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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y los visitantes (3 page)

BOOK: El pequeño vampiro y los visitantes
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—¿Aventura? —repitió desconfiado Anton.

¡Habría que ver qué aventuras eran aquéllas! Probablemente pescar, observar pájaros y por las noches mirar fijamente la luna...

—«Vacaciones-aventura» significa vacaciones fuera de los raíles habituales —explicó su padre.

—¿Cómo? ¿También vamos a ir en tren? —preguntó Anton poco entusiasmado. ¡Él prefería viajar en coche!

—No..., o, bueno, sí. Pero con lo de los raíles habituales yo me refería a otra cosa.

Su padre titubeó antes de seguir diciendo con voz pomposa:

—¡Experimentar algo nuevo, dejar a un lado la monotonía diaria, valor hacia el riesgo!

Anton enarcó las cejas.

—¡No entiendo ni una palabra!

—Lo mejor será que desenvuelvas los paquetes —dijo la madre de Anton—. Entonces sabrás que es lo que papá quiere decir.

—¿Los paquetes también tienen que ver con este... vale? —exclamó indignado Anton.

Pero en lugar de responder, sus padres solamente sonrieron.

—¡Eso sí que es una buena sorpresa! —dijo Anton, y con cara larga se puso a desenvolver paquetes.

Cuando Anton terminó de desenvolver todos los paquetes grandes y pequeños supo realmente qué clase de «vacaciones-aventura» le esperaban.

—¡Ir de acampada! —exclamó suspirando.

—¿No te alegras? —preguntó sorprendido su padre.

—Bueno, sí...

Anton examinó indeciso los regalos.

La tienda de campaña parecía espaciosa; el saco de dormir estaba suavemente acolchado, y con el cuchillo de excursionista se podían tallar en la madera cosas estupendas. Y hacer por la noche recorridos de exploración con la linterna también se lo imaginaba Anton interesantísimo.

Pero yendo con sus padres... Seguro que por las mañanas dormirían hasta tarde y querrían descansar, y luego irían de paseo y mantendrían conversaciones interminables...

—Ir de acampada no me parece que sea mucha aventura —gruñó.

—¿Y por qué no? —quiso saber su padre.

—¡Probablemente porque ahí no hay vampiros! —observó mordaz la madre de Anton.

—¡Sí, exacto! —confirmó Anton igual de mordaz..., y mientras decía aquello se le ocurrió una idea. ¿Qué tal si pasaran sus vacaciones en tienda de campaña... en el Valle de la Amargura?

»¿Y dónde queréis ir de acampada? —preguntó, y creyó no poder dar crédito a sus oídos cuando su padre contestó:

—El sitio puedes elegirlo tú mismo.

—¿De verdad que puedo elegir yo mismo el sitio? —exclamó.

—¡Sí! Por cierto: las «vacaciones-acción» son una idea del señor Schwartenfeger —explicó su padre— como tratamiento, por así decirlo, para que no estés siempre pensando solamente en vampiros.

—¿Como tratamiento? ¿Para que no esté siempre pensando solamente en vampiros? —dijo Anton riéndose para sus adentros.

¡Aquello realmente era una idea súper del señor Super..., eh..., Schwartenfeger!

—No sé qué es lo que encuentras tan divertido —dijo incisiva la madre de Anton.

—¡Jo! —se hizo el inocente Anton—, ¡sólo me alegro por las vacaciones!

Y aquello era realmente cierto. Anton se alegraba incluso por partida doble: por las vacaciones con tienda de campaña y saco de dormir... ¡Y sobre todo, naturalmente, por ir a ver a los vampiros!

Un regalo más

Después de la tradicional cena de Nochebuena (en casa de Anton por Nochebuena siempre había pato a la Bohnsack), Anton se retiró a su habitación y hojeó el nuevo libro que le habían regalado.

Llevaba por título
Vacaciones en la Madre Naturaleza
, y con encabezamientos tales como «Interpretar huellas, pero correctamente» o, «Hacer fuego, pero ¿cómo?», o «Comer, pero ¿qué?», no prometía más que puro aburrimiento.

Diciendo despectivamente: «Leer, pero los libros apropiados», Anton lo hizo desaparecer en la estantería.

Luego se sentó al escritorio, abrió su atlas escolar y con el corazón palpitante buscó un mapa del Valle de la Amargura.

De repente oyó que llamaban a la ventana.

¡Eso era lo último que hubiera esperado! Se levantó precipitadamente, fue corriendo a la ventana y echó a un lado las cortinas.

Allí fuera había una pequeña figura, pero tenía un aspecto tan extraño que Anton en un primer momento se quedó rígido de espanto.

Luego, poco a poco, comprendió que aquel ser del raro sombrero y del velo negro que le llegaba hasta la punta de la nariz... ¡tenía que ser Anna!

Desconcertado, abrió la ventana y Anna entró en la habitación lenta y cautelosamente, lo cual no era, ni mucho menos, su estilo. Anton se asustó. ¿Acaso estaría herida?

Pero cuando estuvo ante él, Anton descubrió el motivo: ella llevaba zapatos nuevos —botines pasados de moda con tacones altos— y en lugar de sus agujereados leotardos de lana, unas finas medias negras de seda. Por eso tenía que moverse tan cautelosamente: ¡para no perder los botines!

Entonces se echó para atrás el velo con un gracioso movimiento y le miró sonriente.

—¡Buenas noches, Anton!

—¡Hola, Anna! —dijo Anton notando que se ponía colorado.

También las mejillas de Anna se habían sonrojado.

—¡Tenía que venir! —dijo—. Al fin y al cabo hoy es Nochebuena, la fiesta del amor.

Y mirando preocupada hacia la puerta preguntó:

—¿Están aquí tus padres?

Él asintió con la cabeza.

—Sí, pero están viendo la televisión: el programa de Nochebuena.

—Ah, bueno —suspiró ella aliviada—. Tengo un pequeño regalo para ti.

Dicho esto sacó de debajo de su capa un pequeño paquetito envuelto en papel de regalo y se lo entregó a Anton.

—Pero..., yo no tengo absolutamente nada para ti —dijo tímidamente.

—¡Oh, claro que sí! —repuso ella—. ¡Que tú existas y que yo pueda venir siempre a verte ya es suficiente regalo para mí!

Anton, bajó los ojos. Se había puesto tan colorado que su cara ardía auténticamente.

—¿No vas a abrirlo? —preguntó con dulzura Anna.

—Sss..., sí.

Con dedos temblorosos quitó el papel.

Apareció un pequeño frasco como los que se utilizan para el perfume. Pero habían arrancado la etiqueta y sustituido por otra escrita a mano.

—M-u-f-t-i A-m-o-r E-t-e-r-n-o —leyó—. ¿Muftí Amor Eterno? —repitió mirando interrogante a Anna.

Asintió avergonzada con la cabeza.

—Lo he mezclado yo para nosotros —susurró—. Nadie en el mundo entero desprenderá este aroma. ¡Sólo tú y yo!

—¿Aroma? —dijo Anton con dudas justificadas, pues se acordaba demasiado bien del penetrante y vomitivo olor de otros perfumes de vampiro.

»—¿Lo has usado tú ya? —preguntó.

—¡Cómo iba a hacerlo! —repuso Anna con vehemencia—. ¡Lo usaremos juntos, aquí, en tu casa!... ¡Tiene un efecto muy peculiar! —añadió misteriosamente.

—¿Un efecto muy peculiar? —Anton, que en ese momento iba a desenroscar el tapón, se detuvo atónito—. ¿No será acaso que yo también...?

Vaciló en pronunciar la terrible sospecha. Pero Anna ya le había entendido.

—¡No, claro que no! —dijo con un suave tono de reproche en la voz—. ¡Con un perfume nunca podrás convertirte en vampiro!... Ni siquiera con Muftí Amor Eterno —completó con una pequeña sonrisa de lástima—. El efecto es otro.

—¿Y cuál es? —preguntó Anton, que seguía desconfiando.

—Que nosotros jamás volveremos a sentirnos solos —contestó sencillamente—. ¡Y ahora abre ya el frasco de una vez!

¿Vivir? ¡No estaría nada mal!

Anton abrió de mala gana el tapón de rosca. Para sus adentros ya se había hecho a la idea de que enseguida olería algo asqueroso y apestoso. Por eso se quedó aún más sorprendido cuando del frasquito se desprendió un aroma pesado y dulzón.

—¿Te gusta el Muftí Amor Eterno? —le oyó susurrar a Anna.

—Sí —dijo asombrado Anton—. ¡Hue..., huele a rosas!

Anna soltó una risita.

—Es que son rosas..., rosas del cementerio. ¡Solamente he reunido los pétalos de las rosas rojas porque el rojo es el color del amor!

—¿El color del amor? —repitió receloso Anton.

Para Rüdiger el rojo tenía un significado completamente diferente: ¡Sangre! Se estremeció.

Anna pareció adivinar sus pensamientos.

—¡Tú te crees que con el color rojo nosotros no pensamos nada más que en una cosa! —dijo agresiva—. Pero eso no es cierto. ¡Nosotros no somos todos iguales! ¡Exactamente igual que os ocurre a los seres humanos! Y para que lo sepas: ¡yo ya no quiero convertirme en un auténtico vampiro!

—¿No? Pero..., ¡si te van a salir dientes de vampiro!

—Ah, ¿sí? ¿Tú crees?

Con una sonrisa de triunfo puso al descubierto su perfecta dentadura blanca y, para infinita perplejidad de Anton, éste vio que los colmillos de Anna seguían siendo bastante cortos y romos.

—¿Cómo..., cómo es posible? —se sorprendió—. Pero si tú misma dijiste que te iban a salir dientes de vampiro... Y que tienes que llevar un chupete para que tus colmillos se hagan largos y afilados...

—¡No me recuerdes el chupete! —repuso con mucha dignidad—. Lo he tirado. ¡Si no quiero convertirme en un auténtico vampiro, tampoco necesito dientes de vampiro!... Y además: estoy intentando volver a beber leche —añadió—. Aunque sea descremada...

—¿Y eso puede ser?

Anna estiró el mentón y puso una cara muy decidida.

—¡Sólo hace falta quererlo firmemente!

Anton la miró con fijeza sin decir palabra.

Entonces el gesto de ella cambió y sonriéndole cariñosamente a Anton dijo:

—¡Y sobre todo hay que saber por quién se hace!

Anton estaba tan perplejo que ni siquiera sabía qué tenía que contestar.

—Me lo he pensado todo muy bien —oyó que continuaba diciendo Anna—. Si tú no quieres convertirte en vampiro, entonces yo tampoco... ¡Por lo menos no en un auténtico vampiro!

Dijo aquello de una forma tan natural y espontánea como si hablara de la cosa más sencilla del mundo.

Por el contrario, a Anton, con sólo escucharlo, se le habían puesto las orejas coloradas.

En medio de su desconcierto, cogió algunas gotas de Muftí Amor Eterno y las extendió sobre el dorso de la mano.

—¡Oh, sí, yo también! —exclamó alegremente Anna—. ¡Yo quiero oler exactamente igual que tú!

Anton le entregó el frasco y ella roció de gotas de perfume su capa y el raro sombrero redondo. Por la habitación se extendió un fuerte olor a rosas casi insoportable.

—¿Y qué dicen a eso los otros vampiros? —preguntó Anton con voz ronca y oprimida.

—Oh, a ellos el aroma les parecerá repulsivo —contestó riéndose Anna—. ¡Y para mi nariz, para ser sincera, también es algo... inusual!

—No, no me refiero al perfume —repuso Anton—, sino al asunto del chupete y de los dientes de vampiro.

Anna le miró con una picara sonrisa.

—¡Se pondrían fuera de sí..., si lo supieran! Pero yo soy lo suficientemente lista como para que no se den cuenta. Rüdiger, por ejemplo, piensa que soy muy torpe cuando..., ejem..., cuando hay que aproximarse sigilosamente y que por eso no capturo nada. ¡Lo que no sabe es que no quiero capturar absolutamente nada!

—¿Y Tía Dorothee? —preguntó angustiado Anton—. ¿Todavía no ha notado nada?

—Ya quería darme clases, como hizo aquella vez con Olga. —Anna se rió entre dientes—. Pero yo dije que tenía que conseguirlo yo sola, con mi propio esfuerzo... ¡Y en realidad lo conseguiré! —añadió—. ¡Lo que no saben Tía Dorothee y los demás es lo que voy a conseguir!

—Y... ¿de qué vives? —preguntó Anton sintiendo que su corazón latía más deprisa.

Anna tenía un aspecto tan delicado y tan frágil... Y le parecía que su cara se había vuelto más estrecha y más pálida.

—¿Vivir? —Ella se rió entre dientes—. ¡No estaría nada mal!

—Quiero decir: ¿de qué te alimentas? —se corrigió rápidamente Anton.

—Ah, de muchas cosas —contestó ella de forma imprecisa—. ¿Te preocupas por mí?

Anton tragó saliva.

—Pensaba que a lo mejor puedo ayudarte de alguna manera.

—Sí que puedes ayudarme... Simplemente creyendo tan firmemente como yo que lo voy a conseguir...

—¡Pero si eso ya lo creo!

—... y visitándome más a menudo ahora que yo no estoy tan..., ejem..., tan fuerte.

—Yo..., es que ya no tengo la capa de vampiro —objetó Anton—. Rüdiger me la ha vuelto a quitar.

—Ya lo sé —dijo Anna—. Pero cuando pase el inventario, te la podrá devolver.

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