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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (44 page)

Takeo se quedó en silencio recordando lo que había sucedido en la antigua casa de Akane, la hostilidad entre los primos, y sintió temor por que Sunaomi hubiera quedado marcado por tal incidente.

—Vio al
houou —
dijo, pasado un rato—. Tengo la impresión de que sus instintos son buenos.

—Sí, a mí también me lo pareció. De acuerdo, pues envíanoslo. Cuidaremos de él, y si encontramos virtudes en su interior nos encargaremos de alimentarlas y desarrollarlas.

—Supongo que ya tiene la edad suficiente; pronto cumplirá nueve años.

—Que acuda a Terayama cuando regresemos de la capital.

—Vive conmigo como sobrino, como futuro hijo; sin embargo, es un rehén que depende de la lealtad de su padre. Me asusta la idea de tener que ordenar su muerte algún día —confesó Takeo.

—No llegará a ocurrir —le tranquilizó Gemba.

—Esta noche escribiré a mi mujer y le propondré la idea.

Como de costumbre, Minoru acompañaba a la comitiva y, al anochecer, en la primera parada que efectuaron, Takeo le dictó cartas para Kaede y para Taku, quien se encontraba en Hofu. Sentía la necesidad de hablar con el joven, de conocer de primera mano las noticias procedentes del Oeste, y le pidió que acudiera a reunirse con él en Inuyama. Para Taku sería un viaje fácil: haría la travesía en barco desde Hofu y luego seguiría por el río, en una de las barcazas de fondo plano que realizaban el trayecto entre la ciudad fortificada y el litoral.

"Ven solo —dictó—. Deja a tu pupila y a su acompañante en Hofu. Si te resulta imposible marcharte, escríbeme".

—¿Creéis que resulta prudente? —preguntó Minoru—. Las cartas pueden ser interceptadas, sobre todo...

—Sigue.

—... sobre todo si la familia Muto ya no sabe a ciencia cierta a quién debe su lealtad.

Takeo contaba con las redes de la Tribu para llevar con rapidez la correspondencia entre las ciudades de los Tres Países. Hombres jóvenes de gran resistencia se iban pasando las cartas de ciudad en ciudad. Era otro de los cometidos de los que Taku se encargaba.

Takeo se quedó mirando a Minoru mientras las dudas empezaban a asaltarle. Su escriba conocía más secretos de los Tres Países que ninguna otra persona.

—Si los Muto eligen a Zenko como maestro, ¿de qué parte se pondrá Taku? —inquirió con voz reposada.

Minoru elevó los hombros levemente al tiempo que apretaba los labios con firmeza. No respondió directamente.

—¿Queréis que escriba vuestra última frase? —preguntó.

—Insiste en que Taku acuda personalmente.

Esta conversación permaneció en un rincón de los pensamientos de Takeo a medida que proseguían su viaje hacia el Este. "Llevo mucho tiempo eludiendo a los Kikuta. ¿Seré capaz de escapar también de los Muto, si se vuelven contra mí?", reflexionaba.

Comenzó a sospechar incluso de la lealtad de los hermanos Kuroda, Jun y Shin, quienes como siempre le acompañaban. Hasta el momento había confiado plenamente en ellos. Aunque no podían hacerse invisibles, sí percibían la invisibilidad y habían sido entrenados en las técnicas de combate por el propio Kenji. La vigilancia de ambos le había protegido en numerosas ocasiones pasadas, pero Takeo dudaba ahora qué camino tomarían si tuvieran que elegir entre la Tribu y el señor Otori.

Takeo se hallaba en alerta constante, aguzando en todo momento el oído para captar el más mínimo sonido que presagiara un ataque. Su caballo,
Tenba,
se percataba del estado de ánimo de su amo; con el paso de los meses habían formado un fuerte vínculo, casi como el que uniera a Takeo con
Shun. Tenba
era igual de receptivo e inteligente, si bien más irritable.

Jinete y caballo llegaron a Inuyama tensos y cansados, y aún tenían por delante la mayor parte del viaje.

En Inuyama se respiraba un ambiente de febril actividad. La llegada del señor Otori y la agrupación del ejército implicaban que comerciantes y armeros estuvieran ocupados día y noche; el dinero y el vino fluían en igual medida. Takeo fue recibido por su cuñada Ai y el marido de ésta, Sonoda Mitsuru.

Takeo apreciaba a su cuñada, admiraba su gentileza y su carácter afable. No tenía la belleza excepcional de sus hermanas, pero gozaba de atractivo físico. Siempre le había satisfecho que ella y Mitsuru hubieran podido casarse, pues se profesaban un amor sincero. Ai solía narrar la historia de cómo los guardias de Inuyama habían acudido a matarlas a ella y a Hana al enterarse de la muerte de Arai y de la destrucción de su ejército, pero Mitsuru se había hecho con el mando del castillo y, después de esconder a las muchachas en un lugar seguro, había negociado la rendición del Este a los Otori. Como muestra de gratitud Takeo había dispuesto el matrimonio con Ai, a sabiendas de que ambas partes lo deseaban.

Takeo confiaba en su cuñado desde hacía años. Además de los lazos familiares que les unían, Mitsuru se había convertido en un hombre pragmático y sensato que, si bien no carecía de coraje personal, aborrecía la destrucción sin sentido que la guerra traía consigo. En numerosas ocasiones había puesto su habilidad para la negociación al servicio de Takeo; junto con su esposa, compartía la visión del señor Otori de un país próspero y en paz, así como su negativa a tolerar la tortura o los sobornos.

Aun así, el cansancio de Takeo le llevaba a sospechar de todos cuantos le rodeaban. "Sonoda pertenece a los Arai —se recordó—. Su tío Akita era el segundo en el mando del ejército del clan. ¿Albergará algún vestigio de lealtad hacia Zenko?".

El hecho de que Taku no hubiera dado señales de vida inquietaba a Takeo en mayor medida. Envió a buscar a Tomiko, su mujer; ella había recibido cartas de su marido en primavera, pero no últimamente. Sin embargo, no parecía preocupada; estaba acostumbrada a las largas ausencias, de las que su esposo nunca daba explicaciones.

—Señor Otori, si ocurriera algo malo no tardaríamos en enterarnos. Supongo que habrá asuntos que le retienen en Hofu; probablemente se trate de algo que no se atreva a poner en papel.

Tomiko miró a Takeo y prosiguió:

—Me he enterado de lo de esa mujer, claro está; pero esperaba algo así. Todo hombre tiene sus necesidades, y él pasa mucho tiempo lejos de casa. No es nada serio. En el caso de mi marido, nunca lo es.

La ansiedad de Takeo no remitía y se incrementó cuando, al preguntar acerca de la ejecución de los rehenes, le dijeron que seguían vivos.

—¡Pero si escribí hace semanas, ordenando que los ejecutaran inmediatamente!

—Lo lamento mucho, señor Otori; no recibimos... —comenzó a explicar Sonoda, pero Takeo le interrumpió en seco.

—¿No recibisteis mis órdenes o acaso optasteis por ignorarlas?

Se dio cuenta de que estaba hablando con más aspereza de lo que debiera. Sonoda hizo un esfuerzo por ocultar la ofensa que aquella acusación suponía.

—Os aseguro —afirmó— que de haber recibido la orden, la habríamos cumplido al instante. Me extrañaba que se retrasara tanto. Yo mismo habría organizado la ejecución, pero mi esposa estaba a favor de la clemencia.

—Parecen tan jóvenes —alegó Ai—. Y la muchacha...

—Yo confiaba en salvarles la vida —interrumpió Takeo—. Si su familia hubiera estado dispuesta a negociar con nosotros, no habrían tenido que morir; pero no han hecho gesto alguno de acercamiento, no han enviado ningún mensaje. Tomarán este nuevo retraso como una flaqueza por mi parte.

—Lo organizaré para mañana mismo —le aseguró Sonoda.

—Sí, es lo que hay que hacer —convino Ai—. ¿Estarás presente? —preguntó a su cuñado.

—Ya que me hallo aquí, no tengo más remedio —respondió, pues el propio Takeo había decretado que en las ejecuciones de los condenados por traición actuara de testigo alguien del más alto rango: él mismo o alguno de sus parientes o sus lacayos principales. En su opinión, tal presencia enfatizaba la distinción legislativa entre "ejecución" y "asesinato", y dado que el mismo Takeo encontraba semejantes escenas repulsivas, confiaba en que el hecho de presenciarlas le impidiera ordenarlas de manera indiscriminada.

Las ejecuciones se llevaron a cabo al día siguiente, con el sable. Cuando los rehenes fueron llevados a la presencia de Takeo antes de que les vendaran los ojos, éste les contó que Gosaburo, el padre de los jóvenes, había muerto asesinado por los Kikuta, presumiblemente porque estaba dispuesto a negociar para salvar las vidas de sus hijos. Ninguno de ellos respondió; probablemente no le creyeron. En los ojos de la muchacha apareció un repentino destello de llanto; por lo demás, ambos se enfrentaron a la muerte con valentía, incluso con desafío. Takeo admiró su coraje y lamentó el desperdicio de sus vidas, reflexionando con lástima que estaba emparentado con ellos por vínculos de sangre —ambos jóvenes mostraban en la palma de la mano la línea de los Kikuta— y que les conocía desde que eran niños.

La decisión la había tomado conjuntamente con Kaede y con la recomendación de sus lacayos principales; era conforme a la ley y, sin embargo, Takeo deseó que pudiera haber sido de otra manera porque, en efecto, las muertes parecían un mal presagio.

34

A lo largo del invierno Hana y Zenko se reunieron a menudo con Kuroda Yasu para discutir la ampliación de las relaciones comerciales con los extranjeros. Se mostraron satisfechos cuando Yasu les informó del regreso a Hofu de don Joao y don Carlo a finales del tercer mes, si bien les agradó en menor medida la noticia de que Terada Fumio había traído la flota de los Otori al mar Interior y ahora controlaba las vías fluviales.

—Los extranjeros presumen de que sus barcos son mejores que los nuestros —indicó Yasu—. ¡Ojalá pudiéramos recurrir a ellos!

—Si se les pudiera persuadir para que se pusieran de nuestra parte en contra de Takeo... —observó Hana, pensando en alto.

—Quieren comerciar, y también buscan adeptos a su religión. ¿Por qué no les ofrecéis una de las posibilidades, o ambas? A cambio, os darán cualquier cosa que les pidáis.

Este comentario permaneció en la mente de Hana mientras realizaba los preparativos para su viaje a Hagi. Cuando pensaba en hacer frente a su hermana y desvelarle el secreto, sentía tanta emoción como estremecimiento; le embargaba una especie de alegría destructiva. Pero Hana no subestimaba a Takeo, al contrario que Zenko solía hacer. Ella reconocía la fortaleza y el atractivo del carácter de su cuñado, cualidades que siempre le habían procurado el amor de su pueblo y la lealtad de sus partidarios de toda clase social. Así mismo era posible que su cuñado se ganase el favor del Emperador y que regresase de la capital con la protección que la aprobación de éste comportaba. Por ello, Hana había estado cavilando durante todo el invierno en busca de estrategias que lograran apuntalar la lucha de su marido por la venganza y el poder, y cuando se enteró de que los extranjeros habían regresado con su intérprete, decidió viajar a Hagi por vía de Hofu.

—Deberías venir con nosotros —le dijo a Akio, quien también había visitado con frecuencia el castillo del matrimonio durante el invierno, trayéndoles noticias del resto del país y sobre los progresos que Hisao y Koji hacían en la fragua. El pulso de Hana siempre se aceleraba en su presencia. Le atraían su pragmatismo y su falta de compasión.

Ahora Akio la miró con ojos calculadores, a su manera acostumbrada. Aún hacía frío —la primavera aquel año había sido tardía e inestable—, pero el ambiente estaba impregnado del perfume de las flores y los brotes nuevos, y los atardeceres resultaban más luminosos. Akio había acudido al castillo a ver a Zenko, quien se hallaba ausente realizando ejercicios de entrenamiento con un grupo de hombres a caballo. Se mostró reticente a quedarse, pero Hana le forzó a que permaneciera en su compañía ofreciéndole vino y comida, sirviéndole ella misma, inundándole de halagos, haciendo imposible que se negara a estar con ella.

Hana siempre había considerado que Akio era insensible a las alabanzas, pero ahora se percató de que sus atenciones agradaban a su invitado y, de alguna forma, le ablandaban. Se preguntó lo que sería acostarse con él; la idea la excitaba, si bien pensaba que nunca ocurriría. La señora Arai vestía una túnica de seda color marfil, decorada con grullas y flores rojas de cerezo; era la clase de estampado llamativo que a ella le encantaba. Hacía demasiado frío para semejante prenda y la piel se le quedaba helada, pero el cuarto mes estaba próximo y la idea de adelantarse a la primavera le producía no poco placer. Era una mujer joven aún; la sangre corría por sus venas agitándose con la misma fuerza que la que empuja a los tallos a emerger desde el interior de la tierra o que hace brotar los capullos en las ramas. Con la seguridad que su propia belleza le otorgaba, se atrevió a interrogar a Akio —lo que había anhelado durante todo el invierno— acerca del muchacho que hacía pasar por hijo suyo.

—No se parece a su padre en absoluto —comentó Hana—. ¿Acaso ha salido a su madre?

Akio no respondió de inmediato, pero ella insistió.

—Deberías contármelo todo. Cuanta más información pueda ofrecer a mi hermana, mayor efecto causará en ella.

—Ocurrió mucho tiempo atrás —declaró él.

—¡No finjas que lo has olvidado! Yo sé bien que los celos tallan su historia en los corazones con un cuchillo.

—Su madre era una mujer poco corriente —comenzó Akio, lentamente—. Cuando surgió la idea de que se acostase con Takeo (fue cuando la Tribu le atrapó por primera vez; nadie confiaba en él, ninguno pensábamos que se quedaría con nosotros) me dio cierto miedo comunicárselo. Se trataba de una práctica habitual en la Tribu y la mayoría de las mujeres acataban las órdenes, pero en el caso de Yuki parecía un insulto. Cuando accedió, me di cuenta al instante de que deseaba a Takeo. Tuve que presenciar cómo ella le seducía; no una vez, sino muchas. No se me había ocurrido que me resultaría tan doloroso, ni que sentiría tanto rencor hacia él. En realidad yo nunca había odiado a nadie hasta entonces; cometía asesinatos porque era conveniente, nunca me dejaba llevar por motivos personales. Takeo tenía lo que yo más deseaba y, sin embargo, lo desechó. Huyó de la Tribu. Si alguna vez llega a padecer una mínima parte de lo que lo hice yo, empezará a hacerse justicia.

Levantó la vista hacia Hana.

—Jamás me acosté con ella —admitió—. Es lo que más lamento. Si yo hubiera sido capaz, sólo una vez... Pero me negaba a tocarla mientras llevase al hijo de Takeo en sus entrañas. Y luego la obligué a quitarse la vida. No tenía más remedio: ella nunca dejó de amarle y jamás habría educado al niño para que odiara a su padre, como he hecho yo. Sabía que el chico debía formar parte de mi venganza, pero a medida que éste iba creciendo sin dar señal alguna de talento, me preguntaba cómo sería posible. Durante mucho tiempo consideré que mi plan era inútil: una y otra vez fallaron asesinos mucho más idóneos que el muchacho, pero ahora sé que Hisao será quien lo consiga. Y yo estaré allí para presenciarlo —Akio se detuvo.

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