Rodak asintió de nuevo. Los dos se despidieron con un apretón de manos que derivó en un amistoso abrazo.
Después, Rodak y Tash se quedaron mirando cómo el uskiano se alejaba por el callejón que lo conduciría hasta la Plaza de los Portales.
—¿Vas a hacerlo de verdad? —preguntó Tash.
Rodak volvió a la realidad.
—¿El qué?
—Eso. Ir a Bela… lo que sea.
El muchacho sonrió.
—Belesia. Son unas islas que están al otro lado del mar.
Tash siguió la dirección que él le indicaba y escudriñó el horizonte.
—No veo nada.
—No están muy lejos, pero no se pueden apreciar desde aquí. Aun así, no hay un portal directo, porque los belesianos y los serenenses siempre nos hemos llevado muy mal. Hay que ir dando un rodeo por otras ciudades, saltando de portal en portal. O en barco, por supuesto.
—Mejor por los portales —decidió Tash.
Él la miró, interrogante. La chica se ruborizó un poco antes de añadir:
—Porque voy a ir contigo, claro. Pero no subiría a una de esas bañeras flotantes ni aunque me pagaran —añadió, ceñuda.
Rodak sonrió de nuevo.
Tabit contemplaba su entorno con interés. Vanicia había cambiado mucho. La ciudad, cuyos edificios se desparramaban a los pies de la gran cordillera del sur, siempre había sido una de las capitales más pequeñas de Darusia. En realidad, en sus orígenes Vanicia no era más que un agreste pueblo de leñadores y pastores de cabras. Pero la región poseía grandes bosques cuya madera no tardó en ser muy apreciada en el exterior. De modo que, mucho tiempo atrás, el Gremio de Madereros y Carpinteros había financiado un portal a Maradia para poder exportar sus productos a la capital darusiana.
Después había habido algunos más. Por descontado, algunas casas pudientes disponían ya de un portal o dos. Además, el Gremio de Ganaderos y el Gremio de Alfareros también se las habían arreglado para pagar uno propio, a Maradia los primeros, hasta Esmira los segundos. Tabit, de hecho, recordaba muy bien el portal del Gremio de Ganaderos, porque había sido el primero que había atravesado en toda su vida, sin sospechar entonces que no sería ni mucho menos el último.
Pero los portales de los Gremios eran privados. Aunque ocupasen un lugar en el Muro de los Portales de una plaza pública, en la práctica estaban tan vetados a los ciudadanos no agremiados como cualquier portal pintado en el salón de una casa particular.
Ahora, sin embargo, existía un portal que sí podían utilizar. Tabit evocó el interés con el que había leído en el manual de Geografía de primer curso que el Consejo de Vanicia había hecho pintar un portal hasta la rutilante Esmira, la capital más próspera y espléndida de Darusia. Tampoco ese portal era del todo público; pero, gracias a él, y a cambio de un módico peaje, los vanicianos podían presentarse en Esmira en un instante y disfrutar de las maravillas que la ciudad les ofrecía.
Era evidente que aquella circunstancia había alterado la plácida existencia de Vanicia, y la estaba transformando en una urbe más grande y sofisticada.
Pocas cosas quedaban ya de la humilde Vanicia que Tabit recordaba. Pero se detuvo en la plazoleta de la fuente y desvió la mirada hacia el rincón donde, muchos años atrás, un tahúr solía entretener a su audiencia con engañosos juegos de manos.
Ahora, aquel hombre de ágiles dedos ya no estaba allí, y Tabit experimentó una oleada de alivio y decepción al mismo tiempo.
Volvió a la realidad cuando Cali le tiró de la manga.
—Vamos, Tabit. Tenemos trabajo que hacer.
El joven asintió y se esforzó por centrarse.
Habían preguntado por maese Belban en la sede de la Academia en Vanicia, sin muchas esperanzas de obtener alguna información útil. Sin embargo, ante su sorpresa, el aburrido maese de Administración asintió y les escribió unas señas que anotó, por lo que parecía, de memoria.
—Buena suerte —les deseó, con cierto tono hastiado.
—¿No somos los primeros que preguntamos por él? —adivinó Cali, sorprendida.
El maese se limitó a alzar tres dedos en el aire mientras, con la otra mano, los espantaba como a moscas.
—Y ahora, largaos, que tengo trabajo que hacer.
Los estudiantes lo dudaban mucho, pero obedecieron.
—No puedo creer que haya sido tan fácil —comentó Cali, aún asombrada.
—Y no lo será —auguró Tabit—. Si ya han venido más personas a preguntar por maese Belban y, aun así, no lo han encontrado… ¿qué te hace pensar que lo haremos nosotros?
—Bueno, pero es la única pista que tenemos, ¿no?
Tabit se encogió de hombros y se resignó a seguirla por las calles de la ciudad.
De modo que habían comenzado a vagabundear de un lado para otro pidiendo indicaciones, atravesando calles y plazas que Tabit recordaba bien, y otras que le resultaron completamente nuevas.
—Tú vivías aquí, ¿no? —le preguntó entonces Cali. Tabit asintió, distraído, y ella dejó escapar una exclamación de triunfo—. ¡Ja! ¡Lo sabía! ¿Por qué eres tan esquivo cuando se trata de tu pasado, Tabit? ¿Acaso tienes algo que ocultar? —bromeó.
Pero él se volvió para mirarla, muy serio.
—¿Y si fuera así? —preguntó a su vez—. ¿Crees que no me molestaría que siguieras haciéndome preguntas?
Cali abrió la boca para replicar; pero vio algo en los ojos de él, un dolor silencioso que su enfado ocultaba, y decidió no seguir indagando… al menos, no en aquel momento.
—Está bien —dijo, conciliadora—. Hemos venido aquí por maese Belban, ¿no? Pues encontremos esta dirección y acabemos cuanto antes.
Finalmente, las señas los condujeron hasta una casita rodeada por un colorido huerto, a las afueras de la ciudad. Cali iba a franquear la valla sin más ceremonia, pero Tabit la detuvo y le señaló la campanilla que colgaba del arco de entrada.
La hicieron sonar un par de veces, y solo a la tercera se oyó una voz irritada desde detrás de las matas de judías.
—¿Quién eres, y qué quieres?
—¡Disculpad! —respondió Tabit en voz alta, poniéndose de puntillas para tratar de descubrir el origen de aquella voz—. ¡Venimos buscando a…!
Se calló de pronto, porque de entre las plantas había surgido el rostro de… maese Belban.
Cali ahogó una exclamación de sorpresa. Entonces la aparición emergió del todo y descubrieron que no se trataba del viejo pintor de portales; era una mujer que se le parecía notablemente, aunque era más pequeña y encorvada que él, y su cabello estaba bastante mejor peinado.
—Venís buscando a mi hermano —dijo ella—. A ver si lo encontráis de una vez, ¿eh? Ya estoy harta de que los de la Academia vengáis a molestarme, siempre con lo mismo. ¿Cuántas veces voy a tener que repetiros que no tengo ni la menor idea de dónde está Belban? Hace por lo menos treinta años que no nos vemos. Así que no tengo nada que deciros sobre él, a no ser que queráis que os cuente cómo llenaba mis zapatos de tijeretas cuando éramos críos.
Cali se mostró fascinada ante aquella historia, pero Tabit la detuvo antes de que se le ocurriera pedir más detalles.
—Comprendo —asintió—. Muchas gracias, eh… señora —concluyó, incómodo, cuando ella no aprovechó aquella pausa para decirle su nombre—. No teníamos intención de molestar; ya nos vamos.
La mujer cabeceó enérgicamente y volvió a concentrarse en su huerto. Tabit tiró del hábito de Cali para llevársela de allí, pero ella se mostraba reacia a marcharse.
—¿Y no os preocupa lo que le haya podido pasar? —le preguntó.
La anciana ni siquiera se molestó en alzar la vista.
—¿Debería? Belban ya es mayorcito; estoy segura de que sabrá arreglárselas solo.
—Pero…
—Vamos, Caliandra, déjalo —la cortó Tabit—. Ya has visto que no quiere hablar con nosotros.
Sin embargo, y para su sorpresa, la mujer levantó la cabeza y los miró con los ojos entornados.
—¿Cómo has dicho que te llamas, niña?
—Caliandra de Esmira —respondió ella—. Pero no veo qué…
—¿Y dónde están las fronteras? —preguntó la anciana con brusquedad, sin permitirle terminar la frase.
Cali estaba perpleja.
—¿Cómo? Perdón, no entiendo…
Pero la hermana de maese Belban no le dio ninguna otra pista. Resopló con disgusto y volvió a hundir las manos en la mata de judías.
—Vámonos, Caliandra —murmuró Tabit, incómodo.
Ella sacudió la cabeza y dio media vuelta para marcharse. Sin embargo, en el último momento recordó, como en un relámpago de inspiración, la primera conversación que había mantenido con maese Belban. Él la había acorralado con una serie de preguntas sobre la ciencia de los portales; ella había respondido lo mejor que sabía, pero nunca parecía ser suficiente para el profesor. Una de las cuestiones que él le había planteado era precisamente esa: «¿Dónde están las fronteras?». Cali había recitado lo que había aprendido con maesa Berila en clase de Geografía, pero maese Belban solo gruñía y negaba con la cabeza. Entonces la chica, intuyendo que no estaban hablando de fronteras físicas, había repetido algunos de los argumentos que recordaba de las lecciones de Teoría de los Portales. Pero tampoco era eso lo que maese Belban esperaba de ella. Finalmente Cali, desesperada, había dicho lo primero que se le había pasado por la cabeza. Algo absurdo, claro.
Se volvió bruscamente hacia la anciana, que no era ya más que un bulto grisáceo entre las matas de judías, y gritó:
—¡No hay fronteras!
El rostro de la hermana de maese Belban volvió a asomar de entre las profundidades de su reino vegetal.
—Acércate, niña —le ordenó—. No consigo encontrar un botón que se me ha perdido, y ya me duele la espalda de estar agachada.
Con un suspiro de resignación y el desencanto aflorando a su rostro, Cali obedeció. Se abrió paso por entre las plantas, intentando no pisar las lechugas ni los pimientos, hasta situarse junto a la mujer. Rebuscó en derredor y, tras un buen rato de búsqueda infructuosa, logró localizar el botón, semienterrado en el suelo. Se lo tendió a la anciana, pero ella no lo cogió.
—La vida —le dijo, mirándola fijamente con sus profundos ojos azules, tan similares a los de maese Belban que Cali se estremeció— es como trabajar en el huerto: es necesario esperar el tiempo justo para recoger el fruto apropiado.
—Lo tendré en cuenta —asintió Cali.
La mujer cabeceó, conforme. Cogió el botón que la joven le tendía y, al retirar su mano de la de ella, dejó rastros de tierra… y algo más.
—Y ahora, largaos de aquí —gruñó—. Tengo mucho que hacer. Todavía hay que abonar los guisantes, y supongo que vosotros no pensáis hacerlo por mí, ¿verdad?
El corazón de Cali latía con fuerza. Reprimió el impulso de examinar inmediatamente el objeto que la anciana le había entregado y se limitó a estrecharlo con fuerza en su mano.
—Nos gustaría —respondió—, pero tenemos trabajo en la Academia.
La mujer resopló con desdén, pero no añadió nada más.
Los estudiantes se despidieron y se alejaron de la casa. Tabit parecía abatido.
—Está bien, reconozco que ha sido una pérdida de tiempo —suspiró—. No sé qué nos hizo pensar que descubriríamos algo que los maeses no hubiesen averiguado todavía. Además, es evidente que esa mujer, con todos mis respetos… ¿qué haces? —preguntó de pronto, al ver que Cali no le estaba prestando atención; había desenrollado un papelito arrugado y manchado de tierra y lo estudiaba con atención.
Pero alzó la cabeza ante la pregunta de su compañero y le dijo, con emoción contenida:
—Es una lista de símbolos, Tabit. Exactamente once.
El joven abrió los ojos con sorpresa al comprender lo que quería decir.
—¡Coordenadas!
Hacía rato que había caído la noche sobre la ciudad de Kasiba. Una espesa niebla serpenteaba por las calles empedradas, envolviéndolo todo en una atmósfera fantasmal.
Parecía una noche idónea para los secretos, las fechorías y los propósitos turbios. Pero Yunek no se dejó influenciar por aquellos malos presagios. «Solo es un poco de niebla», se dijo mientras seguía al encapuchado a través del laberinto de callejas.
Cuando llegaron al establo que ya conocía y, al entrar, halló al fondo al portavoz del Invisible, casi dejó escapar un suspiro de alivio. Ya había pasado por aquello, pensó. Solo se trataba de un mero trámite. Un paso más, quizá uno de los últimos, hacia el portal soñado.
—¿Y bien? —le preguntó el embozado, encaramado, como la noche anterior, en lo alto del montón de paja, como si fuera una suerte de rey de las cuadras—. ¿Has traído el dinero?