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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (37 page)

—Ahí los tienes —dijo, colocándose a un lado de la gran ventana arqueada—, ¡los misterios!

Se burlaba de los temores de Sansum, aunque bien es verdad que la estancia resultaba misteriosa, pues allí todo era negro. El suelo era de piedra negra, las paredes y el techo abovedado estaban pintados de negro; en el centro del suelo había un estanque poco profundo de aguas negras, y al otro lado, entre el estanque y la ventana, un trono de piedra negra.

—¿Qué te parece, Derfel? —me pregunto.

—No veo a la diosa —dije, buscando con los ojos una estatua de Isis.

—Acude con la luna. —Traté de imaginarme la luna plena entrando por la ventana, rielando en el estanque y reflejándose en las negras paredes—. Háblame de Nimue —me ordenó—, y yo te hablaré de Isis.

—Nimue es la sacerdotisa de Merlín —dije, y mi voz resonó en las piedras negras— y está aprendiendo sus secretos.

—¿Qué secretos?

—Los secretos de los dioses antiguos, señora.

—Pero ¿cómo descubre Merlín los secretos? —preguntó con el ceño fruncido—. Tengo entendido que los antiguos druidas no escribían nada, que tenían prohibida la escritura, ¿no es así?

—Si, señora, pero a pesar de ello Merlín busca sus secretos.

—Sabia que habíamos perdido cierto conocimiento. ¿De modo que Merlín lo está buscando? ¡Tanto mejor! Tal vez sirva de escarmiento a ese sapo vil de Sansum. —Ginebra estaba en medio de la ventana y miraba más allá de los tejados de Durnovaria, unos de paja y otros de tejas, hacia los paramentos del sur y el túmulo herboso del anfiteatro, y más lejos aún, hacia las grandes murallas de tierra de Mai Dun que asomaban en el horizonte. Había nubes blancas en el cielo, pero lo que me quitó la respiración fue la luz del sol que se filtraba por la tenue enagua blanca de Ginebra, de modo que la dama de mi señor, la princesa de Henis Wyren, parecía completamente desnuda; por unos momentos, con la sangre martilleándome los oídos, sentí celos de mi señor. ¿Sabía Ginebra lo traicionero que era el sol? Creí que no, pero tal vez me equivocara. Estaba de espaldas a mí y de repente se volvió un poco y me miró—. ¿Lunete es maga?

—No, señora.

—Pero aprendió con Nimue, ¿no es así?

—No. Jamás tuvo permiso para entrar en las habitaciones de Merlín. No tenía interes.

—¿Y tú? ¿Entrabas en las habitaciones de Merlín?

—Sólo dos veces —contesté. Le veía los senos y bajó deliberadamente la vista a las negras aguas; mas, para mayor tormento, las aguas reflejaban su belleza y matizaban su esbelto cuerpo cubriéndolo con un seductor velo de misterio. Cayó sobre nosotros un silencio de plomo y entonces me di cuenta, pensando en nuestras últimas palabras, de que Lunete debía de haber afirmado poseer algún conocimiento de la ciencia de Merlín, y que sin duda yo acababa de desmentir su pretensión—. Es posible —añadí con poca convicción—, pues Lunete sabe más de lo que me ha demostrado.

Ginebra se encogió de hombros y volvió a darme la espalda.

Yo levanté de nuevo la mirada.

—Pero ¿dirías que Nimue sabe más que Lunete?

—Infinitamente más, señora.

—He pedido a Nimue por dos veces que acuda junto a mi —me dijo en tono cortante—, y por dos veces se ha negado. ¿Cómo podría obligarla?

—La mejor forma de conseguir que Nimue haga una cosa —dije— es prohibirle que la haga.

De nuevo quedamos en silencio, aunque se oían los ruidos de la calle, los gritos de los vendedores en el mercado, el golpeteo de las ruedas de los carros sobre la piedra, el ladrido de los perros, el ruido de cacharros de alguna cocina tercena; pero nosotros estábamos en silencio.

—Un día —dijo Ginebra, rompiendo el silencio— levantaré un templo a Isis allá. —Señaló hacia las murallas de Mai Dan, que llenaban el horizonte sur—. ¿Es tierra sagrada?

—Mucho.

—Mejor. —Una vez más se volvió hacia mí, con el sol en los cabellos y en la suave piel, que se traslucía bajo la enagua blanca—. No pienso jugar a ser más lista que Nimue, Derfel, quiero que

venga aquí. Necesito una sacerdotisa con poderes, una amiga de los dioses antiguos para derrotar a esa larva de Sansum. Necesito a Nimue, Derfel; así pues, por el amor que profesas a Arturo, dime qué mensaje me la traería. Dímelo y yo te diré por qué adoro a Isis.

Me quedé pensando qué cebo atraería a Nimue.

—Decidle que Arturo le entregará a Gundleus si ella os obedece, pero no faltéis a vuestra palabra —añadí.

—Gracias, Derfel. —Sonrió y se sentó en el negro y pulido sitial—. Isis es una diosa de mujeres y su símbolo es el trono. Aunque sea un hombre el que se siente en el trono de un reino, Isis puede decidir qué hombre ha de ser. Por ese motivo la adoro.

Capté un rastro de traición en sus palabras.

—Señora, el trono de este reino —dije, repitiendo la frecuente afirmación de Arturo— lo ocupa Mordred.

Ginebra sonrió burlonamente.

—Mordred no es capaz de ocupar ni un orinal él solo. ¡Es un tullido! ¡Es un niño malcriado que ya huele el poder como un cerdo a una cerda en celo! —Hablaba con tono zahiriente y desdeñoso—. ¿Desde cuándo pasan los tronos de padres a hijos, Derfel? ¡Dime! Jamás fue así en los días antiguos. El poder pasaba a manos del mejor hombre de la tribu, y así debería seguir siendo ahora. —Cerró los ojos como arrepentida de su súbito arranque—. ¿Eres amigo de mi esposo? —me preguntó al cabo, con los ojos abiertos de nuevo.

—Sabéis que si, señora.

—Entonces, tú y yo somos amigos, Derfel. Somos uno porque los dos amamos a Arturo. ¿Crees tú, mi amigo Derfel Cadarn, que Mordred sería mejor rey que Arturo?

Vacilé, pues Ginebra me incitaba a hablar a la par como trai— dor y sinceramente, en un recinto sagrado, de modo que opté por decir la verdad.

—No, señora. El príncipe Arturo seria mejor rey.

—Bien. —Me sonrió una vez más—. Pues di a Arturo que nada debe temer, sino al contrario, mucho ha de ganar de mi dedicación a Isis. Dile que rindo aquí culto a la diosa por su futuro y que nada de lo que suceda entre estas cuatro paredes redundará en su perjuicio. ¿Lo has entendido claramente?

—Así se lo diré, señora.

Me miró fijamente un largo rato. Yo me mantuve tieso como un soldado, con el manto rozando el suelo, Hywelbane a un costado y la barba, ya abundante, dorada a la luz del santuario.

—¿Vamos a ganar la guerra? —me preguntó al cabo.

—Si, señora.

—Dime por qué —me ordenó, sonriendo por la seguridad que mostraba.

—Porque Gwent defiende el norte inamovible como una roca, porque los sajones luchan entre si como nosotros y jamás se unen para atacarnos. Porque Gundleus de Siluria tiembla de pensar en otra derrota, porque Cadwy es una babosa que sera aplastada tan pronto como tengamos tiempo que perder, porque Gorfyddyd sabe luchar pero no sabe dirigir un ejército, y por encima de todo, señora, porque tenemos al príncipe Arturo.

—Bien —dijo, y se puso de pie; el sol traspasaba esa tenue enagua blanca—. Debes partir, Derfel. Ya has visto suficiente. —Enrojecí y Ginebra se rió—. ¡Busca un arroyo! —me dijo aún, al tiempo que yo salía por la cortina de la puerta—. Apestas como un sajón.

Encontré un arroyo, me lavé, reuní a mis hombres y los llevé hacia el sur, hacia el mar.

No me gusta el mar. Es frío y engañoso, sus cambiantes montañas grises llegan incesantes desde el lejano poniente, donde el sol muere a diario. Un marinero me contó que en algún lugar más allá del vacío horizonte se encuentra la fabulosa tierra llamada Lyonesse, que nadie ha visto y de la cual nadie ha regresado; así, se ha convertido en un refugio bendito para los marineros pobres; dicen que es una tierra de maravilla donde no existen la guerra ni el hambre y, sobre todo, una tierra sin naves que surquen el mar gris y grumoso ni rompan las crestas blancas que el viento arrastra azotando las laderas gris verdosas que zarandean sin piedad nuestras pequeñas naves de madera. Veíase la costa de Dumnania verde como una esmeralda. No me había percatado de lo mucho que amaba esa tierra hasta que salí de ella por vez primera.

Navegábamos en tres navíos con esclavos a los remos; cuando salimos del río empezó a soplar un viento de poniente; entonces recogieron los remos y las deshilachadas velas arrastraron las naves precipitándolas por los empinados costados de las olas. Muchos de mis hombres se marearon. Eran jóvenes, más jóvenes que yo en su mayoría, pues ciertamente la guerra es un juego de niños, pero había algunos mayores que yo. Cavan, el segundo en el mando, rozaba los cuarenta; tenía la barba entrecana y el rostro lleno de cicatrices. Era un adusto irlandés que se había puesto al servicio de Uter y no encontraba extraño hallarse ahora a las órdenes de un hombre que contaba la mitad de sus años. Me llamaba señor porque, sabiendo que procedía del Tor, me tomaba por heredero de Merlín, o cuando menos por hijo encumbrado del mago engendrado de una esclava sajona. Creo que Arturo me dio a Cavan por si, debido a mí escasa edad, no lograba imponer la autoridad necesaria; pero, sinceramente, nunca tuve problemas para mandar a los hombres. Se les dice a los soldados cuál es su deber, se les da buen ejemplo, se les castiga si no cumplen debidamente y, por lo demás, se les premia con generosidad y se les conduce a la victoria. Mis lanceros eran todos voluntarios que iban a Benoic porque deseaban estar a mi servicio o, más probablemente, alentados por la perspectiva de ganar mejor botín y mayor gloria al sur del mar. Viajábamos sin mujeres, sin caballos y sin criados. Di libertad a Canna y la envié al Tor con la esperanza de que Nimue la cuidara, pero pensaba que no volvería a ver a mi pequeña sajona nunca más. Enseguida encontraría marido, mientras yo iba en busca de la nueva Britania, la Britania de los galos, y contemplaba con mis propios ojos la belleza legendaria de Ynys Trebes.

Bleiddig, el mensajero del rey Ban, viajaba con nosotros. Protestó por mi juventud, pero cuando Cavan le dijo de mal humor que seguramente yo había matado a más hombres que el propio Bleiddig, el cacique optó por guardar para sí toda objeción en mi contra. Aún hubo de quejarse por el número reducido de hombres. Dijo que los francos estaban ansiosos de tierras, que eran harto numerosos y que iban bien armados. Le parecía que doscientos habrían supuesto una ayuda, pero que sesenta eran muy pocos.

La primera noche anclamos en la bahía de un isla. Los mares rugían en la boca de la bahía y en la playa una banda de harapientos comenzó a gritarnos y a arrojarnos débiles flechas que ni con mucho habrían alcanzado a ninguna de nuestras tres naves. El capitán de nuestra nave temía que se acercara una tormenta y sacrificó un cabrito que llevaba a bordo con ese solo propósito; salpicó la proa del barco con la sangre del animal agonizante y por la mañana el viento amainó, aunque una espesa niebla ocultaba el mar por completo. Ninguno de los capitanes quería navegar con la niebla, de modo que hubimos de aguardar un día entero y una noche, y después, al amanecer del día siguiente, bajo un cielo limpio, remamos hacia el sur. Fue una jornada larga. Bordeamos unas rocas espantosas llenas de esqueletos de naves que habían zozobrado; al atardecer, cálido atardecer, con un viento ligero y la marea alta que ayudaba a nuestros cansados remeros, entramos en un río de ancho cauce: con el auspicio favorable de una bandada de cisnes volando sobre nosotros, hicimos embarrancar las naves. Había una plaza fuerte en las cercanías y unos hombres armados descendieron hasta la orilla para enfrentarse a nosotros, pero Bleiddig les dijo a gritos que éramos amigos. Entonces los hombres saludaron en britano y nos dieron la bienvenida. El sol poniente doraba las ondas y los remolinos del río. Olía a pescado, a salitre y a pez. Junto a los botes amarrados había tendales con redes negras colgadas, bajo las cribas de sal brillaban las hogueras, los perros entraban en el agua y salían corriendo, huyendo de las pequeñas olas y ladrándonos, y un grupo de niños salió de las cabañas más próximas y se acercó a vernos desembarcar chapoteando en el agua.

Yo fui el primero en bajar y bajé con el escudo, donde se distinguía el oso de Arturo invertido; traspasada la línea de desechos que deja la pleamar, clavé la punta de la lanza en la arena y di gracias a Bel, mi protector, y a Manawydan, el dios del mar, y rogué que un día me permitieran navegar desde Armórica y regresar al lado de Arturo, señor mío, y a mi bendita Britania.

Después partimos a la guerra.

9

He oído decir que no hay ciudad, ni siquiera Roma o Jerusalén, tan bella como Ynys Trebes, y quizá sea cierto, pues aunque jamas vi esas ciudades, si que estuve en Ynys Trebes, y en verdad

es un lugar de maravilla, el más hermoso de cuantos he visto. Levantábase sobre una escarpada isla de granito, en una bahía amplia y poco profunda que en ocasiones semejaba un campo de espuma barrido por vientos aullantes, mientras que en el interior de Ynys Trebes todo permanecía en calma. En verano la bahía ardía de calor, pero la capital de Benoic siempre se conservaba fresca. A Ginebra le habría entusiasmado Ynys Trebes, pues allí todo lo antiguo era venerado y no se permitía fealdad alguna que empañara su gracia.

Naturalmente, los romanos habían llegado a Ynys Trebes, pero no la habían fortificado, sino que se habían limitado a construir un par de villas en la cumbre. Las villas continuaban en pie, el rey Ban y la reina Elaine las habían unido y mejorado a costa de las construcciones romanas de tierra firme, de donde habían obtenido columnas, pedestales, mosaicos y estatuas; así pues, en la cumbre de la isla se elevaba un palacio espacioso y lleno de luz, con cortinas de lino blanco que se agitaban al menor soplo de brisa marina. El mar era la vía de acceso más fácil a la ínsula, aunque existía una especie de terraplén que quedaba bajo las aguas cada vez que subía la marea y que durante la bajamar resultaba traicionero, pues se formaban arenas movedizas. El terraplén estaba marcado por sarmientos trenzados, pero las marcas eran arrasadas una y otra vez por las tremendas mareas y sólo un insensato osaría cruzar por allí sin contar con los servicios de un guía local que le condujera entre las arenas movedizas y las rías engañosas. En el punto más bajo de la marea, Ynys Trebes emergía del mar en medio de una extensión de arenas rizadas surcada por barrancos y profundos charcos y, cuando el mar subía y el viento de poniente soplaba con fuerza, la ciudad semejaba una nave monstruosa abriéndose paso intrépidamente por las tumultuosas aguas.

Al pie del palacio había un corrillo de edificios de menor importancia, colgados de las escarpadas laderas de granito cual nidos de gaviotas. Había templos, comercios, iglesias y viviendas, todo encalado y construido en piedra, todo adornado con cuantos relieves y ornamentos no hubieran encontrado acomodo en el palacio de Ban; orientábanse las casas hacia el camino pavimentado que ascendía en escalones, rodeando la empinada ladera de la isla hasta alcanzar la morada del rey. En el lado oriental de la ínsula había un pequeño muelle de piedra en el que sólo se podía atracar sin riesgo en los momentos de mayor calma; por tal motivo habíamos desembarcado nosotros en otro punto más seguro, a un día de marcha hacia poniente. Más allá del muelle había un puertecillo que no era sino un gran charco formado por las mareas y protegido por bancos de arena. Durante la bajamar el charco quedaba aislado del mar, y cuando subía la marea el amarre no era seguro si el viento soplaba del norte. Una muralla de piedra mantenía a raya al mundo exterior rodeando enteramente el pie de la ínsula, excepto en las partes donde la pared de granito era de por sí imposible de escalar. Fuera de Ynys Trebes acechaban los tumultos, los enemigos francos, la sangre, la pobreza y la enfermedad, pero murallas adentro respirábase dedicación al estudio, a la música, a la poesía y a la belleza.

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