Read El rey del invierno Online
Authors: Bernard Cornwell
—Librar batallas, Derfel —me corrigió, moviendo la cabeza negativamente—, en beneficio de quienes no pueden defenderse por si mismos. Lo aprendí en Armórica. Este mísero mundo está lleno de gentes débiles, sin poder hambrientas, tristes, enfermas, pobres, y lo más fácil del mundo es despreciar a los débiles, máxime sí eres soldado. Si eres guerrero y quieres poseer a la hija de un hombre, te limitas a tomarla; si quieres sus tierras, lo matas; después de todo, eres soldado, tienes lanza y espada, y él no es más que un pobre diablo con un arado roto y un buey enfermo, ¿quién te lo impide? —Era una pregunta que no esperaba respuesta y Arturo siguió andando en silencio. Llegamos a la puerta oriental; una nueva capa de escarcha empezaba a blanquear los escalones de leños que subían a la plataforma. Los subimos hombro con hombro—. La verdad, Derfel, es que somos soldados —dijo al alcanzar la plataforma— porque el débil nos hace soldados. Cultiva el grano que nos alimenta, curte el cuero que nos protege y desmocha los fresnos para fabricar nuestras lanzas. Merece que le ofrezcamos nuestro servicio.
—Si, señor —dije, y miré con él la planicie que se extendía ante nuestros ojos.
No hacía tanto frío como la noche en que Mordred naciera, pero me pareció más cruda, y el viento acrecentaba la sensación.
—Todas las cosas tienen una razón de ser —prosiguió—, incluso ser soldado. —Me sonrió como disculpándose, aunque no tenía necesidad de hacerlo pues yo bebía sus palabras. Yo había soñado con ser soldado por el alto rango de los guerreros y porque siempre me había parecido mejor manejar la lanza que el rastrillo, pero nunca me había planteado nada más allá de tan egoístas ambiciones. Arturo había profundizado mucho más y traía a Dumnonía una visión clara de adónde habían de llevarle la espada y la lanza—. Tenemos la oportunidad —dijo inclinándose sobre la alta muralla— de hacer una Dumnonia en la que sirvamos a nuestro pueblo. No podemos proporcionarle felicidad ni sé cómo garantizar una buena cosecha que le enriquezca, pero sí sé que somos capaces de darle seguridad, y el hombre que se siente seguro, el hombre que sabe que sus hijos van a crecer sin que se los lleven como esclavos y que el precio de la mano de su hija no quedará por los suelos a causa de la violación de un soldado, está más cerca de la felicidad que el que vive bajo la amenaza de la guerra. ¿Lo consideras justo?
—Sí, señor —dije.
Se frotó las enguantadas manos para hacerlas entrar en calor. Yo las llevaba envueltas en trapos, cosa que dificultaba el manejo de la lanza, sobre todo porque también procuraba librarme del frío guardándomelas bajo la capa. A nuestra espalda, en el salón del banquete, se oyó un gran clamor de carcajadas. La comida había sido tan mala como era de esperar en un banquete de invierno, pero el vino y el hidromiel habían corrido generosamente, aunque Arturo estaba sobrio igual que yo. Le observé de perfil mientras él miraba las nubes que iban amontonándose en el oeste. La luna arrojaba una sombra sobre su cara alargada que le hacia parecer más huesudo que nunca.
—Odio la guerra —manifestó de pronto.
—¿De verdad? —dije sorprendido, porque entonces yo era joven y me gustaba luchar.
—¡Naturalmente! —replicó con una sonrisa—. Ocurre que se me da bien, quizá también a ti, pero eso sólo significa que debemos utilizarla sabiamente. ¿Sabes lo que sucedió en Gwent el otoño pasado?
—Heristeis a Gorfyddyd —dije con orgullo—; le arrancasteis un brazo.
—En efecto —dijo casi con tono de sorpresa—. Mis caballos son poco útiles en tierras montañosas y para nada sirven en lugares boscosos, de modo que los llevé a las tierras norteñas de Powys, llanas tierras de labor. Gorfyddyd pretendía derrumbar las murallas de Tewdric, de modo que empecé por incendiar los pajares y graneros de Gorfyddyd. Incendiamos y matamos. Lo hicimos bien, pero no porque quisiéramos sino porque era necesario. Y el resultado fue satisfactorio. Así obligamos a Gorfiddyd a abandonar las murallas de Tewdric y volver a las tierras llanas donde mis caballos podían acabar con él. Y así fue. Atacamos al amanecer; luchó bien pero perdió la batalla y el brazo izquierdo, y con eso, Derfel, concluyó la matanza. Sirvió para lo que tenía que servir, ¿lo entiendes? El propósito de la matanza era convencer a Powys de que más les valía estar en paz que estar en guerra con Dumnonia. Y ahora habrá paz.
—¿Habrá paz? —pregunté dubitativo.
La mayoría creíamos que el deshielo primaveral sólo traería un ataque renovado del rencoroso Gorfyddyd, rey de Powys.
—El hijo de Gorfyddyd es un hombre prudente —dijo Arturo—. Se llama Cuneglas y desea la paz, y debemos dar tiempo al príncipe Cuneglas para que convenza a su padre de que perdería algo más que un brazo si fuera a la guerra contra nosotros. Y en cuanto Gorfyddyd esté convencido de que la paz es preferible a la guerra, convocará un consejo al que acudiremos todos y armaremos gran ruido y al final, Derfel, me desposaré con la hija de Gorfyddyd, Ceinwyn. —Me miró fugazmente, como cohibido en cierto modo—. ¡La llaman Seren, la estrella! La estrella de Powys. Dicen que es muy hermosa. —Le agradaba la perspectiva, y no sé por qué, me sorprendió, pero entonces yo no conocía aún la vanidad de Arturo—. Esperemos que sea hermosa como una estrella —prosiguió—, pero hermosa o no, la desposaré e instauraremos la paz en Siluria, y entonces los sajones se enfrentarán a una Britania unida. Powys, Gwent, Dumnonia y Siluria, abrazadas unas a otras, luchando juntas contra el mismo enemigo y en paz unas con otras.
Me reí, no de él sino con él, pues su ambiciosa predicción fue hecha con gran naturalidad.
—¿Cómo lo sabéis? —pregunte.
—Porque Cuneglas ha hecho una oferta de paz en esos términos, claro está, y tú no debes contárselo a nadie, Derfel; de lo contrario, tal vez no llegara a suceder. Ni siquiera su padre lo sabe aún, de modo que es un secreto entre tú y yo.
—Si, señor —dije, y me sentí inmensamente privilegiado por ser participe de tamaño secreto; pero claro, eso era exactamente lo que Arturo quería que sintiera. Siempre supo manipular a la gente, sobre todo a los jóvenes idealistas.
—Pero ¿de qué sirve la paz si luchamos entre nosotros? —me preguntó—. Tenemos el deber de entregar a Mordred un reino rico y en paz, para lo cual es preciso asentar un reino bueno y justo. —Me miraba de frente y hablaba en voz baja, con entusiasmo en su voz profunda y suave—. La paz es imposible si no respetamos los tratados, y el tratado por el que los hombres de Kernow trabajan en nuestras minas de estaño es bueno. A fe mía que nos engañan, pero todos engañan a la hora de entregar dinero a los reyes, y no es motivo suficiente para matarlos, a ellos, a sus hijos y a sus gatos. Así pues, Derfel, a menos que terminemos ahora con este sin sentido, tendremos guerra y no paz. El rey Mark atacará. No vencerá pero el orgullo hará que sus hombres maten a muchos de nuestros campesinos y que nos veamos obligados a enviar una banda guerrera a Kernow, país, por demás, donde la lucha se hace difícil, aunque ganáramos al final. El orgullo quedaría limpio, pero ¿a qué precio? ¿La vida de trescientos campesinos? ¿Cuántas cabezas de ganado? Por otra parte, sí Gorfyddyd nos viera en guerra en la frontera occidental, procuraría sacar provecho de nuestra debilidad y atacaría por el norte. Podemos imponer la paz, Derfel, pero sólo sí poseemos la fuerza necesaria para guerrear. Si nos debilitamos, nuestros enemigos se abatirán sobre nosotros como aves de presa. ¿A cuántos sajones nos habremos de enfrentar el año que viene? ¿Estamos en condiciones de prescindir de hombres para que crucen el Tamar con la misión de matar a un puñado de campesinos de Kernow?
—Señor —dije, presto ya a confesar la verdad; pero Arturo me impuso silencio.
Los guerreros entonaban en el salón la canción de guerra de Beli Mawr, pateaban el suelo de tierra proclamando la gran matanza y celebraban por adelantado otra masacre aún mayor en Kernow.
—No debes decir una palabra de lo sucedido en los páramos —me advirtió Arturo—. El juramento es sagrado incluso para aquellos de entre nosotros que dudamos de la existencia de algún dios capaz de obligar a cumplirlo. Supongamos, simplemente, que la niñita de Tristán nos ha contado la verdad. ¿Adónde nos lleva?
—A la guerra con Kernow —respondí sombríamente, con la mirada perdida en la helada noche.
—No —dijo Arturo—. Nos lleva a que, mañana por la mañana, cuando Tristan regrese, alguien tiene que defender la verdad. Según dicen las gentes, los dioses siempre favorecen al hombre honesto en esta clase de enfrentamientos.
Comprendí a qué se refería y moví la cabeza negativamente.
—Tristán no retará a Owain —dije.
—No si posee el sentido común del que parece hacer gala —dijo Arturo—, pero hasta a los dioses les costaría hacer que Tristán triunfara sobre la espada de Owain. De forma que sí deseamos la paz, alguien ha de presentarse como paladín de Tristán. ¿No estoy en lo cierto?
Lo miré horrorizado pensando en las implicaciones de sus palabras.
—¿Vos? —pregunté al cabo.
Arturo se encogió de hombros.
—No se me alcanza qué otro hombre sería capaz —contesto amablemente—, pero podrías ayudarme en una cosa.
—Lo que ordenéis, señor —contesté—, lo que vos ordenéis.
Creo que en ese instante habría consentido incluso en enfrentarme a Owain en su lugar.
—Derfel, el hombre que ha de presentarse a la batalla —me aleccionó con tino— debe saber que su causa es justa. Tal vez sea cierto que los escudos negros irlandeses cruzaron el país portando sus armas sin que nadie los avistara. O tal vez sus druidas les dieran poder para volar. Tampoco seria imposible que mañana los dioses, si es que les interesa, creyeran que lucho por una causa justa. ¿Qué opinas tú?
Hizo la pregunta con la misma inocencia que si hubiera preguntado qué tal tiempo hacía. Me quedé mirándolo fijamente, abrumado por su forma de ser y deseando desesperadamente evitarle el enfrentamiento con el mejor espadachín de Dumnonía.
—¿Y bien? —insistió.
—Los dioses... —dije, pero entonces me trabé, pues Owain había sido bueno conmigo. El paladín no era un hombre honesto, pero se habrían podido contar con los dedos de una mano los hombres honestos que había entre nosotros, y a pesar de que era un bribón yo le apreciaba. Sin embargo, el aprecio que sentía hacia ese hombre tan honesto era muy superior. También me detuve a dilucidar si con mis palabras rompería el juramento o no—. Los dioses os asistirán, señor —dije finalmente.
—Gracias, Derfel —replicó con una sonrisa apagada.
—Pero ¿por qué? —pregunté súbitamente.
Arturo suspiró y volvió a tender la mirada sobre la tierra, iluminada por la luna.
—Cuando Uter murió —dijo tras un largo silencio— la tierra se hundió en el caos. Eso es lo que pasa siempre en las tierras sin rey, y ahora no tenemos rey. Tenemos a Mordred, cierto, pero no es más que un niño, de forma que alguien tiene que administrar el poder hasta su mayoría de edad. Y ese poder ha de estar en manos de un solo hombre, Derf el, no de tres ni de cuatro ni de diez, sino de uno solo. Cuánto desearía que no fuera así. Créeme, dejaría las cosas como están de todo corazón. Preferiría envejecer contando con Owain como amigo estimado, pero no puede ser. Es necesario conservar el poder para entregárselo a Mordred, y es necesario conservarlo convenientemente, con justicia, y entregárselo intacto, lo cual significa que no podemos permitirnos querellas constantes entre hombres que ambicionan el poder del trono. Un hombre que no es rey ha de serlo, y tendrá que renunciar a los poderes del reino cuando Mordred alcance la mayoría de edad. Y ésa es la misión de los soldados, ¿recuerdas? Luchar por los que no pueden defenderse solos. Y también —añadió con una sonrisa— toman lo que desean, y mañana yo quiero tomar una cosa de Owain. Quiero su honor, y lo tomaré. —Se encogió de hombros—. Mañana lucharé por Mordred y por la pequeña. Y tú, Derfel —me dio con fuerza en el pecho— le buscarás un gatito. —Dio unos enérgicos pisotones en el suelo para hacerlos entrar en calor y luego miró hacia el oeste—. ¿Crees que esas nubes traerán agua o nieve, mañana? —preguntó.
—Lo ignoro, señor.
—Esperemos que sea agua. Bien, tengo entendido que mantuviste una conversacion con ese pobre sajón al que mataron para adivinar el futuro. Cuéntamelo, cuanto más sepamos del enemigo, tanto mejor.
Me acompañó hasta el puesto de guardia y escuchó cuanto tenía que decir sobre Cerdic, el nuevo jefe sajón de la costa sur, y después se fue a la cama. Habríase dicho que no le afectaba lo que iba a suceder por la mañana, pero el terror que yo sentía era suficiente para ambos. Me acordé del combate de Owain contra los dos paladines de Tewdric e intenté rezar a las estrellas, que son el hogar de los dioses, pero no las veía porque tenía los ojos llenos de lágrimas.
La noche fue larga y cruelmente fría, pero deseaba que no llegara el alba.
El deseo de Arturo se cumplió, pues al amanecer empezó a llover. La lluvia se transformó enseguida en un intenso aguacero invernal que caía a grises rachas a lo largo de todo el ancho valle entre Caer Cadarn e Ynys Wydryn. Los canales se desbordaron, el agua corría murallas abajo y formaba grandes charcos bajo los aleros de la fortaleza. Por los agujeros de los tejados de paja salía humo y los centinelas encogían los hombros bajo las capas empapadas.
Tristán, que había pasado la noche en la aldea situada al oeste de Caer Cadarn, subió por el embarrado camino de acceso a la fortaleza. Lo acompañaban sus seis guardias y la pequeña huérfana, todos resbalaban en el barro cuando no hallaban a la vera del camino un matorral o un puñado de hierba donde asentar el pie. Las puertas estaban abiertas y ningún centinela cerró el paso al príncipe de Kernow, que entró chapoteando por el patio embarrado hasta alcanzar la puerta del gran salón.
Tampoco salió nadie a recibirlo. Dentro reinaba un desorden chorreante de humedad: hombres que dormían la borrachera de la víspera entre restos de comida esparcidos por el suelo, perros hambrientos, húmedas ascuas grises y vómitos cuajados entre los juncos del suelo. Tristán despertó a uno de los durmientes de un puntapié y lo mandó en busca del obispo Bedwyn o de cualquier otra persona de autoridad.
—Si es que hay alguien con autoridad en este país —le gritó al hombre que salía.
Bedwin, bien protegido de la furiosa lluvia con su manto, llegó resbalando y avanzando a trompicones por el resbaladizo barro.