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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y los visitantes (2 page)

Pero Anton no se alegraba absolutamente nada por las Navidades, y pensar en un abeto adornado bajo el cual hubiera regalos y en una familiar fiesta de Nochebuena con una sabrosa cena y con juegos lo único que le producía era dolor de estómago.

A Anna y a Rüdiger, sus mejores amigos, les esperaba quizá la peor fiesta de Nochebuena de su..., ejem..., vida. ¡Cómo iba Anton a poder estar contento y celebrarlo...!

Con la mano temblorosa escribió:

«Deseo que Anna y Rüdiger regresen. Que vuelvan a instalarse en su antigua cripta. Y que a Geiermeier y a Schnuppermaul los trasladen en el trabajo... ¡A un cementerio al otro extremo del mundo!»

Después de escribir aquello se sintió un poco mejor. Fue al armario y buscó bajo sus jerséis la vieja y agujereada capa de vampiro que Anna le había dado al despedirse.

«Esta se quedará en tu casa —había dicho ella—, para que no nos olvidemos el uno del otro.»

Desde entonces habían pasado ya muchas semanas y Anton no la había vuelto a ver ni una sola vez. Aquello ocurrió la noche siguiente al traslado de los vampiros al Valle de la Amargura. Anna tenía muchísima prisa y sólo le había informado de que todo había ido bien y de que ahora vivían en un ala del castillo en ruinas.

Llamaron.

Anton se levantó sobresaltado.

—¿Qué pasa? —exclamó de mal humor—. Todavía no he terminado la carta a Papá Noel.

Pero en lugar de obtener respuesta se repitió la llamada, y entonces Anton se dio cuenta de que no era la puerta. Alguien estaba llamando a su ventana suave y cautelosamente.

—¡Anna!

Reprimiendo un grito, Anton corrió hasta la ventana y echó a un lado las cortinas con tanta fuerza que el jarrón con las flores secas se cayó al suelo estrepitosamente.

Pero la figura vestida de negro que estaba allí fuera no era Anna. Sobre el alféizar de la ventana estaba Rüdiger, el pequeño vampiro, observando fijamente a Anton con una amistosa risa irónica y descubriendo al mismo tiempo sus afilados y fuertes colmillos.

Ver los dientes de vampiro, afilados como cuchillos, unido a la decepción de que no fuera Anna hizo que Anton se quedara paralizado. Entretanto, el vampiro golpeó impaciente repetidas veces el marco de madera.

—¡Eh, abre! ¿O es que quieres que me quede aquí congelado? —exclamó con voz amortiguada.

—¡No!

Anton, apocado, movió el pestillo y el pequeño vampiro entró de un salto en la habitación.

Tenía profundas ojeras y sus labios aparecían finos y pálidos... ¡auténticamente exangües!

Anton sintió que le corrían escalofríos. ¿No habría ido acaso Rüdiger a su casa a...?

—No te preocupes —dijo el vampiro con voz ronca—. Sólo quiero recoger la capa.

—¿La capa?

—Tía Dorothee ha decidido hacer inventario.

—¿Hacer inventario?

—Sí. Aproximadamente cada cinco años se le ocurre la idea de contar nuestras pertenencias. Pero esta vez ya quiere hacer inventario después de dos años. Como nos hemos trasladado...

—¿Y qué es lo que contáis?

—¡Todo! Nuestros ataúdes, las mantas guateadas, las almohadas, las capas, los impermeables, las medias, los zapatos, el tesoro de la familia, las velas, las cerillas...

—¿Las cerillas también? —exclamó desarmado Anton—. ¡Pues os podéis volver micos contando!

—¡Efectivamente! —dijo el vampiro con un suspiro—. Y luego Tía Dorothee hace listas de todo, ¡y como falte algo!... En el último inventario, Lumpi no pudo presentar su manta guateada. La había prestado y ya no sabía a quién. Tía Dorothee no le dejó en paz hasta que no encontró su manta guateada. Por cierto: la tenía Waldi el Malo... ¡Sí, y Anna me está haciendo ahora a mí exactamente igual que Tía Dorothee! —añadió lleno de rabia.

—¿Anna? ¿Cómo es eso?

—Por su culpa he tenido que volar el largo camino que hay del Valle de la Amargura hasta aquí... ¡Y sólo porque ella fue tan tonta que dejó en tu casa la capa de Tío Theodor!

—¿Tonta? —protestó Anton—. A mí me parece que fue muy amable por su parte.

El pequeño vampiro resopló despectivo.

—¡Anna se gana las simpatías y yo tengo el trabajo y las molestias!

—¿Por qué no ha venido la propia Anna? —preguntó Anton.

—¿De verdad quieres saberlo? —repuso el vampiro sonriendo irónicamente.

—Sí

—Bueno, pues es por motivos profesionales.

—¿Por motivos profesionales?

—Sí, es que... —el vampiro tosió ligeramente—, el cambio todavía le trae de cabeza.

—¿El cambio al Valle de la Amargura?

—¡Ese también!

Anton seguía sin entender qué era lo que quería decir.

—Pues, ¿qué otro cambio entonces?

Rüdiger le miró y se rió despóticamente.

—¡Comida y bebida, alabado sea Drácula! —exclamó.

De pronto, Anton comprendió cuál era el cambio que tenía que realizar Anna, que hasta hacía poco tiempo sólo había bebido leche.

Se puso del color de la ceniza.

El pequeño vampiro le observó muy divertido.

—¿Lo has entendido ahora?

—Sí —balbuceó Anton.

—Bien. ¡Dame de una vez la capa! ¿O es que acaso ya no la tienes?

—Sí, sí...

Con las piernas inseguras, Anton fue al armario y sacó la capa. Cuando tocó la áspera tela volvió a pensar en Anna... y en lo cariñosa que había sido la despedida. ¿Debía realmente desprenderse de la capa?

—Anna dijo que tenía que quedármela —empezó a decir vacilante—, como garantía de que nos volveremos a ver.

—Entonces lo único que tienes que hacer es esperar a que ella venga a visitarte —repuso el vampiro haciendo chocar significativamente sus largos colmillos.

A Anton le corrió un escalofrío helado.

—¡Eres un cerdo! —le dijo furioso.

—No, sólo tengo hambre —contestó el vampiro, y con un movimiento rapidísimo le arrancó de las manos la capa a Anton.

Se subió ágilmente al poyete de la ventana.

—¡Hasta pronto, Anton! —dijo, y se marchó de allí volando.

Anton corrió precipitadamente hacia la ventana.

—¿Cuándo? —le gritó al vampiro, pero Rüdiger ya no respondió. Anton vio cómo se iba haciendo cada vez más pequeño hasta desaparecer en la oscuridad.

La carta a Papá Noel

Volvieron a llamar, pero aquella vez fue a la puerta de la habitación. Anton consiguió cerrar la ventana justo antes de que entrara su madre.

—¿Qué, Anton? —preguntó echando una mirada curiosa al escritorio—. ¿Has terminado tu carta a Papá Noel?

Luego concibió sospechas.

—¡Ya vuelve a oler aquí tan..., tan agrio!

Anton puso cara huraña.

—¡Yo también estoy agrio! ¡Cada cinco minutos vienes y quieres algo de mí!

—Entonces, ¿has escrito ya un par de deseos? —preguntó acercándose al escritorio.

—¡Eh, no debes leer la hoja! —exclamó Anton..., pero demasiado tarde.

—«
Deseo que Anna y Rüdiger regresen.
—Leyó a media voz—.
Que vuelvan a instalarse en su antigua cripta...
»

No pudo seguir porque Anton agarró la hoja, la arrugó y se la metió en el bolsillo del pantalón.

Ella le miró fijamente con los ojos muy abiertos y sorprendidos.

—¿Ésta es tu carta a Papá Noel, Anton? —luego se rió—. ¡No, esto es sólo una broma tuya! Tú realmente tienes deseos completamente normales... ¡Como cualquier chico de tu edad!

—Ah, ¿eso es lo que crees? —preguntó Anton—. ¿Quieres que te diga qué es lo que deseo?

Ella asintió con la cabeza…

—Deseo tinta invisible... ¡y, además, quiero otra vez una llave para mi puerta!

Durante un instante su madre perdió el habla. Luego repuso fríamente:

—Tú sabes que papá y yo nunca cerramos nuestra habitación con llave. ¡Así que tú tampoco necesitas una llave!

Dicho esto salió violentamente de la habitación.

—Deseos normales... ¡Como cualquier chico de tu edad! —le hizo burla Anton—. ¡Cada vez que oigo eso...!

Se sentó al escritorio, cogió una hoja nueva y escribió:

«Carta a Papá Noel de Anton von Bohnsack el Furibundo.

Deseo:

Una capa de vampiro.

Una dentadura de vampiro (que la haga el dentista).

Unos leotardos de lana negros que no piquen.

Ropa interior negra.

Velas negras con portavelas.

Libros de vampiros, por lo menos unos diez.

Y un ataúd.»

Añadió aun un signo de admiración detrás de «Y un ataúd» Luego, satisfecho, se levantó para llevarles la hoja a sus padres.

Como esperaba Anton, su madre estuvo a punto de perder la serenidad cuando leyó los deseos.

—¡Menos mal que mañana tenemos la cita con el psicólogo! —dijo lanzando a Anton una mirada de mal augurio.

—¿Qué? ¿Al picoloco? —gritó Anton—. ¿No será para mí?

Su padre se rió de buena gana.

—No, sólo para mamá y yo.

—¡Pero de todas formas le enseñaré al señor Schwartenfeger tu carta a Papá Noel! —exclamó ella.

Anton sólo se rió irónicamente. Lo que dijera el picoloco no le daba ningún miedo.

—Quizá el señor Schwartenfeger quiera participar en el regalo —dijo— Los ataúdes tienen que ser muy caros...

Su madre le miró con gesto irritado.

—¡Como sigas portándote así, este año no haremos fiesta ninguna!

—¡Por mí ! —repuso Anton— Yo, de todas formas, no tengo ninguna gana.

¡Vaya sorpresa!

Pero a pesar de las amenazas de su madre, los preparativos de Navidad se pusieron en marcha..., exactamente igual que todos los años anteriores.

El padre de Anton hizo pastelitos de miel «sin azúcar, garantizado», como él aseguraba. La madre de Anton sacó del sótano el cajón de Navidad y colgó por toda la casa estrellas, ángeles y bolas de cristal. Hasta coloco encima de la cisterna del inodoro un nacimiento de madera... y cada vez que Anton tiraba de la cadena se caían un montón de burros, ovejas y pastores.

Lo único extraño fue que sus padres no volvieran a hablar de la carta a papá Noel..., como si hubiera detrás de ello algún plan; un plan que, posiblemente, habían urdido junto con el psicólogo. .

En su fuero interno, Anton se arrepentía de no haber anotado un par de deseos más. Por ejemplo, necesitaba urgentemente un par de zapatillas de deporte nuevas, y un chándal nuevo tampoco le habría venido mal. Y en una tienda había visto una estupenda cazadora de plumas y pantalones vaqueros de color negro con las costuras en rojo...

Pero tal como estaban ahora las cosas no le quedaba otro remedio que... ¡dejarse sorprender!

Y, así, llegó el 24 de diciembre. Por la mañana, mientras pintaba en su habitación un christma para sus padres, sintió una cierta alegría anticipada. Y mientras pintaba ángeles con diminutos y apenas visibles dientes de vampiro estuvo cavilando sobre qué regalos iría a recibir.

¿Acaso libros de vampiros?

¿O ropa interior de color negro?

Fuera como fuera, un ataúd seguro que no; de eso Anton estaba convencido. ¡Sin embargo, le parecía que tenía que ser muy excitante estar tendido dentro de un ataúd leyendo libros de vampiros a la luz de una vela! Además, también había ataúdes muy bonitos, ¿o no? ¡Pero a los mayores no les caían demasiado bien los vampiros, ni los ataúdes, ni todo lo relacionado con ellos!

Cuando por la tarde empezó a oscurecer, a Anton le llamaron para que fuera a la sala de estar. Ahora sí que estaba excitado, y palpitándole el corazón se puso delante del abeto, bajo el cual había muchos paquetes grandes y pequeños..., cuidadosamente envueltos, de tal forma que sólo se podía intuir su contenido.

Un paquete grande tenía un aspecto especialmente prometedor: como si contuviera una cazadora de plumas.

Completamente esperanzado, Anton tiró de la cuerda que ataba el envoltorio, que estaba demasiado fuerte.

Su padre le interrumpió:

—¡Es mejor que mires primero dentro del sobre!

—Las cartas las leeré después —repuso Anton.

—¡Pero es que hay un regalo dentro! —dijo la madre de Anton.

—¿Un regalo?

Agradablemente sorprendido, Anton cogió el pequeño sobre blanco. ¿Qué otro regalo podría haber dentro de un sobre que no fuera... dinero?

Bien es verdad que sus padres nunca le habían dado dinero por Navidad, pero al parecer habían cambiado de opinión. Y el dinero Anton siempre podía necesitarlo.

Pero en lugar de los esperados billetes Anton sacó del sobre una carta. En ella, con la letra de su padre, ponía:

«Vale por unas "vacaciones-acción". »

A canjear en las vacaciones de primavera.»

—¿Un vale? —preguntó incrédulo Anton, que ni siquiera intentó ocultar su decepción—. ¡Y yo que pensaba que era dinero...!

—¿Dinero?

Su madre jadeó indignada.

—¡Nosotros no somos de esos padres que regalan dinero a sus hijos!

Anton le dirigió de reojo una sombría mirada.

—¡Lástima!

—Bueno, ¿y sabes tú acaso qué son unas «vacaciones-acción»? —preguntó el padre.

Anton sacudió la cabeza.

—Pero ya me lo puedo suponer —gruñó—. Ponerse botas de cordones y hacer marchas..., exactamente igual que las estúpidas vacaciones en Pequeño Oldenbuttel.

Su padre se rió.

—Unas «vacaciones—acción» no tienen necesariamente por qué tener nada que ver con hacer marchas. ¡También se podría decir que son unas «vacaciones-aventura»!

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