Read El rey del invierno Online
Authors: Bernard Cornwell
—Vete nadando por el río —le dije—. Sabes nadar,¿verdad?
—Si tu mueres aquí, Derfel —dijo levantando la mano izquierda, la de la cicatriz—, yo también.
—Tienes que...
—Calla, eso es lo que tú tienes que hacer. —Se puso de puntillas y me besó en la boca—. Mata a Gundleus antes de morir, hazlo por mí —me rogó.
Uno de nuestros lanceros empezó a cantar la canción de muerte de Weriinna y los demás nos unimos a la lenta y triste melodía. Cavan, el manto ennegrecido de sangre, golpeaba con una piedra el encaje de la punta de la lanza para ajustarla a la vara.
—Nunca pensé que terminaría así —le dije.
—Ni yo, señor —me contestó, levantando la mirada.
Hasta la cola de lobo tenía empapada de sangre, y el yelmo hendido. Un vendaje de trapo le envolvía el muslo izquierdo.
—Creí que tenía buena suerte —dije—, siempre lo creí, aunque eso debemos de creerlo todos.
—No todos, señor, pero si los mejores jefes.
Se lo agradecí con una sonrisa.
—Me habría gustado ver el sueño de Arturo hecho realidad —añadí.
—Los guerreros nos quedaríamos sin ocupación, si así fuera —replicó Cavan, adusto como de costumbre—. Todos seríamos administradores o campesinos. Tal vez sea mejor como es. Un último combate y... al otro mundo, a servir a Mitra. Allí lo pasaremos bien, señor. Mujeres de carnes generosas, buenas peleas, hidromiel fuerte y oro para siempre.
—Me alegraré de tenerte allí por compañero —le dije, aunque no sentía el menor atisbo de alegría.
No quería irme al otro mundo todavía, no mientras Ceinwyn viviera aun en éste. Apreté la armadura contra el pecho a la altura del broche hasta que lo noté y pensé en el delirio que nunca seria posible. Pronuncié su nombre en voz alta y Canvan me miró confuso. Estaba enamorado y moriría sin siquiera haber tomado la mano de mi amada y sin volver a ver su rostro.
Luego hube de olvidarme de Ceinwyn porque los Escudos Negros de Demetia, en vez de rodear la valía, habían decidido cruzarla directamente arriesgándose al castigo de los espíritus, y enseguida comprendí por qué. Apareció un druida en la loma guiándolos por entre los espíritus. Nimue vino a mi lado y contempló la ladera por donde descendía una silueta de gran estatura y largas piernas, con túnica y capucha blancas, tras la cual descendían los irlandeses, y tras sus lanzas y escudos, el ejército de leva de Powys pertrechado con arcos, azadones, hachas, lanzas, palos y horcas.
Mis hombres dejaron de cantar, apretaron las lanzas en la mano y unieron los extremos de sus escudos para hacer más compacta la barrera defensiva. El enemigo, que ya había formado en orden de ataque, volvióse a contemplar al druida, que traía consigo a los irlandeses. Iorweth y Tanaburs salieron a recibirlo, pero el recién llegado les hizo seña con su larga vara de que se apartaran del camino y luego se retiró la capucha; entonces vimos su luengas barbas trenzadas y su cabello recogido en una cola con cinta negra. Era Merlín.
Nimue gritó al verlo y echó a correr a su encuentro. El enemigo le abrió paso, y de igual forma se apartaron al paso de Merlín, que avanzaba hacia ella. Los druidas podían moverse a su albedrío incluso en medio de un campo de batalla, y aquel druida era el más famoso y poderoso de toda la tierra. Nimue siguió corriendo y Merlín abrió los brazos para acogerla; la felicidad del esperado reencuentro la hizo sollozar y lo abrazó con sus delgados brazos blancos. Sentí una alegría repentina por ella.
Merlín la tomó con un brazo por los hombros y siguio caminando hacia nosotros. Gorfyddyd había observado la llegada del druida y corrió al galope hacia nuestra parte del campo de batalla. Merlín lo saludó levantando la vara, pero no respondió a sus preguntas. La banda irlandesa se detuvo al pie de la montaña y los guerreros formaron su temible barrera de escudos
negros.
Merlín se dirigió hacia mi, igual que el día en que me salvó la vida en Caer Sws, avanzando con fría e imponente majestad. Su rostro oscuro no sonreía, no había rastro de alegría en sus ojos profundos, sino una expresión de furia feroz que me hizo postrarme de hinojos e inclinar la cabeza ante él. Secundóme Sagramor y, súbitamente, nuestra destrozada banda de lanceros en pleno se arrodilló ante el druida.
Merlín alargó la lanza y tocó en los hombros primero a Sagramor y después a mi.
—Alzaos —dijo en voz baja y severa, antes de volverse hacia el enemigo.
Soltó a Nimue y levantó la negra vara con ambas manos por encima de su cabeza tonsurada. Quedóse mirando fijamente el ejército de Gorfyddyd y bajó la vara lentamente, y fue tal la autoridad de su rostro antiguo y alargado y de su gesto lento y seguro que también el enemigo en pleno se postró ante él. Sólo los dos druidas permanecieron de pie, y los pocos jinetes en sus
caballos.
—He pasado siete años —dijo Merlín con una voz que resonó claramente por todo el valle, hasta el mismo centro, de modo que Arturo y sus hombres lo oyeron— errando en pos de la sabiduría de Britania para recuperar el poder de nuestros antepasados, el que abandonamos cuando llegaron los romanos. He buscado los objetos que han de devolver esta tierra a sus verdaderos dioses, a sus propios dioses, a nuestros dioses, los que nos crearon y a los que hemos de convencer para que regresen y nos asistan. —Hablaba despacio y con palabras sencillas para que todos oyeran y entendieran—. Ahora necesito ayuda. Necesito hombres con espadas, hombres con lanzas, hombres de corazón valiente que vengan conmigo a tierras enemigas a rescatar el último tesoro de Britania. Busco la olía de Clyddno Eiddyn. La olla es nuestro poder, el poder que perdimos, la última esperanza de volver a hacer de Britania la isla de los dioses. No os prometo sino duras contiendas ni más recompensa que la muerte, ni más alimento que amargura ni más bebida que hiel; a cambio pido vuestras espadas y vuestras vidas. ¿Quién me acompaña a buscar la olla?
Formuló la pregunta bruscamente. Esperábamos que hablase del derramamiento de sangre que había teñido de rojo el verde valle, pero pasó por alto el cruento enfrentamiento como detalle irrelevante, casi como si no se hubiera dado cuenta de que había irrumpido en medio de un campo de batalla.
—¿Quién me acompaña? —insistió.
—¡Lord Merlín! —gritó Gorfyddyd antes de que hombre alguno respondiera. El rey enemigo se abrió paso a caballo entre las filas de hombres arrodillados—. ¡Lord Merlín! —repitió con tono furioso y con expresíon amarga.
—Gorfyddyd —respondió Merlín.
—¿Vuestra misión de la olla podría esperar una breve hora? —inquirió Gorfyddyd sarcásticamente.
—Puede esperar un año, Gorfyddyd ap Cadeil. Puede esperar cinco años. Puede esperar eternamente, pero no es aconsejable.
Gorfyddyd llevó el caballo al pasillo abierto entre las dos barreras de escudos. El druida ponía en peligro su gran victoria y su derecho a proclamarse rey supremo, de modo que hizo virar al caballo hacia sus hombres, se apartó los protectores de las mejillas de su yelmo alado y levantó la voz.
—Tiempo habrá de reunir lanzas para la búsqueda de la olla —dijo a sus hombres—; antes habéis de castigar al protector de la ramera y saciar la sed de vuestras lanzas en el espíritu de sus hombres. Estoy obligado por un juramento y no permitiré que hombre alguno, ni siquiera lord Merlín, impida el cumplimiento de mi palabra. No puede haber paz ni olla mientras el amante de esa ramera continúe con vida. —Volvióse a mirar al mago—. ¿Pretendéis salvar la vida al amante de la ramera iniciando esa búsqueda?
—Gorfyddyd ap Cadell —replicó Merlín—, nada me importaría que la tierra se abriera y se tragara a Arturo con su ejército. Y a vos mismo, de paso.
—¡Entonces, a la lucha! —gritó Gorfyddyd, y con su uníco brazo desenvainó la espada—. Estos hombres —dijo dirigiéndose a los suyos pero señalando nuestras enseñas— son vuestros. Sus tierras, sus rebaños, su oro y sus hogares son para vosotros. Sus mujeres y sus hijas son vuestras rameras a partir de ahora. Os habéis enfrentado con ellos hasta aquí, ¿los dejaréis escapar ahora? La olla no desaparecerá con sus vidas, pero vuestra victoria si, si no terminamos lo que vinimos a hacer. ¡A la lucha!
Tras un instante de silencio, los ejércitos de Gorfyddyd se pusieron en pie y comenzaron a golpear las lanzas contra los escudos. Gorfyddyd echó a Merlín una mirada triunfadora, hincó los talones al caballo y volvió entre sus clamorosas filas.
Merlín se dirigió a Sagramor y a mí.
—Los irlandeses Escudos Negros —dijo sin darle importancia— están de vuestra parte. He hablado con ellos. Atacarán a los hombres de Gorfyddyd y obtendréis una gran victoria. Que los dioses os concedan fuerza.
Dio media vuelta, tomó a Nimue por los hombros y se alejó entre las filas enemigas, que se apartaron para dejarles pasar.
—¡Al menos lo habéis intentado! —le gritó Gorfyddyd.
El rey de Powys estaba a las puertas de su gran victoria, el vértigo de semejante perspectiva le había prestado confianza para desafiar al druida, pero Merlín desoyó el alarde jactancioso del rey y se alejó en compañía de Tanaburs e Iorweth.
Issa me trajo el yelmo de Arturo y volví a ponérmelo, satisfecho de la protección que me proporcionaría en los últimos momentos de la batalla.
El enemigo reordenó su barrera de escudos. Pocos insultos se oyeron en esta ocasión, pues pocos hombres conservaban aún energías para algo más que prestarse a la inminente carnicería a orillas del río. Gorfyddyd, por vez primera en toda la jornada, desmontó y se situó en primera línea. No tenía escudo, pero aun así dirigiría el último asalto, en el que habría de aplastar el poder de su odiado enemigo. Levantó la espada, la mantuvo en alto unos segundos y la bajó.
El enemigo se lanzó a la carga.
Salimos a su encuentro adelantando escudos y lanzas y las dos barreras chocaron con un estrépito horrísono. Gorfyddyd intentó traspasar el escudo de Arturo con la espada, pero detuve el golpe desviándolo y ataqué con Hywelbane. La espada rebotó en su yelmo y cortó una de sus alas de águila; quedamos pegados uno a otro, restringidos nuestros movimientos por la presión de los hombres que empujaban desde atras.
—¡Empujad! —gritó Gorfyddyd a sus hombres, y me escupió por encima del escudo—. Tu amante de la ramera —me dijo sobreponiéndose al fragor de la batalla— se oculta mientras tú combates.
—No es ramera, lord rey —le dije, e intenté librar a Hywebane para encajarle un golpe, pero el acero estaba inmovilizado entre los escudos y los hombres.
—Aceptó todo el oro que le di —dijo Gorfyddyd—, y yo no pago a las mujeres si no abren las piernas.
Traté de pincharle los pies, pero la espada rebotó contra el faldón de su armadura. Rióse el rey de mi intento fallido y escupióme una vez más; luego levantó la cabeza al oir un grito de guerra estremecedor.
Los irlandeses atacaban. Los Escudos Negros de Oengus Mac Airem siempre cargaban con un grito ululante, un grito de guerra terrorífico que parecía surgir de una complacencia inhumana en la carnicería. Gorfyddyd gritaba a sus hombres que empujaran e hincaran las armas, que rompieran nuestra diminuta barrera, y durante unos segundos los hombres de Powys y Siluria nos golpearon con inusitado frenesí creyendo que los Escudos Negros acudían en su ayuda; pero otros gritos de las filas de retaguardia les advirtieron de la traición de los Escudos Negros, pues habían cambiado de bando. Los irlandeses entraron a cuchillo entre las filas de Gorfyddyd; sus largas lanzas daban fácilmente en el blanco, y de súbito, a gran velocidad, los hombres de Gorfyddyd empezaron a caer como el agua de un pellejo agujereado.
El pánico y el miedo ensombrecieron el rostro de Gorfyddyd por un momento.
—¡Rendios, lord rey! —le grité, pero sus guardias encontraron un hueco por donde atacar con espada, y mientras yo me defendía desesperadamente, perdí de vista al rey por unos segundos; al cabo, Issa me dijo a gritos que habían herido a Gorfyddyd.
Hallábase Galahad a mi lado, atacando y parando golpes cuando de pronto, como por ensalmo, el enemigo empezó a huir. Nuestros hombres se lanzaron en persecución de los soldados de Powys y Siluria y, junto con los Escudos Negros, los arrearon como si fueran ovejas hacia el lugar donde esperaban Arturo y sus jinetes para acabar con ellos. Busqué a Gundleus y lo vi una vez entre una muchedumbre que corría, cubierta de barro y sangre; luego lo perdí de vista.
Harto había visto el valle la muerte aquel día, pero en aquel momento hubo de ver la masacre total, pues nada propicia la carnicería como el enemigo rompiendo filas. Arturo intentó impedirlo, pero nada habría podido detener semejante avalancha de furor desatado; los jinetes cabalgaban como dioses vengadores entre la multitud aterrorizada y nosotros perseguíamos y abatíamos a los fugitivos en una orgia de sangre. Muchos enemigos lograron escapar a los caballos y ponerse a salvo al otro lado del vado, pero muchos más se vieron obligados a refugiarse en la aldea, donde por fin tuvieron tiempo y espacio para formar una nueva barrera de escudos. Entonces fueron ellos los que quedaron rodeados. Cuando nos detuvimos alrededor de la aldea, la luz de la tarde caía sobre el valle tiñendo los árboles con los primeros rayos pálidos y amarillos de aquel largo y sangriento día. Jadeábamos y nuestras espadas y lanzas chorreaban sangre.
Arturo, con la espada tan roja como la mía, desmontó cansado de Llamrei. La yegua negra estaba blanca de sudor, temblaba y tenía los claros ojos muy abiertos; Arturo estaba agotado en extremo a causa de la lucha desesperada. Había intentado una y otra vez cruzar las líneas enemigas para llegar hasta nosotros; sus hombres contaban que después había luchado como un poseso de los dioses, aunque se diría que éstos le habían abandonado durante toda la larga tarde. En aquel momento, a pesar de ser el vencedor del día, abrazó a Sagramor y después a mí vivamente consternado.
—No he cumplido contigo, Derfel —me dijo—, no he cumplido contigo.
—¡Oh, no, señor! —repliqué—. Hemos vencido —dije señalando con la abollada y ensangrentada espada a los supervivientes de Gorfyddyd, congregados alrededor de la enseña del águila de su rey, que había caído en la trampa.
También se encontraba allí el zorro de Gundleus, pero ninguno de los monarcas estaba a la vista.
—No he cumplido —insistió—, no he conseguido traspasar la barrera. Eran demasiados.
Aquel fracaso le irritaba, pues bien sabía él cuán cerca habíamos estado de la más absoluta derrota. El hecho de que el enemigo hubiera logrado detener a sus renombrados guerreros ímpidiéndoles todo movimiento haciale sentirse verdaderamente derrotado, pues hubo de limitarse a contemplar cómo acababan con nosotros; pero se equivocaba. La victoria era suya, íntegramente suya; sólo él, de entre todos los hombres de Dumnonia y Gwent, mostró la confianza necesaria para presentar batalla. El combate no se desarrolló según lo había previsto Arturo. Tewdric nos nego apoyo y los caballos se vieron impotentes contra la barrera de escudos de Gundleus; pero aun así no dejaba de ser una victoria, y debida a una sola cosa: al coraje de Arturo en combatir por ella. Naturalmente, había que tener en cuenta la intervención de Merlín, pero el druida no quiso aceptarla nunca. El triunfo fue para Arturo y, aunque en aquel momento no era capaz sino de cubrirse de oprobio a si mismo, gracias a la victoria del valle del Lugg, la única que siempre despreció, Arturo consolidó por un tiempo su papel de gobernador de Britania. El Arturo de los poetas, el que agota la lengua de los bardos, aquél por cuyo regreso ruegan todos los hombres en estos días oscuros, revistióse de grandeza en aquella batalla caótica y dificultosa. En nuestros días, naturalmente, los poetas no cantan la verdad sobre el valle del Lugg. Hablan con palabras de victoria rotunda, como en las batallas posteriores, y tal vez no yerren adornando así su relato, pues en estos tiempos difíciles que corren necesitamos que Arturo sea un gran héroe desde el principio; aunque la verdad es que en aquellos primeros días era un ser vulnerable. Rigió los destinos de Dumnonia por obra de la muerte de Owain y el apoyo de Bedwin, pero a medida que transcurrían los años de guerra, cada vez eran más los que deseaban que se fuera. Gorfyddyd tenía partidarios en Dumnonia y, que Dios me perdone, muchos cristianos rogaban por la derrota de Arturo. Por ese motivo luchaba, porque se sabía harto débil como para no luchar. Arturo tenía que ofrecer una victoria o perderlo todo, y al final ganó, aunque no sin hallarse antes al filo del desastre.