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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (11 page)

De las tierras de más al norte, continuó Agrícola, llegaban noticias de que Leodegán, rey de Henis Wyren, había sido expulsado de su reino por Diwrnach, el invasor irlandés, que había puesto a las tierras conquistadas el nombre de Lleyn. Leodegán, desposeído, había pedido asilo a Gorfyddyd de Powys, visto que Cadwallon de Gwynedd no estaba dispuesto a acogerlo. Esa noticia provocó más risas, pues de todos era conocida la estupidez del rey Leodegán.

—También he sabido —continuó Agrícola cuando las risas hubieron cesado— que han llegado más invasores irlandeses a Demetia y que desde allí ejercen gran presión sobre las fronteras occidentales de Powys y Siluria.

—Yo hablaré por Siluria —irrumpió una voz potente desde la puerta. Gundleus había llegado.

El rey de Siluria entró cual héroe en el recinto, sin el menor gesto de vacilación ni disculpa, a pesar de que sus guerreros habían saqueado la tierra de Tewdric repetidamente, del mismo modo que había organizado incursiones por el sur cruzando el río Severn para arrasar el país de Uter. Mostrábase tan arrogante que tuve que recordarme a mi mismo que le había visto huir de la fortaleza de Merlín asustado por Nimue. Detrás de Gundleus, arrastrando los pies y babeando, entró Tanaburs el druida, y una vez más me escondí al acordarme del pozo de la muerte. Merlín me había dicho en una ocasión que, puesto que Tanaburs no había logrado matarme entonces, su alma estaba en mi poder, pero volví a estremecerme de miedo al ver llegar al viejo con el tintineo de los huesecillos que engarzaba en sus apretadas trenzas.

Detrás de Tanaburs, con las largas espadas envainadas y cubiertas por telas rojas, avanzó a grandes trancos el séquito de Gundleus. Sus hombres llevaban el pelo y los bigotes trenzados y la barba larga. Se quedaron en pie con los demás guerreros, haciéndolos a un lado para formar en sólida falange, como hombres orgullosos que acuden al Gran Consejo de sus enemigos, mientras que Tanaburs, envuelto en su sucia túnica gris bordada con medias lunas y liebres corredoras, encontró un hueco entre los consejeros. Owain, al olor de la sangre, se levantó para cerrar el paso a Gundleus, pero éste ofreció al paladín del rey la empuñadura de su espada en señal de paz, y luego se postró en el suelo ante el trono de Uter.

—Levántate, Gundleus ap Meilyr, rey de Siluria —ordenó Uter, y le tendió la mano en señal de bienvenida.

Gundleus subió a la tarima, le besó la mano y se soltó las correas con que sujetaba a la espalda el escudo con su blasón, la mascara de zorro. Lo colocó entre los demás escudos, se sentó en su sitial y comenzó a mirar alrededor abierta y orgullosamente, como si le causara gran placer estar allí. Saludó a los conocidos con la cabeza, murmurando palabras de sorpresa al ver a unos y sonriendo a otros. Todos a cuantos saludó eran enemigos suyos, y sin embargo se repantingó en la silla como si estuviera al amor de su propia hoguera, y hasta colocó una pierna en el brazo del asiento. Enarcó una ceja al ver a las dos mujeres y sospecho que frunció el ceño cuando reconoció a Nimue, pero el disgusto no le duró mucho y siguió inspeccionando a los congregados. Tewdric le invitó cordialmente a transmitir al Gran Consejo las noticias de su reino, pero Gundleus se limito a sonreír diciendo que todo marchaba bien en Siluria.

No deseo agotaros con los pormenores del día. Las nubes iban cubriendo el cielo de Glevum a medida que se zanjaban disputas, se acordaban matrimonios y se emitían juicios. Gundleus, aunque en ningún momento reconociera sus desmanes, consintió en pagar a Tewdric una compensación en vacas, ovejas y oro, y a lo mismo se avino con respecto al rey supremo; muchos conflictos menores fueron resueltos por idéntico proceder. Largas fueron las discusiones y enmarañados los alegatos, pero, una a una, resolviéronse todas las querellas. Tewdric mediaba casi de continuo, aunque siempre miraba de reojo al rey supremo por si le indicaba, mediante algún gesto leve, que era otro su parecer. Uter apenas se movió, aparte de esos pequeños gestos y algunos cambios de postura cuando un esclavo le llevaba agua, pan o la medicina que Morgana le preparaba con pezuña de potro macerada en hidromiel para aliviarle la tos. Abandonó el estrado una sola vez; fue a orinar contra la pared del fondo del salón mientras Tewdric, paciente y detallista, deliberaba sobre una disputa de fronteras entre dos caudillos de su propio reino. Uter escupió en sus orines para evitar al diablo y volvió cojeando al estrado en el momento en que Tewdric dictaba la sentencia, de la que tomaron nota en pergamino, como de todas las demás, tres escribanos que estaban sentados a una mesa detrás del estrado. Uter reservaba sus escasas fuerzas para el asunto mas importante del día, que fue tratado después del anochecer. El crepúsculo se presentó muy oscuro y los servidores de Tewdric llevaron doce antorchas más al salón. Además había empezado a llover copiosamente y hacía frío en el salón, pues el agua se colaba por los resquicios del tejado y caía hasta el suelo o bajaba en regueros por las desnudas paredes de piedra. Tan repentina fue la irrupción del frío que se hizo forzoso colocar un brasero, un cuenco de hierro de cuatro pies de diámetro bien cumplidos, repleto de leños, y encenderlo a los pies del rey supremo. Los escudos reales hubieron de ser cambiados de lugar y el sitial de Tewdric corrido a un lado para que el calor alcanzara a Uter en los pies. La estancia se llenó de humo, que no tardó en arremolinarse en las sombras del techo buscando salida hacia la torrencial lluvia que caía en el exterior.

Por fin Uter se puso en pie para dirigirse al Gran Consejo. Mantenía mal el equilibrio, de modo que, apoyándose en una gran lanza para osos, habló de la preocupación que sentía respecto a su reino. Dumnonia, dijo, tenía un nuevo Edling y había que agradecérselo a los dioses, pero el Edling era débil, de muy tierna edad y con un pie torcido. La confirmación de rumores tan agoreros fue acogida con murmullos, que Uter acalló enseguida levantando una mano. El humo giraba a su alrededor dándole un aspecto lúgubre, como si su alma luciera ya galas de cuerpo espectral en camino al otro mundo. Brillaba el oro en su cuello y muñecas y una fina cinta de oro, la corona del rey supremo, le ceñía las desgreñadas canas.

—Soy viejo —dijo— y no viviré mucho más. —Acalló las protestas con otro débil gesto de la mano—. No digo que mí reino sea superior a ningún otro de esta tierra, pero afirmo que si Dumnonía cae en poder de los sajones, caerá con ella toda Britania. Si cayera Dumnonia, perderíamos los vínculos con Armórica y con nuestros hermanos del otro lado del mar. Si Dumnonía cayera, los sajones habrían conseguido dividir la tierra britana, y una tierra dividida no sobrevive. —Hizo una pausa y por un segundo creí que el cansancio le impediría continuar, pero entonces irguió su gran testuz de toro y habló—. ¡Debemos impedir que los sajones alcancen el río Severn! —expresó a gritos su credo, el que había albergado en su corazón durante tantos años. Mientras los britanos mantuvieran rodeados a los sajones, aún quedaban esperanzas de arrojarlos de nuevo al mar germano, mas si, por el contrario, los invasores conseguían alcanzar las costas occidentales, Dumnonia quedaría separada de Gwent y los britanos del sur de los britanos del norte—. Los hombres de Gwent son nuestros mejores guerreros —afirmó en dirección a Agrícola, rindiéndole así homenaje—, pero de todos es sabido que Gwent se sustenta del pan de Dumnonia. Es necesario conservar Dumnonía o perderemos Britania. ¡Tengo un nieto y suyo es el reino! El reino será para Mordred cuando yo muera. ¡Esa es mi ley!

Golpeó la plataforma con la lanza y la antigua y sólida fuerza del Pandragón destelló en sus ojos. Fueran cuales fueren las decisiones que se tomasen, el reino seguiría en manos del linaje de Uter, porque así era la ley de Uter y así lo asumieron todos los presentes. Tan sólo quedaba por decidir la forma en que habría de ser protegido el niño lisiado hasta alcanzar edad de ascender al trono.

Y entonces comenzaron los parlamentos, aunque todos conocían de antemano el signo de las decisiones. ¿Por qué, si no, Gundleus se repantingaba en el sitial con tal petulancia? No obstante, algunos proponían otros candidatos a la mano de Norwenna. El príncipe Gereint, señor de las Piedras, que guardaba las fronteras sajonas de Dumnonía, propuso a Meurig ap Tewdric, el Edling de Gwent, pero nadie ignoraba que dicha proposición no era sino una forma de halagar a Tewdric y que jamás seria aceptada, pues Meurig sólo era un mocoso sin la menor posibilidad de preservar Dumnonia de los sajones. Gereint, cumplida su misión, se sentó a escuchar a un consejero de Tewdric que abogó por el príncipe Cuneglas, primogénito de Gorfyddyd y, por tanto, Edling de Powys. El consejero adujo que un matrimonio con el príncipe de la corona enemiga forjaría la paz entre Powys y Dumnonia, los dos reinos mas poderosos de Britania, pero la propuesta fue rechazada sin misericordia por el obispo Bedwin, pues sabia que su señor jamás confiaría su reino al cuidado del hijo del más encarnizado enemigo de Tewdric.

Tristán, príncipe de Kernow, era otro candidato, pero puso reparos, sabiendo a ciencia cierta que nadie en Dumnonía confiaría en su padre, el rey Mark. Se barajó también el nombre de Meriadoc, príncipe de Stronggore, pero era éste un reino situado al este de Gwent que ya estaba prácticamente en poder de los sajones, y un hombre que no fuera capaz de salvaguardar su propio reino, menos aún lo sería de defender dos. Hablaron entonces de las casas reales de Armórica, mas nadie sabía si el príncipe de allende el mar abandonaría sus nuevas tierras bretonas para defender Dumnonía.

Gundleus. Todos los razonamientos llevaban a Gundleus.

Fue entonces cuando Agrícola pronunció el nombre que casi todos los presentes deseaban escuchar con mayor ansia y temor. El viejo soldado se puso en pie con su brillante cota romana y la firmeza reflejada en el porte de los hombros y miró a Uter el Pandragón directamente a los legañosos ojos.

—Arturo —dijo—. Propongo a Arturo.

Arturo. El nombre resonó en el salón y, antes de que el eco se apagara por completo, estalló un súbito fragor de conteras de lanzas contra el suelo. Los lanceros que así aprobaban eran guerreros de Dumnonia, hombres que habían seguido a Arturo a la batalla y conocían su valor, pero su demostración fue breve.

Uter Pandragón, rey supremo de Britania, levantó su báculo y dio un solo golpe. Al punto se hizo el silencio y únicamente Agrícola osó enfrentarse al rey supremo.

—Propongo que Arturo contraiga matrimonio con Norwenna —dijo con todo respeto.

Y hasta yo, joven como era, supe que Agrícola hablaba en nombre de su señor el rey Tewdric, lo cual me confundió porque pensaba que el candidato de Tewdric era Gundleus.

Si conseguían que Gundleus rompiera su amistad con Powys, la nueva alianza entre Dumnonia, Gwent y Siluria dominaría la tierra de ambas orillas del mar Severn, acuerdo a tres bandas que constituiría un gran baluarte tanto frente a Powys como frente a los sajones. Pero, naturalmente, tenía que haberme percatado de que Tewdric buscaba la negativa al proponer a Arturo para estar en situación de exigir algo a cambio.

—Arturo ap Neb —dijo Uter, y su última palabra fue recibida con un murmullo ahogado de sorpresa y horror— no es de linaje real.

Nada había que oponer a tan sólido argumento; Agrícola aceptó la derrota, hizo una inclinación de cabeza y se sentó. Neb significaba nadie; Uter negaba su paternidad con respecto a Arturo y con ello, el derecho a ser considerado de sangre real; por tanto, no era candidato a la mano de Norwenna. Un obispo de los belgas se manifestó en favor de Arturo alegando que los reyes siempre se habían escogido de entre la nobleza y que las costumbres que habían sido útiles en el pasado podían serlo igualmente en el futuro, pero tan magra objeción murió a la primera mirada de Uter. Una ráfaga de lluvia se coló por una de las altas ventanas y chisporroteó en el fuego.

El obispo Bedwin se levantó otra vez. Aunque diese la impresión de que todo lo dicho hasta el momento sobre el futuro de Norwenna de nada servía, al menos se habían barajado las posibilidades y los hombres de sentido común podrían entender el razonamiento que se ocultaba tras el anuncio que Bedwin hizo a continuación.

Gundleus de Siluria, dijo Bedwin sin entusiasmo, no tenía esposa. Un murmullo se elevó en el salón, pues de todos eran conocidas las murmuraciones sobre el escandaloso matrimonio de Gundleus con Ladwys, su amante de baja cuna, Pero Bedwin pasó por alto despreocupadamente la interrupción. El obispo continuó explicando que hacia unas semanas, Gundleus había visitado a Uter, había hecho la paz con el rey supremo y ahora era un placer para Uter entregarle a Norwenna por esposa y convertirlo así en protector, y repitió la palabra, en protector del reino de Mordred. Como prueba de su buena voluntad, Gundleus ya había pagado cierta cantidad en oro al rey Uter, cantidad que se había considerado adecuada. Bedwín añadió con soltura que siempre habría quien no confiara en el que había sido su enemigo hasta el momento, pero para dar mayor crédito a nuevos sentímientos Gundleus de Siluria renunciaba a sus antiguas aspiraciones sobre la tierra de Gwent, amén de convertírse al cristianismo y recibir bautismo públicamente en el río Severn, al pie de las murallas de Glevum, a la mañana siguiente. Los cristianos presentes cantaron aleluya, pero yo me quedé mirando al druida Tanaburs sin comprender por qué el perverso viejo loco no daba señales de desaprobación ante la forma en que su señor renegaba públicamente de la víeja fe.

Tampoco comprendía por qué esos hombres maduros se aprestaban con tanta facilidad a acoger de buen grado a un antiguo enemigo, y es que, naturalmente, estaban desesperados. Un reino quedaba en manos de un niño lisiado y Gundleus, a pesar de su pasado de traiciones, era un guerrero de fama. Si mantenía su palabra, la paz entre Dumnonia y Gwent estaba asegurada. Con todo, Uter no era un insensato e hizo todo lo posible por asegurar la protección de su nieto en caso de que Gundleus lo traicionara. Por decreto de Uter, un consejo regiría Durnnonia hasta que Mordred alcanzara la edad de empuñar la espada. Gundleus presidiría el consejo y seis hombres, cuyo jefe sería el obispo Bedwin, cumplirían el papel de consejeros. Tewdric de Gwent, firme aliado de Dumnonia, tendría derecho a enviar a dos hombres, y el consejo así compuesto sería el que tomara las decisiones sobre el gobierno de la tierra. Tales disposiciones no fueron del agrado de Gundleus. No había pagado dos cestos de oro para sentarse en un consejo de viejos, pero sabía que no podía oponerse. Guardó silencio mientras su nueva esposa y el reino de su hijastro quedaban amarrados entre leyes.

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