta y espaciosa, alzábase un edificio enorme e increíble. Hasta Nimue quedó boquiabierta al verlo, porque seguro que ningún ser viviente sería capaz de construir cosa semejante, tan alta, tan blanca y de esquinas tan escuadradas. El elevado techo se apoyaba en columnas y en el espacio triangular que se abría entre la cúspide del tejado y las columnas, había fantásticas imágenes grabadas en piedra blanca que mostraban hombres fabulosos aplastando enemigos bajo los cascos de sus caballos. Los hombres de piedra llevaban manojos de lanzas de piedra y cascos de piedra adornados con altísimas crestas de piedra. Algunas partes habían caído o se habían partido con las heladas, pero a mí seguía pareciéndome un milagro; sin embargo, Nimue, después de mirar detenidamente las figuras, escupió para ahuyentar al diablo.
—¿No te gusta? —le pregunté, molesto.
—Los romanos querían ser dioses —dijo—, por eso los dioses los humillaron. El consejo no debería celebrarse aquí.
Aun así, el Gran Consejo se celebraría en Glevum y Nimue no podía cambiarlo. Allí, entre murallas romanas de tierra y madera, se decidiría el destino del reino de Uter.
El rey supremo ya había llegado cuando nosotros entramos en la ciudad. Habiase alojado en otro gran edificio situado frente al de las columnas. No mostró sorpresa ni desagrado ante la presencia de Nimue, tal vez pensara que formaba parte de la comitiva de Morgana, y nos asignó una sola habitación para todos en la parte trasera de la casa, donde llegaba el humo de las cocinas y los esclavos tenían sus disputas. Mucho desmerecían los soldados del soberano comparados con los lucidos hombres de Tewdric. Los nuestros llevaban largas greñas y barbas descuidadas, capas remendadas y de diferentes colores, espadas largas y pesadas, lanzas de basta factura y escudos redondos en los que la enseña del dragón de Uter parecía primitiva al lado de los toros de Tewdric, pintados con esmero.
Hubo celebraciones durante los dos primeros días. Los campeones de ambos reinos sostuvieron falsos combates extramuros, aunque cuando Owain, el paladín de Uter, saltó al campo de batalla, el rey Tewdric hubo de arriesgar a dos de sus mejores hombres. Se decía del famoso héroe de Dumnonia que era invencible, y su estampa, cuando se plantó con el sol estival reflejado en su larga espada, hizo honor a su fama. Era hombre de gran corpulencia y brazos tatuados, pecho desnudo y peludo y barba hirsuta adornada con aros de guerrero forjados con armas de enemigos vencidos. El combate contra los dos campeones de Tewdric tenía que ser falso, pero no se vio falsedad alguna en los ataques que los héroes de Gwent le lanzaron por turno. Los tres lucharon como empujados por el odio, y el entrechocar de sus espadas debió de resonar hasta la lejana Powys, en el norte; al cabo de pocos minutos el sudor se mezclaba con la sangre, los filos de las espadas se mellaron y los tres hombres cojeaban, pero Owain seguía dominando el combate. A pesar de su gran corpulencia, era rápido con la espada y asestaba golpes con fuerza imparable. La multitud, llegada desde todos los rincones del país, tanto del reino de Uter como del de Tewdric, aullaba como manada de bestias salvajes, cada cual animando a su representante a que masacrara al contrario. Tewdric, al ver tanta pasión desbordada, arrojó la vara para poner fin al combate.
—No olvidéis que somos amigos —dijo a los tres hombres, y Uter, sentado en una grada superior a la de Tewdric como correspondía al rey supremo, corroboró la decisión con un gesto de asentimiento.
Uter parecía embotado y enfermo; el cuerpo, hinchado por la retención de líquidos, el rostro, amarillento y fláccido; y el resuello, gravoso. Habíanlo transportado al campo de batalla en una litera y estaba sentado en su trono, envuelto en una gruesa capa que ocultaba las joyas de su cinturón y la brillante torques. El rey Tewdric vestía al estilo romano; de hecho su abuelo había sido un auténtico romano, lo cual explicaba su extraño nombre, que parecía extranjero. Usaba el rey el pelo cortado a cepillo, no tenía barba y se ataviaba con una toga blanca recogida en muchos pliegues sobre un hombro. Era alto, delgado y de movimientos armónicos, y a pesar de su juventud lo avejentaba la expresión triste y sabia de su rostro. El peinado de su reina, Enid, consistía en un extraño moño en espiral sobre la coronilla, sujeto de tan precaria guisa que la ilustre dama había de imprimir a su cabeza un movimiento forzado, como el de los potros recién nacidos. Tenía la cara cubierta de una pasta blanca que la privaba de toda expresión, salvo una especie de inmutable perplejidad teñida de aburrimiento. Su hijo Meurig, Edling de Gwent, era un inquieto niño de diez años que estaba sentado a los pies de su madre y recibía un cachete de su padre cada vez que se hurgaba la nariz.
Tras la lucha vino el concurso de arpistas y bardos. Cynyr, el bardo de Gwent, cantó el gran relato de la victoria de Uter sobre los sajones en Caer Idem. Después colegí que, sin duda, obedecía órdenes de Tewdric, que deseaba rendir homenaje al soberano, y ciertamente la actuación fue del agrado de Uter, que sonreía a medida que los versos progresaban y asentía siempre que se alababa a algún guerrero en concreto. Cynyr declamó la victoria con voz vibrante y al llegar a los versos que hablaban de los cientos de sajones muertos a manos de Owain, se dirigió a éste, que aún no se había recuperado del cansancio y las magulladuras del combate anterior. Uno de los campeones de Tewdric, que sólo una hora antes había intentado derrotar al corpulento hombre, hubo de ponerse en pie y levantar el brazo al paladín del reino. La multitud estalló en clamores, y luego en carcajadas cuando Cynyr, fingiendo voz de mujer, recitó las súplicas de los sajones pidiendo clemencia. Empezó a correr por el campo a tímidos pasitos atemorizados, agachándose como si quisiera esconderse; los presentes disfrutaron sobremanera, y yo con ellos. Casi veíamos a los odiados sajones apelotonándose aterrorizados, casi olíamos el hedor de su sangre derramada y oíamos el aleteo de los cuervos que se precipitaban a arrancarles las entrañas; después Cynyr se irguió en toda su estatura, dejó caer la capa y, desnudo y pintado de azul, entonó el canto de gracias a los dioses, testigos de la victoria de su paladín, el rey supremo, Uter de Dumnonia, Pandragón de Britania, sobre reyes, cabecillas y paladines del enemigo. Para terminar, y desnudo todavía, el bardo se postró ante el trono de Uter.
Uter rebuscó entre los pliegues del manto hasta que encontró una torques de oro para dársela a Cynyr. Se la arrojó sin fuerza y la joya fue a caer al borde de una tarima de madera donde se hallaban sentados dos reyes. Nimue palideció ante tan mala señal, pero Tewdric recogió la joya serenamente y la entregó al bardo de cabellos blancos, al cual, con sus propias manos, ayudó a levantarse.
Después de los cantos de los bardos y justo en el momento en que el sol se ponía tras la oscura y baja línea de los montes occidentales, frontera natural con tierras de Siluria, una procesión de niñas ofrendó flores a las reinas, pero en la tarima había una sola reina, Enid. Durante unos breves segundos, las que portaban flores para la dama de Uter quedaron en suspenso, hasta que el rey logró moverse y señalar a Morgana, que tenía banco propio junto a la plataforma, de modo que las niñas, desviándose un lado, depositaron ante ella los lirios, reinas de los prados y orquídeas silvestres.
—Diriase una albóndiga adornada con perejil —me susurró Nimue al oído.
La víspera del Gran Consejo se celebró una ceremonia cristiana en el salón principal del enorme edificio del centro del burgo. Tewdric era cristiano ferviente y sus seguidores llenaron a rebosar el recinto iluminado por llameantes antorchas colocadas en tederos de hierro repartidos por las paredes. Había llovido al anochecer y el salón olía a sudor, lana húmeda y humo de madera. Las mujeres se agrupaban en el ala izquierda y los hombres en la derecha, aunque Nimue pasó por alto esta distribución y subió tranquilamente a un pedestal que se alzaba tras la oscura multitud de hombres vestidos con manto y con la cabeza descubierta. Había más pedestales como aquél, la mayoría ocupados por estatuas, pero nuestro plinto estaba vacio y teníamos espacio suficiente para sentarnos los dos y contemplar desde allí los ritos cristianos, aunque al principio me llamaba más la atención la vastedad de la nave, más alta, más ancha y más larga que cualquier otro salón que yo conociera; tan inmenso era que anidaban gorriones en su interior, y a fe mía que el salón romano debía de parecerles un mundo entero. El cielo de los gorriones era una techumbre curva apoyada en gruesos pilares de ladrillo, antaño cubiertos de un estuco fino y blanco adornado con pinturas. Aún quedaban fragmentos de los frescos: distinguí el contorno rojo de un ciervo que corría, una criatura marina con cuernos y cola bífida y dos mujeres que sujetaban un ánfora de doble asa.
Uter no estaba presente, pero sus guerreros cristianos si, y el obispo Bedwin, consejero del soberano, concelebraba la ceremonia que Nimue y yo observábamos desde nuestra torre vigía como dos niños traviesos que escucharan a escondidas la conversación de los mayores. El rey Tewdric estaba allí, acompañado por algunos de sus reyes y príncipes vasallos que al día siguiente asistirían al Gran Consejo. Los grandes tenían asientos dispuestos en la primera fila, pero la luz de las antorchas no caía de pleno sobre sus cabezas sino sobre los sacerdotes cristianos reunidos alrededor de la mesa. Era la primera vez que veía a estas criaturas celebrando sus ritos.
—¿Qué es un obispo, exactamente? —pregunté a Nimue.
—Como un druida —me dijo; y en efecto, los sacerdotes cristianos se rasuraban la mitad del cráneo de la misma manera que los druidas—, pero no recibe preparación —añadió Nimue con sorna— y no sabe nada.
—¿Todos son obispos? —pregunté, porque eran unos veinte hombres de cabeza afeitada yendo y viniendo, inclinando y levantando la cabeza alrededor de la mesa iluminada del fondo del salón.
—No, algunos son sólo sacerdotes. Saben todavía menos que los obispos —dijo, y se río.
—¿No hay sacerdotisas? —pregunté.
—En su religión —replicó con desdén— las mujeres tienen que someterse a los hombres.
Escupió contra el diablo y unos cuantos soldados que estaban cerca se volvieron y la miraron con reproche. Nimue no se dio por aludida. Estaba envuelta en su manto negro y se abrazaba las rodillas, que mantenía dobladas contra el pecho. Morgana nos había prohibido asistir a las ceremonias cristianas, pero Nimue ya no acataba órdenes de Morgana. A la luz de las antorchas, su afilado rostro quedaba en sombras y los ojos le brillaban.
Los extraños sacerdotes cantaban y recitaban en lengua griega, que nada significaba para ninguno de los dos. No paraban de dar cabezadas, y la gente respondía cada vez agachándose y volviéndose a levantar; y, con cada vez que se agachaban, llegaba del ala derecha el molesto estrépito metálico provocado por un centenar de vainas de espada, o más, que chocaban con las baldosas del suelo. Los sacerdotes, igual que los druidas, al rezar abrían los brazos. Sus atavios eran extraños, semejantes en cierto modo a la toga de Tewdric, pero con una especie de manto corto y con adornos por encima. Cantaban y la gente respondía cantando a su vez, y algunas mujeres que estaban detrás de la frágil reina Enid, de blanco rostro, empezaron a gritar y a convulsionarse presas de éxtasis; pero los sacerdotes no hicieron caso de la conmoción y continuaron recitando y cantando. En la mesa había una sencilla cruz de madera hacia la cual inclinaban la cabeza y contra la cual hizo Nimue el gesto del diablo al tiempo que musitaba unas palabras de protección. Enseguida empezamos a aburrirnos y yo quería escabullirme hacia las habitaciones de Uter para ocupar un buen sitio, porque tras la ceremonia iba a celebrarse allí una gran fiesta; pero entonces tomó la palabra un sacerdote joven que, en vez de expresarse en la lengua de la noche, arengó a la congregación usando el habla britana.
Era Sansum, y fue aquélla la primera vez que vi al santo varón. Era muy joven entonces, mucho más joven que los obispos, pero se había forjado fama de gran promesa, la esperanza del futuro de los cristianos, y los obispos le habían concedido a propósito el honor de predicar esa noche para potenciar su carrera.
Sansum siempre fue delgado, de corta estatura, con una barbilla afilada y afeitada y una frente huidiza tras la cual el pelo de la tonsura nacía tieso y negro como un seto de espino, aunque más recortado en el centro que en los lados, con lo cual lucía dos hirsutos copetes negros que sobresalían justo por encima de las orejas.
—Se parece a Lughtigern —me dijo Nimue en voz baja, y me eché a reír a carcajadas, porque Lughtigern es el rey de los ratones de los cuentos infantiles; un personaje jactancioso y bravucón que siempre huye cuando aparece el gato.
A pesar de todo, el tonsurado rey de los ratones sabía predicar, ciertamente. Nunca, hasta esa noche, había oído yo la sagrada palabra de Nuestro Señor Jesucristo, y a veces tiemblo al pensar cuán torcidamente interpreté aquel primer sermón, aunque jamás olvidaré la fuerza con que fue pronunciada. Sansum predicaba desde otra mesa, situada de tal modo que a todos veía y era visto por todos; en algunas ocasiones la pasión de su prédica amenazó con precipitarlo al suelo y sus compañeros sacerdotes hubieron de sujetarlo. Yo tenía la esperanza de que cayera de una vez, pero siempre se las arregló para recuperar el equilibrio a tiempo.
El sermón comenzó de forma convencional. Dio gracias a Dios por la presencia de los grandes reyes y poderosos príncipes que habían acudido a escuchar el Evangelio y luego tuvo unas amables palabras para el rey Tewdric antes de lanzarse de lleno a un discurso que sentaba la base del pensamiento cristiano con respecto al estado de Britania. Tiempo después comprendí que había sido una conferencia política, más que un verdadero sermón.
La isla de Britania, dijo Sansum, era amada por Dios. Era una tierra especial, separada de otras y rodeada por un mar brillante que la defendía de pestilencias, herejías y enemigos. Britania, prosiguió, se veía favorecida además con la bendición de grandes gobernantes y poderosos guerreros, aunque en los últimos tiempos hubiera sido dividida por extranjeros, y sus campos, graneros y aldeas se hubieran alzado en armas. Los infieles sais, los sajones, estaban tomando la tierra de nuestros antecesores y devastándola. Los temibles sais profanaban las tumbas de nuestros padres, violaban a nuestras mujeres y sacrificaban a nuestros hijos, y esas cosas no podían permitirse, aseguraba Sansum, a menos que fueran voluntad de Dios, y ¿por qué habría Dios de volver la espalda a sus amados y favorecidos hijos?