Pero todos sus esfuerzos por obtener armas de fuego habían fracasado. Los Otori limitaban su uso a un reducido círculo de hombres y llevaban la cuenta de cada una de las existentes en el país. Si una de ellas se perdía, el propietario pagaba la pérdida con su propia vida. Raramente se utilizaban en combate: sólo había sucedido en una ocasión, con efectos devastadores, para frenar a ciertos bárbaros que con ayuda de antiguos piratas pretendían establecer un puesto comercial en una de las pequeñas islas cercanas a la costa meridional. Desde aquella vez, todos los bárbaros eran registrados a su llegada, se les confiscaban las armas y se les confinaba al puerto comercial de Hofu. Las crónicas acerca de la matanza habían resultado ser tan efectivas como las propias armas de fuego: todos los enemigos, entre ellos los Kikuta, comenzaron a tratar a los Otori con creciente respeto y los dejaron por un tiempo en paz, mientras que en secreto se esforzaban por conseguir armas de fuego por medio del robo, la traición o su propia fabricación.
Las armas de los Otori eran grandes y engorrosas, poco prácticas para los clandestinos métodos de asesinato de los que los Kikuta se enorgullecían tanto. No podían ocultarse, ni sacarse o utilizarse con rapidez; además, la lluvia las hacía inservibles. Hisao escuchaba a su padre y a los ancianos conversar sobre estos asuntos e imaginaba un arma ligera, tan poderosa como las armas de fuego, que se pudiera transportar en la pechera de una prenda de vestir y no hiciera ruido alguno; un arma ante la que el mismísimo Otori Takeo se encontrara indefenso.
Cada año, algún hombre joven que se consideraba invencible, o alguno de más edad que anhelaba terminar su existencia con honor, partía hacia una u otra de las ciudades de los Tres Países y aguardaba en la carretera el paso de Otori Takeo, o bien penetraba de noche sigilosamente en la residencia o el castillo donde éste dormía con la esperanza de ser quien segara la vida al sanguinario traidor y vengase a Kikuta Kotaro y a los demás miembros de la Tribu a los que los Otori habían dado muerte. Jamás regresaban. Las noticias de su destino llegaban meses después de la captura: el denominado "juicio" en los tribunales de los Otori y la posterior ejecución —el asesinato frustrado o no, junto a la aceptación de sobornos y la pérdida o venta de armas de fuego, eran unos de los escasos crímenes que ahora se castigaban con la muerte—. De vez en cuando llegaba la noticia de que Otori había resultado herido, y entonces las expectativas aumentaban; pero siempre se recuperaba, incluso de los efectos del veneno, de igual forma que había sobrevivido a la espada envenenada de Kotaro. Llegó un momento en que hasta los Kikuta empezaron a creer que era un ser inmortal, como afirmaba la plebe. El odio y la amargura de Akio fueron en aumento, así como su pasión por la crueldad. Empezó a urdir diferentes métodos para destruir a Otori, a intentar establecer alianzas con otros enemigos de Takeo, a atacarle a través de su esposa y de sus hijas; pero esto último también resultó imposible. Los traicioneros Muto habían dividido a la Tribu y jurado lealtad a los Otori, llevándose consigo a familias de importancia menor como los Imai, los Kuroda y los Kudo. Dado que las familias de la Tribu se unían entre sí por medio del matrimonio, muchos de los renegados también tenían sangre Kikuta; entre ellos Muto Shizuka y sus dos hijos, Taku y Zenko. Taku, que al igual que su madre y su tío abuelo gozaba de grandes dotes, encabezaba la red de espionaje de los Otori y mantenía constante vigilancia sobre la familia de Takeo. Zenko, menos dotado, se había aliado a Otori por medio del matrimonio: eran cuñados.
Recientemente, los dos hijos varones y la hija de Gosaburo, tío de Akio, habían sido enviados a Inuyama, donde la familia Otori celebraba el Año Nuevo. Los tres se mezclaron entre la multitud reunida en el santuario e intentaron apuñalar a la señora Otori y a las hijas de ésta frente a la propia diosa. No se sabía a ciencia cierta lo ocurrido a continuación, pero al parecer las mujeres se habían defendido con inesperada fiereza. Uno de los muchachos, el hijo mayor de Gosaburo, resulto herido y luego murió a manos del gentío. Los dos supervivientes fueron capturados y llevados al castillo de Inuyama. Nadie sabía si estaban vivos o muertos.
La pérdida de tres parientes tan cercanos al maestro supuso un terrible golpe. A medida que la nieve se derretía con la aproximación de la primavera y las carreteras quedaban despejadas, la falta de noticias sobre los dos jóvenes hizo temer a los Kikuta que los hijos de Gosaburo hubieran muerto, por lo que empezaron a organizar los ritos funerarios. La ausencia de cadáveres que quemar, la carencia de cenizas, aumentaba el sufrimiento de la familia.
Una tarde en que los árboles relucían con su nuevo follaje verde y plata, en que los campos anegados rebosaban de vida con la presencia de grullas y garzas y el croar de las ranas, Hisao se encontraba trabajando a solas en un pequeño bancal de cultivo en lo profundo de la montaña. Durante las largas noches de invierno había estado meditando sobre una idea que se le había ocurrido el año anterior, al ver que la cosecha de judías y calabazas de aquel huerto en particular se marchitaba y acababa por secarse. Los campos de cultivo situados en bancales inferiores eran irrigados por un caudaloso torrente, pero el suelo en el que Hisao se hallaba ahora sólo daba frutos en los años muy lluviosos. Sin embargo, en otros aspectos se trataba de un terreno prometedor, pues estaba orientado al sur y protegido de los peores vientos. El joven deseaba conseguir que el agua fluyera ladera arriba por medio de una noria de agua situada en el cauce del torrente; ésta haría girar otras norias de menor tamaño que, a su vez, levantarían una serie cubos. Hisao había pasado el invierno fabricando los cubos y las cuerdas.
Los primeros estaban elaborados con bambú muy ligero, y el joven había reforzado las cuerdas con ramas de vid, lo que las haría lo bastante rígidas para transportar los cubos colina arriba, si bien más livianas y fáciles de usar que las varillas o barras de metal.
Estaba profundamente concentrado en su tarea, trabajando a su manera paciente y reposada, cuando de pronto las ranas enmudecieron. Hisao, extrañado, miró a su alrededor. No veía a nadie, y sin embargo sabía que allí había alguien que se había hecho invisible al estilo de la Tribu.
Pensó que sería uno de los niños de la aldea, que traería algún mensaje, y dijo en voz alta:
—¿Quién está ahí?
El aire fluctuó de aquella forma que le hacía marearse ligeramente y vio frente a sí a un hombre de edad indeterminada y aspecto corriente. Hisao llevó la mano rápidamente a su cuchillo, pues estaba convencido de no haber visto antes a ese individuo; pero no tuvo oportunidad de emplear su arma. La silueta del desconocido osciló y volvió a desaparecer. El joven sintió que unos dedos invisibles se cerraban alrededor de su muñeca y que los músculos se le paralizaban; abrió la mano y el cuchillo se desplomó sobre el suelo.
—No voy a hacerte daño, Hisao —dijo el desconocido.
Pronunció el nombre del muchacho de una manera que hizo que éste confiara en él. Entonces, el mundo de su propia madre traspasó la frontera de su conciencia e Hisao sintió la alegría y el dolor del espíritu de aquélla, así como la aparición del dolor de cabeza y la pérdida parcial de la visión.
—¿Quién eres? —susurró, sabiendo de inmediato que se trataba de alguien a quien su madre había conocido.
—¿Puedes verme? —replicó el desconocido.
—No. No puedo utilizar la invisibilidad, y tampoco percibirla.
—Pero oíste cómo me acercaba.
—Me enteré por las ranas, siempre las escucho. No soy capaz de oír a grandes distancias; de hecho, no conozco a nadie de los Kikuta que pueda hacerlo hoy en día.
Al percibir cómo su propia voz hacía tales comentarios se maravilló de que él, por lo general silencioso, estuviera hablando tan libremente con un extraño.
El hombre volvió a hacerse visible y su rostro, a pocos centímetros del de Hisao, mostraba una mirada intensa e indagadora.
—No te pareces a nadie que yo conozca —observó—. Careces de poderes extraordinarios, ¿verdad?
El muchacho asintió en silencio y luego volvió la vista hacia el valle.
—Pero eres Kikuta Hisao, hijo de Akio, ¿no es cierto?
—Sí; mi madre se llamaba Muto Yuki.
El semblante del hombre se alteró ligeramente e Hisao percibió la respuesta de su madre, que denotaba lamento y pesar.
—Eso me parecía. En ese caso, yo soy tu abuelo: Muto Kenji.
Hisao recibió esta información en silencio. El dolor de cabeza se le agudizó. Muto Kenji era un traidor al que los Kikuta odiaban casi tanto como a Otori Takeo, pero la presencia de su madre le estaba abrumando y escuchaba la voz de ésta exclamando: "¡Padre!".
—¿Qué ocurre? —preguntó Kenji.
—Nada. A veces me duele la cabeza; ya estoy acostumbrado. ¿Por qué has venido? Te matarán. Yo mismo debería matarte; pero dices que eres mi abuelo y, en todo caso, no se me da muy bien —bajó la vista hacia su artefacto a medio construir—. Prefiero fabricar cosas.
"Qué extraño —pensó el anciano—. Carece de las dotes extraordinarias de su padre y de su madre". Una oleada de desilusión y de alivio, a la vez, le invadió. "¿A quién habrá salido? A los Kikuta, no; tampoco a los Muto ni a los Otori. Con esa piel oscura y los rasgos anchos debe de parecerse a la madre de Takeo, la mujer que murió el día que Shigeru salvó la vida del muchacho."
Kenji miró con lástima al joven que tenía frente a sí, consciente de lo despiadada que resultaba la infancia en la Tribu sobre todo para quienes gozaban de poco talento. Era evidente que Hisao tenía ciertas habilidades; el artilugio era ingenioso y estaba realizado con pericia, y había algo más en él: la mirada efímera en sus ojos sugería que veía otras cosas. ¿Qué veía Hisao? Y los dolores de cabeza, ¿qué daban a entender? Parecía un joven sano, un poco más bajo que Kenji pero fuerte, de piel limpia y cabello espeso y brillante, no muy diferente al de Takeo.
—Vayamos a buscar a Akio —propuso Kenji—. Tengo varios asuntos que tratar con él.
No se molestó en disimular sus rasgos faciales mientras seguía al muchacho ladera abajo en dirección a la aldea. Sabía que le reconocerían. ¿Quién, si no, podría haber llegado hasta allí, esquivando a los guardias apostados en el puerto de montaña, moviéndose por el bosque sin ser visto ni oído? Además Akio debía percatarse de con quién hablaba, enterarse de que venía de parte de Takeo con una oferta de tregua.
La caminata le dejó sin aliento, y cuando se detuvo para toser a la orilla de los campos anegados notó el sabor salado de la sangre en la garganta. La piel le ardía a pesar de que el aire se iba enfriando y que la luz adquiría tonos dorados según el sol descendía hacia el oeste. Los diques que bordeaban los campos de cultivo mostraban los brillantes colores de las flores silvestres, de la arveja, el ranúnculo y las margaritas, y la luz se filtraba a través de las nuevas hojas verdes de los árboles. En el aire resonaba la melodía de la primavera, la armonía de los pájaros, las ranas y las cigarras.
"Si éste va a ser el último día de mi vida, no podría ser más hermoso", pensó el anciano no sin cierta gratitud, y con la lengua palpó la cápsula de acónito pulcramente encajada en la mella de una muela.
Hasta el nacimiento de Hisao, dieciséis años atrás, no había tenido noticia de la existencia de aquella aldea en particular, y luego tardó cinco años en localizarla. Desde entonces la visitaba de vez en cuando, sin que ninguno de sus habitantes lo supiera. También había recibido informes sobre Hisao, proporcionados por Taku, sobrino nieto de Kenji. Al igual que la mayoría de las aldeas de la Tribu, ésta se encontraba oculta en un valle como si de un estrecho pliegue de la cordillera se tratara. Resultaba casi inaccesible, y estaba custodiada y fortificada de muchas formas diferentes. En su primera incursión le había sorprendido el número de habitantes, más de doscientos, y a continuación averiguó que los Kikuta se habían ido retirando allí desde que Takeo comenzara a perseguirlos en el Oeste. A medida que el nuevo señor Otori localizaba sus escondites por los Tres Países se iban trasladando hacia el norte, y en aquella aldea aislada habían establecido su centro de operaciones, fuera del alcance de los guerreros de Takeo, aunque no del de sus espías.
* * *
Hisao no le dirigió la palabra a nadie mientras caminaban entre las casas bajas de madera, y aunque algunos perros saltaron con entusiasmo al verle no se paró a acariciarlos. Para cuando llegaron al edificio de mayor tamaño, un reducido gentío se había congregado a espaldas de ambos. Kenji escuchaba los murmullos y sabía que le habían reconocido.
La casa era mucho más confortable y lujosa que las viviendas que la rodeaban; mostraba una veranda con entarimado de madera de ciprés y robustas columnas de cedro. Al igual que el santuario, que Kenji podía divisar en la distancia, el tejado estaba fabricado de finas tablillas de madera y formaba una elegante curva tan atractiva como la de las mansiones campestres de los guerreros. Tras quitarse las sandalias Hisao subió a la veranda y, adentrándose en el interior, anunció en voz alta:
—¡Padre! Tenemos visita.
Al cabo de unos segundos apareció una joven que traía agua para que el invitado se lavase los pies. La multitud congregada detrás de Kenji enmudeció. Mientras el anciano Muto entraba en la vivienda, le pareció percibir el repentino sonido de una respiración entrecortada, como si todos los congregados en el exterior hubieran ahogado un grito al unísono. Notaba un intenso dolor en el pecho y sintió la urgente necesidad de toser. ¡Qué débil había llegado a estar su cuerpo! Tiempo atrás, había podido exigirle cualquier cosa. Recordó con pesar las dotes de las que había gozado. Ahora no eran ni la sombra de lo que habían sido. Anhelaba dejar atrás su cuerpo, como si de una cáscara se tratara, y trasladarse al otro mundo, a la otra vida, sin importar lo que pudiera esperarle. Si consiguiera salvar al muchacho... Pero ¿quién puede salvar a nadie de la ruta que el destino traza al nacer?
Tales pensamientos le cruzaron la mente mientras se acomodaba sobre la estera del suelo y aguardaba la llegada de Akio. La estancia se encontraba en penumbra y apenas se distinguía el pergamino que colgaba en la pared de su derecha. La misma mujer de antes llegó con un cuenco de té. Hisao había desaparecido, pero Kenji podía oírle hablando en voz baja en la parte posterior de la casa. De la cocina llegó flotando el olor a aceite de sésamo y el anciano escuchó el ágil chisporroteo de comida en la sartén. Entonces, escuchó el rumor de pisadas. La puerta corredera se abrió y Kikuta Akio penetró en la sala seguido por dos hombres mayores que él. Identificó a uno de ellos, orondo y de aspecto blando. Era Gosaburo, el comerciante de Matsue, hermano menor de Kotaro y tío de Akio. Kenji dedujo que el otro hombre sería Imai Kazuo, quien por lo visto se había enemistado con la familia Imai al permanecer con los Kikuta, parientes de su mujer. "Estos tres hombres llevan años deseando verme muerto", se dijo.