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Authors: Bernard Cornwell
Sansum levantó la mirada hacia los amenazadores nubarrones.
—No somos sino humildes servidores de nuestro Dios, señor, y a su gracia y providencia debemos nuestra vida en la tierra. Espero que vuestra estimada esposa se encuentre bien.
—Muy bien, gracias.
—Esas nuevas nos regocijan, señor —mintió Sansum—. Y nuestro rey, ¿también goza de buena salud?
—El chico va creciendo, Sansum.
—En la auténtica fe, espero. —Sansum reculaba a medida que nosotros avanzábamos—. Así pues, señor, ¿qué os trae a nuestro modesto refugio?
—La necesidad, obispo, la necesidad —respondió Arturo con una sonrisa.
—¿De gracia divina? —inquirió Sansum.
—De dinero.
—¿Buscaría pescado un hombre en lo alto de una montaña? —exclamó Sansum alzando los brazos—. ¿Acudiría al desierto para aplacar la sed? ¿Por qué venís a nos, lord Arturo? Esta comunidad hace voto de pobreza y las escasas migajas que el Señor derrama sobre nuestro regazo las repartimos entre los pobres.
Unió las manos en un gesto expresivo.
—En ese caso, querido Sansum —contestó Arturo—, vengo a comprobar si observas el voto de pobreza. La guerra se recrudece y hace falta dinero, el arca del tesoro está vacía y tendréis el honor de hacer un préstamo a tu rey.
Nimue, que caminaba humildemente detrás de nosotros como una sirviente acobardada, había hecho recordar a Arturo las riquezas que la iglesia poseía. ¡Cuánto debía de estar disfrutando con el desasosiego de Sansum!
—La iglesia quedó eximida de préstamos forzosos —contestó Sansum bruscamente, haciendo hincapié en las últimas palabras—. El rey supremo Uter, que en paz descanse, eximió a la iglesia de tales exacciones, y eximió también, para gran verguenza y pecado, a los templos paganos.
Hizo la señal de la cruz.
—El consejo del rey Mordred —replicó Arturo— ha abolido la exención, y de todos es sabido que tu templo, obispo, es el más rico de Dumnonia.
Sansum elevó otra vez los ojos al cielo.
—Si poseyéramos una sola moneda de oro, señor, con gran placer os la entregaríamos en el acto a título de presente. Pero somos pobres. Subid allá a buscar lo que necesitáis —añadió señalando al Tor—. Los paganos que allá vive llevan siglos acumulando oro infiel.
—El Tor —tercié friamente— fue saqueado por Gundleus tras el asesinato de Norwenna. El poco oro que allí había, y era muy poco, fue robado.
—Eres Derfel, ¿no es así? —preguntó Sansum fingiendo que acababa de reconocerme—. Eso me ha parecido. ¡Bienvenido a casa, Derfel!
—Lord Derfel —puntualizó Arturo.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó Sansum abriendo mucho los ojos—. ¡Alabado sea! Ascendéis en la vida, lord Derfel. ¡Me regocija en extremo! Yo, un humilde sacerdote, podré jactarme ahora de haberos conocido cuando no erais sino un vulgar lancero. ¡Ahora sois lord! ¡Cuánta bendición, Señor! ¡Y cuánto nos honráis con vuestra visita! Pero hasta vos sabréis, mi querido lord Derfel, que cuando el rey Gundleus saqueó el Tor, también expolió a estos pobres monjes. ¡Ay, Señor! ¡Cuánto mal hizo aquí! La capilla sufrió por Cristo y no se ha recuperado.
—Gundleus fue primero al Tor —repliqué—. Lo sé porque me hallaba presente. De ese modo, los monjes de aquí tuvieron tiempo de esconder sus tesoros.
—¡Qué fantasías imagináis los paganos sobre nosotros los cristianos! ¿Aún creéis que comemos ninos pequeños en nuestros banquetes de amor? —preguntó riéndose.
—Querido obispo Sansum —le cortó Arturo, suspirando—, sé que mi petición resulta onerosa. Sé que tienes la misión de preservar las riquezas de tu iglesia para que crezca y refleje la gloria de Dios. Todo eso lo sé, pero también sé que si no disponemos de dinero para luchar contra nuestros enemigos, llegarán hasta aquí y la iglesia desaparecerá, y también el Santo Espino, y del obispo de la capilla —hundió un dedo a Sansum entre las costillas— no quedarán sino huesos mondos para los cuervos.
—Otras formas hay de proteger nuestras puertas frente al enemigo —dijo Sansum, insinuando con poco tacto que Arturo era la causa de la guerra y que si abandonara Dumnonia, Gorfyddyd quedaría satisfecho.
Arturo, lejos de ofenderse, limitóse a sonreir.
—Dumnonia necesita tus riquezas, obispo.
—Desdichadamente, no poseemos riqueza alguna —insistió, persignándose—. A Dios pongo por testigo, lord Arturo, de que nada poseemos.
Me acerqué al espino.
—Los monjes de Ivinium —dije, refiriéndome al monasterio situado a unas millas hacia el sur— son mejores jardineros que vos, obispo. —Desenvainé a Hywelbane y clavé la punta en la tierra, junto al triste arbolito—. Sería aconsejable trasplantar este espino sagrado y confiarlo al cuidado de la comunidad de Ivinium. Seguro que los monjes pagarían generosamente por tal privilegio.
—¡Y el espino estaría a salvo de los sajones! —añadió Arturo, muy inspirado—. Seguro que apruebas nuestra idea, obispo.
—Los monjes de Ivinium son unos ignorantes, señor —alegó Sansum agitando los brazos desesperadamente—, no saben sino musitar plegarias. Si sus señorías se dignan esperar en la iglesia, tal vez logre recoger algunas monedas para la causa.
—Adelante —dijo Arturo.
Nos condujeron a los tres al interior de la iglesia. Era un edificio sencillo con suelo de piedra, paredes de sillares y techo de vigas; un recinto oscuro, pues sólo unos pocos rayos de sol lograban colarse por las altas y estrechas ventanas donde los gorriones alborotaban y crecían algunos alhelíes. Al fondo de la nave había una mesa de piedra con un crucifijo. Nimue, que se había retirado la capucha de la cabeza, escupió al crucifijo; Arturo se acercó a la mesa y se sentó en el borde.
—No hago esto por placer, Derfel —me dijo.
—¿Qué placer podría hallarse en ello, señor?
—No conviene ofender a los dioses —respondió Arturo desanímado.
—Al parecer —terció Nimue desdeñosamente— este dios todo lo perdona. Más vale ofender a éste que a otro cualquiera.
Arturo sonrió. No llevaba más que un jubón, calzas, botas, la capa y a Excalibur; iba desprovisto de joyas y armadura pero exhalaba una autoridad indiscutible y, en esos momentos, un malestar evidente. Se quedó en silencio un momento y luego me miró. Nímue curioseaba en las pequeñas habitaciones del fondo de la iglesia, de modo que Arturo y yo estábamos solos.
—Tal vez si me fuera de Britania... —dijo.
—¿Y dejar Dumnonia en manos de Gorfyddyd?
—Con el tiempo Gorfyddyd colocaría a Mordred en el trono, y eso es lo único que importa.
—¿Eso dice él?
—Eso dice.
—¿Y qué otra cosa podría decir? —repliqué, consternado porque a mi señor se le pasara por la cabeza la idea del destierro—. Lo cierto es —añadí forzadamente— que Mordred sería vasallo de Gorfyddyd. ¿Por qué habría de colocarlo en el trono, en ese caso? ¿Por qué no poner en nuestro trono a un familiar suyo? Por ejemplo, a su hijo Cuneglas.
—Cuneglas es hombre de honor.
—Cuneglas hará cuanto le ordene su padre —contesté con sarcasmo—, y Gorfyddyd quiere ser rey supremo, lo cual significa que no querrá rivalizar con el heredero del anterior rey supremo. Por otra parte, ¿creéis que los druidas de Gorfyddyd dejarían reinar a una criatura tullida? Si os vais, mi señor, los días de Mordred están contados.
Arturo no respondió. Permaneció sentado con las manos en el borde de la mesa y la cabeza gacha, mirando al suelo. Sabía que yo tenía razón, de la misma forma que yo sabía que sólo él, de entre todos los señores de la guerra britanos, luchaba por Mordred. Los demás reinos no pretendían sino colocar en el trono de Dumnonía a uno de los suyos, y Ginebra en particular deseaba ver a Arturo en el codiciado trono.
—¿Acaso Ginebra...? —dijo mirándome.
—Sí —le interrumpí secamente, suponiendo que se refería a la ambición de Ginebra de coronarlo a él rey de Dumnonia; pero en realidad él pensaba en otra cosa muy distinta.
Se bajó de la mesa y empezó a dar cortos paseos de acá para allá.
—Comprendo tus sentimientos hacia Lanzarote —dijo, y me tomó por sorpresa—, pero considera lo que voy a decirte. Supón que hubieras sido rey de Benoic y que hubieras confiado en mi para salvar tu reino; sabes bien que yo había jurado defenderlo, y supón que yo no cumpliera mi palabra y Benoic quedara destruida. ¿Acaso no te invadiría la amargura? ¿No desconfiarías de todo y de todos? El rey Lanzarote ha sufrido grandemente, ¡y yo podía haberlo evitado! Quiero, si es que lo consigo, resarcírle de sus pérdidas. No puedo devolverle Benoic, pero tal vez podría entregarle otro reino.
—¿Cuál?
Sonrío con malicia. Tenía un plan trazado de principio a fin y disfrutaba sobremanera revelándomelo.
—Siluria —prosiguió—. Supongamos que derrotamos a Gorfyddyd y, con él, a Gundleus. Gundleus no tiene heredero, Derfel, de modo que si matamos a Gorfyddyd, queda un trono vacante. Nosotros tenemos un rey sin trono y ellos tienen un trono sin rey. Y lo que es mejor, ¡nuestro rey no está casado! Si ofrecemos a Lanzarote como esposo de Ceinwyn, Gorfyddyd tendrá una hija reina y nosotros, un amigo en el trono. ¡La paz, Derfel! —Hablaba con el mismo entusiasmo de antaño, construyendo con palabras una visión maravillosa—. ¡La alianza! El matrimonio de unión que no llegué a hacer, pero que sería posible ahora. ¡Lanzarote y Ceinwyn! Para conseguirlo tan sólo hemos de matar a un hombre, a uno sólo.
Uno y todos los que hubieran de morir en la batalla, pensé, aunque no dije nada. Nos llegó el retumbar de un trueno desde el norte. Pensé que el dios Taranis nos vigilaba y deseé que se pusiera de nuestra parte. El cielo que asomaba por las diminutas ventanas era negro como la noche.
—¿Qué opinas? —me preguntó Arturo.
No había contestado porque la boda entre Ceinwyn y Lanzarote me parecía un pensamiento tan amargo que no me fiaba de mi propio criterio, y hube de obligarme a decir algo apropiado.
—Antes tenemos que comprar a los sajones y vencer a Gorfyddyd —dije agriamente.
—¿Y en caso de conseguirlo? —insistió con impaciencia, como sí mis objeciones fueran obstáculos sin importancia.
Me encogí de hombros dando a entender que no era yo quién para opinar sobre un matrimonio de alianza.
—Lanzarote lo aprueba —prosiguió Arturo—, y también su madre. A Ginebra le parece bien, naturalmente, pues a ella se debe la idea de unir a Ceinwyn con Lanzarote. ¡Qué mujer tan inteligente! ¡Qué inteligente! —Sonrió, como siempre que pensaba en su esposa.
—Pero ni siquiera vuestra esposa, por inteligente que sea —ose decir—, puede imponer iniciados para los misterios de Mitra.
Arturo sacudió la cabeza bruscamente como si le hubiera golpeado.
—¡Mitra! —dijo furioso—. ¿Por qué no puede ser iniciado Lanzarote?
—Porque es cobarde —repliqué con desprecio, incapaz de ocultar la rabia por más tiempo.
—Boores afirma lo contrario, y varios hombres más —contestó Arturo en tono desafiante.
—Preguntad a Galahad o a vuestro primo Culhwch.
La lluvia repiqueteó de pronto en el tejado y al cabo de un momento empezaron a caer gotas por el antepecho de las altas ventanas. Nimue apareció en el arco de la puerta que había junto a la mesa de piedra y volvió a cubrirse con la capucha.
—Si Lanzarote da prueba de valor, ¿accederás? —me preguntó Arturo al cabo.
—Si Lanzarote da muestras de ser un guerrero, señor, accederé. Pero creía que en estos momentos era guardián de vuestro palacio.
—Su deseo es permanecer al mando de Durnovaría solo en tanto sana su mano herida —dijo Arturo—, pero si lucha, ¿lo aceptarás para los misterios de Mitra, Derfel?
—Si lucha bien, sí —prometí de mala gana.
Tenía la seguridad de que no habría de cumplir esa promesa.
—Bien —respondió Arturo, satisfecho como siempre de haber encontrado la fórmula del acuerdo.
Después se volvió hacia la puerta, que acababa de abrirse con un golpe, empujada por una corriente de aire preñado de lluvia y por la mano de Sansum, que entró corriendo seguido de dos monjes. Éstos llevaban sendas bolsas de cuero, muy pequeñas.
Sansum avanzó por el pasillo sacudiéndose el agua de las ropas.
—Hemos buscado y rebuscado, señor —dijo sin aliento—, lo hemos revuelto todo y hemos reunido las escasas riquezas que posee nuestra mísera casa, tesoros que ahora depositamos a vuestros pies humildemente, mal que nos pese. —Hizo un gesto de resignación con la cabeza—. A consecuencia de nuestra generosidad padeceremos hambre toda la estación, pero donde manda espada, nosotros, humildes siervos del Señor, nos vemos obligados a obedecer.
Los monjes vaciaron las dos bolsas de cuero sobre las piedras del suelo. Una moneda rodó hasta que la detuve con el pie.
—¡Oro del emperador Adriano! —dijo Sansum, refiriéndose a la moneda.
La recogí. Era un sestercio de cobre con el busto del emperador Adriano en una cara y una imagen de Britania, con el tridente y el escudo, en la otra. Doblé la moneda con dos dedos y se la arrojé a Sansum.
—Oro falso, obispo —le dije.
El resto no era mejor. Había unas cuantas monedas gastadas, de cobre en su mayoría, y algunas de plata, lingotes de hierro de los que circulaban a modo de moneda de cambio, un broche de oro bajo y unos cuantos eslabones finos de una cadena rota. En total, no valdría más de doce monedas de oro.
—¿Esto es todo? —preguntó Arturo.
—¡Repartimos con los pobres, señor! —arguyó Sansum—. Aunque, si vuestra necesidad es tan perentoria, podría añadir esto. —Enseñó la cruz de oro que llevaba sobre el pecho. La cruz maciza y la gruesa cadena debían de valer unas cuarenta o cincuenta monedas de oro, y el obispo se las ofreció a Arturo con reticencia—. ¿Puedo considerarlo un préstamo personal para vuestra guerra, señor? —dijo.
Cuando Arturo iba a tomar los dos objetos, el obispo retiró la mano bruscamente.
—Señor —dijo, bajando la voz de modo que sólo Arturo le oyera—. El año pasado fui víctima de un trato injusto. Por el préstamo de esta cadena —dijo retorciéndola para que los eslabones entrechocaran y tintinearan— pediría que el nombramiento de capellán personal del rey Mordred sea llevado a efecto. Mi sitio está junto al rey, señor, no aquí, en estas marismas pestilentes.
Antes de que Arturo tuviera tiempo de responder, se abrió de nuevo la puerta de la iglesia; Issa, empapado hasta los huesos, entró en el recinto arrastrando los pies. Sansum se volvió furioso hacia el recién llegado.