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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (73 page)

Me detuve al borde del circulo. Las calaveras no formaban una valla de espíritus, pero de todos modos se percibía un poder temible en la disposición, como alas invisibles que batieran vigorosamente para confundirme. Pensé que si entraba en el circulo de calaveras, entraría en el campo de batalla de los dioses a contender contra cosas que ni siquiera imaginaba, y menos aún entendía. Tanaburs captó mi incertidumbre y sonrió triunfante.

—Tu madre es mía, sajón —se burló—, la hice mía, toda entera, en carne, sangre y espíritu, y así tú también eres mio también, porque naciste de la sangre y el dolor de mi cuerpo. —Movió la vara y me tocó el pecho con la luna de la punta—. ¿Quieres que te lleve hasta ella, sajón? Sabe que vives y un viaje de dos días te llevaría junto a ella. —Sonrió malévolamente—. Eres mio —gritó—. ¡Todo tú! Soy tu padre y tu madre, tu espíritu y tu vida. Estamos unidos en el útero de tu madre por la fórmula de la unidad y ahora eres hijo mio. ¡Pregúntaselo a ella! —Señaló a Nimue con la vara—. Ella conoce la fórmula.

Nimue no dijo nada, miraba torvamente a Gundleus mientras yo miraba los terribles ojos del druida. Aterrorizado por sus amenazas, no me atrevía a entrar en el circulo, cuando de pronto, en un instante de mareo, las escenas de aquella lejana noche revivieron en mí memoria como si acabaran de suceder la noche anterior. Oi los gritos de mi madre suplicando a los soldados para que me dejaran con ella y las carcajadas de los lanceros que le golpeaban la cabeza con la vara de la lanza, y vi al druida vociferante con la túnica de liebres y lunas y huesecillos en el pelo, que me cogía, me acariciaba y me decía que seria una ofrenda espléndida para los dioses. Todos los detalles acudieron a mi memoria. El druida me levantó, yo llamaba a mi madre a gritos, ella no podía socorrerme y el druida me condujo por entre los dos fuegos donde los guerreros bailaban y las mujeres gemían; me levantó por encima de su cabeza tonsurada y se acercó al borde del pozo, un circulo negro en la tierra rodeado de fuego, a cuyo poderoso resplandor distinguí la punta ensangrentada de una estaca que sobresalía de las entrañas del pozo, redondo y tenebroso. Los recuerdos eran serpientes dolorosas que me mordían el espíritu; vi los sanguinolentos restos de carne y piel que colgaban de la estaca iluminada y recordé el horror no entendido en toda su magnitud de los cuerpos desmembrados que culebreaban en lenta y dolorosa agonía hasta morir en las tinieblas sangrantes del pozo de la muerte de aquel druida. Y recordé que había vuelto a llamar a mi madre a gritos cuando Tanaburs me elevó hacia las estrellas y se preparó para entregarme a sus dioses. Por Gofannon, gritó, al tiempo que mi madre chillaba al ser violada, y yo también porque sabia que iba a morir. Por Lleullaw —continuó Tanaburs—. ¡Por Cernunnos, por Taranis, por Sucellos, por Bel! Y al pronunciar ese gran nombre en último lugar, me arrojó a la estaca de la muerte.

Y erró el tiro.

Mi madre no dejaba de gritar, y seguía gritando cuando salí del círculo de Tanaburs apartando las calaveras a puntapiés; los gritos de mi madre se mezclaron con el aullido del druida, y yo remedé su antiguo grito de muerte.

—¡Por Bel! —exclamé.

Clavé a Hywelbane y no erré el golpe. La hoja penetró en el hombro de Tanaburs, bajó hasta las costillas e, impulsada por la pura cólera sangrienta de mi espíritu, siguió abriendo el escuálido vientre del druida, se hundió en sus fétidas entrañas y lo dejó abierto en canal, reventado como un cadáver descompuesto. Ni por un instante dejé de gritar la angustia desgarradora de un niño al que se entrega al pozo de la muerte.

El circulo de calaveras se llenó de sangre y mis ojos, de lágrimas. Miré entonces al rey, el asesino del hijo de Ralla y de la madre de Mordred, el rey violador de Nimue, el que la privara de un ojo, y al recordar tanto sufrimiento, tomé a Hywelbane con las dos manos y saqué la hoja de un tirón de la despreciable podredumbre que tenía a los pies; pasé por encima del cadáver del druida para llevar la muerte a Gundleus.

—Es mío —me dijo Nimue a voces. Se había quitado el parche y su cuenca vacía parecía reír maliciosamente a la luz de las fogatas. Adelantóse con una sonrisa—. Eres mío —canturreó—, todo mio.

Y Gundleus empezó a gritar.

Tal vez en el otro mundo Norwenna oyera sus gritos y supiera que su hijo, su pequeño niño nacido en invierno, todavía era rey.

Nota Del Autor

No es extraño que la época artúrica de la historia británica se conozca con el nombre de los Tiempos Oscuros, pues contamos con escasa información sobre los hechos y las gentes de aquellos años. Ni siquiera podemos dar por sentado que Arturo existiera en realidad, aunque en lineas generales sí parece posible que un gran héroe británico llamado Arturo (Arthur, o Artur o Artorius) contuviera por un tiempo la invasión sajona en algún momento a lo largo de los primeros años del siglo VI.

Durante la década del 540 al 550 se escribió una historia sobre aquel conflicto, De Excidio et Conquestu Britanniae, de Gildas; podría esperarse que una obra de tales características constituyera una fuente de autoridad sobre las proezas de Arturo, pero Gildas ni siquiera lo nombra, argumento esgrimido con gusto por quienes discuten su existencia.

Con todo, existen algunas pruebas tempranas a favor de Arturo. En los documentos que nos han llegado de mediados del siglo VI, cuando Gildas escribía su historia, encontramos una cantidad sorprendente y atípica de hombres llamados Arturo, lo cual apunta hacia una moda repentina de bautizar a los hijos con el nombre de un hombre famoso y poderoso. Esta prueba no es concluyente, como tampoco lo es la más antigua referencia literaria a Arturo, cuando es nombrado de refilón en el gran poema épico Y Gododdin, escrito hacia el 600 para conmemorar una batalla entre los británicos del norte (una hueste alimentada con hidromiel) y los sajones, aunque muchos eruditos opinan que esa referencia a Arturo es una interpolación tardía.

Después de esa única y oscura referencia en Y Gododdin, tenemos que esperar doscientos años para que la historia de Arturo se recoja en unas crónicas, un lapso de tiempo tan largo que debilita la credibilidad de la prueba, aunque Nennius, que compiló la historia de los britanos en los últimos años del siglo VIII, habla mucho de la figura de Arturo. Nennius nunca lo llama rey, sino que lo describe como Dux Bellorum, general de batallas, titulo que he adaptado con el nombre de señor de la guerra. Es muy posible que Nennius se inspirara en antiguos relatos populares, fuente inagotable en que bebían las cada vez más numerosas historias sobre Arturo, que alcanzaron su punto culminante en el siglo XII, cuando dos escritores, en paises diferentes, convirtieron a Arturo en un héroe eterno. En Bretaña, Geoffrey de Monmouth escribió la maravillosa y mítica Historia Regum Britanniae, y en Francia el poeta Chrétien de Troyes añadió a la real mezcla, entre otras cosas, a Lanzarote y Camelot. Aunque el nombre de Camelot haya sido pura invención (o una adaptación arbitraria del nombre romano de Colchester, Camulodunum), es casi seguro que Chrétien de Troyes se inspirase en los mitos bretones, que tal vez conservaran, como las historias populares galesas que irrigan el relato de Geoffry, recuerdos auténticos de un héroe del pasado. Más tarde, en el siglo XV, sir Thomas Malory escribió Le Morte d’Arthur, que es la versión principal de nuestra flamante leyenda de Arturo, con Santo Grial, mesa redonda, gráciles doncellas, bestias mitológicas, magos poderosos y espadas mágicas.

Probablemente es imposible desenredar tan prolija tradición para desentrañar la verdad sobre Arturo, aunque son muchos los que lo han intentado y muchos los que, sin duda, lo intentarán. Se dice que Arturo era de la Britania septentrional, de Essex y de las tierras occidentales. Un estudio reciente lo identifica positivamente como un gobernador galés llamado Owain Ddantgwyn, pero, como indican los autores, no hay documentos sobre Owain Ddantgwyn, por lo cual tampoco sirve de gran cosa. Camelot se ha situado en varios lugares, como Carlisle, Winchester, South Cadbury o Colchester, entre otros. Respecto a la ubicación geográfica, en el mejor de los casos he actuado a capricho, basándome en la certeza de que la auténtica respuesta no existe. He inventado para Camelot el nombre de Caer Cadarn y la he situado en South Cadbury, Somerset, no porque me parezca la ubicación más acertada (aunque tampoco me parece la más peregrina), sino porque conozco y aprecio esa parte de Gran Bretaña. Por más que indaguemos, lo único deducible de la historia es que un tal Arturo vivió seguramente entre los siglos V y VI, que fue un gran señor de la guerra aunque nunca llegara a ser rey y que sus batallas más señaladas tuvieron lugar contra los odiados invasores sajones.

Sabemos muy poco sobre Arturo, pero estamos en condiciones de inferir gran cantidad de información de los tiempos en que seguramente vivió. La Britania de los siglos V y VI había de

ser un lugar horroroso. Los protectores romanos abandonaron la isla a principios del siglo V dejando a los britanos romanizados rodeados de feroces enemigos. Del oeste llegaron los saqueos de los irlandeses, celtas parientes cercanos de los británicos, pero invasores y colonizadores que los esclavizaban. Al norte se encontraba el extraño pueblo de las Tierras Altas de Escocia, siempre dispuesto a organizar incursiones destructivas en el sur; pero ninguno de estos enemigos era tan temido y odiado como los sajones, que primero hicieron incursiones, después colonizaron, más tarde se apoderaron de la parte oriental de Britania, y que, con el tiempo llegaron a apoderarse también del centro de Britania y la rebautizaron con el nombre de Inglaterra.

Los britanos que se enfrentaron a dichos enemigos no estaban unidos entre si. Al parecer, empleaban tanta energía en luchar unos contra otros como en resistir a los invasores, y sin duda también estarían divididos ideológicamente. Los romanos les habían legado leyes, industria, cultura y religión, pero tal herencia debió de encontrar la oposición de las numerosas tradiciones nativas, suprimidas violentamente durante la larga ocupación romana pero nunca aniquiladas por completo; la principal de estas tradiciones era el druidismo. Los romanos aplastaron el druidismo por su íntima vinculación con el nacionalismo británico y su consiguiente carácter antirromano e introdujeron en su lugar un fárrago de religiones diversas, entre ellas el cristianismo, naturalmente. Según los expertos, el cristianismo debía de estar muy extendido en la Britania posromana (aunque un cristianismo muy diferente del que conocemos hoy en día), pero sin duda el paganismo no había desaparecido, sobre todo en el campo (pagano proviene del vocablo latino para designar a las gentes del campo), y con la caída del Estado posromano, hombres y mujeres se aferrarían desesperadamente a cualquier esperanza de vida sobrenatural que se les ofreciera. Un erudito al menos ha apuntado la idea de que el cristianismo toleraba los restos de druidismo británico y que ambos credos coexistieron pacíficamente, aunque la tolerancia nunca ha sido la cualidad más relevante de la Iglesia, y personalmente pongo en duda tales conclusiones. Creo que las disensiones religiosas convulsionaban la Britania de Arturo tanto como las invasiones y la política. Con el tiempo, claro está, las historias de Arturo sufrieron una fuerte cristianización, sobre todo en lo tocante al Santo Grial, aunque seria licito poner en duda que Arturo conociera la existencia de dicho cáliz. No obstante, las leyendas en torno a la búsqueda del Santo Grial no tienen por qué ser íntegramente inventos posteriores, pues guardan semejanzas asombrosas con leyendas populares celtas de guerreros que buscaban ollas; leyendas paganas que más tarde, igual que tantas cosas de la mitología artúrica, fueron piadosamente barnizadas por autores cristianos, borrando así la tradición artúrica, mucho más antigua, que ahora sólo existe en algunas antiguas y oscuras vidas de santos celtas. Dicha tradición, sorprendentemente, retrata a Arturo como villano y enemigo del cristianismo. Al parecer, la Iglesia celta no veía a Arturo con buenos ojos, tal vez porque, tal como parecen indicar las vidas de santos, Arturo tomara dinero de la Iglesia para financiar sus guerras, lo cual explicaría por qué Gildas, sacerdote y el contemporáneo más cercano a la época de Arturo, no le reconoce mérito alguno en las victorias británicas que contuvieron temporalmente el avance sajón.

El Santo Espino habría existido en Ynys Wydryn (Glastonbury) si damos crédito a la leyenda según la cual José de Arimatea llevó el Santo Grial a Glastonbury en el año 63, aunque en realidad dicha historia nace en el siglo XII, y sospecho que el hecho de incluir el espino en El rey de invierno es uno de los varios anacronismos que me he permitido a propósito. Cuando empecé a escribir el libro tomé la determinación de excluir todos los anacronismos, incluidos los adornos de Chrétien de Troyes; pero tanto rigor purista me habría obligado a suprimir a Lanzarote, a Galahad y a Excalibur, amén de Camelot, además de figuras como Merlín, Morgana y Nimue. ¿Existió Merlín? Las pruebas documentales son aún menos convincentes que las relativas a Arturo, y es muy improbable que ambos coincidieran en el tiempo; pero son inseparables y me pareció imposible dejar a Merlín de lado. No obstante, podría haber prescindido de muchos otros anacronismos, como la cota maclada de Arturo en el siglo V, o la lanza medieval. No tendría mesa redonda, aunque sus guerreros (que no caballeros), siguiendo el estilo celta, habrían celebrado sus festines sentados en corro en el suelo. Los castillos serian de barro y madera, no de piedra, altos y con torres. Y dudo mucho, por desgracia, de que un brazo místico y mágico, cubierto con una manga blanca con brocado de seda, emergiera de un lago neblinoso para llevarse su espada a la eternidad, aunque si tenemos prácticamente la certeza de que los tesoros personales de cualquier gran guerrero, en el momento de su muerte, eran arrojados a un lago como ofrenda postrera a los dioses.

Muchos nombres de los personajes del libro han sido extraídos de documentos de los siglos V y VI, pero de las gentes que tenían esos nombres no sabemos prácticamente nada, porque es muy poco lo que sabemos de los reinos de la Britania posromana; las historias modernas no se ponen de acuerdo siquiera en el número de reinos ni en sus nombres. Dumnonía existió, y también Powys, mientras que el narrador de la historia, Derfel (pronunciado Dervel, como en el habla galesa), es un guerrero de Arturo de algunos de los relatos más antiguos, y se dice que después fue monje, pero nada más hemos podido averiguar sobre él. Otros, como el obispo Sansum, existieron sin duda y todavía son conocidos hoy como santos, aunque parece que en aquellos tiempos se requería poquisima virtud para ser santo.

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