Durante la totalidad de su mandato había efectuado sus viajes de la misma forma: dividía el año entre las ciudades de los Tres Países. En ocasiones se trasladaba con todo el esplendor que se esperaba de un gran señor, pero otras veces se camuflaba de alguna de las muchas maneras que había aprendido en la Tribu, se mezclaba con la gente corriente y escuchaba de sus propios labios sus opiniones, sus alegrías y sus quejas. Nunca había olvidado las palabras que Otori Shigeru le dijera en cierta ocasión: "Debido a que el Emperador es tan débil, los señores de la guerra como Iida pueden prosperar". En teoría el Emperador gobernaba sobre las Ocho Islas, pero en la práctica los diversos territorios se ocupaban de sus propios asuntos. Durante años, los Tres Países habían sufrido conflictos porque los señores de la guerra pugnaban entre sí para conseguir tierras y poder; pero Takeo y Kaede habían traído la paz y la mantenían gracias a una constante atención a todos los aspectos del territorio y de la vida de sus gentes.
Ahora podía ver los efectos de semejante proceder mientras cabalgaba hacia el Oeste acompañado por varios lacayos, dos fieles guardaespaldas de la Tribu —los primos Kuroda Junpei y Shinsaku, conocidos como Jun y Shin— y un escriba. A lo largo del viaje observó las señales que denotaban un país pacífico y bien gobernado: niños sanos, aldeas prósperas, escasez de mendigos y ausencia de bandidos. Takeo tenía sus propias preocupaciones —con respecto a Kenji, a Kaede y a sus hijas—, pero lo que veía ante sus ojos le reconfortaba. Su objetivo consistía en conseguir un país tan seguro que hasta una niña pudiera gobernarlo, y una vez en Hofu concluyó, con orgullo y satisfacción, que en eso se habían convertido los Tres Países.
No había previsto lo que le aguardaba en la ciudad portuaria, ni había sospechado que hacia el final de su estancia en Hofu su confianza quedaría sacudida y su gobierno, amenazado.
* * *
Daba la impresión de que tan pronto como Takeo llegaba a cualquiera de las ciudades de los Tres Países, aparecían delegaciones a las puertas del castillo o el palacio donde se alojara en busca de audiencias, pidiendo favores, solicitando decisiones que sólo él podía tomar. Algunos de estos asuntos era posible, en efecto, trasladarlos a los funcionarios locales, pero de vez en cuando se formulaban quejas en contra de esos mismos funcionarios, y entonces tenía que suministrar arbitros imparciales de entre su comitiva. Aquella primavera en Hofu se dieron tres o cuatro casos semejantes, más de los que a Takeo le habría gustado, lo que le hizo cuestionarse la justicia de las administraciones locales. Además, dos granjeros se habían quejado de que sus hijos habían sido reclutados a la fuerza, y un comerciante divulgó que los militares habían estado requisando grandes cantidades de carbón, madera, azufre y salitre. "Zenko está reuniendo tropas y armas —pensó—. Tengo que hablar con él urgentemente".
Realizó las disposiciones necesarias para enviar mensajeros a Kumamoto. Sin embargo al día siguiente Arai Zenko, quien había heredado las tierras de su padre en el Oeste y también controlaba la ciudad de Hofu, llegó en persona desde Kumamoto, aparentemente para dar la bienvenida al señor Otori si bien, como en seguida quedó patente, escondía otros motivos. Le acompañaba su esposa, Shirakawa Hana, la hermana menor de Kaede. Hana se parecía mucho a su hermana mayor, incluso algunos la tenían por más hermosa que la propia Kaede en su juventud, antes del terremoto y el incendio. A Takeo no le agradaba su cuñada, ni se fiaba de ella. En el difícil año que siguió al nacimiento de las gemelas, cuando Hana cumplió catorce años, la joven había imaginado enamorarse del esposo de su hermana y, constantemente, intentaba seducirle para que la tomase como segunda esposa o como concubina, no parecía importarle mucho la condición.
Hana suponía una tentación mayor de lo que Takeo estaba dispuesto a tolerar, pues se parecía a la Kaede de la que él se había enamorado antes de que su belleza quedara estropeada, y la joven se ofrecía en un momento en el que la mala salud de la esposa de Takeo la mantenía apartada del lecho de su marido. La constante negativa por parte de su cuñado a tomarla en serio había herido y humillado a la muchacha, y la propuesta de que se casara con Zenko la tomó como un agravio; pero Takeo se mostró inflexible. Aquel matrimonio era una forma de solucionar dos problemas a la vez, y se celebró cuando Zenko cumplió dieciocho años y Hana, dieciséis. Zenko estaba plenamente satisfecho, pues la alianza suponía un gran honor para él: Hana era hermosa y rápidamente le dio tres hijos varones, todos sanos, y aunque ella nunca declaró estar enamorada sentía interés por su marido y compartía sus ambiciones. Su amor por Takeo pronto se desvaneció, y quedó reemplazado por un sentimiento de rencor hacia él y de celos hacia Kaede, y por un profundo deseo de que ella misma y Zenko pudieran desbancarles y ocupar el lugar de ambos.
Takeo estaba al tanto de tales sentimientos, pues su cuñada revelaba más de sí misma de lo que ella pensaba y además, como le ocurría a todo el mundo, los Arai a menudo olvidaban la extraordinaria capacidad de audición de Takeo. Su oído ya no era tan fino como cuando tenía diecisiete años, pero aún resultaba lo bastante bueno para alcanzar a escuchar las conversaciones que otros consideraban secretas, para enterarse de todo cuanto acontecía a su alrededor, de dónde se encontraba cada uno de los moradores de una vivienda, de las actividades de los hombres en los puestos de guardia o en los establos, de quién visitaba a quién durante la noche y con qué propósito. También había adquirido una capacidad de observación que le permitía leer las intenciones de otros en la postura y los movimientos del cuerpo, hasta tal punto que la gente comentaba que el señor Otori era capaz de ver con claridad lo que los corazones ocultaban.
Ahora Takeo examinaba a Hana mientras ella hacía una profunda reverencia frente a él y su larga cabellera se derramaba sobre el suelo, partiéndose ligeramente y dejando al descubierto la exquisita palidez de su nuca. Se movía con ligereza y elegancia, a pesar de haber dado a luz a tres hijos; no parecía mayor de dieciocho años, aunque tenía veintiséis, la misma edad que Taku, el hermano menor de Zenko.
Éste, de veintiocho años, se asemejaba considerablemente a su progenitor. Era alto, de constitución corpulenta y gran fortaleza, experto en el manejo del arco y la espada. A los doce años había presenciado con sus propios ojos la muerte de su padre, que fue abatido por un arma de fuego. Fue la tercera persona en morir de aquella forma en los Tres Países; los otros dos habían sido bandoleros, de cuyas muertes Zenko también había sido testigo. Arai había perdido la vida en el momento mismo en el que quebrantó su promesa de alianza con Takeo. Éste sabía que el conjunto de estos acontecimientos había provocado en el muchacho un profundo resentimiento, que con el paso de los años se había ido transformando en odio.
Ni el marido ni la mujer dejaban translucir su malevolencia. De hecho, sus muestras de bienvenida y su interés por la salud del señor Otori y la de su familia fueron de lo más efusivos. Takeo les correspondió con igual cordialidad, a la vez que enmascaraba el hecho de que se hallaba más dolorido de lo habitual a causa de la humedad del tiempo y reprimía el deseo de quitarse el guante de seda que le cubría la mano derecha para frotarse las cicatrices donde antes estuvieran sus dedos.
—No tendríais que haberos tomado tantas molestias —comentó—. Sólo estaré en Hofu uno o dos días.
—El señor Takeo debería permanecer más tiempo —Hana tomó la palabra antes que su marido, como era habitual en ella—. Quédate hasta que pasen las lluvias. No puedes viajar con este clima.
—He viajado en condiciones peores —respondió Takeo con una sonrisa.
—No es ninguna molestia, en absoluto —intervino Zenko—. Para nosotros, poder pasar el tiempo con nuestro cuñado supone un inmenso placer.
—Hay un par de asuntos que debemos discutir —anunció Takeo, decidido a no andarse por las ramas—. A mi entender, no existe necesidad de aumentar el número de hombres armados, y me gustaría que me hablaras de los instrumentos que estás fabricando.
Semejante franqueza, que llegaba justo después de los comentarios corteses, sobresaltó al matrimonio. Takeo volvió a esbozar una sonrisa. Con seguridad, ambos sabían que apenas se le escapaba nada de lo que ocurría en los Tres Países.
—Siempre existe la necesidad de armas —dijo Zenko—. Espadas de hoja ancha, lanzas y todo lo demás.
—¿Cuántos hombres puedes reunir? Cinco mil, como mucho. Según nuestros informes, todos están completamente equipados. Si han perdido o dañado su armamento, ellos mismos son los responsables de reemplazarlo a su propia costa. Las finanzas del dominio deben emplearse en cosas mejores.
—En Kumamoto y los distritos del sur la cifra es de cinco mil hombres, efectivamente; pero en otros dominios Seishuu hay muchos más en edad de combatir que no han sido entrenados. Nos pareció una buena idea proporcionarles adiestramiento y armas, incluso aunque después regresen a sus campos de cultivo para la cosecha.
—Las familias del clan Seishuu dependen ahora de Maruyama —replicó Takeo con suavidad—. ¿Qué opina de tus planes Sugita Hiroshi?
Hiroshi y Zenko se detestaban. Takeo sabía que Hiroshi, en su adolescencia, había albergado el deseo de casarse con Hana, de quien se había formado una imagen ilusoria basada en su devoción por Kaede, y había quedado decepcionado cuando se dispuso el matrimonio para emparentaría con la familia Arai, aunque jamás mencionaba el asunto. Ambos jóvenes nunca se habían tenido simpatía, desde que se vieron por primera vez, muchos años atrás, en el turbulento periodo de guerra civil. Hiroshi y Taku, el hermano menor de Zenko, eran buenos amigos a pesar de sus diferencias y estaban mucho más unidos que los dos hermanos Arai entre sí, quienes se habían alejado con el correr de los años, si bien tampoco hablaban de ello. Ocultaban la distancia que los separaba con una fingida jovialidad, mutuamente beneficiosa, y a menudo alentada por los efluvios del vino.
—No he tenido la oportunidad de conversar con Sugita —admitió Zenko.
—Entonces, discutiremos el asunto con él. Nos reuniremos en Maruyama en el décimo mes y revisaremos los requisitos militares del Oeste.
—Nos enfrentamos a la amenaza de los bárbaros —observó Zenko—. El Oeste se encuentra abierto para ellos: los Seishuu nunca han tenido que enfrentarse a un ataque por mar. No estamos preparados, en absoluto.
—Los extranjeros persiguen tratos comerciales, por encima de todo —repuso Takeo—. Están lejos de su tierra y sus barcos son pequeños. Aprendieron la lección en el ataque de Mijima. Ahora tratarán con nosotros por la vía diplomática. Nuestra mejor defensa contra ellos es el comercio pacífico.
—Y sin embargo, alardean de los grandes ejércitos de su Rey —intervino Hana—. Cien mil militares. Cincuenta mil caballos. Uno de sus caballos es más grande que dos de los nuestros, según cuentan, y todos sus soldados de a pie transportan armas de fuego.
—Como tú misma has dicho, sólo están alardeando —apuntó Takeo—. Me atrevo a decir que Terada Fumio también se jacta de nuestra superioridad en las islas occidentales y en los puertos de Tenjiku y Shin.
Takeo percibió que el semblante de su cuñado se ensombrecía ante la mención de Fumio, y recordó que había sido éste quien había matado al padre de Zenko al dispararle en el pecho en el momento en que la tierra tembló y el ejército de Arai quedó destruido. Exhaló un suspiro para sus adentros y se preguntó si era acaso posible desterrar el deseo de venganza del corazón de un hombre, sabiendo que aunque hubiera sido Fumio quien disparó el arma, Zenko culpaba a Takeo de aquella pérdida.
Zenko advirtió:
—Allí también los bárbaros utilizan el comercio como excusa para introducirse en el país. Después lo debilitan desde dentro por medio de su religión y atacan desde fuera con armas superiores. Acabarán convirtiéndonos a todos en sus esclavos.
Su cuñado podría estar en lo cierto. Los extranjeros se hallaban en su mayor parte confinados en Hofu, y Zenko les trataba con más frecuencia que cualquier otro de los guerreros de Takeo, lo que en sí mismo resultaba peligroso: aunque les denominase "bárbaros", Zenko estaba impresionado por sus armas y sus barcos. Si llegaran a aliarse en el Oeste...
—Sabes que respeto tus opiniones en estos asuntos —replicó Takeo—. Aumentaremos la vigilancia sobre los extranjeros. Si hay necesidad de reclutar a más hombres, te informaré. Y recuerda que el salitre sólo debe ser adquirido directamente por el clan.
Clavó la vista en Zenko mientras el joven hacía una reverencia a regañadientes; una línea de color en el cuello era la única señal de su resentimiento ante la amonestación de Takeo. A éste le vino a la memoria la vez que había sujetado a Zenko, a lomos de su caballo, con el cuchillo pegado a su garganta. Si se lo hubiera clavado entonces, sin duda se habría ahorrado muchos problemas; pero en aquel momento el hijo de Arai sólo contaba con doce años. Takeo nunca había matado a un niño y rezaba para que jamás tuviera que hacerlo. "Zenko forma parte de mi destino —pensó—. Debo manejarle con cuidado. ¿Qué otra cosa puedo hacer, más que adularle y tratar de amansarle?".
Hana tomó la palabra con su voz dulce como la miel:
—No haríamos nada sin consultar antes con el señor Otori. En nuestros corazones no existe más interés que el tuyo y el de tu familia, así como el bienestar de los Tres Países. Tu familia se encuentra bien, imagino. Mi hermana mayor, tus hermosas hijas...
—Se encuentran perfectamente, gracias.
—Para mí, es un enorme pesar no haber tenido hijas —prosiguió Hana, con los ojos bajos en actitud de modestia—. Sólo tenemos hijos varones, como el señor Otori sabe.
"¿Adónde querrá llegar?", se preguntó Takeo.
Zenko era menos sutil que su mujer y habló con mayor franqueza:
—El señor Otori debe de anhelar un hijo varón.
"¡Eso era!", pensó Takeo. Y respondió:
—Dado que un tercio de nuestro país ya se hereda a través de las mujeres, no supone un problema para mí. Con el tiempo, nuestra hija mayor gobernará los Tres Países.
—Pero deberías conocer la alegría de contar con hijos varones en tu hogar —insistió Hana—. Permítenos entregarte a uno de los nuestros.
—Nos gustaría que adoptaras a uno de nuestros hijos —añadió Zenko, de manera directa y afable.
—Sería un honor y una alegría que no podríamos expresar con palabras —murmuró Hana.