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Authors: Bernard Cornwell
Le brillaban los ojos al hablar. Nunca la había oído hablar de esas cosas. No hacía mucho era una niña, pero después de estar en la cama de Merlín había asimilado sus enseñanzas y su poder y eso me dolía. Sentía rabia y celos y no quería comprender. Cada vez se alejaba más de mí y nada podía hacer yo por evitarlo.
—Estoy abierto a los dioses —le dije, dolido—. Creo en ellos, quiero que me ayuden.
—Vas a ser guerrero, Derfel —me dijo acariciándome con la mano vendada—, un gran guerrero. Eres una buena persona, honrado y sólido como la Torre de Merlín, y no tienes señal alguna de locura, ni rastro, ni siquiera una chispa remota y aislada. ¿Crees que quiero seguir a Merlín?
—Sí —dije, herido por dentro—. Sé que lo deseas.
Quería que supiera que me sentía herido porque no iba a dedicarse a mi en cuerpo y alma.
Respiró hondo y se quedó mirando el oscuro techo; dos palomas habían entrado por un respiradero del humo y en ese momento avanzaban por una viga.
—A veces —dijo— pienso que me gustaría casarme, tener hijos, verlos crecer, ir envejeciendo y morir, pero de todas esas cosas, Derfel —volvió a mirarme—, sólo la última se hará realidad. No puedo soportarlo cuando pienso lo que me va a suceder. No puedo soportarlo cuando pienso que habré de recibir las tres heridas de la sabiduría, pero es mi deber. íEs mi deber!
—¿Las tres heridas? —pregunté, pues nunca había oído hablar de ellas.
—La herida del cuerpo —me contó—, la herida del orgullo —y se tocó entre las piernas— y la herida de la mente, es decir, la locura. —Hizo una pausa y el rostro se le llenó de horror—. Merlín ha sufrido las tres, por eso es hombre tan sabio. Morgana recibió la peor de las heridas al cuerpo que imaginarse pueda, pero ninguna de las otras dos, por eso nunca estará en verdad con los dioses. Yo no he sufrido ninguna, pero las sufriré. ¡Es mi deber! —dijo con fiera determinación—. ¡Es mi deber porque he sido elegida!
—¿Por qué no he sido elegido yo? —pregunte.
—No lo comprendes, Derfel —dijo sacudiendo la cabeza—. Nadie me ha escogido, me he escogido yo. Cada cual decide por si mismo. Podría ocurrirle a cualquiera de los que estamos aquí. Por eso Merlín recoge a todos los huérfanos, porque cree que los huérfanos pueden adquirir poderes especiales, pero sólo les ocurre a unos pocos.
—Como a ti —dije.
—Veo a los dioses en todas partes —dijo con sencillez—. Y ellos me ven.
—Yo nunca he visto a un dios —insistí empecinadamente.
—Lo verás —me dijo sonriendo ante mi resquemor—, porque tienes que pensar en Britania, Derfel, como si estuviera cuajada de cintas de fina niebla, unos jirones tenues por aquí y por allá que flotan y se deshacen, pero esos jirones son los dioses, y si los encontramos y les agradamos y volvemos a hacer suya esta tierra, los jirones se harán más densos y se unirán y se convertirán en una niebla maravillosa que cubrirá toda la tierra y nos protegerá del exterior. Por eso vivimos aquí, en el Tor. Merlín sabe que este lugar place a los dioses, aquí la niebla sagrada es espesa y nuestra misión consiste en extenderla.
—¿ Eso es lo que hace Merlín?
—En este mismo momento, Derfel —dijo con una sonrisa—, Merlín está durmiendo. Y yo también lo necesito. ¿No tienes tareas pendientes?
—Contar rentas —respondí con torpeza.
Los almacenes de abajo estaban llenos de pescado ahumado, anguilas ahumadas, toneles de sal, cestos de mimbre, paño, plomo, carbón y hasta algunos fragmentos de ámbar y azabache: las rentas de invierno pagaderas en Beltain, que Hywel tuvo que tasar, anotar en cuentas y dividir entre la parte de Merlín y la que se entrega a los recaudadores de impuestos del soberano.
—Pues ve y cuenta —dijo, como si no hubiera ocurrido nada extraordinario entre nosotros, aunque se acercó a mi y me dio un beso fraternal—. Ve —repitió y al salir de las habitaciones de Merlín di un traspiés y me encontré con las miradas resentidas y curiosas de las criadas de Norwenna, que habían vuelto a instalarse en el gran salón.
Llegó el equinoccio. Los cristianos celebraban la fiesta de la muerte de su dios mientras nosotros encendíamos las enormes hogueras de Beltane. Nuestras llamas aullaban a la oscuridad para atraer vida nueva al mundo que renacía. Vimos a los primeros invasores sajones a lo lejos, por el este, pero ninguno se acercó a Ynys Wydryn. Tampoco volvimos a ver a Gundleus de Siluria. Gudovan el escribano supuso que la propuesta de matrimonio había quedado en nada y predijo sombríamente
una nueva guerra contra los reinos del norte.
Merlín no volvió ni tuvimos noticias de él.
Al Edling Mordred le salieron los dientes. Los primeros fueron los de la encía inferior, presagio de larga vida, y los empleó mordiendo los pezones a Ralla hasta hacérselos sangrar, pero ella siguió amamantándolo para que su rechoncho hijito chupara sangre de príncipe al tiempo que se alimentaba. La alegría de Nimue iba en aumento a medida que los días se hacían más largos. Las heridas de nuestras manos pasaron de rosadas a blancas y después quedaron reducidas a lineas oscuras, Nimue nunca volvió a hablar de ellas.
El soberano pasó una semana en Caer Cadarn y el Edling fue llevado a su presencia para que el abuelo lo examinara. A Uter debió de complacerle, así como todos los auspicios de ía primavera, que pintaban favorablemente, pues tres semanas después de Beltane oímos que el futuro del reino, el de Norwenna y el de Mordred serían debatidos en un magnífico Gran Consejo, el primero que se celebraría en Britania desde hacia más de sesenta anos.
Era primavera, las hojas estaban verdes y la tierra fresca bullía de grandes esperanzas.
El Gran Consejo se celebró en Glevum, una ciudad romana situada a orillas del río Severn, en la frontera norte de Dumnonia con Gwent. Uter llegó en una carreta tirada por cuatro bueyes, cada buey engalanado con ramas de mayo y ataviado con telas verdes. El rey supremo gozaba del lento paseo por su reino en los albores del estío; tal vez supiera que aquélla era la vez postrera que sus ojos contemplaban el encanto de Britania, antes de cruzar la cueva de Cruachan y el puente de las espadas hacia el otro mundo. Los bueyes avanzaban a paso cansino entre setos de espino cuajados de blanco, los bosques lucían alfombras de campanillas azules y en los campos de trigo, centeno y cebada y en los pastos de heno, ya casi a punto para la siega, resplandecían las amapolas y los grajos revoloteaban bulliciosos. El rey supremo viajaba lentamente, deteniéndose con frecuencia en asentamientos y aldeas; visitaba los campos de labor y las casas solariegas y prodigaba consejos a quienes sabían más que él sobre el encauzamiento de lagunas rebosantes o la castración del cerdo. Tomó los baños en las fuentes calientes de Aquae Sulis y su recuperación fue tan notable que al reemprender la marcha, cubrió a pie una milla bien cumplida antes de ocupar de nuevo su lugar en la carreta forrada de pieles. Formaban el séquito bardos, consejeros, médicos, coros, servidores y la escolta de guardia al mando de Owain, paladín del reino y comandante de la guardia real. Todos se habían adornado con flores y los guerreros llevaban el escudo boca abajo en señal de paz, aunque Uter, nada falto de precaución, había ordenado abrillantar a diario las puntas de las lanzas a fuerza de muela.
Fui a Glevum caminando, sin encomienda concreta, pero Uter había convocado a Morgana al Gran Consejo. Por lo general no se recibía a las mujeres en consejo alguno, grande o pequeño, pero el soberano, desesperado por la ausencia de Merlín y convencido de que nadie mejor que Morgana hablaría en nombre del druida, la convoco. Por otra parte, era una de sus hijas naturales y el soberano solía decir que su cabeza envuelta en oro guardaba más sentido común que la mitad de las cabezas de sus consejeros juntas. Morgana era además responsable de la salud de Norwenna y, entre otras cosas, allí se iba a decidir el futuro de la princesa, aunque ella no hubiera sido convocada ni consultada siquiera. Quedó en Ynys Wydryn al cargo de Gwendolin, la esposa de Merlín. Morgana no había ordenado más compañía a Glevum que la de su esclava Sebile, pero en el último momento Nimue anunció con toda calma que ella también acudiría y que yo la acompañaría.
Naturalmente, Morgana se opuso, pero Nimue se enfrentó a la indignación de su superior en edad con una serenidad irritante.
—He recibido instrucciones que hacen al caso —le dijo a Morgana.
Cuando ésta le preguntó de quién, con voz aguda y temblorosa, Nimue se limitó a sonreír.
Morgana la doblaba en edad y estatura, pero cuando Merlín llevó a Nimue a su lecho, le fue conferido el poder de Ynys Wydryn, autoridad ante la cual nada podía hacer Morgana. Aún se pronunció en contra de mi presencia. Exigió saber por qué Nimue no llevaba consigo a Lunete, la otra niña irlandesa que había entre los huérfanos de Merlín. Según Morgana, un niño como yo no era compañía para una joven, y como Nimue no hizo sino sonreír, Morgana la amenazó con contarle a Merlín el afecto que sentía hacia mi, lo cual acarrearía el fin de Nimue; ante tan torpe amenaza, Nimue soltó una carcajada, dio media vuelta y se marchó.
Poco me importaba a mí la discusión, sólo quería ir a Glevum para presenciar la justa, escuchar a los bardos, ver las danzas y, sobre todo, por estar con Nimue.
De modo que, en mal avenida compañía de cuatro, partimos hacia Glevum. Morgana, vara de endrino en mano y con la máscara de oro brillando al sol del estío, abría la marcha cojeando y cada paso que daba era una enfática ratificación de su rechazo hacia el acompañante de Nimue. Sebile, la esclava sajona, se apresuraba dos pasos detrás de ella, la espalda encorvada bajo el peso del ato cargado de mantas, hierbas secas y cacharros. Nimue y yo íbamos a la zaga, descalzos, con la cabeza descubierta y sin carga alguna. Nimue llevaba una larga capa negra sobre una túnica blanca ceñida a la cintura con un dogal de esclavo y la larga melena negra recogida en la coronilla. No se adornó con joyas, ni siquiera un alfiler de hueso para cerrar la capa. Morgana, en cambio, llevaba una gruesa torques de oro y dos broches también de oro, colocados a la altura del pecho a modo de cierre de la parda capa; uno era un ciervo tricornio y el otro, la maciza joya en forma de dragón que Uter le regalara en Caer Cadarn.
Disfruté del viaje. Nos llevó tres días a paso lento, porque Morgana era de caminar irregular, pero el sol brillaba sobre nuestras cabezas y la calzada romana nos facilitaba el trayecto. A la hora del crepúsculo nos dirigíamos a la casa del señor cuyo feudo nos cayera de paso y dormíamos como huéspedes de honor en sus graneros rebosantes de paja. Topamos con pocos viajeros más, y todos íbamos tras el reluciente blasón de Morgana, símbolo de su elevada condición. A pesar de las advertencias a propósito de hombres sin amo ni tierra que atracaban a los mercaderes en los grandes caminos, no sufrimos contratiempo alguno, debido quizás a que los soldados de Uter habían limpiado de bandoleros los bosques y los montes con vistas al Gran Consejo, pues encontramos más de una docena de cuerpos en descomposición abandonados a los lados del camino para ejemplo de todos. Los siervos y esclavos con quienes nos cruzábamos se arrodillaban ante Morgana, los mercaderes le cedían el paso y sólo un viajero osó retar nuestra autoridad, un fiero sacerdote con barba seguido por sus harapientas y despeinadas mujeres. El grupo cristiano bailaba en medio del camino, alabando a su dios crucificado, pero el sacerdote, al avistar la máscara dorada que cubría el rostro de Morgana, el ciervo tricornio y el dragón de grandes alas de los broches de su capa, empezó a despotricar contra ella como criatura del demonio. El hombre debió de pensar que una mujer tan desfigurada y lisiada sería presa fácil de sus pullas, pero aquel predicador errante acompañado de su esposa y concubinas sagradas no era par para la hija de Ygraine, protegida de Merlín y hermana de Arturo. Morgana le propinó un solo golpe de vara en la oreja, un golpe que lo tumbó de lado y lo arrojó a un matorral de ortigas, y luego siguió su camino sin siquiera mirar atrás. Las mujeres del sacerdote gritaron y se dividieron, las unas rezando y las otras escupiendo maldiciones, pero Nimue pasó grácilmente entre sus insultos como un espíritu.
Yo no iba armado, a menos que consideremos la vara y el cuchillo pertrechos de guerrero. Quise llevar espada y lanza para hacerme pasar por hombre maduro, mas Hywel, burlándose de mi, dijo que no hace al hombre el deseo sino el acto. A modo de protección me dio una torques de bronce con el dios cornudo de Merlín en el cierre y me aseguró que nadie osaría enfrentarse al druida. Aun con todo, así desprovisto de armamento masculino, me sentía inútil. Le pregunté a Nimue la razón de mi presencia allí.
—Porque eres mi amigo por juramento, pequeño —me respondió. Ya la rebasaba en altura, pero me llamaba así cariñosamente—, y porque tú y yo somos escogidos de Bel y si él nos ha escogido, nosotros debemos escogernos el uno al otro.
—Entonces, ¿por qué vamos los dos a Glevum? —insistí.
—Porque lo quiere Merlín, naturalmente.
—¿Estará él allí? —pregunté con ansiedad.
Hacía mucho tiempo que Merlín estaba ausente, y sin él, Ynys Wydryn era como cielo sin sol.
—No —respondió con calma, aunque no se me alcanzaba cómo podía ella conocer los deseos de Merlín en tal asunto, ya que el amo seguía lejos y la convocatoria al Gran Consejo habíase producido con posterioridad a su partida.
—¿Y qué haremos cuando lleguemos a Glevum?
—Lo sabremos cuando estemos allí —dijo con misterio, y no explicó nada más.
Una vez hecho al asfixiante hedor del abono de excrementos humanos, Glevum se me antojó un lugar maravillosamente extraño. Aparte de algunas villas convertidas en casas de labor que salpicaban las propiedades de Merlín, era la primera vez que visitaba un auténtico emplazamiento romano. Me quedaba pasmado ante toda novedad como polluelo recién salido del cascarón. Las calles estaban pavimentadas con adoquines perfectamente encajados y, a pesar de los desperfectos sufridos desde la partida de los romanos, hacía ya mucho tiempo, los hombres del rey Tewdric hacían lo posible por repararlas escardando las malas hierbas y barriendo la suciedad, y así, las nueve calles de la ciudad parecían pedregosos lechos de río en la estación seca. Era difícil caminar por allí y a Nimue y a mí nos daba risa ver a los caballos tratando de sortear las traidoras piedras. Los edificios eran tan raros como las calles. Nosotros construíamos las casas de madera, caña, arcilla con paja y adobe, pero las casas romanas estaban todas juntas y eran de piedra y singulares ladrillos estrechos, aunque con los años algunas se habían derrumbado dejando huecos serrados en las largas hileras de viviendas bajas con curiosas techumbres de tejas de barro cocido. La ciudad amurallada dominaba un vado del Severn y se levantaba entre dos reinos y cerca de otro más, razón por la cual gozaba de renombre como centro de comercio. En las casas trabajaban los alfareros, inclinábanse los orfebres sobre sus mesas y mugían las terneras en el matadero público, alojado detrás de la plaza del mercado donde se afanaban los campesinos vendiendo mantequilla, nueces, cuero, pescado ahumado, miel, telas teñidas y vellones acabados de trasquilar. Lo mejor de todo, cuando menos a mis deslumbrados ojos, fueron los soldados del rey Tewdric. Según Nimue eran romanos, o britanos educados en las costumbres romanas. Todos llevaban la barba corta y vestían de modo semejante, con recio calzado de cuero y faldas cortas de cuero sobre calzas de lana. Los más veteranos lucían placas de bronce cosidas a las faldas y al andar las placas entrechocaban y sonaban como cencerros. Cada cual portaba limpia y reluciente coraza, larga capa roja y casco de cuero rematado por arriba con una gruesa costura. Algunos lo adornaban con plumas teñidas. Iban armados con espadas cortas de hoja ancha, largas lanzas de pulida vara y escudos ovalados de madera y cuero con el símbolo del toro de Tewdric. Todos los escudos eran del mismo tamaño, las lanzas de la misma longitud y el paso que marcaban al marchar, idéntico, visión extraordinaria que me provocaba hilaridad al principio, aunque después me hice a ello.