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Authors: Bernard Cornwell
Arturo dejó Hywelbane un segundo, un latido de corazón, en la entrañas de Owain, y después, con un esfuerzo tremendo que requirió el empuje de todos los músculos de su cuerpo, hizo girar la hoja y la desclavó. Gritó al arrancar el acero de entre la carne de Owain, gritó cuando el filo venció la succión de los tejidos y rasgó tripas, músculos, piel y carne, y gritó una vez más al sacar la espada a la gris luz del día. Tanta fue la fuerza necesaria para arrancar el acero del corpulento cuerpo de Owain que la espada siguió su despliegue en un arco extraño esparciendo sangre hasta mucho más allá del embarrado y pisoteado circulo de piedras.
Mientras tanto, Owain, con expresión de incredulidad y las tripas fuera, caía al suelo.
Entonces Hywelbane golpeó una sola vez el cuello del paladín.
Y en Caer Cadern se hizo el silencio.
Arturo se alejó del cadáver y giró en el sentido del sol mirando uno por uno los rostros de los presentes. El suyo era como de piedra, sin el menor rastro de bondad; era la cara del luchador que triunfa. Un rostro terrible, con un rictus de odio en la gran mandíbula que dejó atónitos, por el cambio que en él se operó, a aquellos de entre nosotros que sólo conocíamos a Arturo como hombre concienzudamente reflexivo.
—¿Alguno entre los presentes —dijo en voz alta— se opone a la sentencia?
Nadie se opuso. Todos los mantos goteaban bajo la lluvia y el agua diluía la sangre de Owain. Arturo se acercó a los lanceros del paladín.
—Ahora es el momento de vengar a vuestro señor —dijo escupiéndoles las palabras—; de lo contrario, sois míos a partir de este momento. —Ninguno osó mirarlo siquiera, de modo que se alejó de ellos, pasó sobre el señor caído y se dirigió a Tristán—. ¿Kernow acepta la sentencia, lord príncipe?
—Si, señor —respondió Tristán con el rostro pálido.
—El sarhaed —decretó Arturo— se satisfará a costa de las propiedades de Owain. —Se dirigió nuevamente a los guerreros—. ¿Quién está ahora al mando de los hombres de Owain?
Griffid ap Annan se adelantó con nerviosismo.
—Yo, señor.
—Ven dentro de una hora a recibir mis órdenes. Y si alguno de tus hombres toca a Derfel, mi camarada, todos vosotros arderéis en un pozo de fuego.
Todos prefirieron bajar los ojos en vez de enfrentarse a su mirada.
Arturo quitó la sangre de la espada con un puñado de barro y me la pasó.
—Sécala bien, Derf el.
—Sí, senor.
—Y gracias. Una buena espada. —Cerró los ojos de pronto—. Dios me asista —dijo—, pero he pasado un buen rato. Bien —añadió, y abrió los ojos—, he cumplido mi parte, ¿y tú?
—¿Yo? —dije, y me quedé con la boca abierta.
—El gatito —dijo con tono paciente—, para Sarlinna.
—Tengo uno, señor —dije.
—Pues ve a buscarlo —dijo— y vuelve al salón para almorzar. ¿Tienes mujer?
—Sí, senor.
—Dile que mañana nos vamos después de terminado el consejo.
Me quedé mirándolo sin dar crédito a la suerte que tenía.
—¿Eso significa que...? —balbucí.
—Ciertamente —me interrumpió, impaciente—, a partir de ahora entras a mi servicio.
—¡Si, señor! —exclamé—. ¡Si, señor!
Recogió su espada, el manto y las botas, tomó a Sarlinna de la mano y se alejó del rival al que había dado muerte.
Y yo había encontrado a mí señor.
Lunete no deseaba trasladarse a Corinium, donde Arturo pasaba el invierno con sus hombres. No quería separarse de sus amigos, y además, añadió como improvisadamente, estaba encinta. Recibí la noticia con incredulidad y en silencio.
—Así que ya lo sabes —me reprochó—, espero un hijo y no puedo viajar. No tenemos obligación de ir. Aquí vivíamos bien. Owain era un buen señor, pero tuviste que echarlo todo a perder. ¿Por qué no te vas solo? —Estaba acuclillada junto al hogar de la cabaña, aprovechando el poco calor que proporcionaban las débiles llamas—. Te odio —dijo, y trató, en vano, de quitarse el anillo de prometida.
—¿Esperas un hijo? —pregunté atónito.
—¡Tal vez no sea tuyo siquiera! —exclamó a gritos; dejó de martirizarse el hinchado dedo del anillo y, a modo de misiva, en vez del anillo me arrojó una astilla.
La esclava suspiró amargamente al fondo de la cabaña y Lunete le tiró un leño para que se callara.
—Pero tengo que ir —dije—, tengo que ir con Arturo.
—¿Abandonándome a mi? —replicó a voces—. ¿Quieres que me convierta en una prostituta? ¿Es eso lo que pretendes?
Me lanzó otra astilla y renuncié a la pelea. Era el día siguiente al duelo de Arturo y Owain y habíamos vuelto todos a Lindinis, donde Arturo convocaría al consejo de Dumnonia para celebrar reunión en la villa; por ese motivo rondaba por las cercanías de la casa romana gran número de peticionarios con sus familiares y amigos, aguardando impacientes a que se abrieran las puertas. En la parte de atrás, donde antaño se hallara el jardín, se apiñaban armerías y arsenales. Allí precisamente aguardábanme apostados los guerreros de Owain. Bien supieron escoger el lugar de la emboscada, pues los acebos lo ocultaban a la vista de los edificios cercanos. Eché a andar por el camino acompañado de las imprecaciones de Lunete, que seguía llamándome traidor y cobarde a voz en grito.
—Bien te conoce tu mujer, sajón —dijo Griffid ap Annan, y me escupió.
Sus hombres me cerraron el paso. Había al menos una docena de lanceros, todos antiguos camaradas, mirándome con hostilidad. Por más que Arturo me hubiera tomado bajo su protección, nadie sabría jamás cómo había terminado muerto en el barro, en ese rincón oculto a las ventanas de la villa.
—Faltaste al juramento —dijo Griffid acusadoramente.
—No es cierto —me defendí.
Minac, un viejo guerrero cargado de collares y brazaletes de oro que Owain le había dado, enristró la lanza.
—No te preocupes por tu mujer —dijo con retorcida intención—, somos muchos los que sabemos cuidar de las viudas jóvenes.
Saqué a Hywelbane. A mi espalda habían empezado a congregarse mujeres, que salían de las cabañas a presenciar la venganza de sus hombres por la muerte de su señor. Lunete también estaba, y me insultaba como las demás.
—Hemos hecho otro juramento —dijo Minac—, pero no somos como tú; nosotros somos fieles a nuestra palabra.
Avanzó por el camino con Griffid a su lado. Apiñáronse los demás lanceros tras sus jefes, en tanto las mujeres se me aproximaban más y más por detrás; algunas incluso dejaron ruecas y husos, de los que nunca se desprendían, y empezaron a arrojar piedras para obligarme a avanzar hacia la lanza de Griffid. Sopesé la espada, todavía mellada en el filo por la lucha de Arturo contra Owain, y pedí a los dioses que me concedieran una muerte digna.
—Sajón —me increpó Griffid, con el peor insulto que se le ocurrió. Avanzaba muy despacio, pues conocía mi destreza con la espada—. Sajón, traidor —dijo, y reculó al punto, pues una piedra cayó en el barro entre él y yo.
Miró más allá de donde yo estaba y de pronto sintió miedo y humilló la punta de la lanza.
—Vuestros nombres —oí sisear a Nimue tras de mí— están escritos en la piedra. Griffid ap Annan, Mapon ap Ellchyd, Minac ap Caddan...
Pronunció los nombres completos de los lanceros y, con cada nombre, escupía hacia la piedra maldita que había lanzado por lo alto al medio del camino. Bajaron las lanzas.
Me hice a un lado para dar paso a Nimue. Llevaba un manto negro con capucha; su rostro quedaba en la sombra y, de la sombra, salía un brillo malévolo, el del ojo de oro. Se detuvo a mí lado; de súbito, dio media vuelta y señaló con una vara adornada de muérdago a las mujeres que antes arrojaban piedras.
—¿Queréis ver a vuestros hijos convertidos en ratas? —les increpó—. ¿Queréis que se os agrie la leche en los senos y que la orína os queme como el fuego? ¡Idos!
Las mujeres cogieron a los niños y huyeron a refugiarse en las cabañas.
Griffid sabia que Nimue era la amada de Merlín y que participaba del poder del druida, y temblaba de miedo por la maldición que podía echarle.
—Os lo ruego —dijo, cuando Nimue lo miró de frente.
Pasó junto a la lanza humillada y propinó a Griffid un sonoro golpe con la vara.
—¡Al suelo! —ordenó—. ¡Todos al suelo! ¡Tumbaos boca abajo! ¡Tumbaos! —Golpeó a Minac—. ¡Al suelo! —Se tumbaron de cara al suelo y Nimue les pisó la espalda uno por uno, con paso leve pero aplastándolos bajo el peso de una maldición terrible—. Vuestra muerte está en mis manos —les dijo—, vuestras vidas me pertenecen. Vuestros espíritus son mis juguetes. Cada mañana al despertaros daréis gracias por mi clemencia, y cada anochecer rogaréis por que vuestro sucio rostro no aparezca en mis sueños. Griffid ap Annan: jura lealtad a Derfel. Besa su espada. ¡De rodillas, mal nacido! ¡De rodillas!
Me opuse a que esos hombres me juraran lealtad, pero Nimue se volvió iracunda hacia mí y me ordenó presentar la espada. Entonces, uno a uno, con terror y barro en la cara, mis antiguos compañeros se acercaron de rodillas a besar la punta de Hywelbane. El juramento no me otorgaba derechos de señorío sobre ellos, pero les prohibía atacarme so riesgo de perder el alma, pues Nimue les advirtió que si faltaban al juramento, sus almas quedarían condenadas a vagar eternamente en la oscuridad del más allá sin encontrar nunca otro cuerpo para volver a esta tierra verde y luminosa. Uno de ellos, que era cristiano, se enfrentó a Nimue y le dijo que el juramento no significaba nada, pero le falló el valor cuando Nimue, tras arrancarse el ojo de oro de la órbita, lo tendió hacia él musitando una maldición; el lancero, aterrorizado hasta lo indecible, cayó de rodillas y besó mi espada como los demás. Una vez prestado el juramento, Nimue ordenó a los hombres que se tumbaran otra vez en el suelo; se colocó el ojo de oro en su sitio y nos marchamos dejándolos en el barro.
Subimos por el camino hasta que nos perdieron de vista, y Nimue se reía.
—¡Cuánto me he divertido! —exclamó; por un momento su voz vibró de picardía infantil, como antaño—. Ha sido divertido en verdad. ¡Cuánto odio a los hombres, Derfel!
—¿A todos?
—A los que se visten de cuero y llevan lanzas —dijo con un estremecimiento—. A ti no, pero a los demás, los odio. —Volvió la cara y escupió en el suelo—. Mucho deben de reírse los dioses de tan míseros gallitos de corral. —Se retiró la capucha y me miró—. ¿Quieres que Lunete te acompañe a Corinium?
—Juré que la protegería —contesté cariacontecido—, y me ha dicho que espera un hijo.
—¿Eso significa que deseas conservarla a tu lado?
—Sí —dije, queriendo decir no.
—Creo que eres un insensato, Derfel. Lunete hará lo que yo le diga. Pero a ti Derfel, te digo que si no la dejas ahora, te dejará ella en su momento. —Me detuvo por el brazo. Nos habíamos acercado a la entrada de la villa, donde los peticionarios aguardaban audiencia con Arturo—. ¿Sabes una cosa? —me preguntó en voz baja—. Arturo tiene intención de dejar a Gundleus en libertad.
—No. —La noticia me impactó.
—Sí. Cree que Gundleus mantendrá la paz a partir de ahora, y que es el más indicado para reinar en Siluria. No lo dejará en libertad sin el consentimiento de Tewdric, de modo que la rehabilitación no será inmediata, pero cuando sea realidad, Derfel, lo mataré. —Hablaba con la drástica sencillez de la verdad. La ferocidad le prestaba una belleza que la naturaleza le había negado. Miraba a lo lejos, por encima de la tierra húmeda y fría, hacia la lejana prominencia de Caer Cadarn—. Arturo sueña con la paz —añadió—, pero jamás habrá paz. ¡Jamás! Britania es un potaje puesto al fuego, Derfel, y Arturo lo removerá hasta el horror.
—Te equivocas —dije, fiel a mi señor.
Nimue respondió a mis palabras con una sonrisa burlona y después, sin decir más, dio media vuelta y desanduvo lo andado, en dirección a las cabañas de los guerreros.
Me abrí camino hasta la villa entre la multitud. Arturo levantó los ojos al verme entrar, me saludó sin ceremonias y volvió su atención al hombre que se quejaba de que su vecino había movido las piedras que señalaban la linde de sus tierras. Bedwin y Gereint compartían mesa con Arturo mientras que Agrícola y el príncipe Tristán permanecían de pie a un lado como montando guardia. Había cierto número de consejeros y magistrados sentados en el suelo, que, curiosamente, estaba caliente gracias a un sistema romano consistente en dejar un espacio vacío bajo el suelo, el cual se llenaba de aire caliente gracias a un horno. Por entre las rendijas se escapaban algunos hilillos de humo que quedaban flotando en la espaciosa estancia.
Escuchaban a los peticionarios por turno y se impartía justicia. La mayoría de los casos habrían podido ser atendidos en la corte de magistrados de Lindinis, situada a unos cien pasos de la villa, pero el pueblo, sobre todo los campesinos paganos, creían que las decisiones tomadas en el real consejo tenían más peso que los juicios de un jurado instituido por los romanos; por ese motivo guardaban sus disputas y contiendas hasta que se anunciaba la próxima celebración de dicho consejo. Arturo, en representación del infante Mordred, los atendía con paciencia, pero se alegró de que llegara el momento del asunto más importante del día. Dicho asunto consistía en desenredar la maraña de cabos sueltos producto de la pelea de la víspera. Los guerreros de Owain pasaron a manos del príncipe Gereint, con la expresa recomendación de Arturo de que los repartieran entre tropas diferentes. Un capitán de Gereint llamado Llywarch fue nombrado sucesor de Owain en el cargo de comandante de la guardia real. A un magistrado le fue encomendada la tarea de hacer recuento de los bienes de Owain y enviar a Kernow la parte debida en concepto de sarhaed. Advertí la brusquedad con que Arturo conducía los asuntos, mas no sin dejar de conceder siempre a cada uno la ocasión de expresar su opinión. Tal proceder podía llevar a discusiones interminables, pero Arturo poseía el don de comprender rápidamente asuntos complicados y proponer soluciones que a todos satisfacían. Por otra parte, a Gereint y a Bedwin les complacía que Arturo se hubiera asignado el primer puesto. Bedwin había depositado en la espada de Arturo todas sus esperanzas en lo tocante al futuro de Dumnonía y era, pues, su más firme partidario; por otra parte, Gereint, como sobrino de Uter, habría podido rivalizar con él, pero el príncipe carecía de la ambición de su tío y aceptaba de buen grado la disposición de Arturo para asumir la responsabilidad del gobierno. Dumnonia ya tenía un nuevo paladín del rey, Arturo ap Uter, y el alivio general se dejaba sentir en el ambiente.