Read El rey del invierno Online
Authors: Bernard Cornwell
—Milord príncipe —saludó entrecortadamente al entrar como un dardo al dudoso resguardo del salón—, os presento mis disculpas. Nos os esperaba a tan temprana hora. Hace un día inclemente ¿no os parece? —Escurrió el agua del faldón de su manto—. Aun así, es preferible el agua a la nieve, ¿no opináis lo mismo?
Tristán no contestó.
El silencio del huésped aturulló al obispo.
—¿Un poco de pan, tal vez? ¿Vino caliente? Seguro que ya están cociendo unas gachas.
Echó una ojeada en derredor en busca de alguien a quien enviar a las cocinas, pero los hombres dormían como leños, inamovibles.
—Niñita —dijo, y al inclinarse hacia Sarlinna se le contrajo la cara a causa del dolor de cabeza—, seguro que tienes hambre, ¿verdad?
—Hemos venido a buscar justicia, no comida —terció Tristán secamente.
—¡Bah, si! Claro, claro. —Bedwin se retiró la capucha y dejó al descubierto la tonsurada cabeza; se rascó la barba en busca de un piojo molesto—. Justicia —repitió despistado, y luego asintió vigorosamente—. He meditado la cuestión, lord príncipe, la he meditado profundamente y he tomado la decisión de que la guerra no es cosa deseable. ¿No sois del mismo parecer? —Aguardó, pero la expresión de Tristán no acusó respuesta alguna—. Es puro despilfarro —añadió Bedwin—, y aunque no hallo falta en mí señor Owain, confieso que hemos faltado a nuestro deber de defender a vuestras gentes de los páramos. Y gravemente. Es una falta lamentable y por ello, lord príncipe, si place a vuestro padre, cumpliremos, naturalmente, el pago del sarhaed, aunque no —y al decir estas palabras Bedwin dejó escapar una especie de risita— el de los gatitos.
—¿Y en cuanto al hombre que ejecutó la matanza? —dijo Tristán con una mueca.
—¿Qué hombre? —inquirió Bedwin encogiéndose de hombros—. Nada sé de tal hombre.
—Owain —replicó Tristán—. Que muy probablemente aceptó oro de Cadwy.
—No, no, no —dijo Bedwin negando con la cabeza—. No puede ser. No. Por mi honor, lord príncipe, que no tengo conocimiento del culpable. —Miró a Tristán con una súplica muda en los ojos—. Mi señor príncipe, me causaría profundo dolor ver a nuestros paises en guerra. Os he ofrecido cuanto puedo ofrecer y encargaré oraciones por vuestros muertos, pero no puedo contradecir el juramento de inocencia de un hombre.
—Yo si —terció Arturo.
Se había quedado a la espera tras las cortinas de la cocina, al otro extremo del salón. Entré con él en la estancia, donde su blanco manto resplandeció en la húmeda oscuridad del salón.
—Lord Arturo —exclamó Bedwin parpadeando al verlo.
Arturo pasó entre los durmientes que empezaban a despertar entre gruñidos.
—Bedwin, si el hombre que mató a los mineros de Kernow no recibe su castigo, puede volver a asesinar a su antojo, ¿no os parece?
Bedwin se encogió de hombros, abrió las manos y volvió a encoger los hombros. Tristán frunció el ceño, no atinaba a comprender el sentido de las palabras de Arturo.
Arturo se detuvo junto a uno de los pilares centrales del salón.
—¿Y por qué habría de pagar sarhaed el reino cuando el reino no llevó a cabo la matanza? —preguntó tajante—. ¿Por qué habría de sufrir merma el tesoro de mi señor Mordred a causa de la ofensa de otro?
Bedwin pidió silencio a Arturo con un gesto.
—¡No sabemos quién es el asesino! —repitió.
—Entonces debemos demostrar quién fue —respondió Arturo llanamente.
—¡No podemos hacerlo! —replicó Bedwin irritado—. ¡La voz de la niña no tiene peso ante la ley! Y lord Owain, si es que a él os referís, ha jurado por su honor que es inocente. Su voz si que tiene peso ante la ley, de modo que ¿por qué recurrir a la farsa de un juicio? Su palabra basta.
—Ante un tribunal de palabras, sí —replicó Arturo—, pero también existe el tribunal de las espadas, y por mi espada, Bedwin —hizo una pausa y sacó a Excalibur cuan larga era, que relampagueó a la media luz—, sostengo que Owain, paladín de Dumnonia, ha hecho daño a nuestros parientes de Kernow y que será él, y nadie más, quien lo pague.
Hundió la punta de Excalibur en tierra, atravesando las sucias esteras, y allí la dejó, temblando. Por un segundo me pregunté si los dioses del otro mundo aparecerían de repente para apoyar a Arturo, pero sólo oi el viento, la lluvia y los bostezos de los hombres que se despertaban.
También Bedwin abrió la boca, y por un momento se quedó sin palabras.
—Vos... —logró decir al fin, pero ya no dijo nada más.
Tristán, pálido a la lánguida luz, movió la cabeza negativamente.
—Si ha de producirse enfrentamiento ante el tribunal de espadas —dijo a Arturo—, permitid que sea yo quien se enfrente.
—Yo lo he dicho primero, Tristán —contestó Arturo sin ceremonias, con una sonrisa.
—¡No! —Bedwin recuperó el habla—. ¡No es posible!
—¿Deseáis recogerla vos, Bedwin? —replicó Arturo refiriéndose a la espada.
—No.
Bedwin, con evidente aflicción, preveía la muerte de la mayor esperanza del reino, pero antes de que pudiera decir nada más, Owain en persona irrumpió por la puerta del salón. Llegó con la larga mElaine y la espesa barba mojadas y el pecho desnudo le brillaba por el agua de lluvia.
Pasó la vista de Bedwin a Tristán y a Arturo, y luego a la espada clavada en tierra. Parecía confundido.
—¿Estáis loco? —preguntó a Arturo.
—Mi espada —replicó Arturo gentilmente— sostiene que sois culpable en el asunto entre Kernow y Dumnonía.
—Está loco —dijo Owaín a sus guerreros, que se apelotonaban a su espalda.
El campeón tenía los ojos rojos y estaba cansado. Había pasado gran parte de la velada bebiendo y después había maldormido, pero el reto pareció renovarle las fuerzas. Escupió en dirección a Arturo.
—Vuelvo a la cama de esa perra siluria —dijo—, y cuando despierte, quiero que todo esto no sea sino un sueño.
—Sois cobarde, asesino y mentiroso —dijo Arturo con serenidad mientras Owain les daba la espalda para retirarse, y sus palabras dejaron boquiabiertos una vez más a los hombres del salón.
Owain volvió a entrar.
—Mocoso —le dijo a Arturo. Avanzó hasta Excalibur y la tiró al suelo, indicando formalmente que aceptaba el reto—. Pues que tu muerte mocoso, sea parte de mi sueño. Afuera.
Con un cabezazo indicó hacia la lluvia. La pelea no podía celebrarse dentro, so riesgo de maldecir el salón del banquete con una fortuna abominable, de modo que tendrían que enfrentarse bajo la lluvia invernal.
En ese momento toda la fortaleza se puso en pie. Muchos de los que vivían en Lindinis habían pernoctado en Caer Cadarn y las dependencias bullían con el revuelo de los que iban despertándose para presenciar el combate. Allí estaban Lunete, Nimue y Morgana. Caer Cadarn en pleno se apresuró a acudir al duelo, que se celebraría en el real circulo de piedra, tal como exigía la tradición. Agrícola, con el manto rojo sobre su soberbia armadura romana, se situó entre Bedwin y el príncipe Gereínt, mientras el rey Melwas, con un trozo de pan en la mano, observaba con ojos muy abiertos, flanqueado por su guardia. Tristán se encontraba en el extremo opuesto del círculo, donde yo también me coloqué. Al verme allí, Owain supuso que lo
había traicionado. Me amenazó a gritos diciendo que yo seguiría a Arturo al otro mundo, pero Arturo anunció que mi vida estaba bajo su protección.
—¡Ha roto el juramento! —gritó Owaín senalándome.
—Por mi honor —replicó Arturo— que no ha faltado a su palabra.
Se quitó el manto blanco y, tras doblarlo cuidadosamente, lo posó en una de las piedras. Vestía calzones, botas y un fino jubón de cuero sobre una camisa de lana. Owain llevaba el torso desnudo. Sus calzones tenían un entrecruzado de cuero y sus botas eran enormes y tachonadas con clavos. Arturo se sentó en la piedra y se descalzó, pues prefería luchar con los pies desnudos.
—Esto no es necesario —le dijo Tristan.
—Tristemente —respondió Arturo; se puso en pie y sacó a Excalibur de su vaina.
—¿Recurrís a vuestra arma mágica, Arturo? —dijo Owain jactanciosamente—. Tenéis miedo de luchar con un arma mortal ¿verdad?
Arturo enfundó a Excalibur y la dejó sobre el manto.
—Derfel —me dijo volviéndose hacia mi—, ¿llevas la espada de Hywel?
—Si, señor.
—¿Me la prestas? —preguntó—. Prometo devolvértela.
—Procurad conservar la vida para devolvérmela, señor —dije sacando a Hywelbane de la vaina; se la pasé ofreciéndole la cruz.
Arturo la tomó y me dijo que corriera al salón a buscar un puñado de ceniza arenosa y cuando volví, frotó con ella el mango de cuero engrasado de la empuñadura.
Se dirigió a Owain.
—Lord Owain —dijo cortésmente—: preferís luchar tras haber descansado, no me importa esperar.
—¡Mocoso! —le espetó Owain—. ¿Seguro que no deseas ponerte el traje de pez?
—Se oxida con la lluvia —respondió Arturo con gran calma.
—Un soldado para el buen tiempo —se burló Owain, y batió el aire dos veces con su larga espada. En la línea de escudos prefería batirse con espada corta, pero fuera cual fuera el arma que empuñara, Owain era de temer—. Estoy dispuesto, mocoso —dijo.
Me quedé con Tristán y sus soldados y Bedwin hizo un último e inútil intento de evitar el enfrentamiento. Nadie ponía en duda el resultado. Arturo era alto, pero delgado en comparación con la descomunal musculatura de Owain, y nadie le había visto jamás perder un combate. No obstante, Arturo parecía extraordinariamente dueño de si mismo de pie en su sitio, el lado occidental del circulo, y se encaró a Owain, situado cuesta arriba, en el lado oriental.
—¿Os sometéis al dictamen del tribunal de espadas? —preguntó Bedwin a los dos hombres, y ambos asintieron con un gesto.
—Entonces, que Dios os bendiga y que Dios permita el triunfo de la verdad —dijo Bedwin.
Hizo la señal de la cruz y, con rostro apesadumbrado, salió del círculo.
Owain, tal como esperábamos, se lanzó contra Arturo, pero a la mitad del círculo, justo al lado de la real piedra, resbaló en el barro y Arturo cargó súbitamente. Yo esperaba que Arturo luchara con calma, empleando las enseñanzas de Hywel, pero esa mañana, bajo la lluvia torrencial, vi la transformación que Arturo sufría en la batalla. Se convertía en un demonio. Vertía toda su energía en un solo objetivo: la muerte, y se arrojó sobre Owain con mandobles imponentes y veloces que hacían retroceder constantemente al gran hombre. Las espadas entrechocaban secamente. Arturo escupía a Owain y lo insultaba, se burlaba sin dejar de hender el aire una y otra vez con el filo de la espada sin proporcionar a Owain un resquicio por donde pudiera recuperar terreno.
Owain luchaba bien. Nadie sino él habría resistido semejante asalto asesino. Sus botas resbalaban en el barro y en más de una ocasión tuvo que defenderse de rodillas del ataque de Arturo, pero siempre lograba ponerse de nuevo en pie aunque hubiera de retroceder más aún. La cuarta vez que resbaló comprendí en parte la confianza de Arturo. Había dicho que prefería la lluvia porque hacia inseguro el terreno, y creo que sabia que Owain estaría embotado y cansado por la fiesta de la víspera. Pero ni aun así lograba traspasar su escurridiza guardia, aunque, eso si, logró llevar al campeón limpiamente hasta el lugar donde aún se veía la sangre de Wlenca, una mancha oscura en el barro empapado.
Y allí, junto a la sangre del sajón, cambió la suerte de Owain. Arturo resbaló y pudo recuperarse, pero ese breve titubeo era la oportunidad que Owain necesitaba. Se abalanzó con la velocidad del látigo. Arturo lo esquivó, pero la espada de Owain atravesó el jubón de cuero y derramó, de la cintura de Arturo, las primeras gotas de sangre del combate. Arturo volvió a esquivarlo dos veces más, y a la segunda hubo de retroceder ante los rápidos y contundentes ataques que habrían alcanzado el corazón de un buey. Los hombres de Owain gritaban apoyando a su señor y el campeón, que ya olía la victoria, quiso abalanzarse sobre Arturo con todo el peso de su cuerpo para tumbarlo en el barrizal aprovechando la menor corpulencia de su
oponente, pero Arturo esperaba dicha maniobra y, haciéndose a un lado hacia la real piedra, lanzó un contragolpe de espada que abrió a Owain un tajo en el cráneo. La herida, como todas las del cuero cabelludo, sangraba copiosamente, de modo que la sangre empezó a apelmazarse en los cabellos de Owain y a gotear por la ancha espalda del guerrero para terminar diluida en la lluvia. Sus hombres enmudecieron.
Arturo saltó desde la piedra atacando de nuevo y Owain volvió a ponerse a la defensiva. Los dos jadeaban, los dos estaban salpicados de barro y sangre y demasiado cansados para seguir escupiéndose insultos. La lluvia les empapó el cabello, que les caía en largas guedejas empapadas, y Arturo siguió dando mandobles a diestra y siniestra con la misma velocidad con que abriera el combate. Tan rápido era que Owaín no atinaba sino a parar los golpes. Me acordé de la sarcástica descripción que me hiciera Owain del estilo de Arturo con la espada, cuchillada va, cuchillada viene, como el segador que se apresura antes de que llegue el mal tiempo. Una sola vez, una sola, traspasó Arturo la guardia de Owain con la espada, pero el golpe fue esquivado en parte y su ímpetu quedó, por tanto, menguado; los férreos aros de guerrero de la barba de Owain detuvieron el embate. Owain liberó la hoja y volvió a cargar contra Arturo para tirarlo al suelo bajo el peso de su cuerpo. Ambos cayeron y por un segundo pareció que Owain fuera a atrapar a Arturo, pero éste logró zafarse y ponerse de nuevo en pie.
Aguardó a que Owain se levantara también. Los dos respiraban a grandes bocanadas y se quedaron mirándose unos momentos, sopesando las posibilidades, hasta que Arturo atacó otra vez. Balanceaba el arma sin parar, como al principio, y Owain paraba los ciegos golpes indefectiblemente, hasta que Arturo resbaló por segunda vez. Lanzó un grito de terror al que Owain respondió con otro de victoria, al tiempo que echaba el brazo atrás para asestarle el golpe definitivo. Entonces Owain comprobó que Arturo no había resbalado sino que lo había fingido, para que él abriera la guardia al ataque que ahora lanzaba Arturo. Fue la primera estocada del combate, y la última. Owain estaba de espaldas a mí y yo, que me tapaba los ojos en parte para no ver la muerte de Arturo, vi ante mi la brillante punta de Hywelbane asomando limpiamente por la espalda ensangrentada de Owain. La estocada de Arturo atravesó al paladín de parte a parte. Owain quedó como petrificado, sin fuerza de pronto en el brazo armado. Después, de su mano yerta, cayo la espada al barro.