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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y los visitantes (9 page)

Cuando sus dedos tocaron el suelo, resbaladizo y frío como el hielo, los retiró bruscamente con asco. Pero Anton apretó los dientes y siguió buscando. Pareció que pasaba una eternidad hasta que las puntas de sus dedos dieron con la carcasa metálica de la linterna.

La levantó y la agitó un par de veces... ¡y milagrosamente volvió a encenderse! El alivio de Anton fue tan grande que durante un momento miró incrédulo y perplejo el claro haz de luz.

Luego se abalanzó hacia la puerta y movió el picaporte con la mano izquierda. En la mano derecha tenía la linterna —¡su posesión más preciada allí abajo!— fuertemente agarrada.

La pesada puerta se abrió despacio, ofreciendo resistencia, y Anton salió corriendo al bajo pasillo.

No se detuvo hasta llegar al pasillo superior del sótano, que era más amplio.

Su corazón palpitaba tanto que parecía que se le iba a salir. Todavía seguía teniendo en la cabeza aquella sensación de mareo.

Pero no podía seguir corriendo por las buenas: primero necesitaba volver a colocar las piedras en la abertura.

Dejó la linterna en el suelo con sumo cuidado y empezó a poner las piedras unas encima de otras. Ahora, al levantarlas, le parecieron todavía más pesadas que antes.

Cuando terminó cayó aterrado en la cuenta de que había olvidado volver a colocar en su sitio la tapa del ataúd de Hildegard la Sedienta...

¡Notó cómo se le ponían los pelos de punta sólo de pensar en tener que descender a la tenebrosa sala abovedada!

¡Pero si no cerraba como era debido la tapa del ataúd, seguro que los vampiros sospecharían! ¡También podría ser, sin embargo, que pensaran que Hildegard la Sedienta se había movido violentamente mientras dormía y había desplazado ella misma la tapa!

Mientras todavía estaba dudando, se interrumpió de repente la música del órgano. En medio del silencio que se produjo, Anton oyó un grito... Un fuerte y dolorido ¡ay!

Y luego otra vez:

—¡Ay!

¡Aquélla era la voz de su padre!

Entonces Anton echó a correr por el húmedo y resbaladizo pasillo y subió las escaleras de piedra.

La muerte a caballo

Arriba, en la escalera principal, la clara luz del día fue como un golpe para él y tuvo que cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos con cautela, vio a su padre, que salía por la puerta central. Estaba muy pálido y tenía su mano derecha lejos del cuerpo y extrañamente torcida.

—Papá, ¿qué te pasa? —exclamó consternado Anton.

—Sólo ha sido un tonto accidente —rechazó su padre moviendo los dedos de la mano derecha tomo si quisiera comprobar si estaban rotos.

—¿Qué es lo que ha pasado?

—Uno de los pedales del fuelle se había atascado y cuando fui a levantarlo otra vez con la mano se me quedó pillada y me aplasté los dedos.

—¿Te los aplastaste?

Anton examinó la mano derecha de su padre. El dedo índice, el corazón y el anular estaban hinchados y amoratados, y las puntas sangraban.

—¡Seguro que eso duele terriblemente!

—¡Bah!... —exclamó su padre—. ¡Pero por eso no tienes tú que desmayarte!

—¿Yo? ¿Desmayarme? —Anton tragó saliva.

—Pareces la muerte a caballo —bromeó su padre—. Pálido como la tiza y cubierto de sudor. ¡Podría pensarse que has sido tú quien se ha aplastado los dedos!

—Ah, ¿sí? —se hizo el sorprendido Anton. Realmente le parecía lo más normal del mundo no tener el aspecto de la vida en todo su esplendor... ¡después de lo que le había pasado en la sala abovedada de los vampiros!

—Además: ¡me asombra que no puedas ver la sangre —prosiguió su padre—, tú con tus sangrientas historias!

—¿Sangrientas historias? ¡No sé de qué me estás hablando! —repuso Anton, aunque había entendido perfectamente a qué se refería su padre.

—¡De tus historias de vampiros!

—Las historias de vampiros no tienen por qué ser sangrientas —repuso Anton muy digno—. ¡Deberías leerte El vampiro: verdad y poesía!

—Quizá durante los próximos días tenga que leer más de lo que quisiera —dijo su padre apretando los labios.

Era evidente que tenía fuertes dolores, pero no quería que Anton lo notara. Con la mano izquierda se sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo de papel y lo enrolló alrededor de sus heridos dedos, que se habían hinchado aún más.

—¡Ven, vamos a regresar a la cueva! ¡Lo mejor será que me eche un rato!

Diario de Amargura

En la cueva, Anton le curó a su padre los dedos con tintura de yodo del botiquín. Mientras lo hacía, contraía el rostro como si estuviese mordisqueando un limón.

—¡Pero esto viene bien! —dijo con voz ronca.

Luego se tumbó sobre el saco de dormir y Ie pidió a Anton que le leyera el
Diario de Amargura
que se había traído de Larga Amargura por la mañana.

No muy entusiasmado —¡qué podía venir en aquel periodicucho!— Anton abrió el periódico y empezó algo al tun-tun a la luz de su linterna:

«Noticias del Registro Civil. El Registro Civil del Valle de la Amargura confirmó en el período comprendido entre el 26 de marzo y el 12 de abril los siguientes casos personales en el registro...»

Casos... personales... en... el... registro... ¡Aquello sonaba como si alguien hubiera fallecido!, pensó riéndose irónicamente.

Luego continuó con voz uniforme y mecánica:

«Nacimientos: Peter Plunder (Larga Amargura), Eva Kuhhaupt (Corta Amargura).

«Matrimonios: Johann Wolfgang Schiller y Hermine Hackebeil (ambos de Larga Amargura, calle Mayor, n.° 11).

«Fallecimientos: siete.»

¿Siete fallecimientos? Anton sintió un escalofrío. Echó un vistazo rápido a su padre y comprobó aliviado que se había quedado dormido. Seguro que lo de los fallecimientos ya no lo había oído...

Anton salió apresuradamente fuera de la cueva y hojeó el periódico buscando otras informaciones sobre los numerosos fallecimientos. Por fin, en la penúltima página, entre un artículo sobre el Club de Jóvenes Carteros y un informe sobre los cuatrillizos que había tenido una oveja de cabeza negra, encontró unas cuantas líneas muy interesantes:

«Verduras frescas e hígado.

»Según acaba de saber la redacción, el modista en paro Friedhlem W. ha muerto a consecuencia de la fatiga primaveral que padecía desde hacía algunas semanas. Dado que cada vez hay más personas que se quejan de fatiga primaveral con los característicos síntomas de agotamiento, dolor de cabeza, palidez y anemia, la compañía de seguros de enfermedad de Amargura recomienda a todos los afectados el consumo de frutas y verduras frescas, paseos al aire puro y dormir con las ventanas abiertas. También conviene comer hígado en abundancia.»

¿Frutas y verduras frescas? Anton tuvo que reirse burlonamente. Qué bien que la compañía de seguros de enfermedad pareciera no tener para nada en cuenta el ajo; sin duda sería el único remedio contra aquella forma de «
fatiga primavera
»... ¡Y naturalmente cerrar las ventanas por la noche!

Estuvo pensando si no sería mejor hacer desaparecer el periódico. Pero era bastante improbable que su padre se pusiera a leerlo... ¡Con sus dedos aplastados apenas si lograría sostenerlo! ¡Y en caso de que, a pesar de todo, le echara un vistazo, seguro que no se iba a interesar por «Verduras frescas e hígado»!

El tiempo que quedaba hasta que fuera de noche

Anton pasó el resto de la tarde delante de la cueva. Se comió los tres últimos panecillos y leyó una historia de su nuevo libro. Se titulaba
El chupete
y trataba de un chico que, ya desde que era un bebé, mostraba a diario una llamativa predilección por el color rojo; a los tres años ya sólo dormía en el sótano y únicamente quería alimentarse con zumo de remolacha, y cuando fue al colegio le mordió los dedos a su maestra en la primera hora de clase.

La historia pertenecía más bien al campo de la «poesía» y no al de la «verdad», pues realmente nadie puede venir al mundo siendo ya un vampiro; pero estaba escrita de una forma muy emocionante y entretenida... Tan emocionante que Anton respingó sobresaltado cuando de repente se dio cuenta de que el sol ya estaba muy bajo y se pondría pronto.

Oteó intranquilo el castillo en ruinas. Sus derruidos muros presentaban ante el sol poniente un aspecto terrorífico... ¡Como de pesadilla!

¿Debía realmente ir allí solo y esperar a Anna entre los avellanos tal como habían convenido?

Notó cómo su corazón latía más deprisa.

Pero ¿no había podido confiar hasta ahora siempre en Anna? ¡Seguro que también aquella vez cuidaría de que a él no le ocurriera nada!

De todas formas, Anton iba a esperar a que fuera totalmente de noche. Entonces —supuso— casi todos los vampiros habrían echado a volar..., a excepción de Tía Dorothee, que hoy, como le había contado Anna, celebraba su aniversario de vampiro y era por eso completamente inofensiva.

Anton entró en la cueva, encendió su linterna y observó a su padre, que dormía profundísimamente. Tampoco se despertó cuando Anton se sentó en su saco de dormir junto a él, volvió a abrir el libro
El vampiro: verdad y poesía
y empezó a leer.

Para pasar el tiempo que quedaba hasta que fuera de noche Anton leyó otra historia;
Sangrili: Un vampiro en Suiza
. Cuando terminó, tiró a su padre del lóbulo de la oreja: un método seguro para despertarle, como sabía Anton.

Su padre abrió los ojos y preguntó obnubilado:

—¿Qué pasa?

—¡Sólo quería preguntarte si necesitabas algo!

—¿Que si necesito algo? —volvió a cerrar los ojos—. No.

—¿Y qué tal tu mano?

—¿Mi mano? —el padre de Anton suspiró profundamente—. Me duele.

Después de una pausa añadió:

—¡Sé bueno, Anton, déjame dormir! ¡En este momento es lo mejor para mí!

—De acuerdo —dijo Anton, costándole trabajo que no se notara lo estupendo que le venía aquello para sus planes—. Voy a salir un ratito fuera para mirar las estrellas y eso.

Le hubiera entendido o no su padre, el caso es que murmuró un «sí» y Anton pudo salir de la cueva.

Fuera esperó todavía un rato.

Cuando todo quedó en silencio dentro de la cueva, emprendió, temblando interiormente de emoción, el camino hacia el Valle de la Amargura.

Verdadera amistad

Era el mismo camino que había seguido por la tarde con su padre: pendiente abajo, se cruzaba luego el arroyo y se continuaba a través del fondo del valle, rodeado por pequeñas colinas.

Pero ahora, a la luz de la luna, todo parecía cambiado y extraño. Los árboles se le antojaban a Anton grandes criaturas fantasmagóricas, y tuvo que caminar con cuidado para no tropezar con las raíces de los árboles ni resbalar con las piedras sueltas.

Un par de veces estuvo a punto de encender la linterna, pero no lo hizo..., por miedo a ser descubierto. ¡No debía, de ninguna manera, llamar la atención de los vampiros, que quizá se encontraran todavía en las proximidades! ¡Ni con ruidos sospechosos ni con una luz encendida!

Cuando Anton subió la elevación que conducía al castillo en ruinas y vio la entrada del castillo con su inquietante rastrillo, tuvo que respirar primero profundamente. Su corazón parecía a punto de estallar debido al nerviosismo y la tensión.

Se quedó parado a la sombra de un árbol y miró hacia el castillo en ruinas. ¡Si no supiera que allí arriba le estaba esperando Anna...! Mientras seguía aún pensando en ella, sintió de repente que alguien desde detrás le daba golpecitos en el hombro.

Anton se dio la vuelta como si le hubiera alcanzado un rayo y... vio el pálido rostro de muerto del pequeño vampiro.

—¿Rüdiger? —tartamudeó.

—¡Has sido muy valiente viniendo aquí! —opinó el pequeño vampiro—. Por así decirlo: ¡mortalmente valiente!

—Yo... —dijo Anton luchando por encontrar palabras. Estaba tan confuso que era incapaz de expresar una idea clara—. Yo quería..., yo tenía que...

—¡Ya puedes decir que has tenido suerte encontrándote conmigo —dijo el vampiro con voz ronca— y no con mi abuela!

—¿Sabine la Ho..., Horrible? —tartamudeó Anton.

—¡O con mi abuelo, Wilhelm el Tétrico! —gruñó el vampiro.

—Pero yo pensaba que ya haría mucho que habrían salido volando —murmuró Anton.

—¿Salir volando? —el vampiro examinó a Anton con ojos centelleantes—. ¿No puedes imaginarte lo que ha pasado cuando nos hemos despertado?

—No. ¿El qué?

—¡Mi madre estaba fuera de sí! ¡Y a Tía Dorothee le dio un ataque al corazón!

—¿Un ataque al corazón?

—¡Sí! Y si Anna no se hubiera echado ella toda la culpa, entonces... ¡entonces seguramente habría sonado tu última hora!

—¿Mi... última hora? —repitió temblando Anton.

—¡Por supuesto! ¡Fuiste tú quien estuvo husmeando por nuestra nueva cripta! ¿O no?

—Sss..., sí —dijo quejumbroso Anton.

—¡Vamos, hombre! ¡Cómo has podido ser tan estúpido de dejar medio abierto el ataúd de mi madre! ¡Sabes muy bien que nosotros los vampiros no podemos mover ni un dedo cuando estamos durmiendo! ¡Así que mis padres han sospechado inmediatamente que en nuestra cripta tenía que haber estado un ser humano!

A Anton se le pusieron los pelos de punta.

—¿Y? —preguntó lleno de miedo.

—Querían recorrer enseguida el Valle de la Amargura para buscarle. Y si Anna no hubiera dicho que había sido ella quien había movido la tapa...

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