Kaede había visto la mayoría de sus cuadernos, pues el sacerdote los llevaba consigo y los empleaba durante sus lecciones, y con frecuencia hacía un rápido boceto de algún objeto para explicar el significado de una palabra. Sin duda era un hombre inteligente y Kaede se avergonzaba al recordar que, cuando le conoció, había tenido la impresión de que se trataba de un ser atrasado, apenas humano.
El idioma era complicado; todo parecía hacerse al revés y resultaba difícil distinguir las formas masculinas de las femeninas y asimilar la manera en que los verbos cambiaban. Un día que Kaede se sentía especialmente desanimada, le confesó a Madaren:
—Nunca llegaré a dominar esta lengua. No entiendo cómo lo conseguiste.
Le resultaba irritante que aquella mujer de baja cuna y carente de formación hubiera logrado ser tan fluida en el idioma extranjero.
—Lo aprendí en circunstancias que no le estarían permitidas a la señora Otori —respondió Madaren. Una vez que hubo superado la timidez inicial, comenzó a emerger su carácter práctico y espontáneo, curtido por la vida. La conversación entre, ambas era ahora más relajada, sobre todo si Shizuka se encontraba presente, como solía ocurrir—. Hice que don Joao me lo enseñara en la cama.
Kaede se echó a reír.
—No creo que eso fuera lo que mi marido tenía en mente.
—Don Carlo está libre, tal vez debería pedirle que me diera unas cuantas lecciones de idioma —bromeó Shizuka—. ¿Recomendarías las técnicas de los extranjeros, Madaren? Se oyen muchos rumores sobre sus partes íntimas; me gustaría comprobar las habladurías por mí misma.
—A don Carlo no le importan esas cosas —explicó la intérprete—. No da la impresión de que desee a las mujeres, ni a los hombres, para el caso. De hecho, desaprueba esos asuntos totalmente. En su opinión, el acto de amor es un "pecado", como él lo llama, y el amor entre hombres le parece especialmente escandaloso.
Se trataba de un concepto que ni Kaede ni Shizuka alcanzaban a entender.
—Tal vez, cuando yo aprenda mejor su idioma, don Carlo nos lo pueda explicar —comentó Kaede entre risas.
—No le mencionéis nunca ese asunto —suplicó Madaren—. Le avergonzaría de una manera increíble.
—¿Tiene algo que ver con su religión? —preguntó Kaede, un tanto dubitativa.
—Debe de ser. Se pasa horas rezando y a menudo lee en alto sus libros sagrados, que hablan sobre la obtención de la pureza y el control de los deseos carnales.
—¿Cree don Joao en las mismas cosas? —se interesó Shizuka.
—En parte sí; pero sus intensos deseos pueden con él. Los satisface y luego se detesta por ello.
Kaede se cuestionó si aquel comportamiento tan extraño era extensivo a la propia Madaren; pero no quiso preguntárselo directamente, de la misma forma que no quería interrogarla acerca de sus creencias, a pesar de que sentía curiosidad por comprobar hasta qué punto se parecían a las de los extranjeros. Cuando los dos hombres se hallaban presentes, Kaede observaba a la joven de cerca y se percataba de que ellos, en efecto, la despreciaban, aunque necesitaban sus conocimientos y dependían de ella; también se dio cuenta de que uno de los hombres la deseaba físicamente. Kaede consideraba la relación entre Madaren y los extranjeros insólita y distorsionada; advertía signos de manipulación, incluso de explotación, por ambas partes. Sentía curiosidad acerca del pasado de Madaren, sobre el inverosímil viaje que la había trasladado hasta el presente. Con frecuencia, cuando se encontraban a solas, Kaede sentía la tentación de preguntarle sobre los recuerdos que guardaba de la infancia, sobre cómo era Takeo de niño; pero la intimidad que semejantes cuestiones presupondrían podría llegar a ser una amenaza.
El invierno hizo su aparición. El undécimo mes trajo consigo fuertes heladas; a pesar de las ropas acolchadas y los braseros no resultaba fácil entrar en calor. Kaede ya no se atrevía a practicar ejercicios con Shizuka: siempre tenía presente el recuerdo de su aborto espontáneo, y temía la posibilidad de perder al hijo que llevaba en las entrañas. Envuelta todo el día en mantas de piel, no tenía gran cosa que hacer salvo estudiar el idioma extranjero y conversar con Madaren.
Justo antes de la luna del undécimo mes llegaron cartas de Yamagata. Ella y Madaren estaban a solas, pues Shizuka había llevado a los niños a ver a la hembra de
kirin.
Kaede se disculpó por interrumpir la lección y a continuación se dirigió de inmediato a su cuarto de trabajo —la misma habitación donde Ichiro solía leer y practicar la caligrafía—, y allí leyó las misivas. Takeo escribía extensamente (o más bien, dictaba, pues Kaede reconocía la caligrafía de Minoru) informando a su mujer de las decisiones que se habían tomado. Aún tenía que discutir con Kahei y Gemba muchos de los preparativos para la visita a la capital, y estaba esperando todavía noticias de Sonoda sobre la recepción de los mensajes por parte del Emperador. En conclusión, se veía obligado a pasar el invierno en Yamagata.
Kaede sufrió una amarga decepción. Había abrigado la esperanza de que Takeo estuviera de regreso antes de que las nieves cerrasen los puertos de montaña. Ahora se retrasaría hasta el deshielo.
Cuando volvió junto a Madaren, se sentía ensimismada e incluso notó que la memoria le fallaba.
—Confío en que la señora Otori no haya recibido malas noticias —comentó Madaren cuando, durante la lección, Kaede cometió por tercera vez un error elemental.
—En realidad, no. Esperaba que mi marido pudiera regresar antes, eso es todo.
—¿Está bien el señor Otori?
—Parece gozar de buena salud, alabado sea el Cielo —Kaede hizo una pausa y luego añadió abruptamente:— ¿Cómo le llamabas cuando erais niños?
—Tomasu, señora.
—¿Tomasu? Suena muy extraño. ¿Qué significa?
—Es el nombre de uno de los grandes maestros de los Ocultos.
—¿Y Madaren?
—Madaren era una mujer que, según dicen, se enamoró del hijo de Dios cuando éste bajó a la tierra.
—¿El hijo de Dios la amaba a ella? —preguntó Kaede, recordando la conversación de días atrás.
—Él nos ama a todos —respondió Madaren con suma seriedad.
El interés de Kaede no residía en ese momento en las insólitas creencias de los Ocultos, sino en su propio marido, que se había criado entre ellos.
—Supongo que no te acuerdas bien de Takeo. Debías de ser muy pequeña.
—Siempre fue diferente —explicó Madaren con voz pausada—. Eso es lo que mejor recuerdo. No tenía el mismo aspecto que el resto de nosotros, y no pensaba de la misma manera. Mi padre solía enfadarse con él; nuestra madre fingía que también lo hacía, pero le adoraba. Siempre estaba corriendo detrás de ella, no la dejaba en paz. Yo quería que él se fijase en mí. Creo que por eso le reconocí cuando nos vimos en Hofu. Soñaba con mi hermano constantemente. Y ahora no dejo de rezar por él.
Se quedó en silencio, como si temiera haber hablado demasiado. La propia Kaede se hallaba un tanto conmocionada, si bien no acertaba a entender por qué.
—Reanudemos la lección —indicó con tono distante.
—Como digáis, señora —accedió Madaren obedientemente.
Aquella noche cayó una gran nevada, la primera del año. Al despertarse por la mañana con la luz blanca y radiante, Kaede estuvo a punto de llorar. Significaba que los puertos se cerrarían y que Takeo permanecería en Yamagata hasta la primavera.
Kaede sentía interés por los extranjeros y cuanto más aprendía su idioma, más se daba cuenta de que necesitaba ahondar en su religión para poder entenderlos. Don Carlo parecía igualmente deseoso de conocerla a ella, y cuando por fin cayó la nieve y ya no pudo salir a los campos a realizar sus investigaciones, acompañaba a Madaren con más frecuencia y conversaban sobre asuntos más complejos.
—Me observa de una manera que en otro hombre normal interpretaría como deseo —comentó Kaede a Shizuka.
—¡Tal vez deberíamos advertirle sobre tu reputación! —respondió Shizuka—. Hubo un tiempo en que el deseo por ti significaba la muerte.
—Llevo casada dieciséis años, Shizuka. Confío en que esa fama haya quedado en el olvido. En todo caso, no puede tratarse de deseo, porque sabemos que don Carlo carece de esas necesidades camales.
—¡No estés tan segura! Lo único que sabemos es que no las pone en práctica —señaló Shizuka—. Pero si quieres saber mi opinión, creo que confía en ganarte para su religión. No desea tu cuerpo, sino tu alma. Ha empezado a hablar de
Deus,
¿no es verdad? Y a explicar la doctrina de su país.
—Es muy extraño. ¿Qué pueden importarle mis creencias?
—Mai, la chica que enviamos a trabajar para ellos, dice que el nombre de la señora Otori suele mencionarse en las conversaciones. Aún no entiende bien su idioma, pero cree que confían en conseguir tratos comerciales y devotos de su religión en igual medida y, con el tiempo, en obtener territorios de su propiedad. Eso es lo que hacen por todo el mundo.
—Por lo que cuentan, su propio país se encuentra a una enorme distancia, a más de un año de navegación —señaló Kaede—. ¿Cómo podrán resistir tanto tiempo lejos de casa?
—Fumio dice que es una característica común a todos los comerciantes y aventureros de su clase. Les hace muy poderosos y también temibles.
—No puedo imaginarme abrazando sus extrañas creencias —Kaede rechazó la idea con cierto desprecio—. Para mí no son más que tonterías.
—Todas las religiones pueden parecer cosa de locos —razonó Shizuka—; pero atrapan a la gente de pronto, como una plaga. Lo he visto con mis propios ojos. No bajes la guardia.
Las palabras de Shizuka trajeron a la memoria de Kaede los tiempos en que ésta fuera la esposa del señor Fujiwara y cómo había pasado los largos días de cautiverio dedicada a la oración y a la poesía, aferrándose en todo momento a la promesa que la diosa le había hecho mientras ella se hallaba sumida en el sueño de los Kikuta como si estuviera envuelta en hielo. "Ten paciencia. Él vendrá a buscarte."
Notó que el niño se removía en su vientre. Últimamente su paciencia se encontraba al límite a causa del embarazo, de la nieve y de la ausencia de Takeo.
—Me duele la espalda —suspiró.
—Te daré un masaje. Inclínate hacia delante.
Mientras Shizuka trabajaba con las manos sobre los músculos y la columna de Kaede, no articuló palabra, y el silencio fue haciéndose cada vez más denso, como si hubiera caído en una especie de ensoñación.
—¿En qué piensas? —preguntó Kaede.
—En los fantasmas del pasado. Solía sentarme con el señor Shigeru en esta misma sala. Varias veces le traje mensajes de la señora Maruyama; ella era creyente, ¿lo sabías?
—Sí, seguía las enseñanzas de los Ocultos —repuso Kaede—. Me da la impresión de que la religión de los extranjeros, aunque parece la misma, es más dogmática e intransigente.
—¡Razón de más para sospechar de ella!
A lo largo del invierno don Carlo le fue enseñando más palabras, como "Infierno", "castigo" y "condenación", y Kaede recordó lo que Takeo le había dicho sobre el dios de los Ocultos que todo lo ve y la falta de compasión de su mirada. Ahora caía en la cuenta de que Takeo había decidido ignorar esa mirada, y ello aumentaba el amor y la admiración que su esposa sentía hacia él.
Los dioses eran buenos y deseaban que la vida continuase en armonía para todos los seres vivos, que transcurriesen las estaciones, que la noche siguiera al día y el verano, al invierno y, como el propio Iluminado enseñaba, la muerte en sí no era más que una pausa previa al siguiente nacimiento...
Con su limitado vocabulario trataba de explicarle esto a don Carlo, y cuando las palabras le fallaron llevó al sacerdote a ver la estatua terminada de Kannon, la Misericordiosa, al santuario que se había construido para la diosa.
Era un día inusualmente templado de principios de primavera. En el jardín de Akane las flores de los ciruelos aún se agarraban a las ramas como diminutos copos de nieve; la nieve misma se derretía sobre el suelo. A pesar de lo poco que le gustaba desplazarse en palanquín no tuvo más remedio que hacerlo; estaba en su séptimo mes de embarazo y el peso de la criatura le impedía moverse con ligereza. Don Carlo era transportado en otro, detrás de ella, y Madaren les seguía.
Bajo la supervisión de Taro, los carpinteros daban los últimos retoques al santuario aprovechando la subida de las temperaturas. Kaede se alegró al comprobar que el nuevo edificio había resistido bien el invierno; protegido por su doble tejado, ambas techumbres se hallaban curvadas en perfecto equilibrio, tal y como Taro había prometido, con sus picos hacia arriba al amparo del toldo protector de las copas de los pinos. La nieve que aún permanecía en el tejado deslumbraba a causa del sol, y los carámbanos de los aleros goteaban, refractando la luz con intensidad.
Los dinteles de las puertas laterales tenían forma de hojas, y su delicada tracería permitía la entrada de la luz en el edificio. La puerta principal se encontraba abierta y el sol arrojaba sus rayos sobre el suelo. La madera era del color de la miel y su aroma, igual de fragante.
Kaede saludó a Taro y se descalzó las sandalias en la veranda.
—El extranjero está interesado en tu trabajo —le comentó, y volvió la cabeza hacia atrás para mirar a don Carlo y Madaren, que se aproximaban hacia el edificio del santuario.
—Bienvenido —le dijo Kaede al sacerdote en el idioma extranjero—. Este lugar es muy especial para mí. Es nuevo. Este hombre lo ha construido.
Taro hizo una reverencia y don Carlo realizó un torpe gesto con la cabeza. Parecía más incómodo que de costumbre. Kaede dijo:
—Entrad. Debéis ver el precioso trabajo de este hombre.
Don Carlo negó con la cabeza y respondió:
—Miraré desde aquí.
—No podéis ver —insistió ella.
Pero Madaren susurró:
—No entrará. Va en contra de sus creencias.
Kaede se indignó ante la descortesía, sin comprender los motivos que tal comportamiento escondía; pero no estaba dispuesta a ceder con tanta facilidad. Había estado escuchando al extranjero durante todo el invierno, y había aprendido mucho. Ahora, él iba a escucharla a ella.
—Por favor —dijo—, haced lo que os digo.
—Será interesante —le animó Madaren—. Veréis cómo está construido el edificio, y las maneras de tallar la madera.
Don Carlo se descalzó con ostentosa reticencia mientras Taro le ayudaba y le sonreía alentadoramente. Kaede entró en el santuario; la estatua acabada se hallaba ante ellos. Una de las manos de la escultura se encontraba apoyada sobre el pecho y sujetaba una flor de loto; la otra levantaba el borde de su manto con dos dedos esbeltos. Los pliegues del ropaje estaban tallados de manera exquisita y se diría que flotaban bajo la brisa. Los ojos de la diosa miraban hacia abajo y la expresión de su semblante era severa y compasiva a la vez; su boca se curvaba en una leve sonrisa.