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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (2 page)

Hoy hace frío. Un color mortecino tiñe los montes y campean negras nubes por el cielo. Tendremos nieve antes de que caiga la noche, pero con toda seguridad Sansum no aceptará la bendición de un fuego. Dice el santo varón que es bueno mortificar la carne. Ahora soy viejo, pero Sansum, cuya vida conserve Dios muchos años todavía, lo es aún más, de modo que no puedo esgrimir la edad como argumento para abrir la leñera. Sansum dirá que ofrendemos el sufrimiento a Dios, que padeció más que todos nosotros, y así, los seis hermanos pasaremos la noche en un duermevela, estremecidos de frío. Mañana el pozo estará helado y el hermano Maelgwyn tendrá que bajar por la escala para partir el hielo con una piedra, si queremos beber.

Pero el frío no es la peor aflicción de nuestro invierno, sino la helada, que hace intransitables los caminos e impide a Ygraine visitar el monasterio. Ygraine es nuestra reina, desposada con el rey Brochvael. Es morena y delgada, muy joven, dotada de una vivacidad que se agradece como los rayos del sol en un día de invierno. Acude aquí a orar por la gracia de concebir un hijo, aunque pasa más tiempo hablando conmigo que orando a Nuestra Señora o a su fruto bendito. Conversa conmigo porque le gusta escuchar los relatos de Arturo. El verano pasado le conté cuanto recordaba, hasta agotar la memoria, y entonces, me entregó un montón de pergaminos, un cuerno de tinta y un puñado de plumas de ganso para escribir. Arturo se adornaba el casco con plumas de ganso. Éstas no eran tan grandes ni tan blancas, pero ayer levanté el manojo contra el cielo invernal y por un pecaminoso momento de gloria me pareció ver su rostro bajo el penacho y oir el rugido del dragón y el oso por toda Britania para renovado terror de los infieles, pero entonces estornudé y vi que no sostenía en la mano sino un puñado de plumas impregnadas de heces de ganso y poco adecuadas para escribir. La tinta también es mala; mero hollín de bujía mezclado con resma de corteza de manzano. Los pergaminos son de mejor calidad. Son de piel de cordero, restos de los tiempos romanos. Una escritura que ninguno de nosotros sabe descifrar los cubría, pero las mujeres de Ygraine los restregaron hasta dejar las pieles limpias y blancas. Sansum dice que seria mejor destinar tanta piel a calzado, pero después de restregada ha quedado demasiado fina para el zapatero; además Sansum no osaría ofender a Ygraine y perder de ese modo la amistad del rey Brochvael. Este monasterio se halla a no más de media jornada de lanceros enemigos y hasta nuestra mermada despensa los tentaría a cruzar el río Negro y a subir a los montes y al valle de Dinnewrac de no ser por los guerreros de Brochvael, que tienen orden de protegernos. Con todo, creo que ni siquiera la amistad de Brochvael reconciliaría a Sansum con la idea de que el hermano Derfel escribiera un relato de Arturo, enemigo de Dios, motivo por el cual Ygraine y yo hemos mentido al santo varón diciéndole que dedico mis esfuerzos a traducir el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo a la lengua de los sajones. El santo varón no habla la lengua del enemigo ni puede leerla, de modo que podremos mantener el engaño el tiempo suficiente como para dejar constancia de esta historia.

Y será necesario engañarlo porque, poco después de haber empezado a escribir en esta misma piel, el santo Sansum se personó en la estancia. Se instaló junto a la ventana a observar el cielo gris, frotándose las delgadas manos.

—Me gusta el frío —dijo, sabiendo que a mi no me gusta.

—Yo lo soporto peor —respondí gentilmente— en la mano que me falta.

Me falta la mano izquierda y sujeto el pergamino mientras escribo con el huesudo muñón de la muñeca.

—El dolor sea bendito, pues nos recuerda la Pasión de nuestro amado Señor —dijo el obispo, tal como yo esperaba, y se inclinó sobre la mesa para ver lo que había escrito—. Dime qué dicen las palabras, Derfel —ordeno.

—Estoy escribiendo —respondí con engaño— la historia del nacimiento del niño Jesús.

Tras mirar fijamente el pergamino, colocó una sucia uña sobre su propio nombre. Es capaz de descifrar algunas letras, y las que componen su nombre debían de destacarse en el pergamino con la nitidez de un cuervo en la nieve. Dejó escapar una risa burlona de chiquillo travieso al tiempo que me retorcía un puñado de canas.

—Yo no estuve presente en el nacimiento de nuestro Señor, Derf el, y sin embargo aquí leo mi nombre. ¿Acaso escribes herejías, sapo de los infiernos?

—Señor —respondí humildemente mientras me aplastaba la cabeza hasta casi empotrármela en el trabajo—, he empezado el Evangelio dejando constancia de que sólo por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo y con el beneplácito del más grande de sus santos, Sansum —y ahí señalé su nombre con el dedo—, me es posible escribir las buenas nuevas de Cristo Jesús.

Me tiró de los pelos y, no sin arrancarme unos pocos, me soltó y se alejó.

—Engendro eres de ramera sajona —dijo—, y jamás fueron los sajones dignos de confianza. Te cuidarás muy mucho de ofenderme, sajón.

—Dios me libre —respondí, pero no se quedó a escucharme.

En otro tiempo él hincaba la rodilla ante mi y besaba mi espada, pero ahora es un santo varón y yo no soy sino el más misero de los pecadores. Un pecador helado de frío, por demás, y es que la luz de allende nuestros muros es falsa, gris y amenazadora. Muy pronto caerán las primeras nieves.

También la nieve estaba presente al iniciarse el relato de Arturo. Fue hace una vida, en el último año del reinado de Uter, rey supremo. Corría el año 1233, según el cómputo romano, desde la fundación de su ciudad, aunque en Britania contamos el tiempo desde el Año Negro, es decir, cuando los romanos redujeron a los druidas en Ynys Mon. Según ese calendario la historia de Arturo comienza en el año 420, aunque Sansum, a quien Dios bendiga, cuenta los años de nuestra era a partir del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, es decir, 480 inviernos antes de que sucedieran estos hechos. Pero sea cual fuere la cuenta, sucedió hace mucho, en épocas remotas, en una tierra llamada Britania, y yo estaba presente.

Sucedió así.

Comenzó con un nacimiento.

Era una noche cruda, el reino dormía bajo un manto blanco a la luz de la luna menguante.

En el salón, Norwenna gritó.

Y volvió a gritar.

Era medianoche. El cielo estaba despejado y terso, cuajado de estrellas. La tierra dormía helada y dura como el hierro, los arroyos apresados por el hielo. A la luz mortecina de la agorera luna menguante, los campos occidentales despedían un fulgor pálido y frío. Hacia tres días que no nevaba pero tampoco había subido la temperatura como para producir deshielo alguno, así que todo estaba blanco excepto algunos árboles a los que el viento había despojado de nieve y que se erguían, negros y desnudos, sobre la tierra sumida en el invierno. El aliento se condensaba en el aire pero no se alejaba, no había viento que se lo llevara en esa noche serena. La tierra parecía muerta, yerta, abandonada por Belenos, dios del sol, en medio del inmenso y gélido vacio que separa los mundos. Y hacia frío en verdad, un frío desgarrador y mortal. Gruesos carámbanos colgaban de los aleros de la gran fortaleza de Caer Cadarn y del arco de la entrada, por donde unas horas antes, el séquito del rey se había abierto camino entre la nieve para llevar a nuestra princesa al encumbrado lugar de reyes. En Caer Cadarn se guardaba la piedra real, era el lugar de aclamación y, por tanto, el único en que podía nacer el heredero del rey supremo, según la insistente opinión personal del soberano.

Norwenna volvió a gritar.

Jamás he presenciado el nacimiento de un niño, ni lo presenciaré, Dios mediante. He visto parir a una yegua y he visto terneros llegar al mundo, he oído los suaves gemidos de la perra parturienta y he sentido el estremecimiento de la gata al librar las crías, pero nunca he contemplado la sangre y los flujos que acompañan a los gritos de una mujer. íCómo gritaba Norwenna! Aunque procuraba contenerse, al decir de las mujeres que la asistieron. A veces los chillidos cesaban repentinamente y el silencio se extendía por los rincones de la fortaleza; en esos momentos el soberano levantaba su gran cabeza de entre las pieles y aguzaba el oído como si estuviera en un matorral a dos pasos de los sajones; escuchaba con la esperanza de que el repentino silencio señalara el alumbramiento de un nuevo heredero para el reino. Escuchaba, y en la quietud que dominaba las heladas dependencias oíamos el sonido áspero de la trabajosa respiración de su nuera, hasta que en un momento, y sólo por una vez, se oyó un gemido patético y el soberano dio media vuelta como para decir algo; pero los gritos empezaron de nuevo y de nuevo hundió el rey la cabeza entre los pesados pellejos, de modo que sólo se distinguía el brillo de sus ojos entre las sombras de la cueva que formaban la gruesa capucha y las solapas de pieles.

—No deberíais permanecer en las murallas, gran señor —dijo el obispo Bedwin.

Uter movió la mano con un gesto que parecía indicar a Bedwin que podía retirarse al interior, donde ardían las hogueras, pero que Uter, rey supremo, Pandragón de Britania, no se movería. Quería estar en las murallas de Caer Cadarn observando la tierra helada y el aire donde acechaban los demonios, pero Bedwin tenía razón, el soberano no debería estar haciendo guardia para espantar a los demonios en una noche tan rigurosa. Uter estaba viejo y enfermo, mal que la seguridad del reino aún pesaba sobre su embotado cuerpo y sobre su mente lenta y pesarosa. Hacía sólo seis meses aún era vigoroso, pero llegaron las noticias de la muerte de su heredero. Mordred, el más querido de sus hijos y el único superviviente de los habidos de su esposa, había caído bajo el hacha de un sajón y fue a morir desangrado al pie del monte Caballo Blanco. Su muerte dejó al reino sin heredero, y un reino sin heredero está condenado. Pero esa noche, si los dioses lo permitían, el sucesor de Uter nacería de la viuda de Mordred. Siempre que fuera varón, claro está; de lo contrario, tanto dolor seria en vano y el reino quedaría condenado.

La enorme cabeza de Uter se levantó de entre las pieles que tenían trozos de hielo allí donde su aliento se había condensado.

—¿Se ha hecho todo, Bedwin? —preguntó Uter.

—Todo, gran señor, todo —replicó el obispo Bedwin. Era el consejero de mayor confianza del rey y, como la princesa Norwenna, era cristiano. Norwenna, al protestar por ser trasladada de la cálida villa romana de las cercanías de Lindinis, había dicho a gritos a su suegro que sólo iría a Caer Cadarn si le prometía mantener alejadas a las brujas de los dioses antiguos. Ella había insistido en dar a luz cristianamente y Uter, desesperado por tener un heredero, hubo de transigir con sus exigencias. En ese momento los sacerdotes de Bedwin entonaban sus oraciones en una estancia aneja al salón, el cual habían asperjado con agua bendita, amén de colocar una cruz sobre la cama del parto y otra bajo el cuerpo de Norwenna—. Rogamos a la Santísima Virgen María —le dijo Bedwin—, la cual, sin mancillar su cuerpo sagrado con el conocimiento carnal, engendró en su purisimo seno, a Cristo Nuestro Señor y...

—Basta —farfulló Uter.

El rey supremo no era cristiano y no le gustaba que nadie intentara convertirlo, aunque admitiera que probablemente el dios cristiano tuviera tanto poder como la mayoría de los demás dioses. Los acontecimientos de esa noche estaban poniendo a prueba su tolerancia.

Y ése era el motivo por el que me encontraba presente allí. Yo era un muchacho, casi un hombre ya, un mensajero imberbe que se acurrucaba helado de frío junto al asiento del rey, en las murallas de Caer Cadarn. Había venido desde Ynys Wydryn, la fortaleza de Merlín, situada en el horizonte norte. Mi misión, tan pronto me lo ordenaran, seria ir a buscar a Morgana y a sus ayudantes, que aguardaban en la casucha de barro de un porquero, al pie de la vertiente occidental de Caer Cadarn. Aunque la princesa Norwenna rogara a la madre de Cristo que la asistiera en su alumbramiento, Uter tenía preparados a los dioses antiguos por si fallaba el nuevo.

Y el dios cristiano falló. Los gritos de Norwenna menguaban pero sus gemidos desesperados aumentaban, hasta que finalmente la esposa del obispo Bedwin llegó del salón y se arrodilló temblorosa junto al asiento del monarca. El niño, dijo Ellin, no llegaba y temía que la madre estuviera muriéndose. Uter pasó por alto el segundo comentario. La madre carecía de importancia, sólo importaba el niño, y sólo en caso de que fuera varón.

—Gran señor... —prosiguió Ellin con nerviosismo, pero Uter ya no escuchaba.

Me dio un golpecito en la cabeza.

—Ve, muchacho —dijo, y me escabullí de su sombra, salté al interior de la fortaleza y crucé como un dardo el claro de luna que se abría entre las edificaciones.

Pasé raudo entre los centinelas de la puerta oeste y resbalé y me caí varias veces en el camino occidental, que parecía un tobogán de hielo. Me metí en la nieve, me rasgué eí manto con un tocón y caí pesadamente en unas zarzas cargadas de hielo, pero no notaba nada más que el peso inmenso del destino de un reino sobre mi joven espalda.

—¡Lady Morgana! —grité al acercarme a la casucha—. ¡Lady Morgana!

Debía de estar esperándome, pues la puerta se abrió al punto de par en par y la máscara de oro que cubría su rostro brilló a la luz de la luna.

—¡Ve! —me dijo a voces—. íVe!

Di media vuelta y eché a correr colina arriba, mientras a mí alrededor un grupo de huérfanos de Merlín se abría paso entre la nieve. Llevaban cacharros de cocina e iban haciendo ruido con ellos al tiempo que corrían, aunque cuando la subida se hizo muy empinada y peligrosa tuvieron que arrojarlos delante de sí para continuar la marcha. Morgana nos seguía más despacio, asistida por su esclava Sebile que llevaba los ungüentos y hierbas necesarios.

—¡Que enciendan las hogueras, Derfel! —me dijo Morgana.

—¡Fuego! —grité sin aliento al pasar por la puerta—. ¡Hogueras en las murallas! íFuego!

El obispo Bedwin manifestó su protesta por la irrupción de Morgana, pero el monarca respondió furibundo a su consejero y el obispo se sometió dócilmente a la fe antigua. Los monjes y sacerdotes fueron expulsados de su improvisada capilla y enviados con antorchas a todos los rincones de las murallas, con orden de encender leña y cañas arrancadas de las chozas que se apiñaban en el interior de la fortaleza, en el lado norte. Las hogueras crepitaron y lanzaron a la noche su vivo resplandor, el humo llenó el aire y formó una bóveda protectora contra los malos espíritus, para evitar que entraran en el lugar donde una Princesa y su hijo agonizaban. Los jóvenes corriamos por las murallas haciendo sonar los cacharros con gran estrépito para aturdir aún más a los malos espíritus.

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