El primer juramento que estos guerreros elegidos debían realizar consistía en no matar a ser vivo alguno, ya fuera mosquito, polilla u hombre; ni siquiera para defender su propia vida. Kenji lo consideraba una locura, pues recordaba con absoluta claridad las numerosas ocasiones en las que había atravesado con el cuchillo una arteria o un corazón, había retorcido el garrote, había introducido veneno en un tazón o en un cuenco e incluso en la boca abierta de un hombre dormido. Había perdido la cuenta de las veces. No sentía remordimiento alguno por aquellos a los que había despachado a la otra vida —antes o después, todo hombre tenía que morir—, pero al mismo tiempo reconocía el coraje que había que tener para enfrentarse al mundo desarmado, y veía que la decisión de no matar podía ser mucho más difícil que la de hacerlo. Tampoco era inmune a la paz y la fortaleza espiritual de Terayama, y en los últimos tiempos su mayor placer consistía en acompañar a Takeo al templo y pasar temporadas con Matsuda y Makoto.
Kenji era consciente de que el final de su vida se aproximaba. Ya era anciano; su salud y fortaleza física se iban deteriorando. Desde varios meses atrás padecía de una afección en los pulmones y a menudo escupía sangre.
De modo que Takeo había conseguido amansar tanto a la Tribu como a los guerreros: únicamente los Kikuta se le resistían. No sólo trataban de asesinarle, sino también realizaban frecuentes incursiones más allá de las fronteras buscando alianzas con guerreros insatisfechos, cometiendo asesinatos al azar con la esperanza de desestabilizar a la población y extendiendo rumores infundados.
Takeo volvió a tomar la palabra, en esta ocasión con mayor seriedad:
—Este último ataque me ha preocupado más que ninguno, porque no ha sido contra mí mismo, sino contra mi familia. Si mi esposa o mis hijas llegasen a morir, yo mismo quedaría destruido, al igual que los Tres Países.
—Imagino que ése es el propósito de los Kikuta —respondió Kenji con voz suave.
—¿Se darán por vencidos alguna vez?
—Akio jamás lo hará. El odio que te profesa sólo terminará con tu muerte o con la suya. Al fin y al cabo, ha dedicado la mayor parte de su vida a ese odio —el rostro de Kenji se quedó inmóvil y sus labios adquirieron luego una expresión de amargura. Volvió a beber—. Pero Gosaburo, como buen comerciante, es pragmático por naturaleza. Debe de estar resentido por haber perdido la casa de Matsue y su negocio, y temerá por sus hijos; uno de ellos está muerto y los otros dos, en tus manos. Tal vez podamos presionarle.
—Eso es lo que he pensado. Retendremos a los dos supervivientes hasta la primavera, y entonces veremos si su padre está dispuesto a negociar.
—Mientras tanto, quizá, logremos sonsacarles alguna información que nos sea de utilidad —gruñó Kenji.
Takeo le miró desde el borde de su tazón.
—De acuerdo, de acuerdo; olvida lo que he dicho —refunfuñó el anciano—. Pero al negarte a utilizar los mismos métodos que emplean tus enemigos actúas como un necio —sacudió la cabeza—. Apuesto a que sigues salvando a las polillas de la llama de las velas. Jamás logramos erradicar esa flaqueza tuya.
Takeo esbozó una ligera sonrisa, pero no pronunció palabra. Le resultaba difícil olvidar las enseñanzas que había aprendido de niño. Al haberse criado entre los Ocultos, le desagradaba sobremanera acabar con una vida humana; sin embargo, desde los dieciséis años, el destino le había llevado a utilizar los métodos de los guerreros. Se había convertido en heredero de un gran clan y ahora gobernaba los Tres Países; había tenido que aprender el manejo de la espada. Además la Tribu, por medio del propio Kenji, le había enseñado a matar de muchas formas diferentes y había intentado acabar con su naturaleza compasiva. En su lucha por vengar la muerte de Shigeru y unir a los Tres Países en la paz, había cometido innumerables actos violentos —muchos de los cuales lamentaba— antes de aprender a encontrar el equilibrio entre la crueldad y la compasión, antes de que la riqueza y estabilidad de los países y el gobierno de la ley ofrecieran alternativas deseables a los ciegos conflictos de poder por parte de los clanes.
—Me gustaría ver al muchacho otra vez —soltó Kenji de improviso—. Podría ser mi última oportunidad. —Miró a Takeo fijamente—. ¿Has tomado alguna decisión acerca de él?
Takeo negó con la cabeza.
—Sólo no tomar decisión alguna. ¿Qué puedo hacer? Probablemente a la familia Muto e incluso a ti mismo os gustaría recuperarlo.
—Desde luego; pero Akio le dijo a mi mujer, la cual habló con él en su lecho de muerte, que mataría a la criatura antes que entregártela a ti o a los Muto.
—Pobre chico. ¡Imagina la educación que habrá recibido! —se lamentó Takeo.
—Sí, la manera en que la Tribu cría a sus hijos es, en el mejor de los casos, severa —respondió Kenji.
—¿Sabe que soy su padre?
—Ésa es una de las cosas que puedo averiguar.
—No tienes la salud suficiente para llevar a cabo esa misión —argumentó Takeo con cierta reticencia, pues no se le ocurría ninguna otra persona a quien pudiera enviar.
Kenji sonrió.
—Mi mala salud es otra de las razones por las que debo ir. Si de todas maneras no voy a ver terminar el año, más vale que saques algún provecho de mí. Además, quiero ver a mi nieto antes de morir. Me pondré en camino en cuanto llegue el deshielo.
El vino, el arrepentimiento y los recuerdos habían provocado que la emoción embargara a Takeo. Alargó los brazos y envolvió con ellos a su antiguo maestro.
—Ya está bien —protestó Kenji, dándole unas palmadas en el hombro—. Ya sabes que odio las muestras de sentimentalismo. Ven a verme a menudo durante el invierno. Aún nos quedan unos cuantos tragos que compartir.
El joven, llamado Hisao, contaba ahora con dieciséis años de edad y se parecía a su difunta abuela. No guardaba semejanza con el hombre al que creía su padre, Kikuta Akio, ni con su verdadero progenitor, a quien jamás había visto. Carecía de los rasgos físicos de los Muto —su familia materna— o de los Kikuta, y con el paso del tiempo resultaba más evidente que no había heredado los poderes extraordinarios de sus parientes. Su sentido del oído no era más fino que el de cualquier otro chico de su edad; tampoco era capaz de utilizar la invisibilidad, ni siquiera de percibirla. El adiestramiento al que había sido sometido desde la niñez le había proporcionado agilidad y fortaleza física, pero no lograba saltar desplazándose por el aire como su padre y sólo conseguía hacer dormir a la gente de puro aburrimiento, ya que apenas hablaba y, cuando lo hacía, era de una manera lenta y entrecortada, carente de ingenio u originalidad.
Akio se había erigido como maestro de los Kikuta, la principal de las familias de la Tribu, organización cuyos integrantes conservaban las dotes extraordinarias que antaño poseyeran todos los hombres. Ahora, incluso entre los miembros de la Tribu, semejantes poderes empezaban a desaparecer. Desde su más tierna infancia, Hisao fue consciente del desengaño que su padre había sufrido con él. Toda su vida había sentido el atento escrutinio de Akio ante cualquiera de sus acciones. Había sufrido en sus propias carnes las expectativas, la cólera y finalmente, de forma invariable, el castigo de su progenitor.
Y es que la Tribu criaba a sus niños con una dureza desmedida. Les entrenaba para la obediencia absoluta y para resistir el hambre, la sed, el calor, el frío y el dolor en circunstancias extremas, erradicando cualquier atisbo de sentimiento humano, de lástima o compasión. Akio era más severo con Hisao, su único hijo, que con ningún otro niño. Jamás le mostraba afecto en público y le trataba con una crueldad que llegaba a sorprender a sus propios parientes. Pero Akio era el maestro de la familia, sucesor de su tío Kotaro, a quien Otori Takeo y Muto Kenji habían asesinado en Hagi en los tiempos en que la familia Muto había destruido los antiguos vínculos de la Tribu, traicionando así a su propia estirpe y convirtiéndose en sirvientes de los Otori. Dada su condición de maestro, Akio podía actuar como encontrase conveniente; nadie podía criticarle o desobedecerle.
Se había convertido en un hombre amargado e impredecible, carcomido por el sufrimiento y las pérdidas que había sufrido en la vida, de todas las cuales acusaba a Otori Takeo, ahora gobernante de los Tres Países. Por culpa de Takeo, la Tribu se había dividido; el querido y legendario Kotaro había fallecido, al igual que el gran luchador Hajime y muchos otros, y los Kikuta eran perseguidos hasta el punto de que casi todos ellos habían abandonado los Tres Países y se habían trasladado al norte, dejando atrás lucrativos negocios y actividades prestamistas que pasaron al control de los Muto. Éstos incluso pagaban impuestos, como cualquier comerciante, y contribuían a la riqueza que hacía de los Tres Países un estado próspero y dichoso, donde apenas había lugar para los espías —con la excepción de los que el propio Takeo utilizaba— o los asesinos a sueldo.
Los niños Kikuta dormían con los pies en dirección al oeste, y se saludaban entre sí de la siguiente manera:
—¿Ha muerto ya Otori?
Y respondían:
—Aún no, pero pronto llegará.
Se decía que Akio había amado desesperadamente a su esposa, Muto Yuki, y que en la muerte de ésta y en la de Kotaro se hallaba la raíz de su amargura. Se daba por supuesto que Yuki había muerto a causa de unas fiebres posteriores al parto. Era frecuente que los padres culpasen injustamente a sus hijos por la pérdida de una esposa amada, si bien era ésta la única emoción humana que Akio había mostrado nunca.
Pero Hisao tenía la impresión de haber sabido siempre la verdad; estaba convencido de que su madre había muerto envenenada. Veía la escena con claridad, como si hubiera sido testigo de la misma con sus desenfocados ojos de recién nacido. Recordaba la furia y la desesperación de la joven, su congoja por tener que abandonar a su hijo; la implacable autoridad del hombre mientras provocaba la muerte a la única mujer que jamás había amado; la actitud desafiante de ella al tragarse las cápsulas de acónito; la oleada incontrolable de lamentos, gritos y sollozos, pues sólo tenía veinte años y perdía la vida sin estar aún preparada; los dolores que la atormentaban y la hacían estremecerse; la sombría satisfacción del hombre, porque una parte de su venganza se había consumado; la manera en la que él aceptó su propio dolor, el oscuro placer que éste le proporcionó y el inicio de su declive hacia la maldad.
Hisao tenía la impresión de haber crecido conociendo lo ocurrido, pero ignoraba cómo se había enterado de ello. ¿Había sido un sueño, o acaso alguien se lo había contado? Recordaba a su madre con claridad inverosímil —sólo contaba con unos días de vida cuando ella murió—, y justo en el límite de la parte consciente de su mente notaba una presencia que asociaba con ella. A menudo sentía que su madre deseaba algo de él, pero a Hisao le atemorizaba escuchar sus demandas, puesto que le supondría abrirse al mundo de los muertos. Entre la furia del espectro y su propia reticencia, la cabeza parecía estallarle de dolor.
De este modo, el muchacho tenía conocimiento de la cólera de su madre y el sufrimiento de su padre, lo que le llevaba a odiar a Akio y, al mismo tiempo, a sentir lástima de él. Tal compasión hacía que todo resultase más fácil de soportar: no sólo el abuso y los castigos del día, sino también las lágrimas y las caricias de la noche, los sucesos oscuros que ocurrían entre ellos y que el propio Hisao temía y deseaba a la vez, pues era entonces el único momento en el que alguien le abrazaba o parecía necesitarle.
Hisao mantenía en secreto el hecho de que la madre muerta le llamara, de manera que nadie conocía este don extraordinario que había permanecido inactivo en la Tribu durante muchas generaciones, desde los días de los antiguos chamanes que traspasaban las fronteras entre dos mundos ejerciendo de mediadores entre los vivos y los difuntos. En aquel entonces semejante don habría sido alimentado y perfeccionado y su poseedor, temido y respetado por todos; por el contrario, Hisao solía ser blanco de burlas y desprecios. Ignoraba cómo manejar este poder extraordinario; las visiones del mundo de los muertos le resultaban borrosas y difíciles de entender. Desconocía la imaginería esotérica que había que utilizar para establecer comunicación con los muertos, así como el lenguaje secreto de los difuntos. No existía persona viva que pudiera enseñarle.
Sólo sabía que el fantasma era el de su madre, y que ella había muerto asesinada.
Hisao era aficionado a construir objetos y le gustaban los animales, aunque aprendió a mantener en secreto esta última afición, pues en cierta ocasión que había acogido a un gato como mascota su padre cortó el cuello de la criatura —que lanzaba maullidos desesperados y arañaba el aire— delante de sus ojos. El espíritu del gato también parecía trasladarle a su propio mundo de vez en cuando, y el maullido frenético iba aumentando en intensidad en sus oídos hasta el punto que a Hisao le costaba creer que nadie más lo escuchara. Cuando los otros mundos se abrían para atraerle, la cabeza le dolía terriblemente y una parte de su visión se ensombrecía. Sólo fabricando objetos con las manos conseguía amortiguar el padecimiento y el ruido, únicamente así lograba apartar de su mente al gato y a la mujer. Construía norias de agua y fuentes decorativas, al igual que el bisabuelo al que no había conocido, como si tal habilidad le hubiera llegado por herencia de sangre. Sabía tallar animales en madera tan parecidos a la realidad que se diría que habían sido capturados por el poder de la magia, y le fascinaban todos los aspectos de la forja: la transformación del hierro y del acero, así como la fabricación de espadas, cuchillos y herramientas.
Los Kikuta eran muy hábiles a la hora de forjar armamento, en especial los artefactos secretos propios de la Tribu —cuchillos arrojadizos de diversas formas, agujas y pequeños puñales, entre otros—, pero no sabían fabricar las llamadas "armas de fuego" que los Otori empleaban y guardaban tan celosamente. De hecho, la familia se hallaba dividida con respecto a la conveniencia de las mismas. Algunos afirmaban que acababan con la pericia y el placer que el asesinato comportaba, que pronto dejarían de usarse y que los métodos tradicionales resultaban más fiables; otros auguraban que, sin ellas, la familia entraría en declive y acabaría por desaparecer, pues ni siquiera la invisibilidad era protección suficiente contra las balas, e insistían en que los Kikuta, como todos cuantos desearan derrocar a los Otori, tenían que igualarles arma a arma.