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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (2 page)

Los dos pintores cruzaron una mirada significativa.

—¿Estás proponiendo, acaso, que paguemos a tus hombres por adelantado? —preguntó maese Nordil, entornando los ojos.

—Si esperáis que no mueran de hambre antes de obtener resultados, sí —declaró el capataz con firmeza.

Sabía que estaba pisando terreno resbaladizo; pero el futuro de la comunidad pendía de un hilo. En teoría, nada impedía a la Academia declarar la mina extinguida, clausurarla y centrarse en otras explotaciones más fructíferas. Pero el capataz había creído detectar un cierto interés en aquellos dos pintores… y decidió jugársela.

—O quizá haya otra opción —tanteó—. Si la Academia duplica el precio que se nos paga a cambio del mineral… podríamos permitirnos enviar varias cuadrillas de hombres a explorar otras zonas. Solo así sabríamos si la mina atesora nuevas vetas, ricas y abundantes, a la espera de ser descubiertas.

Esperó a que sus palabras calasen en los dos pintores y sorprendió entre ellos otra mirada elocuente.

—En realidad —dijo maese Nordil—, no estamos en situación de tomar semejante decisión.

«Entonces, ¿qué se supone que están haciendo aquí?», quiso preguntar el capataz, conteniendo su irritación.

—Sin embargo —apuntó maese Kalsen—, no dudamos de que esta explotación aún nos reserva algunas sorpresas que vale la pena investigar. —Extrajo entonces un objeto del interior de su saquillo y lo mostró al capataz—. ¿Sabes qué es esto?

Tembuk echó un vistazo y asintió. Eran fragmentos del mineral que habían incluido en la remesa enviada a Maradia tres semanas atrás. Los reconoció porque no eran del color granate habitual, sino de un desvaído tono azulado.

Habían mantenido un encendido debate acerca de aquellas piedras. Algunos sostenían que se trataba de otro tipo de mineral y que no debían agregarlo a la remesa, porque en la Academia no lo querrían para nada. Otros, sin embargo, afirmaban que lo único que ocurría con aquellos fragmentos era que presentaban una pigmentación poco habitual, pero nada más, y estaban convencidos de que los pintores de portales podrían utilizarlos igualmente. Además, en aquellas circunstancias valía la pena llenar los contenedores con lo que fuera. Si los pintores juzgaban que el mineral azul valía lo mismo que el granate, pagarían en consecuencia. Y, si no… bueno, no se perdía nada por intentarlo.

Los más viejos del lugar sacudían la cabeza, desconcertados. Tenían suficiente experiencia como para reconocer «su» mineral con los ojos cerrados, por la textura, la consistencia, el peso y hasta el sabor, y no podrían haber diferenciado un fragmento rojo de aquellos de color azulado. Pero jamás habían visto mineral para portales de aquella tonalidad, ni tenían noticia de que se hubiese encontrado en ninguna otra parte.

Finalmente, el capataz había optado por incluir un saquillo de muestra con la remesa de piedras de color granate.

Y, por lo que parecía, no había pasado desapercibido en la Academia.

—No es una broma, ¿verdad? —insistió el pintor.

—No, maese. Lo encontró un muchacho en una pequeña galería inferior. A menudo trabajamos con poca luz ahí abajo, o incluso a oscuras, si se termina el aceite de la lámpara. —No añadió que esto era bastante habitual: por un lado, el aceite era caro, y por otro, se perdía un tiempo precioso al subir a la superficie para rellenar la lámpara—. Al tacto reconoció la veta de mineral y sacó todos los fragmentos que pudo, pero al salir a la luz descubrió que… bueno, que era azul. Incluimos una muestra en el envío para que fuese valorada en la Academia.

—¿Una muestra? —repitió maese Nordil, súbitamente interesado—. ¿Quieres decir que hay más?

—Es posible —respondió el capataz con precaución—. Si lo deseáis, puedo enviar a buscar al muchacho que lo encontró.

Los pintores se mostraron de acuerdo. Los tres salieron de la cabaña y se dirigieron a la entrada principal de la mina, abriéndose paso entre viejas carretillas y montones de escombros. Los trabajadores que encontraban en su camino miraban de reojo a los recién llegados, pero no dejaban de trabajar. No podían permitirse ese lujo.

El capataz y los pintores se detuvieron ante la bocamina. Maese Nordil frunció el ceño al ver el polvo que ensuciaba sus sandalias. Su compañero contempló con aire crítico los grandes contenedores donde se almacenaba el mineral, que se hallaban casi vacíos.

El capataz llamó a un niño que acarreaba capazos cargados de tierra. Las normas establecían que los niños no podían bajar a la mina, pero en la práctica lo hacían a menudo y, cuando no, ayudaban en el exterior. La necesidad que sufrían las familias de los mineros las obligaba a condenar a sus hijos a los túneles a una edad muy temprana.

—Chico, vete a buscar a Tash —le ordenó—. Lo quiero aquí en un abrir y cerrar de ojos, ¿entendido?

El niño lanzó una mirada descarada a los dos pintores, asintió y desapareció en la oscuridad de la mina, tragado por las entrañas de la tierra.

—Entonces, ¿el mineral azul también sirve para los portales? —preguntó el capataz para romper el silencio.

Los dos pintores adoptaron una pose reservada.

—Aún lo estamos estudiando —respondió maese Kalsen evasivamente.

El capataz se preguntó qué habría que estudiar. Del mineral granate se extraía un pigmento con el que se fabricaba la pintura que usaban para dibujar los portales de viaje. Si el mineral no era apropiado, el portal no funcionaba, era así de sencillo. Bueno, también era necesaria una complicada serie de cálculos y de símbolos que se dibujaban en el portal para que este condujera al lugar correcto, pero eso ya escapaba a su entendimiento. Y, además, de todas formas, todo el mundo sabía que la magia de los portales (por más que desde la Academia insistieran en enseñar al vulgo que no se trataba de magia, sino de ciencia) residía en aquel prodigioso mineral.

No tuvo ocasión de seguir preguntando. En aquel momento, el niño regresó junto a ellos, acompañado de un chico que aparentaba unos trece o catorce años, aunque Tembuk, que conocía a su familia desde siempre, sospechaba que tenía alguno más. Sin embargo, Tash era pequeño y de rasgos aniñados. Como todos los hijos de la mina, su cuerpo era flaco y huesudo, y tanto su piel como su cabello estaban permanentemente sucios. En tiempos pasados, el polvo que solía cubrir a los mineros de pies a cabeza tenía un revelador tono rojizo. Ahora era tierra, sin más.

En realidad, el pelo de Tash era rubio, aunque la capa de mugre lo disimulaba bastante bien. Sus ojos, de un verde claro muy parecido al de los de su padre, tenían un brillo duro y desconfiado que contrastaba vivamente con su rostro lampiño. Era la mirada resentida de una generación que había sido maldecida con un trabajo de esclavos en tiempos difíciles. A los hijos de los mineros se les apagaba muy pronto de los ojos la luz inocente de la niñez.

Tash contempló a los pintores con un gesto hosco que dejaba patente lo que pensaba de ellos, de sus manos blancas y sus rasgos finos, pero ninguno de los dos pareció sentirse ofendido. Para que el mundo funcionase, había gente que tenía que picar en las minas y gente que tenía que pintar portales; era así de sencillo.

—Muchacho —dijo maese Kalsen—, tenemos entendido que fuiste tú quien encontró la bodarita azul. ¿Es cierto?

En el rostro desconfiado de Tash se reflejó una cierta expresión de desconcierto, hasta que entendió lo que el hombre quería decir: solo los pintores de portales llamaban «bodarita» al mineral que se extraía de sus explotaciones. Para el resto del mundo era, sencillamente, «el mineral», porque no había ningún otro que importara.

—¿Y qué si es así? —preguntó con descaro y evidente mal humor.

—Chico, trata a los maeses con respeto, o tendré que inculcártelo a palos —gruñó el capataz.

Tash entornó los ojos, pero respondió, esta vez con mayor cautela:

—Sí, fui yo. ¿Por qué? ¿Me van a castigar?

Los dos pintores esbozaron una sonrisa indulgente, dispuestos a pasar por alto la impertinencia anterior.

—No, muchacho. Solo deseamos ver el lugar donde la encontraste. ¿Nos guiarás hasta allí?

No era una petición, sino una orden. Sin embargo, Tash no pudo evitar tratar de sacar provecho de la situación:

—¿A cambio de qué?

—¡A cambio de que yo no te arranque la piel a tiras! —aulló el capataz, colérico—. ¡Ellos son los dueños de la mina y debes llevarlos a donde se les antoje!

Tash dio un respingo y, por primera vez, pareció tomarse en serio las amenazas de su superior.

—De acuerdo —asintió—. Es por aquí.

Se introdujo en el túnel sin esperar a nadie. Tembuk, gruñendo por lo bajo, se apropió de una lámpara de aceite, mientras los pintores contemplaban dubitativamente el interior de la mina, oscuro como boca de lobo.

—No es necesario que entremos todos, maeses —dijo el capataz al advertir su vacilación—. Puedo bajar yo mismo con el muchacho y examinar esa galería…

La oferta resultaba tentadora, pero los pintores se mostraron algo ofendidos.

—Podemos verlo por nosotros mismos —declaró maese Nordil, molesto—. Si toda esta gente baja a la mina constantemente, nosotros tampoco tendremos problemas.

«Toda esta gente» eran los escuálidos y harapientos mineros, cubiertos de suciedad hasta las cejas, que se afanaban en las inmediaciones. El capataz se encogió de hombros y guió a los pintores al interior.

Mientras tanto, Tash descendía con la agilidad de un mono por la escalera que conducía al montacargas. El capataz y los pintores lo siguieron. Maese Kalsen se aferró con fuerza a los largueros y puso un pie en el primer peldaño, que crujió bajo su peso. El orondo maese Nordil palideció al contemplar la profunda oscuridad que se tragaba el otro extremo de la escalera, allá abajo.

—Es un trayecto bastante más corto de lo que parece —los animó Tembuk.

Maese Kalsen descendió unos peldaños, y su compañero lo siguió con grandes precauciones.

Eran apenas diez metros de bajada, pero tardaron una eternidad en llegar. Para cuando los pintores pusieron penosamente los pies en la plataforma, ya sudaban por todos los poros. Maese Nordil alzó la mirada hacia el lugar donde la entrada de la mina ya no parecía otra cosa que un lejano punto de luz.

—¿Y cómo se las arreglan para subir el mineral desde aquí hasta el exterior? —quiso saber.

El capataz señaló un montón de capazos de mimbre arrinconados junto a la pared de piedra. A la luz de la lámpara de aceite, los pintores pudieron apreciar que llevaban correas para cargarlos a la espalda.

Tash los aguardaba con impaciencia en el montacargas. Se reunieron con él y los pintores comprobaron que en la cabina apenas cabían los cuatro, de modo que no les quedó más remedio que apiñarse.

Tash puso en marcha el sistema de poleas del montacargas… y se hundieron en la oscuridad.

Descendieron durante lo que les parecieron horas. Los pintores se esforzaban por no parecer demasiado preocupados, pese a que cada vez hacía más calor y se respiraba con mayor dificultad. Cuando por fin tocaron tierra, los dos reprimieron un suspiro de alivio.

Salieron a una galería amplia y de altos techos, en la cual un buen número de mineros trabajaba a la débil luz de apenas una media docena de lámparas de aceite. A derecha e izquierda se abrían diversos túneles, algunos de boca ancha, otros, apenas grietas en la pared. Los mineros entraban y salían por ellos acarreando picos, palas, martillos y diversas herramientas, o bien capazos rebosantes de cascotes. Un poco más allá, un grupo de hombres apuntalaba una pared que parecía al borde del derrumbe. Los pintores se estremecieron al ver aquello y no pudieron evitar lanzar una mirada hacia atrás, a la seguridad relativa del montacargas que los devolvería a la luz del día.

—Como puede verse, todos los varones de la comunidad, incluidos los ancianos y los más jóvenes, están trabajando en la mina. —La voz del capataz los sobresaltó—. Muchos de ellos apenas ven el sol: entran en los túneles cuando aún no ha amanecido y salen después del anochecer.

Los pintores no respondieron. Tenían la garganta seca y la lengua pegada al paladar. Ambos estaban empapados de sudor, y maese Nordil jadeaba sonoramente.

Continuaron su camino en silencio. A su paso, los mineros los contemplaban de reojo, pero ninguno dejaba de trabajar un solo instante.

Finalmente, Tash se detuvo en la boca de una galería lateral.

—Es por aquí —anunció.

Los pintores se asomaron con precaución. A la luz de la lámpara pudieron ver que, más allá, el túnel se estrechaba tanto que tendrían que atravesarlo a gatas.

—Es solo un trecho —les aseguró el chico—. Luego se puede seguir de pie hasta el final, y únicamente hay que agacharse un poco.

Los pintores cruzaron una mirada. La perspectiva de arrastrarse por aquella claustrofóbica galería no los entusiasmaba.

—¿Qué hay más allá? —preguntó maese Kalsen.

—Nada —respondió Tash—. Es un túnel que no lleva a ninguna parte. Pero en la pared del fondo está la veta azul. Pensaba que los maeses querían verla —añadió con sorna.

Maese Kalsen parecía a punto de acceder, pero su compañero se aclaró la garganta y se apresuró a contestar:

—Me parece que es suficiente. Nos fiamos de tu palabra.

Tash esbozó una media sonrisa. Era un chico delgado, flexible y vivaracho, por lo que no le resultaba difícil deslizarse por la grieta como una anguila. Pero trabajar en aquella cámara estrecha y asfixiante había sido uno de los trabajos más duros que había realizado en sus quince años de vida, y no imaginaba a aquellos dos petimetres aguantando más de unos instantes en su santuario.

Con todo, se sentía exultante. Se había colado por aquel agujero siguiendo una intuición, y lo que había sacado de allí, tras toda una dura jornada de trabajar en la más absoluta oscuridad, había resultado ser de un desconcertante color azul. Pero los
granates
habían venido desde la Academia para examinar su descubrimiento, así que probablemente serviría para algo. Y, por tanto, tendrían que pagarle por ello.

—Salgamos de aquí —gruñó entonces maese Nordil.

La comitiva emprendió el regreso a la superficie, para alivio de los pintores. Durante un largo rato, nadie dijo nada. Por fin, mientras el montacargas se ponía de nuevo en marcha con un prolongado chirrido, el capataz osó preguntar:

—¿Y bien?

Maese Kalsen suspiró.

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