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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (3 page)

—¡Gritad! —ordené a los niños de Ynys Wydryn, y de las casuchas de la fortaleza salieron más niños, que unieron sus voces a las nuestras.

Los centinelas golpeaban las lanzas contra los escudos y los sacerdotes alimentaban sin cesar las doce piras llameantes, mientras los demás maldecíamos a gritos a los espectros malignos que habían entrado en la noche sigilosamente para malograr el parto de Norwenna.

Morgana, Sebile, Nimue y una nína entraron en el salon. Norwenna lanzó un grito, aunque no supimos con certeza si fue por la llegada de las mujeres de Merlín o porque la terca criatura de sus entrañas la desgarraba por dentro. Se oyeron más protestas cuando Morgana expulsó a las acompañantes cristianas. Acto seguido, Morgana arrojó las dos cruces a la nieve y echó al fuego un puñado de artemisa, la hierba de las mujeres. Más tarde, me contó Nimue que habían colocado pepitas de hierro en la húmeda cama para espantar a los espíritus que ya se habían alojado allí y siete piedras de águila alrededor de la estremecida cabeza de la parturienta para atraer a los buenos espíritus divinos.

Sebile, la esclava de Morgana, puso una rama de abedul en la puerta del salón y otra sobre el cuerpo convulso de la doliente princesa. Nimue se acuclilló en el umbral de la puerta y orinó para mantener alejadas a las hadas nefastas; luego recogió un poco de orina, la llevó hasta el lecho y con ella roció la paja para evitar el robo del alma del niño en el momento del alumbramiento. Morgana, con la máscara de oro fulgurante a la luz de las llamas, apartó las manos a Norwenna sin contemplaciones y le aplicó entre los senos un ungúento mágico de raro ambar. La niña pequeña, una de las huérfanas acogidas por Merlín, aguardaba aterrorizada al pie de la cama.

El humo de las recientes hogueras tapaba las estrellas. Las bestias que merodeaban por los bosques de los alrededores de Caer Cadarn aullaban a causa del estrépito que se había levantado sobre sus cabezas mientras Uter, rey supremo, elevaba los ojos a la luna, que ya desaparecía, y rogaba no haber ordenado la intervención de Morgana demasiado tarde. Morgana era hija natural de Uter, la primera de los cuatro hijos bastardos que el rey supremo engendrara en Ygraine de Gwynedd. Sin duda Uter habría preferido contar con la asistencia de Merlín, pero hacia meses que Merlín estaba ausente; nadie sabia dónde había ido, había desaparecido, a veces nos parecía que para siempre, y Morgana, que había aprendido sus artes de él, tuvo que sustituirle en aquella fría noche mientras nosotros levantábamos gran barahúnda con cazos y sartenes y gritábamos hasta enronquecer para ahuyentar a los malos espíritus. El mismo Uter contribuyó al alboroto golpeando débilmente el suelo con su báculo. El obispo Bedwin oraba de rodillas mientras su esposa, expulsada de la habitación del parto, sollozaba y gemía rogando al dios cristiano que perdonara a las brujas paganas.

Pero la brujería surtió efecto, pues el niño nacio vivo.

El grito de Norwenna en el momento del alumbramiento fue más desgarrador que cuantos le habían precedido. Fue el aullido de un animal atormentado, un lamento capaz de arrancar lágrimas a la noche. Posteriormente Nimue me contó que ese grito fue debido al dolor que Morgana provocó a Norwenna al introducirle la mano en el cuello del útero y arrancarle al niño para traerlo al mundo por la fuerza. El niño salió cubierto de sangre de las entrañas de su atormentada madre y Morgana ordenó a gritos a la asustada niña que sujetara al recién nacido, mientras Nimue anudaba y cortaba con los dientes el cordón umbilical. Era importante que fuera una virgen la primera en sostener al pequeño en brazos, por ese motivo habían obligado a la niña a acudir allí, pero estaba atemorizada y se negaba a acercarse al ensangrentado colchón donde Norwenna resollaba y el recién nacido, bañado en sangre, permanecía inmóvil como si hubiera llegado muerto al mundo.

—¡Cógelo! —gritó Morgana, pero la niña huyó llorosa y fue Nimue la que tuvo que levantarlo de la cama y abrirle la boca para que tomara su primera y entrecortada bocanada de aire.

Todo eran malos augurios. La luna estaba menguante y la virgen había huido del recién nacido, que comenzó a llorar con fuerza. Vi que Uter cerraba los ojos al oir el llanto y rogaba a los dioses que le hubieran concedido un niño varón.

—¿Voy? —preguntó vacilante el obispo Bedwin.

—Ve —replicó Uter, y el obispo bajó los peldaños de madera, se recogió las vestiduras y echó a correr por la nieve pisoteada hasta la puerta del salón.

Se detuvo unos momentos ante la entrada y volvió a la carrera hasta la muralla agitando las manos.

—¡Buenas nuevas, gran señor, buenas nuevas! —exclamaba a voces mientras subía la escala con dificultad—. ¡Las mejores que se puedan desear!

—Un niño —dijo Uter entre dientes, anticipándose a la confirmación.

—¡Es varón! —corroboró Bedwin—. íUn varón, y sano!

Yo permanecía acuclillado cerca de su majestad y vi que le asomaban lágrimas a los ojos, entornados hacia el cielo.

—Un heredero —dijo Uter en tono admirativo, como si en realidad no hubiera osado implorar el favor de los dioses. Se enjugó las lágrimas con la enguantada mano—. El reino está a salvo, Bedwir —añadió.

—Demos gracias a Dios, gran señor, porque se ha salvado —asintió el obispo.

—Un niño —dijo Uter, y de repente un violento acceso de tos lo sacudió y lo dejó casi sin aliento—. Un niño —repitió tras recobrar la respiración.

Morgana compareció al cabo de unos momentos. Subió la escala y postró su grueso cuerpo ante el rey. La máscara de oro, tras la que ocultaba el horror de su rostro desfigurado, brillaba. Uter le rozó el hombro con la vara.

—Levántate, Morgana —dijo, y rebuscando entre sus ropajes sacó un broche de oro y se lo ofreció como recompensa.

Pero Morgana no lo aceptó.

—El niño —dijo en tono alarmante— es tullido. Tiene un pie retorcido.

Vi que Bedwin hacia la señal de la cruz, pues acababa de escuchar el peor augurio de la gélida noche.

—¿Es grave? —preguntó Uter.

—Es sólo el pie —respondió Morgana con su áspera voz—. La pierna es perfecta, gran señor, pero el príncipe nunca podrá correr.

Desde las profundidades del manto de pieles que le envolvía, Uter río.

—Los reyes no corren, Morgana —dijo—. Caminan, reinan, cabalgan y recompensan a sus servidores fieles y honrados. Acepta el oro.

Volvió a ofrecerle el broche. Era un objeto de oro macizo y perfectamente cincelado en forma de dragón, la enseña de Uter. Pero Morgana lo rechazó de nuevo.

—Norwenna no concebirá más hijos, gran señor —le advirtió—. Hemos quemado la placenta y no ha crepitado ni una vez. —Solían quemar la placenta en el fuego para saber, según el número de estallidos, cuántos hijos más tendría una mujer—. He escuchado atentamente —insistió Morgana— y no he oído nada.

—Los dioses no han querido que haga ruido —replicó Uter enfadado—. Mi hijo está muerto —prosiguió, sombríamente—, ¿quién daría a Norwenna un hijo apto para el trono?

—¿Vos, gran señor? —dijo Morgana tras una pausa.

Uter rió ante la sola idea y su risa se transformó en una gran carcajada que dio paso a otro convulso acceso de tos que le obligó a doblarse, vencido por el dolor de los pulmones. Por fin la tos cesó y el rey tomó aire con esfuerzo al tiempo que sacudía la cabeza negativamente.

—El único deber de Norwenna era traer al mundo un niño varón, Morgana, y lo ha cumplido. El nuestro consiste en protegerlo.

—Con toda la fuerza de Dumnonia —añadió Bedwin orgullosamente.

—Los recién nacidos mueren con facilidad —advirtió Morgana a los dos hombres con su desagradable voz.

—Este no moríra —replicó Uter rabiosamente—, éste no. Tú serás la encargada, Morgana, te lo llevarás a Ynys Wydryn y dedicarás toda tu sabiduría a conservarle la vida. Toma, acepta el broche.

Morgana aceptó por fin el dragón. El niño lisiado seguía llorando y la madre gemía, pero los que hacían entrechocar los cacharros y los que atendían las hogueras en toda la extensión de las murallas celebraban ya la nueva de que el reino volvía a tener heredero. Dumnonia tenía un Edling, y el nacimiento de un Edling conllevaba grandes celebraciones y regalos espléndidos. La paja ensangrentada del lecho fue sacada del salón y arrojada al fuego, donde ardió con llamas altas y brillantes. Había nacido un niño; lo único que necesitaba ahora ese niño era un nombre, y no había duda acerca del nombre que recibiría. Ninguna duda. Uter se levantó de su asiento y se irguió, majestuoso y adusto, sobre las murallas de Caer Cadarn para pronunciar el nombre de su nieto recién nacido, el nombre de su heredero, el Edling del reino. El niño, nacido en invierno, se llamaría como su padre.

Recibiría el nombre de Mordred.

2

Norwenna y el pequeño fueron trasladados a Ynys Wydryn, nuestro hogar, en una carreta de bueyes. Llegaron al pie del Tor por el puente de las tierras orientales. Apostado en la ventosa cima del risco seguí el traslado de la madre enferma y el niño lisiado del lecho de pieles a la litera de lienzo; fueron llevados camino arriba hasta alcanzar la empalizada. Era un día claro y helado, la nieve resplandecía, hacía un frío penetrante que se clavaba en los pulmones, agrietaba la piel y arrancó gemidos a Norwenna al cruzar con su hijo la puerta de tierra del risco de Ynys Wydryn.

Y así fue como Mordred, Edling de Dumnonia, entró en el reino de Merlín.

Ynys Wydryn, a pesar de su nombre, que significa Isla de Cristal, no era una verdadera isla sino una especie de promontorio elevado que se alzaba sobre una planicie de marismas, arroyos y ciénagas rodeadas de sauces donde los juncos y las cañas crecían exuberantes. Abundaban las aves silvestres, los peces y la piedra caliza, que se extraía fácilmente de las canteras de las colinas que bordeaban la planicie marismeña, cruzada por senderos de troncos en los que a veces se ahogaban los viajeros incautos cuando el viento de poniente soplaba con fuerza y levantaba súbitamente un fuerte oleaje que inundaba la alargada franja de verdes ciénagas. Hacia el oeste, donde la tierra se elevaba, abundaban los pomares y los campos de trigo, y hacia el norte señalaban el final de las marismas unos montes claros donde pacían vacas y ovejas. Era buena tierra, y justo en su centro se hallaba Ynys Wydryn.

Toda esa tierra pertenecía a lord Merlín. Era conocida con el nombre de Avalón y sus señores anteriores habían sido el padre y el abuelo de Merlín, y hasta el último siervo o esclavo que pudiera divisarse desde la cumbre del Tor le pertenecía. Esa tierra y todas sus riquezas, dependientes de las rías marinas y entretejidas con su naturaleza, o cultivadas en las fértiles vegas del río insular, constituían la hacienda de Merlín y le proporcionaban libertad para ser druida. En otro tiempo Britania había sido tierra de druidas, pero los romanos los exterminaron salvajemente y luego domesticaron la religión hasta el punto de que, en esos momentos, dos generaciones después del final de la dominación romana sólo quedaba un puñado de sacerdotes antiguos. Los cristianos habían ocupado su lugar y la nueva fe asediaba a la antigua como una gran marea levantada por el viento que socavara los endemoniados cañaverales de Avalón salpicándolo todo.

La isla de Avalón, Ynys Wydryn, era un macizo de montes herbosos, todos desnudos excepto el Tor, el más abrupto y elevado. En la cima se alzaba una cresta sobre la que se asentaba la fortaleza de Merlín y, a sus pies, una serie de edificaciones menores protegidas por una empalizada que parecía precariamente colgada en lo alto de las verdes y empinadas pendientes del Tor, se escalonaban en terrazas desde los días antiguos, antes de la llegada de los romanos. Un sendero estrecho recorría las antiguas terrazas describiendo una línea sinuosa hacia la cúspide; los que visitaban el Tor en busca de salud o profecías se veían obligados a recorrerlo, pues el propósito de tanta revuelta era despistar a los espíritus que, de no ser así, llegarían a perturbar la fuerza de Merlín. Dos senderos cruzaban en línea recta las faldas del Tor; el de levante, con el puente de tierra que llevaba a Ynys Wydryn, y el de poniente, que bajaba desde la puerta de mar hasta la aldea asentada al pie del Tor, donde habitaban cazadores, pescadores, canasteros y pastores. Por esos caminos se accedía normalmente al Tor, y Morgana los mantenía limpios de malos espíritus mediante oraciones y encantamientos constantes.

Morgana dedicaba una atención especial al camino occidental porque llevaba no sólo a la aldea, sino también al templo cristiano de Ynys Wydryn. El bisabuelo de Merlín había permitido que los cristianos se instalaran en la isla en tiempo de los romanos, y desde entonces nada había podido arrancarlos de allí. A los hijos del Tor nos enseñaban a arrojar piedras a los monjes y heces de bestias a las empalizadas, así como a reírnos de los peregrinos que entraban a hurtadillas por el portillo para adorar un espino que crecía junto a la impresionante iglesia de piedra construida por los romanos que aún dominaba el asentamiento cristiano. En una ocasión Merlín entronizó un espino semejante en el Tor y todos fuimos a adorarlo con cantos, danzas y reverencias. Los cristianos de la aldea dijeron que su dios nos enviaría un castigo, pero no sucedió nada. Al final quemamos nuestro espino y mezclamos las cenizas con la comida de los cerdos, pero el dios cristiano no nos hizo el menor caso. Los cristianos decían que su espino era mágico y que lo había llevado a Ynys Wydryn un extranjero que había visto al dios cristiano clavado a un árbol. Que Dios me perdone, pero en aquellos días lejanos yo me burlaba de semejantes cuentos. Entonces no lograba comprender la relación que podía existir entre un espino y la muerte de un dios, pero ahora si, aunque os aseguro que el Santo Espino, si es que aún crece en Ynys Wydryn, no es el que brotó de la vara de José de Arimatea. Lo sé porque una oscura noche de invierno Merlín me envió al pie de la ladera sur del Tor a buscar un frasco de agua limpia a la fuente sagrada y vi a los monjes cristianos arrancando un pequeño espino para sustituir el que acababa de agostarse en el recinto de la empalizada. El espino sagrado moría una y otra vez, aunque ignoro si seria por los excrementos que le lanzábamos desde fuera o por la sobrecarga de la ingente cantidad de tiras de tela que los peregrinos le ataban a las ramas. Fuera como fuese, los monjes del espino sagrado se enriquecieron a costa de las generosas ofrendas de los peregrinos.

Los monjes de Ynys Wydryn recibieron encantados la noticia de que Norwenna se hallaba entre nosotros, porque les proporcionaba la excusa perfecta para subir por el empinado sendero a llevar sus oraciones al interior de la fortaleza de Merlín. La princesa Norwenna seguía siendo una cristiana enardecida de lengua afilada, a pesar del fracaso de la Virgen María para asistirla en el parto, y exigió que se franqueara la entrada a los monjes todas las mañanas. Ignoro si Merlín se lo habría consentido, aunque desde luego Nimue maldecía a Morgana por habérselo permitido, pero Merlín no se encontraba en Ynys Wydryn en aquellos días. Hacía más de un año que no veíamos a nuestro señor, aunque en el interior de su extraño refugio la vida seguía su curso.

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