—¿Y cuándo es el inventario?
—El 31 de diciembre.
—¿Precisamente el día de Nochevieja?
—El día de Nochevieja ningún vampiro puede abandonar la cripta.
—¿No? Pero... ¡entonces no podréis tirar petardos!
—¿Petardos? —gritó estridentemente Anna, y sus ojos centellearon de furia—. ¿Te refieres a esas cosas horribles que pegan silbidos y estallidos? ¡Uno de esos... proyectiles tuvo la culpa de que falleciera miserablemente Ena la Buena! ¡La alcanzó en el aire, prendió fuego en su capa, ella cayó desde lo alto y... —Anna sollozó— ...y se abrasó! ¡Pobre Ena!
—¿Se abrasó? —dijo sorprendido Anton. Para él hasta entonces los petardazos de Nochevieja habían sido solamente una diversión enorme, y nunca había pensado que pudieran ser peligrosos para los vampiros.
»Pues sí que lo tenéis difícil... —dijo compasivo—. ¡Ni siquiera podéis celebrar la Noche-vieja!
Pero Anna no puso, ni mucho menos, una cara tan triste.
—Según se mire —contestó—. Yo en cualquier caso, nunca te hubiera conocido si no...
Dejó sin terminar la frase, pero Anton ya había entendido qué era lo que ella quería decir.
Sintió que se le ponía un poco la carne de gallina Las palabras de Anna le habían recordado que hacía ya más de cien años que ella... ¡se había convertido en vampiro! ¡No, prefería no seguir pensando en ello!
—¡Por cierto: en las vacaciones de primavera voy a ir al Valle de la Amargura! —dijo desviando rápidamente la conversación hacia otro tema.
—¿Que vas a venir al Valle de la Amargura? —dijo ella con alegría.
—Sí, con mis padres... De acampada.
—¿De acampada? ¿Vais a vivir entonces en una de esas pequeñas casas de tela que parecen tan confortables?
Anton asintió con la cabeza.
—Es que mis padres quieren hacer «vacaciones-acción» —explicó—. Y a mí me han dejado elegir el sitio.
—¿«Vacaciones-acción»? ¿Qué es eso?
—Tiene uno que dedicarse a la acción por sí mismo: encender fuego, hacer la comida, explorar la zona y cosas así...
—¡Eso suena bien! —opinó Anna—. Así podrás dedicarte a la acción siempre después de que anochezca y venir conmigo en busca del tesoro.
—¿En busca del tesoro?
—¡Sí! ¡Yo me escondo y como soy tu tesoro, tú me buscas! —ella se rió entre dientes.
Anton desvió tímido la mirada. ¡Por qué tenía Anna que ser siempre tan... directa!
—Pero también hay otros tesoros —oyó que decía—. Estos zapatos, por ejemplo, y las medias y el sombrero..., los encontré en un enorme armario del sótano. ¡Allí todavía quedan cosas para ti!
Se quitó los botines y los metió bajo su capa. Ahora estaba en medias ante Anton y a él le pareció aún más delicada y frágil.
—Los zapatos pertenecieron antiguamente a una damisela —explicó ella—. Por desgracia me están un poco grandes; sobre todo cuando vuelo.
Se subió con agilidad al poyete de la ventana.
—¿Te..., te vas ya? —preguntó desconcertado Anton.
—¿Irme? ¡No! —ella sonrió y acarició con ternura su vieja y raída capa—. ¿Te gustaría que me quedara?
—Sí...
—¡Eso es muy cariñoso por tu parte! Pero ya me he entretenido demasiado. Solamente dime deprisa cuándo vas a venir al Valle de la Amargura.
—¿Cuándo? Eso antes tengo que mirarlo —contestó tímidamente Anton, y revolvió entre sus cuadernos y sus libros.
Después de buscar un poco encontró el calendario donde venían las fechas de vacaciones.
—¡Aquí! —dijo—. El primer día de vacaciones es el 20 de abril.
—¿El 20 de abril? —Anna se rió entre dientes—. ¡El 21 de abril es el aniversario de vampiro de Tía Dorothee!
—¿Precisamente e 21 de abril? —exclamó sobresaltado Anton—. Jo...
El aniversario de vampiro de Tía Dorothee, o sea, que aquel día se había convertido en vampiro.
Pero Anna le tranquilizó.
—Por eso no tienes que preocuparte —dijo—. En su aniversario de vampiro, Tía Dorothee es completamente inofensiva. Se pone su vestido de novia, que tiene más de ciento cincuenta años, se coloca sus cadenas de oro y se tumba en el ataúd. Y entonces se pasa toda la noche pensando en Tío Theodor y hablando con él.
—¿Habla con Tío Theodor? Pero si él ya hace mucho que está...
Anton no se atrevió a pronunciar la palabra «muerto». Además, no pegaba con el trágico fin de Tío Theodor; el guardián del cementerio, Geiermeier, le había atravesado el corazón con una estaca... ¡Brrrr!
—Tampoco habla de verdad con Tío Theodor —contestó Anna—, sino sólo... ¡espiritualmente!
Y mirando a Anton con los ojos muy abiertos y relucientes añadió:
—Es que el amor verdadero no muere...jamas!
Anton tenía la sensación de estar rojo (rojo como la sangre). Desvió rápidamente la vista.
—Que te vaya bien, Anton —oyó que decía Anna—. Y hasta pronto.
—¡Espera! —exclamó él—. ¿Cuándo nos vamos a ver? ¿Y dónde?
—Ven el 21 de abril al castillo en ruinas —contestó—. Nos reuniremos en el viejo jardín salvaje que hay junto al avellano..., donde se escondió Tía Dorothee cuando hubo el baile de los vampiros.
Ya estaba ella extendiendo los brazos bajo su capa cuando se acordó de otra cosa.
—¿Cuánto tiempo duran esas... vacaciones de primavera? ¿Hasta principios de verano?
—No, sólo dos semanas.
—¿Sólo dos semanas?
Por un momento pareció muy decepcionada, pero luego volvió a sonreír.
—¡Dos semanas también pueden ser muy hermosas! —dijo con voz firme—. ¡Sólo depende de lo que hagamos nosotros en ellas!
Y con una última mirada efusiva a Anton salió de allí volando.
«De lo que hagamos nosotros en ellas», pensó incrédulo Anton. Anna parecía haber olvidado que estaría acompañado por sus padres...
Pero más tarde, catorce días antes de empezar las vacaciones de primavera, la madre de Anton declaró de repente que prefería no ir de vacaciones con ellos. Debido a la sorpresa a Anton se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que toser terriblemente.
—¿Y eso por qué? —preguntó cuando consiguió recuperarse.
Y mientras lo decía las ideas se agolparon en su cabeza. Vacaciones sin su madre significaba que se podría mover con mucha más libertad, que no tendría que dar explicaciones por todo y, especialmente, que podría reunirse sin excesiva dificultad con Anna y Rüdiger, ¡pues su padre no creía en vampiros!
Anton tuvo que morderse la lengua para que su madre no se diera cuenta de lo entusiasmado que estaba con aquel inesperado cambio.
—Ah —oyó que decía su madre—, me temo que todo eso para mí es demasiado... ¡rústico!
—¿Rústico? ¿Qué significa eso?
—Bueno..., pues que a mí me gusta mi ducha caliente después de levantarme, mi café, mi
huevo hervido en su punto, y también prefiero dormir en una cama a hacerlo en un saco de dormir —contestó, y se rió tímidamente como si le resultara doloroso tener aquellas necesidades.
¡Anton, por el contrario, estaba inmensamente feliz al saber que ella no estimaba demasiado la vida sencilla!
—¿Crees que papá y tú os podréis apañar sin mí? —preguntó ella.
—¡Seguro que sí! —exclamó Anton.
¡Tenía que convencerla como fuera de que podía ir muy bien de vacaciones incluso con su padre solo!
—¡Si tengo vuestro libro...! —se le ocurrió decir.
Su madre sonrió agradecida.
—Quizá no sea tan malo que viajéis alguna vez sin mí. El señor Schwartenfeger también dice que podría resultar muy interesante.
—Si el señor Schwartenfeger lo dice... —observó astutamente Anton—, ¡entonces tiene que ser verdad!
Poco a poco el psicólogo le estaba resultando realmente simpático... ¡Al menos mientras no quisiera probar con él —Anton— sus métodos de tratamiento!
Y además: desde que los padres de Anton iban a ver al señor Schwartenfeger una vez a la semana se habían vuelto mucho más amables y comprensivos.
Algunas veces hasta pasaban cosas excitantes y sorprendentes... ¡Como ahora!
—¿Y papá? —preguntó—. ¿Qué opina papá de ello?
—Dijo que primero teníamos que preguntarte a ti porque las vacaciones son tu regalo de Navidad. Pero si tú estás de acuerdo..., ¡yo creo que papá tenía ganas de ir de vacaciones contigo a solas!
Anton sonrió satisfecho para sus adentros.
—¡Yo también!
¡La única pena es que no pudiera contarles aquello inmediatamente a Anna y a Rüdiger!
Pero desde el 24 de diciembre no había vuelto a ver a Anna, y Rüdiger tampoco había ido a devolverle la capa.
Si Anton hubiera tenido la capa, quizá habría ido volando él mismo al Valle de la Amargura, pero así... En su bicicleta habría tardado medio día en llegar allí. O aún más.
¡No, no podía hacer ninguna otra cosa más que esperar a que empezaran las vacaciones de primavera!
Y por fin llegó el primer día de vacaciones.
La madre de Anton les preparó un sustancioso desayuno con jamón y huevos fritos..., pero Anton estaba tan nervioso que apenas pudo comer nada.
Después de desayunar, la madre de Anton les llevó a él y a su padre al tren.
—¡Escribidme pronto! —rogó.
—Huramm..., ya veremos —dijo Anton—. Si encontramos un buzón...
—¡O llamadme por teléfono!
—¿Llamar por teléfono? —Anton se rió irónicamente—. ¡No creo que haya cabinas en el Valle de la Amargura!
Le parecía algo muy agradable que fueran a estar dos semanas prácticamente aislados... ¡Y el papel de carta ni siquiera lo había metido en el equipaje!
—Seguro que tendrás noticias nuestras —dijo el padre de Anton—. Cuando lleguemos a Larga Amargura te llamaré por teléfono.
Larga Amargura: así se llamaba el lugar donde tenían que apearse. Allí estaba la estación de tren más próxima al Valle de la Amargura.
Pero después de un viaje de más de dos horas en un tren-tranvía que paraba en casi todas las estaciones, el padre de Anton olvidó su promesa de llamar por teléfono. Y Anton tampoco quiso recordárselo. Para él ahora habían empezado las vacaciones... y todo lo demás le traía absolutamente sin cuidado. Ya no deseaba otra cosa que llegar lo antes posible al Valle de la Amargura.
Pero aquello, de momento, no parecía llegar nunca. Apenas abandonaron el patio de la estación, su padre se paró delante de un escaparate en el que había un par de libros y mapas y dijo:
—Voy a entrar en la tienda a ver si tienen un buen mapa de la región.
—¿Qué? ¿Otro más? —protestó Anton.
Durante el viaje su padre había estado estudiando mapas sin parar. Pero, naturalmente, la observación de Anton no le hizo desistir de entrar en el establecimiento.
Después de algunos minutos también Anton entró en el establecimiento e hizo como si se interesara por los libros que había en una estantería al lado de la puerta.
Mientas tanto, pudo observar perfectamente cómo su padre se paraba delante de un armario con mapas, abría la puerta y empezaba a revolver entre los mapas. Pero era evidente que allí el autoservicio no estaba bien visto.
—¿Qué desea? —preguntó el flaco y rancio dependiente, que todo lo tenía gris: el pelo, la piel, la ropa.
—Yo..., eh..., quisiera un mapa del Valle de la Amargura que sea lo más preciso posible.
—¿Del Valle de la Amargura? —repitió el dependiente. Su voz sonó como si tuviera la nariz taponada. Miró fijamente al padre de Anton, examinándole, sobre todo, la mochila—. No querrá usted acaso pasar las vacaciones en el Valle de la Amargura, ¿verdad?
—¡Ésa es exactamente mi intención! —repuso el padre de Anton.
—Mejor sería que no lo hiciera —dijo el hombre.
—¿Y por qué no?
—Por los... ¡incidentes!
—¿Incidentes? ¿Qué incidentes? —preguntó malhumorado el padre de Anton.
—Bueno... —titubeó el hombre—. Tiene que ver con el castillo en ruinas.
A Anton se le escapó un gritito y se tapó rápidamente la boca con la mano. Por fortuna ninguno de los dos había oído su grito.
—¿Qué pasa con el castillo en ruinas? —preguntó impaciente el padre de Anton.
El dependiente no respondió enseguida. Anton vio cómo variaba de expresión su rostro gris y arrugado. Finalmente dijo:
—Aquello no es nada seguro; ahora mucho menos aún que antes.
El padre de Anton se rió divertido.
—¿Nada seguro? Bueno, si eso es todo...
—¡No se lo tome tan a la ligera! —advirtió el dependiente.
—Eso se lo voy a contar a mi hijo —opinó el padre de Anton—. ¡A él le encanta todo lo misterioso y lo horripilante!
Entretanto, pareció haber encontrado el mapa adecuado... o, por el contrario, quería simplemente acabar la conversación.
—Me llevo éste —declaró poniéndolo encima del mostrador.
Pero el dependiente parecía tener aún algo que decir.
—¿Ha..., ha traído a un niño consigo? —preguntó.
—Sí, a mi hijo.
—¡Entonces sea usted especialmente precavido! —susurró el hombre.
—¿Precavido? —el padre de Anton contó riéndose el dinero para pagar el mapa—. Queremos vivir unas «vacaciones-aventura», mi hijo y yo. Y si esto realmente no es nada seguro... ¡pues mucho mejor!
Cogió el mapa y salió muy ufano del establecimiento pasando justo al lado de Anton, que se había escondido detrás de un paragüero.
Cuando su padre abandonó el establecimiento, Anton echó a correr hacia el mostrador, donde el dependiente se había quedado con gesto preocupado.