—Te... tenemos que quedar para mañana —dijo apresuradamente—. Ahora debo volver con mi padre.
—¿Así, tan de repente? —repuso el vampiro—. ¡Pero si querías que te leyera algo de la crónica familiar!
—Mi padre tiene fi... fiebre —tartamudeó Anton—. Quizá me necesite.
—Ah, ¿sí? Y si te necesito yo, ¿qué? —resopló el vampiro—. ¡Hablas de amistad verdadera y ahora que la puedes poner en práctica buscas pretextos!
—Yo..., me tengo que ir —dijo Anton. Como siempre que se trataba de las costumbres culinarias del pequeño vampiro, sintió un profundo malestar—. ¿Nos vemos mañana entonces? —preguntó con voz apocada.
—Mañana, mañana —gruñó el vampiro—. ¡No dejes para mañana lo que puedas conseguir hoy!... ¡Es un viejo refrán de los vampiros!... Está bien —dijo luego—. Mañana, en cuanto se haya puesto el sol, en las ruinas del castillo.
—¿No podríamos encontrarnos en otro sitio? —dijo temeroso Anton. Pensó en Tía Dorothee... y en que a la noche siguiente volvería a salir...
—¿Cómo que en otro sitio?
—En la carretera, por ejemplo; donde está la desviación a la derecha para Larga Amargura.
—¡Por mí!... —contestó el vampiro—. ¡Bueno, y ahora déjame pasar! —añadió de mal humor—. ¡Si no, todavía se me va a olvidar que soy Rüdiger el Tierno!
Pasó rudamente al lado de Anton y extendió los brazos bajo la capa.
Anton se quedó mirando cómo se iba de allí volando y sintió incluso un alivio, pues un vampiro muerto de hambre no era una compañía muy grata... ¡Y menos todavía si el vampiro tenía ideas bastante peculiares sobre «amistad verdadera»!
Luego, Anton regresó solo volando al Valle de la Amargura y aterrizó ante la Cueva del Lobo. Tras esconder la capa de vampiro en una grieta de la roca se deslizó al interior de la oscura cueva.
A la luz de su linterna comprobó, respirando con alivio, que su padre estaba profundamente dormido; lo único que tenía la cara húmeda y brillante y parecía acalorado.
Pero Anton estaba ahora demasiado cansado como para preocuparse por ello. Se metió en el saco de dormir, apagó la linterna... y se quedó dormido enseguida.
Cuando Anton se despertó a la mañana siguiente, la luz entraba por la salida de la cueva, que estaba abierta. Oyó que su padre tosía fuera, delante de la cueva; luego sonó algo que parecía el ruido que se hace al hojear un periódico.
Anton se levantó y salió. Su padre estaba sentado en la hierba. En sus rodillas tenía un periódico abierto y a su lado había una bolsa de panecillos.
¿Habría estado ya acaso en Larga Amargura? ¡Sí, eso parecía porque la bicicleta se encontraba apoyada en un árbol distinto al de la noche anterior!
—¡Hola, papá! —exclamó—. ¿Ya estás mejor?
Su padre volvió la cabeza y sonrió..., aunque algo atormentado.
—¿Mejor? —dijo—. No, la verdad es que no.
—Pero si te has ido de compras, ¿no?
—Sí; pensé que en Larga Amargura tendrían una farmacia —contestó su padre—. ¡La pomada del botiquín de viaje no ha servido realmente de mucho!
Como prueba levantó su mano derecha.
Anton se asustó. Los tres dedos que se había pillado se le habían puesto morados.
—¿Y qué? —preguntó—. ¿Has encontrado una farmacia?
—No, pero he llamado por teléfono a mamá. Vendrá aquí si los dolores no cesan.
—¡¿Qué?! —gritó Anton—. ¡¿Va a venir mamá?!
Su padre intentó reírse.
—¡No quiero imaginarme qué pasaría si fueras tú quien tuviera esta magulladura! ¡Seguro que te querrías ir a casa inmediatamente!
—¿A casa? —Anton tragó saliva—. ¿Significa eso que quieres...?
—Yo no quiero en absoluto —repuso su padre—. ¡Bueno, no te quedes ahí como un llorica! —añadió guaseándose de él—. ¡Todavía estamos en el Valle de la Amargura! ¡Mejor sería que pensáramos qué podemos hacer hoy a pesar de mi mano herida!
Pero, naturalmente, sus posibilidades de hacer algo eran bastante limitadas.
Después del desayuno —aunque «desayuno» ya no era ni mucho menos el término más apropiado, pues el reloj de Anton marcaba las once y media— bajaron al arroyo y estuvieron pescando.
Sin embargo, sólo picó un pez pequeño y Anton lo volvió a echar al agua.
Más tarde se sentaron delante de la cueva y Anton le leyó a su padre el libro del vampiro.
Leyó
El chasquido en la tumba
, y mientras la historia se aproximaba a su clímax y el corazón de Anton latía cada vez más deprisa, su padre luchaba contra un cansancio creciente.
Cuando Anton llegó al pasaje en el que la tapa del ataúd se abre lentamente y todos los que están alrededor de la tumba oyen aquel terrible chasquido, hizo una pausa para aumentar más la tensión... y entonces, para perplejidad suya, se dio cuenta de que su padre estaba a punto de quedarse dormido.
—¿No te gusta la historia? —preguntó.
—Sí, sí, es muy entretenida —contestó su padre con voz adormilada—. Sobre todo cuando los niños al comer hacen siempre chasquidos con la lengua.
—¿Niños? —dijo perplejo Anton. ¡En la historia no salía ningún niño! Al parecer, su padre no se había enterado prácticamente de nada de la historia. ¿Sería debido aquello a las pastillas contra el dolor que se había tomado hacía un rato?
—Pero ahora prefiero irme a dormir —dijo el padre de Anton levantándose—. ¡Esta noche podrás contarme cómo acaba!
—¡Lo haré!
Anton asintió, y con un sentimiento de preocupación vio desaparecer a su padre dentro de la cueva.
«¡Quizá, después de todo, no sea tan malo que venga mamá!», pensó Anton. Aunque si por él fuera... ¡podía esperarse tranquilamente un par de días!
Como Anton había esperado, por la noche su padre ya no preguntó en absoluto por el final de la historia. Sólo se frotó sus dedos magullados con la pomada del botiquín de viaje y se volvió a acostar.
En cuanto se quedó dormido, Anton salió sin hacer ruido. Tapó la entrada de la cueva y miró angustiado a su alrededor. Brillaba la luna y su mirada se sintió atraída como un imán por los derruidos muros del castillo, que se perfilaban en el cielo nocturno. ¿Habría salido ya Tía Dorothee? Seguro que sí, porque el día anterior —su aniversario de vampiro— tenía que haber pasado hambre...
¡De todas formas, se alegraba de que aquella noche pudiera permanecer lejos del castillo en ruinas!
Sacó del nicho de la roca la capa de vampiro y sacudió cuidadosamente el polvo.
Después de algunas vacilaciones decidió ir mejor a pie. Sencillamente: sobre la tierra se sentía más seguro... ¡y además los altos árboles le protegían de ser descubierto! Sin embargo, a pesar de ello, se puso la capa —¡por si acaso!— y echó a andar.
Cuando Anton terminó de atravesar el bosque de abetos observó que al otro lado de la carretera había una pequeña figura oscura que salía de la sombra de los árboles.
Ya iba a exclamar alegremente «jRüdiger!» cuando se dio cuenta de que también podía ser Anna, pues con sus capas negras, sus pálidos rostros, sus largas y alborotadas melenas, los leotardos negros y los zapatos de tela era casi imposible distinguir desde lejos a Anna de Rüdiger.
Sin embargo..., ¿Anna no llevaba puesto la última vez que se vieron un sombrero con velo y medias de seda y botines? O sea, que sí había algo en favor de que fuera Rüdiger.
Anton observó intrigado cómo la figura se acercaba lentamente…, hasta que se quedó parada a un par de pasos de él.
Anton vio entonces su pequeño rostro blanco como la nieve, con la boca redonda y los grandes y brillantes ojos; y olió el pesado y dulzón aroma de «Muftí Amor Eterno».
—¡Anna! —balbuceó.
—Hola, Anton —contestó con una voz irónica que a él le resultaba completamente extraña.
El frío saludo de ella acentuó aún más sus sentimientos de culpabilidad
—Seguro que estás furiosa conmigo —empezó a decir temeroso.
—¡Muy furiosa! —confirmó ella
—Yo..., lo lamento..., lo de la tapa del ataúd.
—¡¿Qué?! —gritó Anna—. ¿Es eso lo único que lamentas?
—¡No! —dijo Anton sorprendido por la firmeza de ella—. Naturalmente, también que tuvieras que estar toda la noche sentada junto al ataúd de Tía Dorothee.
Ella le miró con los ojos relampagueantes de ira.
—¡Eso no es, ni mucho menos, todo lo que me hace estar furiosa! —le bufó.
—¿Qué más entonces? —preguntó confuso Anton.
—¡Ja! ¡Que tú te colaste de día en nuestra cripta y viste cómo tengo que yacer yo, tiesa y rígida, durante mi... sueño de vampiro!
—¡Yo no miré en tu ataúd! —aseguró Anton. De repente comprendió qué era lo que más le tenía que haber molestado a Anna: suponía que él la había visto en su ataúd en un estado similar al de un muerto. Y para ella, que ponía tanto empeño en no convertirse en vampiro, aquello era peor que el castigo que se había llevado por él...
Anton se dio cuenta de que tenía razón al pensar aquello por la expresión de perplejidad que mostraba la cara de ella.
—¿No? —preguntó parpadeando incrédula—. ¿De verdad que no has visto cómo yacía en ese repulsivo trasto de ataúd?
—¡No!... Y además: ¡nunca miraría dentro de tu ataúd si tú no me hubieras dado permiso antes! —añadió astutamente Anton.
—¿De veras?
Un asomo de sonrisa se deslizó hacia su rostro, pero aún seguía desconfiando.
—¿Y por qué miraste dentro del ataúd de mi madre? —preguntó.
—Porque sólo había seis ataúdes grandes y no siete —explicó—. ¡Y entonces quise saber de quién era el ataúd que faltaba!
—¡En cualquier caso, cometiste un error enorme viniendo de día a nuestra cripta! —dijo en tono de reproche Anna—. ¡Pero que encima estuvieras tan... muerto de cansancio como para no cerrar otra vez como era debido la tapa del ataúd!
Ella inspiró y expiró violentamente.
—¡Si no hubiera afirmado que me había despertado y yo había corrido a un lado la tapa del ataúd, tu vida ya no estaría segura aquí, en el Valle de la Amargura!
A Anton le entraron temblores.
—Lo sé —dijo quejumbroso—. Rüdiger me lo ha contado.
—¡Y nosotros, Rüdiger y yo, habríamos tenido horribles dificultades! —añadió quejándose—. ¡Quizá nos hubieran enviado con algunos parientes! ¡Quizá a... Australia!
—¿A Australia? Eso sí que sería terrible... ¡Tan lejos! ¡Entonces ya no habríamos podido vernos más! —dijo consternado Anton.
—¿A ti te importaría que no pudiéramos vernos más? —preguntó Anna mirándole llena de esperanza.
—Sí, naturalmente —dijo sintiendo cómo se ponía rojo.
Pero también Anna se puso colorada, y con voz tierna declaró:
—¡No vuelvas a cometer nunca la imprudencia de ir de día a nuestra cripta! Así podremos volver a vernos cien veces; no: mil veces; no: ¡cien mil veces!
Anton asintió con la cabeza... muy aliviado, pues al parecer Anna ya no estaba enfadada con él.
—¡Y ahora ven! —dijo ella—. ¡Seguro que Rüdiger ya está impacientísimo!
—¿Rüdiger? —murmuró. Durante la conversación con Anna casi se había olvidado del pequeño vampiro—. ¿Y dónde está?
—Ha dicho que te esperaba en la capilla del castillo... para una sesión de lectura.
—¿Para una sesión de lectura? —Anton notó cómo se aceleraban los latidos de su corazón.
—Yo, de todas formas, no tengo ni idea de qué es lo que quiere leer —dijo Anna—. Probablemente sean historias de ese estúpido... ¡grupo de hombres!
—¡No lo creo! —repuso Anton mordiéndose los labios para no reírse.
—¿Por qué? —dijo sorprendida Anna—. ¿Es que sabes lo que va a leer?
—Yo...
Anton titubeó. Seguramente Rüdiger había tenido razones para no desvelar a Anna de qué libro se trataba.
Por otra parte... ¡Anna había hecho tanto por él que ahora no quería tener secretos para ella!
—Me ha prometido leerme cosas de la crónica familiar —explicó.
—¡¿Qué?! ¿De nuestra crónica? —dijo espantada Anna—. ¡Uy, si esto no acaba mal!...
—¿Acabar mal? —la voz de Anton tembló—. ¿Pa... para mí?
—Sobre todo para Rüdiger —contestó Anna—. ¡Ya sabes lo que pasó cuando Tía Dorothee descubrió que él mantenía relaciones amistosas contigo, que eres un ser humano!
Anton asintió con la cabeza. En aquella ocasión el pequeño vampiro había sufrido una «prohibición de cripta», y sin saber qué hacer se había instalado en el sótano de Anton.