Era de naturaleza silenciosa y no le gustaba el alcohol. Aunque a primera vista parecía adolecer de una personalidad un tanto insulsa, cuando se encontraba a solas con Takeo dejaba al descubierto una vena de ingenio y sarcasmo. Nada ni nadie lograba impresionarle, y trataba a todos con igual deferencia y consideración, percibiendo sus flaquezas y vanidades con claridad y con distante compasión. Se llamaba Minoru, lo que resultaba curioso a Takeo dado que él mismo había adoptado ese nombre durante un breve periodo de lo que, ahora, parecía ser otra vida.
La caligrafía de Minoru era ligera y hermosa.
Las tierras de Shirakawa y las de Fujiwara habían quedado gravemente dañadas tras el terremoto; y sus mansiones campestres, devastadas por el fuego. La residencia Shirakawa había sido reconstruida y la otra cuñada de Takeo, llamada Ai, solía instalarse allí con sus hijas durante largos periodos del año. El marido de Ai, Sonoda Mitsuru —sobrino e hijo adoptivo de Akita Tsutomu, quien había muerto con Arai Daiichi y la mayoría del ejército de éste en el gran terremoto—, la acompañaba de vez en cuando, pero sus obligaciones solían retenerle en Inuyama. Ai era una mujer pragmática y trabajadora que se había beneficiado del ejemplo de su hermana mayor. El dominio Shirakawa se había recuperado de la mala administración y el abandono sufridos en época de su padre y ahora prosperaba, ofreciendo una excelente producción de arroz, moras, caquis, seda y papel. Shirakawa se encargaba de la administración de Fujiwara, que contaba con tierras más fértiles y también arrojaba importantes beneficios. Takeo sentía una cierta reticencia a devolver el territorio al hijo de Fujiwara, a pesar de que éste pudiera ser su legítimo dueño. En el actual estado de cosas, la rentabilidad de la propiedad beneficiaba a la economía general de los Tres Países.
Cuando se hizo de día, Takeo tomó un baño y un barbero le recortó el cabello y la perilla. Comió algo de arroz y un poco de sopa y luego se enfundó en ropas de etiqueta para el encuentro con el hijo de Fujiwara, encontrando escaso placer en el suave tacto de la seda y la discreta elegancia de los estampados: la flor de glicina de color malva pálido sobre el fondo púrpura oscuro del manto interior, y el tejido más neutro de la túnica exterior. El criado le colocó un bonete negro en la cabeza.
Takeo sacó su sable,
Jato,
del ornado pedestal tallado donde había descansado durante la noche. Se lo colgó del fajín al tiempo que recordaba los distintos disfraces que el arma había llevado, empezando por la andrajosa piel negra de tiburón que envolvía la empuñadura cuando, a manos de Shigeru, le había salvado la vida. Ahora tanto el puño como la funda se veían profusamente decorados, y
Jato
no había probado la sangre desde hacía muchos años. Takeo se preguntó si alguna vez volvería a desenfundar la hoja en combate y cómo se las arreglaría con su mano derecha mutilada.
Atravesó el jardín desde el ala este hasta el salón principal de la mansión. Había cesado de llover, pero el jardín se encontraba anegado y la fragancia de las flores de glicina, encorvadas a causa del agua, se mezclaba con el aroma a hierba mojada, el olor a salitre procedente del puerto y los espesos efluvios de la ciudad. Desde el exterior de los muros de la residencia le llegaban los gritos lejanos de los vendedores ambulantes y los golpes secos de las contraventanas de las viviendas, a medida que la ciudad se iba despertando.
Los criados se desplazaban silenciosamente ante Takeo para abrirle las puertas correderas; sus pisadas apenas resonaban sobre los suelos pulidos. Minoru, que se había marchado a desayunar y a vestirse para la ocasión, se unió a su señor sin pronunciar palabra, limitándose a hacer una profunda reverencia, y luego le siguió a varios pasos de distancia. Junto al escriba un criado acarreaba el escritorio lacado, además de papel, pinceles, un bloque de tinta y agua.
Zenko ya se encontraba en el salón principal, ataviado también con ropas de etiqueta aunque más ostentosas que las del señor Otori; en el cuello y el fajín de su túnica relucían profusos bordados de hilo de oro. Takeo contestó la reverencia de su cuñado con un gesto de cabeza y luego entregó su sable
Jato
a Minoru, quien lo colocó cuidadosamente en un pedestal tallado aún más ornamentado que el anterior y situado en un lateral. El sable de Zenko ya descansaba en otro pedestal parecido. A continuación, Takeo se sentó a la cabecera de la estancia y paseó la vista por los objetos decorativos y los biombos, preguntándose qué impresión darían a Kono en comparación con los de la corte del Emperador. La residencia de Hofu no era tan grande o imponente como las de Hagi e Inuyama, y lamentó no recibir al noble en una de aquéllas. "Se llevará una imagen errónea de nosotros. Pensará que no somos refinados ni sofisticados. ¿Será acaso mejor?"
Zenko hizo breves comentarios sobre la noche anterior. Takeo expresó su aprobación de los niños y los alabó. Minoru preparó la tinta sobre el pequeño escritorio y luego se sentó sobre los talones, con los ojos bajos en ademán de meditación. Una lluvia suave empezó a caer.
Poco después se escucharon los sonidos que anunciaban la llegada de un visitante: el ladrido de los perros y el paso robusto de los porteadores de un palanquín. Zenko se levantó y salió a la veranda. Takeo escuchó cómo saludaba al invitado y, a continuación, Kono entró en la sala.
Se produjo un breve instante de desconcierto en el que ninguno de ellos consideró que debía ser el primero en inclinar la cabeza. Kono elevó las cejas de manera casi imperceptible y luego hizo una reverencia, aunque con una cierta afectación amanerada que despojaba al gesto de todo respeto. Takeo esperó unos segundos y luego devolvió el saludo.
—Señor Kono —dijo con voz queda—. Me hacéis un gran honor.
Cuando Kono se incorporó, Takeo examinó su rostro. Nunca había conocido al padre de aquel hombre, pero tal circunstancia no había evitado que Fujiwara le persiguiera en sueños. Ahora otorgó a su antiguo enemigo la cara de su hijo, su frente alta y su boca cincelada, sin saber que, en efecto, Kono compartía con su padre ciertas características. Aunque no todas.
—El honor es mío, señor Otori —respondió el invitado.
Aunque sus palabras resultaban amables, Takeo intuyó que sus intenciones no lo eran. De inmediato se dio cuenta de que no habría cabida para un intercambio sincero de opiniones. El encuentro sería tenso y difícil, y Takeo tendría que mostrarse astuto, hábil y contundente. Trató de mantener la compostura, luchando contra el cansancio y el dolor.
Comenzaron hablando de las tierras. Zenko explicó lo que sabía sobre la condición de las mismas y Kono expresó su deseo de visitarlas en persona, a lo que Takeo accedió sin discusión, pues sospechaba que Kono tenía en realidad poco interés en ellas y no pensaba instalarse allí. Le daba la impresión de que su demanda de la propiedad podría solucionarse sin problemas, reconociéndole como terrateniente ausente y remitiéndole cierta cantidad de dinero a la capital —no la totalidad de los impuestos, sino un porcentaje de los mismos—. El territorio de Fujiwara no era más que una excusa para la visita de Kono, excusa perfectamente aceptable. Sin duda había venido con algún otro propósito, pero después de que hubiera transcurrido más de una hora y siguieran departiendo sobre las cosechas de arroz y la necesidad de mano de obra, Takeo empezó a preguntarse si alguna vez iba a enterarse de las intenciones de su huésped. Sin embargo, al cabo de unos instantes apareció en la puerta un guardia con un mensaje para el señor Arai. Zenko presentó efusivas disculpas y explicó que se veía obligado a dejarles, pero se reuniría con ellos para el almuerzo.
Tras su marcha reinó el silencio. Minoru terminó de anotar lo que se había hablado hasta ese momento y colocó el pincel sobre el escritorio.
Entonces, Kono tomó la palabra.
—Tengo que informaros sobre un asunto delicado. Tal vez fuera conveniente hablar con el señor Otori a solas.
Takeo enarcó las cejas y respondió:
—Mi escriba se quedará.
A continuación hizo un gesto al resto de los presentes para que abandonaran la estancia. Una vez que se hubieron marchado, Kono permaneció un tiempo en silencio. Cuando habló, su voz se notaba más cálida y su actitud, menos artificial.
—Deseo que el señor Otori tenga en cuenta que no soy más que un emisario. No guardo animosidad con respecto a vos. Conozco poco la historia de nuestras respectivas familias, la desafortunada situación con la señora Shirakawa; pero debéis saber que las acciones de mi padre con frecuencia afligían a mi madre, mientras vivió, y a mí mismo. No considero que él estuviera completamente libre de culpa.
"¿Libre de culpa? —pensó Takeo—. "Él fue el responsable de todo: el sufrimiento de mi esposa y su deformidad, el asesinato de Amano Tenzo, la violenta e inútil matanza de
Raku,
la muerte de todos cuantos murieron en Kusahara al batirse en retirada". No respondió.
Kono prosiguió:
—La fama del señor Otori se ha propagado por las Ocho Islas. Ha llegado a oídos del mismísimo Emperador. Su Divina Majestad, al igual que su corte, admira la manera en la que habéis traído la paz a los Tres Países.
—Me halaga semejante interés.
—Aun así, resulta desafortunado que vuestros grandes éxitos no hayan recibido nunca la aprobación imperial —Kono esbozó una sonrisa en señal de aparente amabilidad y comprensión—, y que provengan de la muerte ilegal (no iré tan lejos como para hablar de asesinato) de Arai Daiichi, representante oficial del Emperador en los Tres Países.
—Al igual que vuestro padre, el señor Arai murió en el gran terremoto.
—Tengo entendido que el señor Arai fue disparado por uno de vuestros seguidores, el pirata Terada Fumio, ya para entonces un criminal. El terremoto fue resultado del horror del Cielo ante semejante acto de traición en contra de un señor supremo: tal es la opinión generalizada en la capital. Existieron otras muertes no aclaradas que preocuparon al Emperador en aquel tiempo: la del señor Shirakawa, por ejemplo, posiblemente a manos de un tal Kondo Kiichi, a quien teníais a vuestro servicio y que también estuvo implicado en la muerte de mi padre.
Takeo replicó:
—Kondo murió hace años. Todo lo que decís forma parte del pasado. En los Tres Países existe la creencia de que el Cielo intervino para castigar a los hermanos de mi abuelo y al propio Arai por sus actos malvados y su traición. Arai acababa de atacar a mis hombres desarmados. Si existió algún tipo de deslealtad, fue por parte suya.
"La tierra cumplió el deseo del Cielo..."
—El señor Zenko, hijo del señor Arai, fue testigo presencial. Como hombre honorable que es, contará la verdad —añadió Kono con tono suave—. Mi ingrato deber es informar al señor Otori de que, ya que no habéis solicitado el permiso o el respaldo del Emperador ni habéis enviado impuesto o tributo alguno a la capital, vuestro gobierno se ha declarado ilegal y se os solicita la abdicación. Se os perdonará la vida si os retiráis al exilio en alguna isla remota durante el resto de vuestros días. El sable ancestral de los Otori deberá ser entregado al Emperador.
—No alcanzo a comprender que oséis a traerme tal mensaje —repuso Takeo, tratando de enmascarar su conmoción y su cólera—. Bajo mi gobierno, los Tres Países han alcanzado la paz y la prosperidad. No tengo intención de abdicar hasta que mi hija tenga la edad suficiente para recibir mi herencia. Estoy dispuesto a establecer acuerdos con el Emperador y con cualquier otro que se acerque a mí en son de paz. Tengo tres hijas para las cuales estoy preparado a concertar matrimonios de conveniencia; pero no me dejaré intimidar por las amenazas.
—Lo cierto es que nadie esperaba que lo hicierais —murmuró Kono, cuyo semblante resultaba indescifrable.
Takeo exigió:
—¿Por qué habéis venido ahora, de repente? ¿Dónde estaba el interés del Emperador años atrás, cuando Iida Sadamu saqueaba los Tres Países y asesinaba a sus gentes? ¿Acaso actuó Iida con la aprobación divina?
Notó que Minoru hacía un ligero movimiento con la cabeza e intentó refrenar su fogosidad. Sin duda Kono albergaba la esperanza de enfurecerle, de arrancarle una declaración abierta de desafío que se interpretaría como otra prueba más de insubordinación.
"Zenko y Hana están detrás de esto —se dijo Takeo—. Sin embargo, debe de existir otra razón por la que ellos y el Emperador se atrevan a enfrentarse a mí en este momento. ¿De qué flaqueza quieren aprovecharse? ¿Con qué ventajas creen que cuentan?".
—No es mi intención faltar al respeto al Emperador —añadió con cautela—, pero en las Ocho Islas se le honra por su búsqueda de la paz. ¿Acaso desea Su Majestad librar una guerra contra su propio pueblo?
"¿Acaso desea levantar a un ejército en mi contra?"
—El señor Otori no debe de haberse enterado de las últimas noticias —pronunció Kono con aire de lástima—. El Emperador ha nombrado a un nuevo general. Desciende de una de las familias más antiguas del Este. Es señor de extensos territorios y dispone de decenas de miles de hombres a su mando. El Emperador persigue la paz por encima de todas las cosas, pero no puede justificar la actividad criminal. Ahora, cuenta con un potente brazo ejecutor con el que imponer castigos e impartir justicia.
Sus palabras, tan suavemente pronunciadas, contenían todo el veneno de una ofensa, y una oleada de calor invadió a Takeo. Resultaba intolerable que le tomaran por un criminal; su sangre de Otori se rebelaba contra ello. Con todo, durante muchos años había solucionado afrentas y disputas por las vías de la negociación y la diplomacia, y concluyó que semejantes métodos no debían fallarle ahora. Aguardó a que las palabras de Kono y el insulto que éstas implicaban perdieran fuerza en su interior mientras recuperaba el control de sí mismo, y empezó a considerar cuál debía ser su respuesta.
"De modo que tienen un nuevo señor de la guerra. ¿Por qué no sé nada de él? ¿Dónde está Taku cuando le necesito? ¿Dónde está Kenji?"
¿Acaso las armas y los hombres que Arai había estado preparando servirían de apoyo a esta nueva amenaza? ¿Y si el arsenal consistiera, en efecto, en armas de fuego? ¿Y si ya se encontraban camino al Este?
—Estáis aquí como invitado de mi vasallo, Arai Zenko —dijo, por fin—, y por lo tanto, también sois mi huésped. Considero que debéis prolongar vuestra estancia en el Oeste, visitar las tierras de vuestro difunto padre y regresar con el señor Arai a Kumamoto. Enviaré a buscaros una vez que haya decidido qué respuesta dar al Emperador, adonde iré en caso de abdicar y cuál es el mejor método para preservar la paz.