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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y los visitantes (7 page)

—Sí, para que podamos ir a comprar todos los días

A pesar de su modorra, Anton tuvo que reírse irónicamente.

—¿A comprar? Yo creía que tú ibas a hacer unas «vacaciones-aventura»..., recogiendo hierbas, pescando y todo eso...

—Bueno, sí... —dijo su padre alargando las palabras—. Tampoco tiene uno que hacerse la vida más difícil de lo imprescindible. Y por lo que te conozco, a ti también te gusta comer panecillos tiernos.

—¿Hay panecillos? —se alegró Anton, y salio rápidamente del saco de dormir.

Su padre le examinó extrañado.

—¡Oye.., pero si cuando nos fuimos a dormir tú tenías puesto el pijama! ¿Cómo es que ahora estás vestido?

—Yo..., eh..., es que tenía que hacer pis —dijo—. Y fuera hacía un frío que pelaba.

—¿Estuviste fuera de la cueva?

—¡Como que tenía que hacer pis...!

—¿Por qué no me despertaste?

—¿Despertarte? —Anton se rió—. ¿Crees que todavía necesito ayuda?... Además: lo intenté —dijo—, pero tú no te despertaste.

—¿De veras? —su padre se rió cortado—. Bueno, es que ayer fue un día agotador. No es extraño que uno duerma..., hummm..., ¡profundamente! ¡Y tú también has dormido como un campeón mundial! —añadió—. ¡Media hora más y me hubiera ido al castillo en ruinas sin ti!

—¿Al castillo en ruinas? —exclamó sobresaltado Anton.

—¡Sí! Y como no te des prisa iré yo solo a verlas.

—No, no —dijo rápidamente Anton—. ¡Voy contigo!

¡No podía permitir de ninguna manera que su padre husmeara él solo por las ruinas y, quizá, descubriera los ataúdes con los vampiros durmiendo!

Anton estaba ahora tan nervioso que sólo fue capaz de tragarse uno de los panecillos.

A instancias de su padre se guardó otro en el bolsillo del pantalón y después se marcharon.

La reina de las tinieblas

Hacía un día cálido y soleado, y los trinos de los pájaros llenaban el aire.

A Anton le pareció que incluso el castillo en ruinas no tenía ya un aspecto tan lúgubre... Más bien parecía el castillo de la Bella Durmiente del Bosque.

Se acordó de cómo Anna le había contado una vez el cuento de la Bella Durmiente del Bosque..., a su manera.

En el cuento de Anna, la Bella Durmiente era un bello y joven príncipe al que una princesa, que era vampiro, le hacía volver a la vida con un beso de vampiro.

¿Habría también en el castillo en ruinas una vieja torre con una pequeña puerta en cuya herradura hubiera una llave oxidada? ¿Y se abriría la puerta cuando Anton hiciera girar la llave? ¿Y vería entonces a una mujer con una rueca hilando lino?

¡Seguro que no! Si se encontrara con una mujer en las ruinas, se trataría sin duda de Tía Dorothee o Hildegard la Sedienta. Y ellas no necesitaban una rueca para sacarle la sangre...

Anton se estremeció. Por suerte era pleno día y los vampiros estaban durmiendo; aunque no un sueño de cien años como la Bella Durmiente... Pero hasta que anocheciera no serían ningún peligro para Anton y para su padre. Al contrario, mientras permanecieran dentro de sus ataúdes, los vampiros corrían el peligro de ser descubiertos.

Por ejemplo, por el padre de Anton, que parecía estar deseando llegar al castillo en ruinas.

—Oye, ¿por qué vas tan deprisa? —gruñó Anton. A él le dolían las piernas con cada paso que daba

Su padre se rió.

—El hombre de la tienda ha picado realmente mi curiosidad con sus historias sobre el castillo en ruinas —dijo.

—¿Qué clase de historias?

—Bueno, pues..., ha dicho que las ruinas estaban directamente unidas con el infierno

—¿Con el infierno?

—Sí. Y que las criaturas de las tinieblas se levantan por las noches desde el infierno para celebrar en el castillo en ruinas sus horribles fiestas. Habló de reuniones diabólicas y luces flameantes y de horrorosa música de órgano que a veces se puede oír por la noche.

—¿De verdad? —preguntó Anton costándole trabajo permanecer serio.

Criaturas de las tinieblas... ¡Aquella expresión les pegaba bien a los vampiros! Y que por las noches se levantan también era cierto, aunque no del infierno, sino de sus ataúdes. Y la música de órgano la había oído él mismo

—Y a todo el que se atreve a ir, aunque sólo de cerca del castillo en ruinas, se lo llevan al infierno —continuó diciendo el padre de Anton—. Por lo menos eso afirma el hombre de la tienda —puntualizó.

—¿Y el hombre ha visto también alguna vez a esas., criaturas de las tinieblas? —preguntó Anión.

—No. Dijo que él jamás pondría un pie en el Valle de la Amargura. Pero asegura que llevan abrigos negros y tienen la cara pálida como un cadáver.

—¿Y te ha contado alguna cosa más?

—Si. Que la reina de las tinieblas en persona ha subido del infierno al castillo en ruinas .., y que desde entonces hay cada vez más habitantes del pueblo que se sienten extrañamente cansados y sin fuerzas —se rió— Imagínate: la reina de las tinieblas entre los raídos muros..., en medio de nanas, serpientes y murciélagos!

Anton se rio irónicamente.

—¡A lo mejor a la reina le gustan los murciélagos!

Casi habían llegado al otro lado del valle. Ante ellos, en una loma, estaba el castillo en ruinas.

—Quizá deberíamos darnos la vuelta —murmuró Anton, a quien de repente le había entrado un miedo extraño.

—¿Darnos la vuelta? —exclamo su padre con perplejidad fingida—. ¿Es que te da miedo la reina de las tinieblas?

—No —gruñó Anton.

¿Cómo iba a explicarle a su padre que de repente tenía el presentimiento de que les iba a suceder algo malo si intentaban penetrar en los secretos del castillo?

—Po... podrían desprenderse piedras —dijo—. O se podría venir abajo una escalera...

—Seguro que no ocurrirá nada malo —repuso despreocupado su padre—. Y además, ¡nosotros queremos vivir alguna experiencia!, ¿no?

—¡Bajo tu responsabilidad!—advirtió Anton.

Por un pelo

Llegaron a la puerta del castillo, que, sorprendentemente, todavía se conservaba bien, mientras que las murallas, que antaño rodearon a modo de alto y fuerte muro defensivo el castillo, estaban casi derruidas por completo.

Anton rodeó la puerta del castillo y trepó por encima de los resquebrajados restos de muro.

Su padre, por el contrario, pareció encontrar emocionante atravesar la puerta del castillo.

Anton le oyó exclamar desde dentro:

—¡Aquí incluso está todavía el rastrillo de hierro!

Luego se oyó un ruido de cadenas que se arrastraban, un sonido chirriante y un gran estruendo.

—¡Maldita sea! ¡Por un pelo!

Aquélla era la voz de su padre.

«¡Típico de papá!», pensó Anton riéndose con ironía.

Pero cuando su padre salió pálido y muy asustado por la puerta del castillo y Anton vio la pesada reja de hierro, que ahora cerraba el paso, la risa se le quedó helada: los puntiagudos barrotes de hierro se habían metido en el suelo hasta una profundidad de varios centímetros. Si hubieran alcanzado a su padre...

—¡Mejor sería que regresáramos! —balbuceó Anton—. ¡Eso ha sido una advertencia!

—¿Una advertencia?

El padre de Anton se sacudió el polvo del pelo, y cuando consiguió quitarse también el susto de encima dijo con una marcada despreocupación:

—Ha ocurrido eso por imprudencia. No hubiera debido tirar de las herrumbrosas cadenas. —Con voz animosa añadió—: ¡Y no pongas esa cara de pena! ¡Nuestra aventura acaba de comenzar!

Anton apretó los labios y no dijo nada. ¿Qué otra cosa podía hacer si era evidente que su padre no estaba dispuesto a dejarse disuadir por nada —ni siquiera por el accidente de la reja— de visitar el castillo en ruinas?

Llegaron a un jardín salvaje. Anton también había estado allí la noche del baile de los vampiros..., junto con Anna. Habían salido al jardín por la gran puerta del edificio principal, y Anton, después del olor a podredumbre que había en el salón de la fiesta, había respirado agradecido el fresco aire nocturno.

Entonces Anna se echó de repente a llorar —¡de pura alegría!— y se marchó corriendo, y una voz oscura le había dicho a Anton desde el jardín: «¡Aquí estoy!».

Con un estremecimiento Anton miró hacia los avellanos. Sí, allí, guarecida en los avellanos, le había estado acechando Tía Dorothee la noche del baile de los vampiros, y que él no se hubiera convertido aquella noche en vampiro tenía que agradecérselo Anton únicamente al valor de Anna y a su rápida intervención. Y aquella noche, después de ponerse el sol, sería Anna quien le estaría esperando en los avellanos...

—¡Bueno, pues ya estamos en el imperio de la reina de las tinieblas! —le oyó decir divertido a su padre—. Sí, sí... Y realmente esto está tenebroso. ¡Pero más bien por lo que se refiere al estado en que se encuentra el castillo! ¡Pensar que estas ruinas fueron una vez un gran castillo con anchas murallas, adarves y torres de vigilancia!... Y ahora está todo tan venido abajo...

Justo en el momento de decir «venido abajo» se desprendió una piedra del muro del edificio principal y cayó al suelo.

A Anton se le paralizó la sangre en las venas, pero su padre dijo despreocupado:

—¿Lo ves? ¡Eso ha sido la prueba del triste estado en que se encuentra el castillo!

—No, eso ha sido la segunda advertencia —le contradijo Anton.

Su padre se rió.

—¡Anton, tú eres casi tan supersticioso como el vendedor de mapas de Larga Amargura! ¡Yo creo que vamos a tener que hablar de ello con el señor Schwartenfeger!

—Por mí —dijo Anton haciendo rechinar los dientes—. ¡Con tal que desaparezcamos de aquí inmediatamente...!

—No hasta que yo eche un vistazo al interior de este misterioso edificio —repuso el padre de Anton, y añadió—. Además, ¡me interesa saber si entre estos muros hay realmente un órgano!

Diciendo esto, se dirigió a la puerta de entrada y empujó hacia abajo el picaporte, que estaba cubierto de herrumbre. La puerta se abrió con un profundo chirrido.

El padre de Anton se rió

—Bueno, por esta puerta seguro que no ha pasado nadie desde hace veinte años

«¡Si tú supieras!», pensó Anton, y titubeando se encaminó a la caja de la escalera detrás de su padre.

Un singular rastro

Era una alta sala en la que no pasaban desapercibidas las señales de la decadencia. El techo tenía grandes agujeros por los que entraba la clara luz del día y el suelo estaba cubierto por una gruesa capa de piedras y escombros. De la alta y elevada escalera que antiguamente conducía a la planta superior solamente quedaban ya los escalones inferiores, y las tres puertas que servían de entrada al interior del castillo colgaban de sus goznes podridas y torcidas.

—Sería mejor que nos fuéramos —dijo Anton— antes de que el techo se caiga del todo.

—¡Espera! —contestó su padre colocándose un dedo en los labios—. ¿No oyes nada?

—¿Qué es lo que tengo que oír?

—Hombre..., en un castillo en ruinas hay que oír ruidos terroríficos: gemidos y quejidos estremecedores..., pesados pasos..., el silbido de los espíritus que pasan volando...

—¿Espíritus?

—Chist... ¡No tan alto! ¡Primero tenemos que averiguar si hay alguien aquí además de nosotros!

—¿Si hay alguien más aquí? —respondió Anton—. ¡Seguro que no!

«Ni siquiera los vampiros», añadió para sí Anton..., cuando, de repente, descubrió un singular rastro. Parecía como si hubieran arrastrado por la escalera un objeto ancho y pesado; por ejemplo... ¡un ataúd!

¡Y aquel rastro conducía directamente a la escalera del sótano!

Sorprendido y confuso, Anton lo siguió con los ojos. ¿No había dicho Anna que los vampiros se habían alojado en una de las alas del castillo en ruinas? ¿No se habrían trasladado entretanto allí, al edificio principal?

En cualquier caso, Anton tenía que procurar que su padre no bajara de ninguna manera al sótano, pues nueve ataúdes en un mismo sitio —y Anton sabía que los vampiros nunca se separaban— haría desconfiar hasta a su padre. ¿Y qué podría pasar entonces?... ¡No, Anton no quería ni imaginárselo siquiera!

Por suerte su padre no parecía atribuir absolutamente ninguna importancia al rastro... O, por el contrario, ni siquiera se había dado cuenta de él. Solamente dijo de buen humor:

—¡Esta escalera tendría que verla la señora Puvogel! ¡Entonces se daría usted cuenta de lo limpia que está siempre nuestra casa!

Anton permaneció serio..., a pesar de que tampoco él podía soportar a la señora Puvogel con su manía de la limpieza. Pero ahora lo único que le preocupaba era pensar en los vampiros...y en cómo se las podía apañar para alejar de allí a su padre.

—Tú..., tú querías ver el órgano, ¿no? —dijo—. Creo que yo sé dónde está.

—¿Tú?

—¡Sí!

Anton se dirigió decidido a la puerta central, pues creía acordarse de que la noche del baile de los vampiros había salido con Anna por aquella puerta.

—Oye, ¿y cómo es que estás tan seguro? —preguntó su padre detrás de él.

—Eh..., me da en la nariz —contestó.

—¿En la nariz? —su padre tosió fuertemente—. ¡Con este mal olor lo mejor sería tapársela!

Realmente la memoria de Anton no le había dejado en la estacada: después de andar un trecho llegaron a una gran sala vacía.

Anton examinó preocupado el suelo sembrado de cascotes..., pero no encontró ninguna huella de arrastre como la de la escalera.

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