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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (23 page)

BOOK: El rey del invierno
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Melwas insistió en permanecer en Venta con sus soldados protegiendo las ruinosas murallas, lo cual significaba que Griffid habría de dirigir a la leva contra el enemigo. Melwas no tenía la menor idea de dónde se hallaban los sajones, de modo que Griffid se internó a ciegas en los profundos bosques del este de Venta. Más parecíamos una cuadrilla de plebeyos que una tropa de guerra, pues a la vista de un corzo cualquiera, emprendíamos alocada persecución en medio de tan estruendosa algarabia que habríamos podido alertar al enemigo en un radio de doce millas, y la caza siempre se convertía en un desparrame general por el bosque. De esa forma perdimos casi cincuenta hombres, que o bien terminaron en manos de los sajones en su ciega carrera o bien, al verse perdidos, decidieron regresar a su casa.

Los bosques estaban infestados de sajones, aunque al principio no vimos ninguno. A veces encontrábamos sus hogueras calientes todavía, y en una ocasión topamos con un asentamiento de belgas que había sido saqueado e incendiado. Los hombres y los ancianos aún estaban allí, todos muertos, pero se habían llevado a los jóvenes y a las mujeres como esclavos. El olor de la muerte empañó la alta moral de la leva, de modo que a partir de entonces los reclutas se mantuvieron unidos siguiendo a Griffid hacia el este.

Encontramos la primera horda de guerreros sajones en un ancho valle de un río, donde estaban levantando un asentamiento. Cuando llegamos, habían construido media empalizada y plantado los pilares de madera de su fortaleza principal, pero al vernos aparecer en el lindero del bosque, dejaron caer las herramientas al suelo y tomaron las lanzas. La proporcion de hombres era de tres a uno a nuestro favor, pero a pesar de la ventaja Griffid no consiguió que cargáramos contra su línea de defensa, bien trabada y erizada de lanzas. Los más jóvenes teníamos coraje suficiente, y unos cuantos empezamos a brincar como locos ante los sajones, pero no en número suficiente como para iniciar el ataque; los sajones desoyeron nuestras pullas y el resto de los hombres de Griffid bebía hidromiel y maldecía nuestras ínfulas. A mi entender, desesperado como estaba por ganarme un aro guerrero hecho de hierro sajón, no atacar era pura insensatez, pero es que aún no había probado la carnicería que acarrea el enfrentamiento de dos líneas de defensa atacándose mutuamente, ni sabia lo difícil que es persuadir a los hombres de que presten sus cuerpos a tarea tan truculenta. Griffid intentó animarnos al combate, aunque sin gran convencimiento; luego se conformó con seguir bebiendo e insultando al enemigo, y así estuvimos tres horas o más frente a ellos sin avanzar ni unos pocos pasos.

La indecisión de Griffid me dio al menos la oportunidad de examinar a los sajones de cerca, y en verdad no se diferenciaban tanto de nosotros. Eran más rubios de pelo y su piel parecía más áspera que la nuestra. Gustaban de reforzar su vestimenta con pieles colocadas por doquien pero por lo demás usaban la misma ropa que nosotros; en cuanto a las armas, la única diferencia estribaba en que la mayoría se pertrechaba de un cuchillo de hoja larga, atroz en el combate cuerpo a cuerpo, y muchos usaban grandes hachas capaces de cortar un escudo en dos de un solo golpe. Fue tal la sensación que las hachas causaron entre nosotros que algunos se armaron de ellas, aunque Owain, igual que Arturo, las despreciaba por pesadas. Owain nos decía que con el hacha no se puede parar golpes, y a sus ojos de nada sirve un arma que no es capaz de atacar y defender por igual. Los sacerdotes sajones diferían grandemente de nuestros santones, pues esos hechiceros extranjeros se cubrían con pieles de animales, se embadurnaban el pelo con boñiga de vaca y se lo peinaban en forma de puntas que sobresalían de la cabeza. Ese mismo día, en el valle del río, uno de esos sacerdotes sais sacrificó una cabra para saber si debían enfrentarse a nosotros o no. En primer lugar, el sacerdote rompió al animal una pata trasera, luego le clavó una puñalada en el cuello y después lo soltó; la cabra echó a correr arrastrando la pata rota. Iba dando bandazos, sangrando y balando ante la formación de batalla hasta que, volviéndose hacia nosotros, cayó en la hierba, cosa que al parecer era de mal augurio para los sajones, pues la barrera de escudos perdió su aire de desafio y se retiró prestamente, escabulléndose entre sus edificaciones a medio hacer hasta cruzar un vado y volver al bosque. Se llevaron mujeres y niños, esclavos, cerdos y rebaños. Lo consideramos una victoria, nos comimos la cabra y destrozamos la empalizada. No hubo botín.

Los de la leva estaban hambrientos, pues según su costumbre habían terminado con todas sus reservas de alimentos en los primeros días y ahora no tenían nada que comer salvo las avellanas que cogían del bosque. La falta de víveres significaba que no había más remedio que retirarse. La hambrienta tropa, deseosa de volver a casa, partió delante, y nosotros, los guerreros, emprendimos la marcha después, con más calma. Griffid estaba malhumorado, pues regresaba sin oro ni esclavos, aunque en realidad no había hecho ni más ni menos que la mayoría de las bandas guerreras que pululaban por los territorios en litigio. Pero, cuando ya casi habíamos alcanzado tierras conocidas, topamos con una banda sajona de guerreros que regresaba en sentido opuesto. Debían de haberse encontrado con parte de los nuestros porque iban cargados de mujeres y armas requisadas. El encuentro fue sorprendente para ambas partes. Yo iba a la retaguardia de la columna de Griffid y sólo oi el comienzo de la batalla que se produjo cuando nuestra vanguardia salió de entre los árboles sorprendiendo a media docena de sajones que cruzaban el río. Los nuestros atacaron y los lanceros de ambos bandos se precipitaron a la inesperada batalla. No hubo formación de defensa, sólo una sangrienta escaramuza en las poco profundas aguas del arroyo y, una vez más, como el día en que maté a mi primer enemigo en los bosques del sur de Ynys Wydryn, volví a sentir la euforia del combate. Tuve para mí que era la misma emoción que embargaba a Nimue cuando los dioses la visitaban; me había dicho que era como tener alas que te elevan a la gloria, y así me sentí yo, exactamente, aquel día de otoño. Me enfrenté al primer sajón de mi vida a la carrera, apuntando con la lanza, y cuando vi el miedo reflejado en sus ojos, supe que era hombre muerto. Le hundí la lanza en el vientre profundamente, de modo que saqué la espada de Hywel, que ya se llamaba Hywelbane, y lo rematé con un golpe lateral luego entré en el agua y maté a dos más. Gritaba como un espíritu maligno provocando a los sajones en su propia lengua, retándoles a que se acercaran a probar el sabor de la muerte; un guerrero muy corpulento recogió el desafio y cargó contra mí con un hacha enorme que inspiraba terror. Pero el hacha acarrea mucho peso muerto. Una vez que se inicia el movimiento, ya no se puede variar, y derroté al hombre con una estocada frontal que habría calentado el corazón a Owain. Sólo de ese hombre cobré tres torques de oro, cuatro broches y un cuchillo con gemas incrustadas, y me llevé además la hoja de su hacha para hacerme los primeros aros de guerrero.

Los sajones se dieron a la huida dejando ocho muertos y otros tantos heridos. No menos de cuatro habían muerto a manos mías, proeza que no pasó desapercibida entre mis compañeros. Muy deleitoso me pareció su respeto, aunque más tarde, cuando era mayor y más sabio, achaqué la desproporcionada matanza a mera estupidez juvenil. Los jóvenes suelen precipitarse donde los sabios proceden con cautela. Perdimos tres hombres, entre ellos Licat, el que me había salvado la vida en los páramos. Recuperé mi lanza, me hice con dos torques mas, de plata, pertenecientes a los guerreros que había matado en el río, y vi cómo los enemigos heridos eran despachados al otro mundo, donde se convertirían en esclavos de nuestros muertos. Encontramos a seis cautivas britanas escondidas entre los árboles, mujeres que habían seguido a los de la leva a la guerra y que habían sido capturadas por los sajones, y fue una de ellas la que descubrió al único guerrero enemigo que aun se ocultaba entre unas zarzas a la orilla del río. Gritó al verlo e intentó clavarle un cuchillo, pero el hombre escapó como pudo hacia el agua, y allí lo capturamos. No era más que un joven imberbe, de la misma edad que yo, quizá, y temblaba de miedo.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté, apuntándole a la garganta con la lanza.

Estaba espatarrado en el agua.

—Wlenca —dijo, y me contó que hacia sólo unas semanas que había llegado a Britania, aunque cuando le pregunté de dónde procedía no supo decir nada más que de casa.

No hablaba exactamente la misma lengua que yo, pero las diferencias eran pocas y le entendí bien. Dijome que el rey de su pueblo era un gran jefe llamado Cerdic que estaba conquistando tierras en la costa sur de Britania. También me contó que Cerdic había tenido que luchar contra Aesc, otro rey sajón que ahora gobernaba las tierras de Kent, para establecer su nueva colonia, y entonces me di cuenta por primera vez de que los sajones luchaban entre ellos de la misma forma que los britanos. Al parecer, ese tal Cerdic había ganado la guerra contra Aesc y trataba de extender su dominio hacia Dumnonía.

La mujer que había descubierto a Wlenca estaba acuclillada allí cerca, murmurando amenazas entre dientes, pero otra mujer declaró que Wlenca no había tomado parte en las violaciones perpetradas tras la captura. Griffid, aliviado, pues regresaba a casa con un botín, perdonó la vida a Wlenca; el sajón fue desnudado y, bajo custodia de una mujer, inició la marcha hacia el oeste, hacia la esclavitud.

Tal fue la última expedición del año y a pesar de que la consideramos una gran victoria, no fue nada en comparación con las gestas de Arturo. No sólo expulsó a los sajones de Aelle del norte de Gwent, sino que después venció a las huestes de Powys, y durante el proceso cercenó a Gorfyddyd el brazo del escudo. El rey enemigo huyó, pero de todas formas fue una gran victoria y Gwent y Dumnonia enteras aclamaban a Arturo. A Owain, por el contrario, no le gustó.

Lunete, sin embargo, estaba loca de alegría. Le proporcioné oro y plata suficientes como para llevar una capa de piel de oso y hacerse con una esclava propia, un niña de Kernow que adquirió en las propiedades de Owain. La niña trabajaba de sol a sol, y por las noches lloraba en un rincón de la cabaña que ya llamábamos nuestra casa. Cuando lloraba mucho, Lunete la pegaba y cuando salí en su defensa, me pegó a mí. Los hombres de Owain dejaron a una las superpobladas dependencias militares de Caer Cadarn y se instalaron en el burgo de Lindinis, mucho más cómodo, donde Lunete y yo teníamos una cabaña con techumbre de paja y paredes de adobe dentro de las bajas murallas de tierra levantadas por los romanos. Caer Cadarn distaba seis millas y sólo se llenaba de gente cuando algún enemigo se acercaba en exceso o con motivo de alguna celebración real. Y aquel invierno hubo una gran fiesta el día en que Mordred cumplió un año, momento en que además, por casualidad, los problemas de Dumnonía llegaron a un punto critico. Aunque tal vez no fuera por casualidad, pues Mordred siempre fue malaventurado y el día de su aclamación estaba condenado a ser marcado por la tragedia de un modo u otro.

La ceremonia se llevó a cabo después del solsticio. Mordred iba a ser proclamado rey y los grandes de Dumnonia se reunieron en Caer Cadarn para la ocasión. Nimue llegó el día anterior y vino a nuestra cabaña, que Lunete había adornado con acebo y hiedra para el solsticio. Nimue cruzó el umbral, que tenía unas muescas para espantar a los malos espíritus, se sentó junto al fuego y se retiró la capucha.

Sonrei al verle el ojo de oro.

—Me gusta —le dije.

—Es hueco —me dijo, y para mi desconcierto le dio unos golpecítos con la uña. Lunete estaba gritando a la esclava porque había dejado quemarse el potaje de brotes de cebada y Nimue se sobresaltó ante tal estallido de furia—. No eres feliz —me dijo.

—Sí soy feliz —dije con énfasis, pues a los jóvenes les cuesta admitir sus errores.

Nimue miró el interior de la cabaña, sucio y ennegrecido por el humo, como si percibiera con el olfato el humor de sus habitantes.

—Lunete no te conviene —manifestó con calma y, recogiendo despreocupadamente del suelo una cáscara de huevo, la molió entre los dedos para que ningún mal espíritu hallase cobijo en ella—. Tienes la cabeza en la nubes, Derfel —prosiguió, y arrojó los trocitos de cáscara al fuego—, mientras que Lunete está atada a la tierra. Quiere ser rica y tú, ganar honores. Esas cosas no casan bien.

Se encogió de hombros como si en realidad aquello careciera de importancia y empezó a contarme cosas de Ynys Wydryn. Merlín no había regresado y nadie sabia dónde se encontraba, pero Arturo había enviado dinero, obtenido del vencido rey Gorfyddyd, para pagar la reconstrucción del Tor y Gwlyddyn supervisaba las obras de una nueva fortaleza aún más grandiosa. Pelinor seguía con vida, y también Druidan, así como Gudovan el escribano. Me dijo que Norwenna había recibido sepultura en el santuario del Santo Espino, donde la veneraban como santa.

—¿Qué es santa? —le pregunté.

—Cristiana muerta —me dijo, sin más—. Todos tendrían que ser santos.

—¿Y de ti, qué me cuentas? —le pregunte.

—Estoy viva —respondió con indiferencia.

—¿Eres feliz?

—Siempre preguntas estupideces. Si quisiera ser feliz, Derfel, estaría aquí abajo contigo, amasándote el pan y lavándote las sábanas.

—¿Y por qué no quieres ser feliz?

Escupió en el fuego para protegerse de mi sandez.

—Gundleus vive —dijo llanamente, cambiando de tema.

—Prisionero en Coriníum —añadí, como si no supiera ella dónde estaba su enemigo.

—He enterrado una piedra con su nombre —me dijo, y me miró con el ojo de oro—. Me preñó cuando me violó, pero me deshice del infame engendro con cornezuelo.

El cornezuelo era un añublo negro que prosperaba en el centeno y que las mujeres usaban como abortivo. Merlín lo usaba también para entrar en trance y hablar con los dioses. Yo lo probé en una ocasión y estuve varios días enfermo.

Lunete quiso enseñar a Nimue todas sus nuevas posesiones: la trébede, el caldero y el tamiz, las joyas y la capa, las finas enaguas de lino y la jarra romana de plata bruñida con un jinete desnudo dando caza a un corzo a la altura del vientre. Nimue fingió admiración con poco arte y luego me pidió que la acompañara a Caer Cadarn, donde pasaría la noche.

—Lunete es una insensata —me dijo. Ibamos por la orilla de un río que vertía sus aguas en el Cam. Bajo nuestros pies crujían hojas marrones y secas. Había helado y hacia un frío penetrante. Nimue parecía más furiosa que nunca, y más bella, por cierto. La tragedia la favorecía, lo sabia y por eso la deseaba—. Te estás haciendo famoso por méritos propios —me dijo, mirando los sencillos aros de guerrero que llevaba en la mano izquierda.

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