—Sí. Hisao es hijo de Takeo. El chico no lo sabe. Carece de poderes extraordinarios, pero ahora veo que le resultará fácil matar a su padre.
Akio también bebió, y por primera vez pareció a punto de sonreír. En opinión de Hana, resultaba más doloroso y alarmante que si hubiera llorado y maldecido.
Yasu golpeó la estera con la palma de la mano.
—¿Acaso no te dije que ese muchacho acabaría por sorprenderte? ¡Es lo más divertido que he escuchado desde hace años!
De pronto, los cuatro estallaron en sonoras carcajadas.
Kaede había decidido pasar el invierno en Hagi, hasta que naciera el niño, y Shizuka e Ishida se quedaron con ella. Todos se trasladaron del castillo a la antigua casa de Shigeru, junto al río. La vivienda estaba orientada al sur y al aprovechar cualquier rayo de sol resultaba más fácil mantener el calor durante los largos y fríos días. Chiyo seguía viviendo allí, doblada de medio cuerpo, anciana como nunca pero aún capaz de preparar infusiones para la señora Otori y narrarle historias del pasado; lo que a Chiyo se le olvidaba, Haruka lo completaba con su jovialidad y atrevimiento habituales. Kaede se retiró de la vida pública casi por completo. Takeo y Shigeko se habían marchado a Yamagata, Maya había sido enviada a Maruyama con Sada, la muchacha de los Muto, para que Taku se encargara de ella y Miki se encontraba en Kagemura, la aldea de la Tribu. A Kaede le agradaba el hecho de que sus tres hijas estuvieran ocupadas con sus respectivos adiestramientos, y a menudo rezaba por ellas para que aprendieran a desarrollar y controlar sus habilidades, y para que los dioses las protegieran de agresiones, enfermedades o accidentes. Reflexionó, con lástima, que resultaba más sencillo amar a sus hijas gemelas desde la distancia, pues ésta le permitía pasar por alto el nacimiento contra natura de las niñas y sus extraños poderes.
Kaede no se sentía sola, ya que Shizuka y los dos niños le proporcionaban compañía, al igual que las mascotas de la familia: el mono y los pequeños perros león. En ausencia de sus hijas volcaba su atención y afecto en sus sobrinos. Sunaomi y Chikara estaban encantados con el cambio de residencia, que les permitía alejarse de las formalidades del castillo. Jugaban a orillas del río y junto a la presa.
—Es como si Shigeru y Takeshi hubieran vuelto a nacer —comentaba Chiyo con lágrimas en los ojos cuando oía los gritos de los niños en el jardín o sus pasos sobre el suelo de ruiseñor, y Kaede se ceñía su abultado vientre con los brazos y pensaba en la criatura allí encerrada. Sus sobrinos no llevaban sangre Otori, pero su hijo sí la tendría. Su hijo sería el legítimo heredero de Shigeru.
Varias veces a la semana Kaede llevaba a los niños al santuario, pues le había prometido a Shigeko que vigilaría a
Tenb
a y a la hembra de
kirin,
y se aseguraría de que el caballo no olvidase lo que había aprendido. Ishida solía acompañarles, ya que seguía encariñado con el
kirin
y le costaba dejar pasar más de un día sin comprobar que el insólito animal se encontraba bien. Mori Hiroki ensillaba y ponía los estribos a
Tenba
y colocaba a Sunaomi a lomos del caballo; luego, Kaede lo guiaba en círculos por el prado. El equino parecía detectar algo en el cuerpo embarazado de Kaede y le encantaba pasear junto a ella. Abriendo los ollares, la acariciaba de vez en cuando con el hocico.
—¿Soy acaso tu madre? —le reprendía ella; pero le encantaba la confianza que
Tenba
le demostraba, y rezaba para que su propio hijo fuese tan audaz y tan hermoso. Se acordó de su caballo,
Raku,
y de Amano Tenzo; ambos habían muerto tiempo atrás, pero estaba convencida de que sus espíritus continuarían vivos mientras los caballos Otori siguieran existiendo.
Entonces Shigeko mandó un mensaje solicitando que le enviaran el caballo porque había decidido regalárselo a su padre, y pedía a su madre que mantuviera la sorpresa en secreto. Prepararon a
Tenba
para el viaje y lo enviaron por barco a Maruyama junto con el joven mozo de cuadra. Kaede temía que la hembra de
kirin
se inquietara ante la ausencia de su compañero, e Ishida compartía la misma preocupación. La exótica criatura pareció, en efecto, un tanto desanimada; pero esto también sirvió para que aumentara su afecto por sus amigos humanos.
Kaede escribía a menudo, pues aún disfrutaba del arte de la caligrafía. Enviaba cartas a su marido, en respuesta a las de éste; a Shigeko y a Miki, animándolas a que trabajaran con ahínco y obedecieran a sus maestros; a sus hermanas, contándole a Hana la buena salud y los progresos de sus hijos e invitándoles a ella y a Zenko a visitarles en primavera.
Pero nunca se comunicaba con Maya, al decirse a sí misma que no tenía sentido puesto que la gemela estaba viviendo en algún lugar secreto de Maruyama y las cartas procedentes de su madre no harían más que poner a la niña en peligro.
Kaede también acudía al otro santuario, donde antes estuviera la casa de Akane, y admiraba la esbelta y grácil figura que emergía de la madera mientras se construía el nuevo edificio a su alrededor.
—Se parece a la señora Kaede —opinaba Sunaomi.
Ella siempre insistía en que éste la acompañara, para que el niño se enfrentara a aquel lugar que tanta vergüenza y miedo le había provocado. En términos generales, Sunaomi había recuperado su propia confianza y un buen estado de ánimo, pero cuando se encontraban en el nuevo santuario Kaede percibía vestigios de la humillación y las cicatrices que ésta había dejado, y elevaba plegarias para que el espíritu de la diosa surgiera del tronco de madera y le sanara las heridas.
Poco después de que Takeo hubiera partido hacia Maruyama, Fumio regresó. Durante la ausencia de Takeo y la reclusión de Kaede, él y su padre actuaban en representación del matrimonio. Uno de los problemas más persistentes y enojosos tenía que ver con los extranjeros, quienes de manera tan inoportuna habían llegado desde Hofu.
—No es que me disgusten —comentó Fumio a Kaede una tarde a mediados del décimo mes—. Como sabes, estoy acostumbrado a tratar con extranjeros; disfruto de su compañía y los encuentro interesantes. Pero es difícil saber qué hacer con ellos, día tras día. Están inquietos, y no les satisfizo enterarse de que el señor Otori ya no estaba en Hagi. Querían reunirse con él, negociar. Su impaciencia va en aumento. Les he aclarado que no se puede tomar ninguna decisión hasta que Takeo regrese a la ciudad. Exigen saber por qué no se les permite viajar a Yamagata.
—Mi marido no quiere que viajen libremente por el país —respondió Kaede—. Cuanto menos sepan sobre nosotros, mejor.
—Estoy de acuerdo, aunque ignoro a qué entendimiento llegaron con Zenko. Les permitió salir de Hofu, pero no sé con qué propósito. Llevo tiempo confiando en que envíen cartas que pudieran darnos una pista, pero la intérprete que traen consigo apenas sabe escribir; desde luego, Zenko no conseguiría entender su caligrafía.
—El doctor Ishida podría ofrecerse a escribir las cartas —sugirió Kaede—. Eso te ahorraría las molestias de tener que interceptarlas.
Intercambiaron una sonrisa.
—Puede ser que Zenko sólo quisiera librarse de ellos —prosiguió Kaede—. Da la impresión de que suponen una carga para todo el mundo.
—Sin embargo, también podemos obtener beneficios de su presencia; adquirir conocimientos y riqueza, siempre que nosotros estemos al mando, y no al revés.
—Por eso tengo que empezar mis clases de idioma —terció Kaede—. Has de traer a los extranjeros y a su intérprete para tratar el asunto.
—Las clases les darán algo que hacer durante el invierno —aprobó Fumio—. Les haré ver el gran honor que supone ser invitados a la presencia de la señora Otori.
Se concertó la cita y Kaede se descubrió aguardándola con cierta inquietud, no ya por los extranjeros, sino porque ignoraba cómo debía comportarse con la intérprete de éstos, hija de una familia de campesinos, empleada de una casa de placer, seguidora de las extrañas creencias de los Ocultos, hermana de su marido. Kaede no deseaba entrar en contacto con esa parte de la vida de Takeo. No sabía qué decir a aquella mujer, ni siquiera cómo dirigirse a ella. Su instinto, afinado a causa del embarazo, le advertía en contra de semejante proximidad; pero le había prometido a Takeo que aprendería el idioma extranjero y no se le ocurría otra manera de conseguirlo.
También tenía que admitir que sentía curiosidad. Se decía a sí misma que su interés residía en los extranjeros, pero en realidad lo que ansiaba era conocer a la hermana de Takeo.
* * *
Cuando Fumio entró en la sala con los dos hombres corpulentos seguidos de la mujer menuda, Kaede pensó: "No se parece nada a él", y sintió un profundo alivio por el hecho de que nadie pudiera sospechar del parentesco. Se dirigió a los hombres con formalidad y les dio la bienvenida. Ellos, aún de pie, hicieron una reverencia, y Fumio les indicó que debían haber tomado asiento con antelación.
La misma Kaede se hallaba sentada con la espalda apoyada en la amplia pared posterior de la estancia, mirando hacia la veranda. Los árboles, tocados por las primeras heladas, acababan de pasar su momento de esplendor y la alfombra escarlata que cubría el suelo del jardín contrastaba con el tono gris de las rocas y las linternas de piedra. En la pared de su derecha, dentro de una hornacina, colgaba un pergamino realizado con la caligrafía de la propia Kaede, el cual mostraba uno de sus poemas favoritos. Hablaba de la lespedeza del otoño, palabra de donde procedía el nombre de "Hagi"; la alusión, claro está, pasó inadvertida para los tres visitantes.
Los hombres se hallaban sentados, un tanto incómodos, de espaldas al pergamino. Se habían descalzado en el exterior, y Kaede se fijó en la prenda larga y ajustada que les cubría las piernas y desaparecía en la cintura bajo otros ropajes extraños y abultados que otorgaban a los hombros y las caderas un insólito tamaño. El tejido era casi negro, con parches de colores superpuestos; no parecía tratarse de seda, ni de algodón o cáñamo. La mujer que ejercía de intérprete se arrastró de rodillas hasta el espacio situado a la izquierda de la señora Otori, que separaba a ésta de los extranjeros. Se inclinó hasta tocar la estera con la frente y así permaneció.
Kaede prosiguió su encubierta inspección de los hombres y percibió su chocante olor, que provocaba en ella una cierta repugnancia; pero también estaba atenta a la mujer que tenía junto a sí, contemplando la textura de su cabello y el tono de su piel tan similar al de Takeo. La constatación del parecido la golpeó como una bofetada y el corazón se le aceleró. Se trataba, en efecto, de la hermana de su marido. Durante unos segundos Kaede pensó que le sería inevitable reaccionar —no sabía si lloraría o se desmayaría—, pero por suerte Shizuka entró en la estancia con cuencos de té y pastelillos de pasta de judías. Kaede recuperó la compostura.
La mujer, Madaren, se encontraba más sobrecogida todavía, y sus primeros intentos de traducir resultaron tan débiles y amortiguados que ninguna de las partes llegó a comprender de qué se estaba hablando; asumieron que se trataba de cumplidos y expresiones corteses. Se entregaron regalos. Los extranjeros sonreían sin cesar —lo que resultaba un tanto aterrador— y Kaede habló con gentileza e inclinó la cabeza con toda la elegancia posible. Fumio conocía algunas palabras del idioma extranjero y las utilizó mientras los demás repetían "gracias", "es un placer" y "disculpadme" en sus propias lenguas, una y otra vez.
Uno de los hombres, el llamado don Joao, era comerciante y guerrero a la vez, circunstancia incomprensible para Kaede; el otro era sacerdote. La conversación se demoraba porque Madaren estaba ansiosa por no ofender a la señora Otori y empleaba un lenguaje extremadamente enrevesado y obsequioso. Tras varios prolongados comentarios sobre el alojamiento y las necesidades de los extranjeros, Kaede cayó en la cuenta de que, a ese ritmo, el invierno pasaría sin que ella llegara a aprender nada.
—Llévales afuera y enséñales el jardín —le pidió a Fumio—. La mujer se quedará aquí, conmigo.
Ordenó que todos los presentes las dejaran a solas. Shizuka, al retirarse, le lanzó una mirada inquisidora.
Los hombres parecieron alegrarse de salir al exterior y, mientras departían con voz sonora y algo tensa, pero afable en todo caso, presumiblemente acerca del jardín, Kaede se dirigió a Madaren con tono calmado.
—No tengas miedo. Mi esposo me ha contado quién eres. Es mejor que nadie más lo sepa, pero por atención a él te honraré y te protegeré.
—La condescendencia de la señora Otori es excesiva —comenzó Madaren, pero Kaede la detuvo.
—Tengo que pedirte algo, y también a los caballeros a los que sirves. Has aprendido su lengua; quiero que me la enseñes. Estudiaremos a diario. Cuando haya logrado hablarla con fluidez, consideraré entonces todas sus peticiones. Cuanto más rápidamente aprenda el idioma, más probable será que las conceda. Uno de ellos deberá acompañarte, porque también tengo que aprender a escribir en la lengua extranjera, como es natural. Explícales lo que te he dicho; propónselo como una solicitud, en la manera que más les agrade.
—Soy la persona más indigna de entre los indignos, pero haré todo lo posible por cumplir los deseos de la señora Otori —y dicho esto, volvió a apoyar la frente en el suelo.
—Madaren —prosiguió Kaede, mencionando el extraño nombre por primera vez:— Vas a ser mi profesora. No hay necesidad de emplear una formalidad excesiva.
—Sois muy amable —respondió, y esbozó una sonrisa a medida que se incorporaba.
—Comenzaremos las clases mañana mismo —dispuso Kaede.
* * *
Madaren acudía todos los días; cruzaba el río en barca y caminaba por las angostas calles hasta la vivienda junto al río. Las lecciones diarias se incorporaron a la rutina de la casa y la propia intérprete se acostumbró a su nuevo ritmo de vida. Don Carlo, el sacerdote, la acompañaba unas dos veces por semana, y enseñaba a ambas mujeres a escribir con lo que él llamaba "abecedario", empleando los pinceles más finos.
Al tener la barba y el cabellos rojizos y los ojos de un azul verdoso pálido, como el mar, don Carlo era objeto de constante curiosidad y asombro, y por lo general llegaba acompañado de una estela de niños y otras personas que no tenían nada mejor que hacer. Él mismo mostraba también curiosidad por cuanto le rodeaba; de vez en cuando agarraba a un niño y examinaba su ropa y su calzado; estudiaba atentamente las plantas del jardín y a menudo llevaba a Madaren a los campos de cultivo e interrogaba a los estupefactos campesinos sobre las cosechas y las estaciones. Guardaba numerosos cuadernillos en los que anotaba listas de palabras y realizaba bocetos de flores, árboles, edificaciones y aperos de labranza.