Al estruendo le siguió un ataque de furia:
—¡Mierda! ¡Sólo he tirado uno!
Anton se rió por lo bajo. ¡De nueve bolos tirar sólo uno era casi una obra de arte!
Entonces Lumpi pasó como una flecha al lado de Jörg el Colérico... ¡Probablemente para coger la bola!
Durante un rato, Anton no vio nada más que la sucia pared blanca de la bolera que tenía enfrente, hasta que Lumpi volvió a aparecer. En su ancha y peluda mano llevaba la bola. Anton se estremeció al observar sus largas y afiladas uñas.
Al parecer, Lumpi tampoco tenía ni la más remota idea de cómo se juega a los bolos. Se puso como en el balonmano, levantó el brazo izquierdo y lanzó con todas sus fuerzas. Anton oyó un estrépito y luego Lumpi gritó fuera de sí, lleno de alegría:
—¡Dos! ¡He tirado dos bolos!
—¿Sólo dos? —contestó una voz ronca, y entonces apareció en escena el pequeño vampiro—. ¡Yo tiraré tres!
—¿Tú? —dijo Lumpi riéndose con desdén.
—Sí, ¿por qué no? —repuso Rüdiger.
Desapareció en la parte delantera del edificio y regresó con la bola en la mano.
—¡Eh, no os pongáis en medio! —les espetó a Lumpi y a Jörg el Colérico.
Le hicieron sitio a regañadientes.
—¡Hoy te sientes muy fuerte, hermanito! ¿No? —gruñó Lumpi.
Rüdiger se rió irónicamente y levantó los dos brazos. Luego sostuvo la bola por encima de la cabeza como si fuera a hacer un saque de banda en el fútbol.
«¡No!», quiso gritarle Anton..., pero en el último momento, sobresaltado, se tapó la boca con la mano. Y luego vio, bastante desconcertado, cómo el pequeño vampiro hacía retumbar literalmente la bola contra el suelo. Sonó un estrépito aún mayor que con el lanzamiento de Lumpi, y los muros maestros de la bolera parecieron tambalearse.
—¡Imbécil! —oyó Anton que gritaba indignado Lumpi—. ¡Ahora hay otro agujero en la pista!
—¡Y tampoco ha tirado ninguno! —exclamó Jörg el Colérico riéndose taimadamente.
La cara de Rüdiger estaba teñida de color rojo oscuro.
—¡Esperad y veréis! —balbuceó furioso—. Ahora voy a darme fuera un par de vueltas corriendo y vais a ver lo más extraordinario de toda vuestra vida.
—¿Lo más extraordinario de toda nuestra vida? —repitió burlándose de él Jörg el Colérico—. ¡Huy, siento ya una enorme curiosidad, Rüdi!
¿Rüdi? Anton tuvo que reírse irónicamente.
—¡Lo más extraordinario de vuestra vida, sí señor! —corroboró el pequeño vampiro, y con la cabeza muy alta abandonó la pista de bolos.
Anton vigiló la posada y descubrió una pequeña figura que se acercaba rápidamente y sin hacer nada de ruido: ¡Rüdiger!
El vampiro se detuvo ante él y de una manera todavía más descortés de lo que en él era habitual, le siseó a Anton:
—¿Qué, has visto ya todo lo que querías ver?
—Yo... —empezó a decir Anton. ¡No podía permitir de ninguna manera que Rüdiger se diera cuenta de que se había divertido de lo lindo mirando!
Y, además, seguro que a Rüdiger le resultaba extraordinariamente penoso que Anton hubiera visto su derrota. ¡Sin duda que sólo por eso había gritado tanto!
Y como Anton no quería irritarle aún más, dijo:
—¡Creo que sé qué es lo que hacéis mal vosotros!
El pequeño vampiro aguzó el oído.
—¿Nosotros? ¿Lumpi y Jörg también?
Anton asintió con la cabeza.
—¡Sí, los tres!
—Los tres... —repitió el vampiro rechinando los dientes.
Echó un vistazo al interior de la bolera, donde Lumpi y Jörg el Colérico, cabeza con cabeza, cuchicheaban entre ellos.
—Lumpi y Jörg también hacen algo mal... —dijo en voz baja como si se lo estuviera diciendo a sí mismo... Y como si hubiera tenido una repentina revelación, apareció en su cara una ancha sonrisa irónica.
—Si todos hacemos algo mal... y tú me cuentas sólo a mí el qué —añadió excitado—... ¡entonces el único que podrá ganar seré yo! ¿O no? —preguntó a Anton confuso por tanta reflexión.
—Sí —confirmó Anton.
—¿Y qué es lo que hacemos mal? —preguntó el vampiro casi soltando un gallo.
Anton se rió burlón.
—No hay que tirar la bola ni lanzarla. Hay que...
Entonces hizo una pausa significativa antes de desvelar con voz susurrante el secreto, que realmente no era tal:
—¡Hay que hacer rodar la bola!
—¿Hacerla rodar? —dijo el vampiro con ojos abiertos de incredulidad.
Entonces empezó a pasarse la lengua por las comisuras de los labios y con un nerviosismo apenas contenido exclamó:
—¡Eso es exactamente lo que yo siempre he querido hacer! ¡Pero Jörg el Colérico, ese sabelotodo, se empeña en saber más que nadie! Afirma que «bolos» viene de «volar»... y dice que por eso hay que hacer volar la bola por los aires. ¡Bah, qué estupidez! ¡Espera, que le voy a enseñar yo!
Giró sobre sus talones y sin preocuparse más de Anton regresó corriendo a la posada.
Inmediatamente después, el pequeño vampiro apareció en la bolera... con una irónica sonrisa triunfal como si ya fuera el ganador.
—¡Mira, tu hermano pequeño está aquí otra vez! —observó Jörg el Colérico.
—¿Dónde? —preguntó Lumpi mirando hacia arriba, hacia el techo.
—¡Ahí, delante de ti! —contestó Jörg dándole un golpe amistoso a Lumpi.
—¡Ah, sí! —se hizo el sorprendido Lumpi—. Pero el pobre parece que está completamente hecho polvo. ¿Tan agotadora ha sido la carrera?
El pequeño vampiro prefirió hacer como si no hubiera oído el comentario de Lumpi.
—¿Jugamos otra partida? —propuso.
—¿Otra más? —preguntó Jörg el Colérico cambiando una mirada divertida con Lumpi—. Bueno, está bien —dijo—. ¡Echaremos la última partida por ser tú! ¡Pero yo lanzaré el primero! —determinó.
A Anton le costó mucho trabajo reprimir la risa cuando vio que Jörg el Colérico adoptaba otra vez su postura de lanzamiento de peso. Lo único que aquella vez inclinó aún más la rodilla y lanzó la bola por el aire con un fuerte «¡u...aah!».
Pero fue en vano: se produjo el estrépito y luego se oyó el grito furioso y decepcionado de Jörg el Colérico, que al parecer había tirado la bola a un lado.
Ahora le tocaba el turno a Lumpi. Puso cara seria y concentrada mientras balanceaba la bola en la mano izquierda completamente levantada. Antes de tirar dijo:
—¡Bola, vuela, para que Lumpi venza!
Pero aquello tampoco le sirvió de mucho. Tras un golpe que hizo un ruido terrible, Anton le oyó maldecir:
—¡Cómo! ¿Sólo uno? ¡Eso no puede ser verdad!
—¡Pero sí lo es! —dijo el pequeño vampiro riéndose entre dientes—. ¡Y también es verdad que vais a ver enseguida al mejor jugador de bolos del año!
Dicho aquello se puso en cuclillas, colocó la bola en el suelo y la echó a rodar de un fuerte empujón.
Anton se mordió la lengua para no reírse. ¡Muy hábil no había parecido la forma en que el vampiro, con su ridícula postura de rana, había lanzado la bola!
Tanto más sorprendente fue lo que ocurrió a continuación. Durante un momento sólo se oyó el traqueteo que hizo la bola sobre la pista agujereada y llena de baches; luego se oyeron varios golpes y Rüdiger soltó un grito de alegría.
—¡Seis, seis, seis! —exclamó con júbilo.
También a Anton le dio un salto el corazón de la emoción y de la alegría.
—¡Seis de una tirada! —exclamó el pequeño vampiro saltando a la pata coja con una y otra pierna—. ¡Aquí está la victoria!
—¿La victoria? —repuso Jörg el Colérico con un gesto de desprecio—. Jugando a las canicas, quizá..., ahí sí se hace rodar la bola. ¡En los bolos sólo gana el que hace volar la bola por el aire!
—¡Exactamente! —aprobó Lumpi.
—¡Eso no es cierto! —les contradijo iracundo el pequeño vampiro—. ¡Hay que hacer rodar la bola!
—¿Rodar la bola? —repitió Jörg el Colérico riéndose burlonamente—. ¿Y cómo sabes tú eso así tan de repente?... ¿Eh, monicaco rodante?
—¡Porque lo sé! —repuso el pequeño vampiro... sorprendentemente imperturbable, según le pareció a Anton.
Pero, después de todo, el pequeño vampiro tenía razón: ¡él había ganado!
—¡Además, habíamos acordado que cada uno podría tirar a los bolos como quisiera!
—Acordado —le hizo burla Jörg el Colérico. Al parecer no se le ocurría nada más que pudiera objetar—. Ven, larguémonos —le dijo a Lumpi.
—Sí, larguémonos —asintió Lumpi—. Aquí sólo se hacen trampas.
—¡Vosotros sí que hacéis trampas! —exclamó el pequeño vampiro—. ¡Porque no sabéis perder!
—¿Nosotros? —dijeron Jörg el Colérico y Lumpi al unísono mirándose con fingida perplejidad.
—Tu hermanito está hoy muy nervioso —dijo Jörg el Colérico—. ¡Un auténtico manojo de nervios!
Se rieron burlonamente y se dispusieron a irse.
—¡Vosotros sí que sois manojos! —les gritó Rüdiger—. ¡Manojos de marca mayor!
—¡Manojos de marca mayor!... ¡Qué tierno! —oyó Anton que decía Jörg el Colérico riéndose irónicamente—. ¡Lumpi: aquí te nombro vicermanojo de marca mayor mío!
Siguió una estruendosa carcajada y luego se cerró una puerta.
El pequeño vampiro apretó los puños.
—¡Mamarrachos! —siseó desapareciendo hacia la puerta de delante de la bolera, donde tenía que estar la bola.
Anton se agachó aún más en la profundidad de la sombra del matorral y observó lleno de inquietud la entrada de la posada. No tardó mucho en ver salir del oscuro edificio a Jörg el Colérico y a Lumpi.
Su corazón palpitó lleno de miedo..., pero los dos ni siquiera pusieron sus ojos en los alrededores. Ahora que estaban tan unánimemente unidos en contra de Rüdiger se hablaban el uno al otro en voz alta y excitada.
—¡Ja, tu Leo! —exclamó Lumpi—. ¡Él tampoco es infalible!
—¡¿Cómo dices?! —jadeó furioso Jörg el Colérico—. ¿Te atreves a llamar mentiroso a mi amigo de la infancia, Leo el Valiente, que el pobre murió demasiado pronto?
—¡Yo no he dicho eso! —se defendió Lumpi—. ¡Pero podría haber entendido mal eso de que «bolos» viene de «volar»!
—¡Entender mal! —tronó Jörg el Colérico—. ¡Si mi amigo de la infancia Leo el Valiente me asegura que «bolos» viene de «volar», puedes apostar que comes ajo que es verdad!
«¡Mejor no!», pensó Anton.
Lumpi carraspeó.
—¡Bueno, pero podríamos probar lo de echarla a rodar!
—¡¿Qué?! ¿Quieres que traicione (¡Drácula le tenga en su gloria!) a mi compañero de juventud? ¡Nunca jamás!
Anton vio con alivio cómo se hacían cada vez más pequeños..., hasta que el cielo nocturno se los tragó.
— ¡Jörg y su estúpido Leo! —dijo de repente a su lado una voz ronca.
Anton se dio la vuelta asustado, pero no era más que el pequeño vampiro, que se había deslizado hasta él sin que se diera cuenta.
—La próxima vez, Jörg también tirará rodando la bola. ¡Y entonces afirmará que eso ya lo había dicho hace cien años Leo el Valiente! —gruñó el vampiro—. ¡Y, sin embargo, la idea de tirar rodando fue mía!
—¿Tuya? —inquirió mordaz Anton.
—No discutamos por cosas sin importancia —repuso muy digno el vampiro—. ¡Mejor vamos a celebrar mi victoria!
Anton apretó los labios furioso y no dijo nada. Ciertamente no esperaba que Rüdiger le diera las gracias..., ¡pero que ahora tergiversara los hechos no era ni una pizca mejor que el comportamiento de Jörg el Colérico!
Al parecer, el vampiro se dio cuenta de que aquella vez había ido demasiado lejos, pues de una forma acentuadamente amable dijo:
—¡Si quieres, te leeré algo de nuestra crónica familiar para celebrar la victoria!
—¿Lo harías? —preguntó Anton, y con aquella tentadora oferta hasta se le olvidó su indignación con el pequeño vampiro.
—¡Claro! ¡Por ejemplo, mañana por la noche!
—¿Mañana por la noche?
—¿Has olvidado que Tía Dorothee celebra hoy su aniversario de vampiro...?
—Ah, es verdad.
—¿Lo ves? ¡Yo soy así! —dijo el vampiro con voz ronca—. Yo siempre pienso en ti... ¡para que no te ocurra nada!
Al decir aquello miró de reojo el cuello de Anton y se pasó la lengua por sus gruesos labios, que parecían exangües.
—Tendría que coger fuerzas —murmuró—. Me siento tan raro...
Con un escalofrío Anton se dio cuenta de que el vampiro todavía no había podido..., ejem..., comer nada, pues nada más ponerse el sol había ido a buscarle a él.