Read El rey del invierno Online
Authors: Bernard Cornwell
Nimue, ¿cierto?
—Si.
No comprendí cómo podía saberlo.
—¡Qué necio! ¡Qué necio! —La mala sombra de su amante parecía hacerle gracia, más que provocarle ira—. ¡Cuánto ha de sufrir ese hombre! ¿Nimue está enfadada?
—Está furiosa.
—Bien, la furia es muy útil, y mi amada Nimue sabe emplearla bien. Si hay algo que no soporto de los cristianos es la admiración que les despierta la mansedumbre. ¿Puedes creer que tienen la mansedumbre por virtud? ¡La mansedumbre! ¿Te imaginas un cielo habitado sólo por mansos? ¡Qué espanto de idea! Se enfriaría la comida en tanto se cedían los platos unos a otros. De nada sirve la mansedumbre, Derfel. La cólera y el egoísmo son las cualidades que mantienen el mundo en movimiento. —Soltó una carcajada—. Bien, hablemos de Caleddin. Para ser ordivicio no era mal druida, no tan sabio como yo, claro está, pero tenía días inspirados. Por cierto, mucho me regocijó cuando intentaste matar a Lanzarote, lástima que no terminaras el trabajo. Supongo que huyó de la ciudad.
—Tan pronto como la derrota fue evidente.
—Dicen los marineros que las ratas son las primeras que huyen de una nave en peligro. ¡Pobre Ban! Estaba loco, pero era un loco bueno.
—¿Sabía él quién erais vos, en realidad?
—Naturalmente. Habría sido una grosería inconmensurable engañar a mi anfitrión. Él no se lo dijo a nadie más, claro está, pues de otro modo sus despreciables poetas me habrían acosado con ruegos para que hiciera desaparecer sus arrugas por medio de artes mágicas. No te haces una idea de las preocupaciones que puede acarrear el saber un poco de magia. Ban sabia quién era yo, y también Caddwg, mi servidor. Nuestro querido Hywel murió, ¿no es cierto?
—Si ya lo sabéis, ¿para qué preguntáis?
—Por puro afán de conversación —dijo, molesto—. La conversacion es toda un arte de la civilización, Derfel. No todos pasamos la vida a golpes de espada y escudo. Algunos procuramos conservar la dignidad —remató, muy digno.
—Y entonces, ¿cómo habéis sabido de la muerte de Hywel?
—Porque Bedwin me lo contó en una misiva, ¿qué esperabas, idiota?
—¿Bedwin os ha estado escribiendo todos estos años? —pregunté sin dar crédito a lo que oía.
—¡Claro! ¡Necesita de mis consejos! ¿Creias acaso que me había desvanecido en el aire, sin más?
—En efecto —dije resentido.
—Pamplinas. Sencillamente, no sabias dónde ir a buscarme. No puede decirse que Bedwin siga mis consejos al pie de la letra. ¡Vaya entuertos que ha preparado! ¡Mordred sigue con vida! Mayor insensatez no cabe. Ese niño tenía que haber muerto estrangulado con su propio cordón umbilical, aunque imagino que no habría forma humana de convencer a Uter. ¡Pobre Uter! Creía que las virtudes se transmiten de entraña a entraña. ¡Cuánto sinsentido! Un niño es como un ternero, sí nace defectuoso, se le redime con un golpe de gracia y se hace cubrir a la vaca de nuevo. Por eso los dioses hicieron que el engendrar fuera tan placentero, porque son muchos los cachorros a los que hay que reemplazar. Claro que para las mujeres no resulta tan gozoso, pero alguien tenía que cargar con el peso, y les ha tocado a ellas, no a nosotros, gracias a los dioses.
—¿Habéis tenido vos algún hijo? —pregunté, y de pronto pensé que era la primera vez que se me ocurría semejante cuestión.
—¡Pues claro! ¡Qué extraordinaria pregunta! —Se quedó mirándome como si dudara de mi buen estado mental—. No tomé gran cariño a ninguno de ellos y, afortunadamente, la mayoría murió y me desentendí del resto. Creo que uno incluso se ha convertido al cristianismo. —Se estremeció—. Prefiero de largo los hijos ajenos, son harto más agradecidos. Bien, ¿de qué estábamos hablando? ¡Ah, sí! De Caleddin. Un hombre terrible. —Sacudió la cabeza con pesar.
—¿Fue él quien escribió el pergamino?
—No seas absurdo, Derfel —me cortó con impaciencia—. Los druidas tienen prohibida la escritura, va contra la ley. ¡Y tú lo sabes! Desde el momento en que escribes algo, aquello queda fijo, se convierte en dogma. Se discute sobre ello, algunos se atribuyen autoridad, se hace referencia a los textos, se escriben otros manuscritos sobre los que también se discute y enseguida se condenan unos a otros a la picota. Si nunca dejas nada escrito, nadie sabe con exactitud qué dijiste, y así puedes cambiarlo cuando quieras. ¿Es que hay que explicártelo todo, Derfel?
—Podríais explicarme lo que contiene ese pergamino —dije humildemente.
—¡Eso es lo que estaba haciendo, pero es que no paras de interrumpirme y de cambiar de tema! ¡Cuán extraordinario proceder! ¡Y pensar que fuiste criado en el Tor! Tenía que haberte hecho azotar con más frecuencia, tal vez así habrías aprendido mejores modales. Tengo entendido que Gwlyddyn está reconstruyendo mi casa.
—Sí.
—Gwlyddyn es un hombre bueno y honrado. Seguramente tendré que reconstruirla yo personalmente, pero él lo intenta de todas formas.
—El pergamino —le recordé escuetamente.
—¡Ya lo sé! Caleddin era druida, eso ya te lo he dicho, y ordovicino, por más señas. Es igual, transpórtate al año negro y pregúntate cómo pudo Suetonio llegar a conocer tanto sobre nuestra religión. Suetonio sí sabrás quién era, ¿verdad?
Esa duda era un verdadero insulto, pues todo britano conocía y renegaba del nombre de Suetonio Paulino, nombrado gobernador por el emperador Nerón, el cual, durante el año negro transcurrido unos cuatrocientos años antes de nuestra era, acabó prácticamente con nuestra antigua religión. Todo britano conocía desde la cuna la terrible historia de la destrucción del santuario druida de Ynys Mon, aplastado entre dos legiones de Suetonio. Ynys Mon, como Ynys Trebes, era una isla y el más importante santuario de nuestros dioses, pero los romanos lograron cruzar el estrecho y pasaron por la espada a todos los druidas, bardos y sacerdotisas. Talaron los bosques sagrados y corrompieron el lago santo, de modo que no quedó sino una tenue sombra de la vieja religión; los druidas como Tanaburs o Jorweth eran tristes ecos de la gloria pasada.
—Sé quién fue Suetonio —conteste.
—Hubo otro Suetonio —replicó con retintín burlón— que fue escritor, y bastante bueno. Ban poseía su De viris illustribus, que versa sobre la vida de los poetas. Suetonio levantó gran escándalo a propósito de Virgilio, sobre todo. Es increíble lo que los poetas son capaces de llevarse a la cama, principalmente unos a otros, por descontado. Lástima que ese manuscrito haya perecido en las llamas, pues te digo que es el único ejemplar que he visto. Es fácil que el pergamino de Ban fuera el último que existe, y ahora no quedan de él sino cenizas. Para Virgilio será un alivio. Bien, el caso es que Suetonio Paulino quería saber todo lo posible sobre nuestra religión antes de atacar Ynys Mon. Quería asegurarse de que no lo convertiríamos en sapo o en poeta, así es que buscó a un traidor, es decir, al druida Caleddin. Caleddin dictó cuanto sabía a un escribano romano, el cual copió todas sus palabras en un latín, al parecer, execrable. Mas, execrable o no, es el único documento existente de nuestra religión; todos los secretos, todos los ritos, todos los significados y todo su poder. Y es éste, rapaz —dijo señalando el pergamino, que cayó al suelo.
Lo recogí de debajo del catre del patrón.
—Y yo que os tomé por un cristiano —dije amargamente— que investigaba la envergadura de las alas de los ángeles...
—No seas perverso, Derfel. Cualquiera sabe que la envergadura varía en relación a la altura y peso del ángel. —Desarrolló el pergamino de nuevo y ojeó el contenido—. Por todas partes busqué este tesoro. ¡Hasta en Roma! Pero el incauto de Ban lo tenía catalogado como el decimoctavo volumen de Silio Itálico. Lo cual demuestra que jamás leyó su obra al completo, aunque bien la magnificaba. De todos modos, no creo que nadie haya sido capaz de leerla íntegramente. ¡Imposible! —remató con un estremecimiento.
—No es de extrañar que os costara más de cinco años localizarlo —comenté, pensando en cuánta gente lo había echado de menos en ese tiempo.
—Pamplinas. Hace sólo un año que supe de la existencia del manuscrito. Antes buscaba otras cosas: el cuerno de Bran Galed, el cuchillo de Laufrodedd, el tablero de juego de Gwenddolau, el anillo de Eluned... Los tesoros de Britania, Derfel. —Hizo una pausa y se quedó mirando el cofre sellado; después volvió a mirarme a mí—. Esos tesoros son la clave del poder, Derfel, pero sin los secretos que contiene el manuscrito no son más que objetos inertes.
Hablaba en un tono singularmente reverente, y no era de extrañar, pues se trataba de los talismanes más sagrados y misteriosos de Britania. Una noche en Benoic, tiritando en la oscuridad y oyendo a los francos entre los árboles, Galahad se había burlado de la existencia de tales tesoros, pues dudaba de que hubieran sobrevivido a los largos años de dominio romano. Sin embargo, Merlín siempre había sostenido que los druidas antiguos, al enfrentarse a la derrota, los habían escondido en lugar tan recóndito que ningún romano los hallaría jamás. Merlín ambicionaba la llegada del ansiado y temido momento de ponerlos en acción otra vez. Al parecer, Caleddin había explicado en el manuscrito la forma de llevarlo a cabo.
—Entonces, ¿qué es lo que nos cuenta el pergamino? —pregunté con mucho interes.
—¿Cómo habría de saberlo? No me permites leerlo, siquiera. ¿Por qué no te vas a hacer algo útil? ¡Rema o haz lo que hagan los marineros cuando no se están ahogando! —Esperó a que llegara a la puerta—. ¡Ah! Una cosa mas —añadió, abstraído.
Me volví y vi que estaba mirando atentamente las primeras lineas del pergamino.
—¿Señor? —insistí.
—Sólo quería darte las gracias, Derfel —dijo con displicencia—. De modo que gracias. Siempre tuve la esperanza de que algún día sirvieras para algo.
Pensé en Ynys Trebes, en el fuego y en la muerte de Ban.
—No he cumplido la palabra que di a Arturo —dije apesadumbrado.
—Nadie cumple la palabra que da a Arturo. Espera mucho de todos. Vete, pues.
Supuse que Lanzarote y su madre navegarían hacia poniente, hacia Brocelianda, para reunírse con la multitud de refugiados que los francos habían expulsado del reino de Ban; sin embargo, pusieron rumbo al norte, hacia Britania, hacia Dumnonia.
Arribados a Dumnonia, se dirigieron a Durnovaria y llegaron a la ciudad dos días completos antes de que Merlín, Galahad y yo concluyéramos la travesía. Así pues, nos perdimos su entrada, aunque nos enteramos de todo enseguida, pues en la ciudad sólo se hablaba de las admirables gestas de los fugitivos.
Toda la realeza de Benoic había viajado a bordo de tres naves rápidas, preparadas y aprovisionadas desde antes de la caída de Ynys de Trebes, y en cuyas bodegas se ocultaban el oro y la plata que los francos esperaban hallar en el palacio de Ban. Cuando la compañía de la reina Elaine llegó a Durnovaria, el tesoro fue escondido en otra parte y los fugitivos hicieron su entrada a pie, algunos descalzos, todos harapientos y cubiertos de polvo, con los cabellos enmarañados y llenos de sal marina, con las ropas y las abolladas armas manchadas de sangre, aferrando las lanzas con manos débiles. Elaine, reina de Benoic, y Lanzarote, rey, ya, de un reino perdido, subieron por la calle mayor de la ciudad cojeando hasta el palacio de Ginebra, para pedir allí limosna cual pordioseros. Tras ellos se arrastraba una pintoresca mezcla de guardias, poetas y cortesanos a los que Elaine se refirió, con tono lastimero, como los únicos supervivientes de la masacre.
—Si al menos Arturo hubiera cumplido su palabra —se quejó amargamente a Ginebra—. Si tan sólo hubiera cumplido la mitad de sus promesas...
—¡Madre! ¡Madre! —intervino Lanzarote, deteniéndola con firmeza.
—Tan sólo deseo la muerte, hijo mio —declaró Elaine—, la muerte que tan cerca tuviste tú en la lucha.
Naturalmente, Ginebra se mostró espléndida, a la altura de las circunstancias. Ordenó buscar ropas, preparar baños, cocinar alimentos, servir vino, vendar heridas, escuchar historias, regalar tesoros y llamar a Arturo.
Las historias fueron maravillosas. Corrían por toda la ciudad de boca en boca y, cuando llegamos a Durnovaria ya habían alcanzado hasta el ultimo rincón de Dumnonia, comenzaban a
traspasar las fronteras y se repetían en innumerables fortalezas britanas e irlandesas. Era una gran gesta de héroes; Lanzarote y Boores habían defendido la puerta de Merman, habían cubierto las arenas de francos muertos y procurado carroña a las gaviotas con los despojos del enemigo. Decía el relato que los francos gritaban pidiendo clemencia, pidiendo que Tanlladwyr, la refulgente espada de Lanzarote, no relampagueara de nuevo en su mano, pero ¡ay! otros defensores que permanecían lejos de la vista de Lanzarote se rindieron. El enemigo entró en la ciudad y, si cruda había sido la lucha hasta entonces, espantosa fue a partir de ese momento. El enemigo caía, hombre sobre hombre, mientras las calles se defendían una a una, pero ni todos los héroes de la antiguedad habrían logrado contener la avalancha de enemigos cubiertos de hierro que invadía la ciudad desde el mar circundante como otros tantos demonios liberados de las pesadillas de Manawydan. Los héroes, harto sobrepasados en número, hubieron de retroceder dejando las calles atascadas de cadáveres enemigos; pero seguían llegando, y más hubieron de retroceder los héroes aún, hasta la mismísima ciudadela donde Ban, el bondadoso rey Ban, se asomaba a la terraza a otear el horizonte con la esperanza de divisar las naves de Arturo. Vendrán, vendrán —aseguraba el rey con insistencia—, pues me dio su palabra Arturo.
Decía la historia que el rey no quiso abandonar la terraza porque si Arturo llegaba y no lo encontraba allí, ¿qué habrían de decir los hombres? Insistió en quedarse a aguardarlo, pero antes besó a su esposa, abrazó a su heredero y deseó a ambos vientos favorables que los transportaran a Britania; después volvió a escudriñar el horizonte por ver si llegaba la ayuda que nunca llegó.
Era un cuento impresionante, y al día siguiente, cuando pareció que definitivamente no arribaría ninguna nave más de la lejana Armórica, el cuento empezó a cambiar con sutileza. Habían sido los hombres de Dumnonia, las fuerzas capitaneadas por Culhwch y Derfel, las que permitieran la entrada del enemigo en Ynys Trebes.
—Combatieron —decía Lanzarote a Ginebra—, pero no lograron resistir.
Arturo, que estaba en plena campaña contra los sajones de Cedric, cabalgó apresuradamente hacia Durnovaria para recibir a sus huéspedes. Llegó pocas horas antes de que nuestra lastimosa compañía emprendiera a duras penas, y sin que nadie se apercibiera, la subida del camino que partía del mar y llegaba hasta las herbosas murallas de Mai Dun. El guardián de la puerta sur me reconoció y nos franqueó el paso.