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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (22 page)

BOOK: El rey del invierno
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Nuestros escudos fueron impregnados de brea de astillero para que se parecieran a los negros escudos de las hordas irlandesas de Oengus Mac Airen, cuyas naves alargadas y de afilada proa pirateaban por las costas septentrionales de Dumnonia. Seguimos durante toda la tarde a un lugareño de mejillas tatuadas; nos guió por valles profundos y exuberantes en un lento ascenso que iba acercándonos al inhóspito páramo, que de vez en cuando se columbraba entre los claros de los gruesos árboles. El bosque era excelente, abundaban los corzos y los arroyos rápidos y fríos, que bajaban hacia el mar desde la elevada meseta del páramo.

Llegamos al lindero del páramo con el crepúsculo y, caída la noche, subimos por un camino de cabras hasta las alturas. Era un lugar misterioso. Allí había vivido el pueblo antiguo y todavía se encontraban en los valles sus sagrados círculos de piedras. Las cimas estaban coronadas de roca y las hondonadas presentaban traicioneras zonas pantanosas por entre las que nuestro guía nos condujo sin yerro.

Owain nos contó que las gentes del páramo se habían rebelado contra el rey Mordred y que su religión les enseñaba a temer a los hombres con escudos negros. Fue un cuento bien urdido, y tal vez me lo hubiera creído de no haber escuchado subrepticiamente su conversación de la víspera con el príncipe Cadwy. Owaín nos prometió oro si cumplíamos bien nuestro deber y luego nos advirtió que la matanza de esa noche tendría que permanecer en secreto pues íbamos a infligir un castigo sin haber recibido órdenes del consejo. Durante el trayecto a los páramos, en la espesura de un bosque, encontramos un antiguo santuario construido bajo un robledal, y Owain nos hizo prestar juramento ante las calaveras cubiertas de musgo que ocupaban las hornacinas de la pared del santuario de guardar el secreto so pena de muerte. Abundaban en Britania antiguos santuarios ocultos —testigos de la extendida presencia de los druidas antes de la llegada de los romanos—, donde el pueblo acudía todavía a pedir ayuda a los dioses. Y aquella tarde, bajo los robles cubiertos de liquen y postrados de hinojos ante las calaveras, con una mano en la empuñadura de la espada de Owain, los iniciados en los secretos de Mitra recibieron el beso de Owain. Tras recibir tal bendición divina y pronunciar el juramento, proseguimos camino hasta la noche.

Llegamos a un lugar extremadamente sucio. Las grandes hogueras de la fundición despedían chispas y humo hacia los cielos. Las cabañas se desparramaban entre las hogueras y alrededor de la gran boca negra por donde los hombres entraban a cavar las entrañas de la tierra. Había grandes montones de carbón que parecían peñascos negros y el olor del valle no se parecía a nada que yo conociera; en verdad, a mi calenturiento parecer, más semejanza guardaba aquel pueblo minero de las tierras altas con el reino de Annawn, el otro mundo, que con cualquier aldea humana.

Ladraron los perros al acercarnos, pero nadie en la aldea percibió el ruido que hacíamos. No había empalizada, ni siquiera un montículo de tierra a modo de protección. Había caballos enanos atados cerca de las hileras de carretas, y empezaron a relinchar cuando nos acercamos dando un rodeo por el valle, pero tampoco entonces salió nadie de las bajas cabañas a investigar la causa de su inquietud. Las cabañas eran cilíndricas, de piedra, con techumbre de turba, pero en el centro de la población había dos viejos edificios romanos, cuadrados, altos y sólidos.

—A dos por cabeza, si no más —dijo Owain en un susurro, para recordarnos a cuántos debíamos matar cada uno—. Los esclavos y mujeres no cuentan. Sed veloces, matad rápidamente y cuidaos las espaldas. ¡Y no os separéis!

Nos dividimos en dos grupos. Yo iba con Owain, cuya barba relucía con el reflejo de las llamas en los aros guerreros de hierro. Los perros ladraban, los caballos enanos relinchaban y, finalmente, un gallo cantó y un hombre salió de una cabaña a ver por qué estaban tan inquietos los animales, pero ya era tarde. La carnicería había comenzado.

Vi muchas matanzas semejantes. En un poblado sajón habríamos incendiado las cabañas antes de comenzar a matar, pero el fuego no prendía en esos cilindros de piedra cruda y turba y hubimos de lanzarnos al asalto con picas y espadas. Cogimos leños encendidos de la hoguera más próxima y los arrojamos al interior de las viviendas antes de entrar, para tener alguna luz que nos alumbrara a la hora de matar, y en algunas ocasiones las llamas causaron alarma suficiente para que los habitantes salieran al exterior, donde les aguardaban las espadas que los descuartizarían como hachas de carnicero. Si el fuego no los obligaba a salir, Owain enviaba al interior a dos guerreros mientras los demás montaban guardia fuera. Temía que me llegara el turno, pero sabía que era inevitable y que no osaría oponerme a la orden. Me había comprometido por juramento a derramar la sangre de aquéllos; negarme habría supuesto sentencia de muerte.

Comenzaron los gritos. Las primeras cabañas no fueron difíciles, pues las gentes dormían o empezaban a despertarse, pero a medida que nos adentrábamos en la aldea encontrábamos más feroz resistencia. Dos hombres nos atacaron con hachas, pero fueron abatidos con desdeñosa facilidad por nuestros lanceros. Las mujeres huían con niños en los brazos. Un perro atacó a Owain y murió entre gemidos con el espinazo roto. Vi a una mujer corriendo, llevaba un niño en brazos y a otro, que sangraba, de la mano; de pronto me acordé de las palabras de Tanaburs cuando se marchó, que mi madre aún vivía. Me eché a temblar al darme cuenta de que el viejo druida me habría lanzado una maldición cuando amenacé con matarlo y, aunque la buena suerte mantuviera la maldición a raya, notaba su maléfica influencia acechándome como un enemigo desconocido en la oscuridad. Me toqué la cicatriz de la mano izquierda y rogué a Bel que la maldición de Tanaburs fuera destruida.

—¡Derfel! ¡Licat! ¡A esa cabaña! —gritó Owain; y yo, como buen soldado, obedecí la orden.

Dejé caer el escudo, arrojé un madero encendido por la puerta y me agaché para pasar por la pequeña entrada. Los niños gritaron al verme y un hombre semidesnudo se me echó encima con un cuchillo, obligándome a virar a un lado a la desesperada. Caí sobre una niña al embestir a su padre, lanza en ristre. La hoja resbaló entre las costillas del hombre, que habría caído sobre mi y me habría hundido el cuchillo en la garganta de no haber sido por Licat, que lo mató. El hombre se dobló por la mitad aferrándose el vientre y ahogó un grito cuando Licat le arrancó la hoja del cuerpo para pasar a cuchillo a los llorosos niños. Salí fuera con la punta de la lanza manchada de sangre e hice saber a Owain que allí sólo había un hombre.

—¡Adelante! —gritaba Owain—. ¡Por Demetia, por Demetia!

Era el grito de guerra de aquella noche, el nombre del reino irlandés de Oengus Mac Airem, situado al oeste de Siluria. Todas las cabañas estaban ya vacías y empezamos a perseguir a los mineros por los oscuros recovecos del poblado. Los fugitivos huían en todas direcciones, pero algunos hombres se quedaron y presentaron batalla. Un grupo de valientes llegó a colocarse en ruda formación y nos atacaron con lanzas, picos y hachas, pero los hombres de Owain destruyeron la primitiva defensa con una eficacia pasmosa, aguantando a pie firme la embestida

con los negros escudos y rompiendo después la formación de los atacantes con las lanzas y las espadas. Me encontraba entre soldados eficientes. Que Dios me perdone pero, aquella noche maté al segundo hombre de mi vida, y tal vez a un tercero. Al primero le atravesé la garganta con la lanza, al segundo se la clavé en la ingle. No saqué la espada, pues juzgué indigno del arma de Hywel el propósito de esa noche.

Todo terminó con relativa rapidez. El pueblo quedó vacio de repente, sólo quedaban los muertos, los que agonizaban y unos pocos hombres, mujeres y niños que trataban de esconderse. Matamos a todo el que encontramos. Matamos también a los animales, quemamos las carretas que utilizaban para subir carbón desde los valles, hundimos las techumbres de turba de las cabañas, pisoteamos los huertos y finalmente saqueamos la aldea en busca de objetos de valor. Unas cuantas flechas cayeron desde el horizonte, pero ninguna hizo blanco.

En la cabaña del jefe había una tina con monedas romanas, lingotes de oro y barras de plata. Era la vivienda más grande, de veinte pies de largo, y en el interior, a la luz de las antorchas, vimos al jefe muerto, tendido en el suelo con la cara amarillenta y el vientre abierto. A su lado yacían dos niños y una de sus mujeres. Había aún una niña más, muerta bajo una pieza de cuero

empapada de sangre, y se me antojó que movía la mano cuando uno de los nuestros tropezó con ella, pero fingí no verlo y la dejé en paz. Se oyó el grito de otra criatura al ser encontrada en su escondite y atravesada con la espada.

Que Dios me perdone, Dios y todos los ángeles, pero a una sola persona confesé el pecado de aquella noche, y como no era sacerdote, no pudo darme la absolución de Cristo. En el purgatorio, o tal vez en el infierno, sé que me encontraré con aquellos niños asesinados. A sus padres y madres les será entregada mi alma para que la usen a su entero capricho, y tal castigo será bien merecido.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer yo? Era joven, quería vivir, había prestado juramento y seguía a mi jefe. No maté a nadie que no me atacara primero, pero ¿qué pretextos son ésos ante semejante felonía? Mis compañeros no lo juzgaban bochornoso en modo alguno; sólo mataban criaturas de otra tribu, de otra nación, incluso y eso lo justificaba todo; mas yo me había educado en el Tor, entre gentes de todas las razas y tribus, y aunque Merlín fuera un cacique de tribu e incondicional protector de todo aquel que se jactara de ser britano, no preconizaba el odio hacia otras tribus. Sus enseñanzas me hicieron poco apto para matar extranjeros si no mediaba más motivo que el de ser diferentes a mí.

Y sin embargo, apto o no apto, maté, y que Dios me perdone ese pecado y todos los demás, tan numerosos que no quiero recordarlos.

Partimos antes del alba. El valle quedó arrasado, envuelto en humo y empapado en sangre. El páramo hedía a muerte y los gemidos de las viudas y los huérfanos resonaban por doquier. Owaín me dio un lingote de oro, dos barras de plata y un puñado de monedas y, que Dios tenga misericordia, los acepté.

6

El otoño recrudece la guerra, pues durante toda la primavera y el verano no cesan de arribar naves sajonas a nuestras costas de levante y los recién llegados buscan tierra donde asentarse en otoño. En esta época, pues, da la guerra los últimos coletazos, antes de que el invierno clausure los caminos.

Y fue el primer otoño después de la muerte de Uter cuando luché por vez primera contra los sajones, pues tan pronto concluyó la recaudación de impuestos en el oeste, tuvimos noticia de invasores sajones en el este. Owain nos puso al mando de su capitán, un hombre llamado Griffid ap Annan, y nos envió en ayuda de Melwas, rey de los belgas, un monarca vasallo de Dumnonia. Melwas tenía bajo su responsabilidad el cuidado de la costa sur y debía impedir la entrada de invasores sais, cuya beligerancia se había recrudecido en aquel aciago año de la incineración de Uter. Owain se quedó en Caer Cadarn a causa de una enconada disputa habida en el consejo del reino sobre quién habría de encargarse de la crianza de Mordred. El obispo Bedwin quería tenerlo en sus propiedades, pero los no cristianos, que eran mayoría en el consejo, no deseaban que Mordred se educara en el cristianismo, por las mismas razones que Bedwin y sus partidarios se oponían a que el rey infante creciera en el paganismo. Owain, que decía adorar a todos los dioses por igual, se propuso a sí mismo como solución de consenso.

—No importa en qué dios crea el rey —nos dijo antes de partir— porque los reyes necesitan aprender a luchar, no a rezar.

Le dejamos defendiendo su proposición y marchamos a dar muerte a los sajones.

Griffid ap Annan, nuestro capitán, era un hombre enjuto y lúgubre y estaba convencido de que la verdadera intención de Owain era impedir que Mordred fuera confiado a Arturo.

—No es que Owain no tenga a Arturo en alta estima —se apresuró a aclarar—, pero si el rey queda en manos de Arturo, otro tanto sucederá con Dumnonía.

—¿Y eso es malo? —pregunté.

—Para ti y para mi, muchacho, es mejor que el reino pertenezca a Owain.

Griffid tocó una de las torques de oro que llevaba al cuello para ilustrar lo que quería decir. Todos me llamaban muchacho o rapaz, pero sólo porque era el más joven de la tropa y aún no había recibido el baño de sangre en el campo de batalla contra otros guerreros. Además, me tenían por una especie de amuleto de buena suerte porque había salido indemne del pozo de la muerte de un druida. Los hombres de Owain, como los soldados de todas partes, eran tremendamente supersticiosos. Todo augurio era considerado y debatido, todos y cada uno de los hombres llevaban una pata de liebre o una piedra de luz; todos los actos se celebraban con observancia de ritos determinados, y así, ninguno se quitaba la bota izquierda antes que la derecha ni afilaba la lanza a su propia sombra. Había un puñado de cristianos entre nosotros y pensé que tal vez mostraran menos temor de los dioses, los espíritus o los fantasmas, pero en verdad, manifestábanse tan supersticiosos como el resto.

La capital del Melwas, Venta, era una ciudad fronteriza y pobre. Los talleres permanecían cerrados desde hacía mucho tiempo y las paredes de sus grandes edificios romanos tenían señales de grandes incendios provocados por los sajones durante sus incursiones. El rey Melwas temía que la ciudad fuera saqueada .de nuevo. Según él, los sajones tenían un nuevo jefe, hambriento de tierras y temible en la batalla.

—¿Por qué no ha venido Owain? —preguntó enfurruñado—. ¿O Arturo? Quieren mi destrucción, ¿no es así? —Era un hombre gordo y suspicaz y tenía el aliento más fétido que había olido en mi vida. Era rey de una tribu, más que de un país, y miembro, por tanto, del segundo rango, aunque al verlo habriase dicho que no era más que un siervo, y quejoso por demás—. Habéis venido pocos, ¿no es así? —amonestaba a Grifrid—. Por fortuna he organizado la leva.

La leva era el ejército civil de Melwas, en el que había de servir todo hombre capaz de la tribu de los belgas, aunque unos cuantos habían logrado escabullirse y los más ricos habían enviado esclavos en vez de acudir en persona. A pesar de todo Melwas reunió una fuerza de más de trescientos hombres que además aportaban su propia manutención y sus propias armas. Algunos habían sido soldados anteriormente y disponían de buenas lanzas de guerra y escudos en buen estado, pero la mayoría carecía de armadura y algunos no tenían sino simples palos o azadones. La leva iba acompañada por un nutrido grupo de mujeres y niños que no deseaban quedarse solos en sus casas, sabiendo con certeza de la proximidad de los sajones.

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