Ahora se esforzaban por disimular el asombro que la aparición del anciano les había provocado. Tomaron asiento en el extremo contrario de la estancia, frente a él, y lo examinaron atentamente. Ninguno de los tres hizo reverencia alguna ni le dio la bienvenida. Kenji permaneció en silencio.
Por fin, Akio tomó la palabra.
—Coloca tus armas delante de ti.
—No traigo armas —respondió Kenji—. Vengo en son de paz.
Gosaburo soltó una carcajada de incredulidad. Los otros dos hombres esbozaron una sonrisa carente de alegría.
—Sí, como el lobo en invierno —se mofó Akio—. Kazuo te registrará.
Kazuo se aproximó a él cautelosamente y con cierto embarazo.
—Perdóname, maestro —masculló.
Kenji permitió que le palpara la ropa con dedos largos y hábiles, capaces de extraer un arma del pecho de otro hombre sin que éste se percatara en lo más mínimo.
—Dice la verdad; va desarmado.
—¿Por qué has venido? —preguntó Akio elevando la voz—. ¡Me cuesta creer que te hayas cansado de vivir!
Kenji se quedó mirándole. Durante años había soñado con enfrentarse a aquel hombre que había sido marido de su hija Yuki y estaba profundamente implicado en la muerte de ella. Akio se aproximaba a los cuarenta años; mostraba arrugas en el rostro y empezaba a peinar canas. Sin embargo, los músculos que su túnica ocultaba tenían aún la consistencia del hierro. La edad no le había vuelto más blando, ni más amable.
—Traigo un mensaje del señor Otori —anunció Kenji con voz pausada.
—Aquí no le llamamos señor Otori. Le conocemos como Otori el Perro. ¡Jamás escucharemos mensaje alguno que venga de su parte!
—Me temo que uno de tus hijos varones ha muerto —comunicó Kenji a Gosaburo—. El mayor, Kunio; pero el otro sigue vivo y tu hija, también.
Gosaburo tragó saliva.
—Déjale hablar —le rogó éste a Akio.
—Nunca haremos tratos con el Perro —replicó Akio.
—El hecho mismo de enviar a un mensajero es señal de debilidad —suplicó Gosaburo—. Desea comunicarse con nosotros. Al menos, deberíamos prestar atención a lo que Muto tiene que decir. Puede que recabemos información. —Se inclinó ligeramente hacia delante y preguntó a Kenji:— ¿Y mi hija? ¿La han herido?
—No, tu hija se encuentra bien.
"Pero la mía lleva dieciséis años muerta."
—¿No la han torturado?
—La tortura está prohibida en los Tres Países. Tus hijos se enfrentarán a un tribunal acusados de asesinato frustrado, lo cual se castiga con la muerte; pero no los han torturado. Debes de haber oído que el señor Otori es de naturaleza compasiva.
—Ésa es otra de las mentiras del Perro —se mofó Akio—. Déjanos, tío Gosaburo. Tu sufrimiento te debilita. Hablaré con Muto a solas.
—Los jóvenes seguirán con vida si accedes a una tregua —replicó Kenji con rapidez, antes de que el padre de aquéllos pudiera levantarse.
—¡Akio! —imploró Gosaburo a su sobrino mientras las lágrimas le brotaban de los ojos.
—¡Déjanos! —Akio, indignado, también se puso en pie. Empujando al anciano hacia la puerta, le expulsó de la estancia.
—¡Ay! —se lamentó mientras tomaba asiento de nuevo—. Este viejo chiflado nos resulta inútil. Ahora que ha perdido su local y su negocio, se pasa el día lloriqueando. Que Otori mate a los hijos y yo me encargaré del padre: nos libraremos de un estorbo y de un enclenque a la vez.
—Akio —intervino Kenji—. Me dirijo a ti de maestro a maestro, de la manera en la que siempre se han resuelto los asuntos de la Tribu. Hablemos a las claras. Escucha lo que tengo que decirte. Después, decide según sea lo mejor para los Kikuta y para la Tribu, y no llevado por tus propios sentimientos de odio y rabia, pues podrías destruirles a ellos y a ti mismo. Recuerda la historia de la Tribu, cómo hemos sobrevivido desde tiempos ancestrales. Siempre hemos trabajado con grandes señores de la guerra; no nos enfrentemos ahora en contra de Otori. Lo que Takeo está llevando a cabo en los Tres Países es beneficioso, y cuenta con la aprobación de campesinos y guerreros, de la población en general. La sociedad que ha implantado funciona: es estable y próspera, la gente está satisfecha, nadie muere de hambre y a nadie se le tortura. Abandona tu feudo de sangre contra él. A cambio, los Kikuta serán perdonados. La Tribu quedará unida de nuevo. Todos saldremos beneficiados.
La voz de Kenji había adquirido una cadencia hipnotizante que sumía la estancia en la quietud y silenciaba a cuantos se encontraban en el exterior. Kenji era consciente de que Hisao había regresado y se encontraba arrodillado al otro lado de la puerta. Cuando dejó de hablar replegó su determinación y dejó que las ondas fluyeran desde su interior e inundaran la habitación. Notó cómo la calma descendía sobre sus interlocutores. Continuó sentado, con los ojos entornados.
—¡Maldito hechicero! —Aldo rompió el silencio con un alarido de cólera—. Viejo zorro. No lograrás atraparme con tus cuentos y tus mentiras. Dices que el trabajo del Perro es bueno, que la población está satisfecha. ¿Desde cuándo semejantes asuntos han sido de la incumbencia de la Tribu? Te has vuelto tan blando como Gosaburo. ¿Qué os pasa a vosotros, los viejos? ¿Acaso la Tribu ha entrado en decadencia desde sus propias filas? ¡Ojalá Kotaro siguiese vivo! Pero el Perro le mató; mató al jefe de su propia familia, a quien antes había entregado su vida. Tú mismo fuiste testigo; tú escuchaste el juramento que pronunció en Inuyama. Rompió ese compromiso y merecía morir por ello; pero en cambio, con tu ayuda asesinó a Kotaro, el maestro de su familia. No merece tregua ni perdón ninguno. ¡Debe morir!
—No es mi intención discutir contigo sobre lo bueno o lo malo de su conducta —replicó Kenji—. Hizo lo que en aquel momento consideró oportuno, y no cabe duda de que ha vivido su vida de mejor manera como Otori que como Kikuta; pero el pasado, pasado está. Ahora te hago un llamamiento para que abandones tu campaña contra él, de modo que los Kikuta puedan regresar a los Tres Países (Gosaburo recuperaría su negocio) y disfrutar de la vida como hacemos todos nosotros, aunque estos placeres sencillos, aparentemente, no significan nada para ti. Sólo te diré algo más: date por vencido. Nunca conseguirás acabar con su vida.
—Todo hombre tiene que morir —repuso Akio.
—Pero no lo hará a manos tuyas —replicó Kenji—. Por mucho que lo desees, estoy en condiciones de asegurarte que no será así.
Akio contemplaba a Kenji fijamente, con los ojos entornados.
—Tu vida pertenece igualmente a los Kikuta. Tu traición a la Tribu también debe ser castigada.
—Yo estoy salvaguardando a mi familia y a la propia Tribu; eres tú quien la destruirá. He venido hasta aquí sin armas, en calidad de emisario. Regresaré de la misma forma y llevaré tu penoso mensaje al señor Otori.
Kenji emanaba tal poder que Akio le permitió ponerse de pie y abandonar la estancia. Al pasar junto a Hisao, aún arrodillado en el exterior, preguntó a Akio:
—¿Es éste el hijo? Tengo entendido que carece de dotes extraordinarias. Permítele que me acompañe hasta la cancela. Ven, Hisao —una vez en la sombra, añadió—: Ya sabes dónde podemos encontrarnos si cambias de opinión.
Mientras descendía los escalones de la veranda y la multitud se dividía para dejarle paso, pensó: "Parece ser que, después de todo, voy a vivir un poco más". Una vez que se hubo encontrado al aire libre, fuera del alcance de la mirada de Akio, sabía que podía hacerse invisible y desaparecer en la campiña pero, ¿tendría alguna oportunidad de llevarse al muchacho consigo?
El rechazo de Akio ante la oferta de tregua no le cogió por sorpresa, pero se alegraba de que Gosaburo y los demás la hubieran escuchado. Con la excepción de la vivienda principal, la aldea se veía empobrecida. La vida debía de ser difícil en aquel lugar, sobre todo en lo más crudo del invierno. Muchos de los habitantes debían de añorar, al igual que Gosaburo, las comodidades de Matsue e Inuyama. Kenji tenía la impresión de que el liderazgo de Akio se basaba mucho más en el miedo que en el respeto; era factible que los demás miembros de la familia Kikuta se opusieran a su decisión, sobre todo teniendo en cuenta que la vida de los rehenes sería perdonada.
A medida que Hisao se acercaba a sus espaldas y comenzaba a caminar junto a él, Kenji percibió otra presencia que ocupaba la mitad de la vista y de la mente del muchacho. Éste fruncía el ceño y de vez en cuando se llevaba la mano a la sien izquierda y apretaba las yemas de los dedos.
—¿Te duele la cabeza?
—
Uhmm —
asintió en silencio.
Se hallaban a mitad del trayecto, en la calle principal. Si pudieran llegar a la orilla de los campos de cultivo y correr a lo largo del dique hasta las plantaciones de bambú...
—Hisao —susurró Kenji—. Quiero llevarte a Inuyama. Reúnete conmigo donde nos encontramos antes. ¿Lo harás?
—¡No puedo irme de aquí! ¡No puedo abandonar a mi padre!
Entonces soltó un agudo grito de dolor y dio un traspié.
Sólo cincuenta pasos más. Kenji no se atrevía a girarse, aunque no oía a nadie tras ellos. Continuó andando serenamente, sin prisa; pero Hisao se iba rezagando.
Cuando Kenji se dio la vuelta con el fin de apremiarle, vio que el gentío aún le miraba fijamente y luego, de pronto, Akio se abrió camino seguido de Kazuo: ambos blandían sus cuchillos.
—Hisao, reúnete conmigo —insistió, y entonces se hizo invisible.
Antes de que su silueta hubiera acabado de desaparecer, el muchacho le agarró del brazo y gritó:
—¡Llévame contigo! Nunca me lo permitirían, pero ella quiere ir contigo.
Tal vez fuera por su estado de invisibilidad o quizá fue a causa de la intensa emoción del chico, pero en ese momento Kenji vio lo que Hisao contemplaba.
Vio a Yuki, su hija, muerta dieciséis años atrás.
Fascinado, cayó en la cuenta de la condición de su nieto: era un espiritista.
Nunca había conocido a ninguno; sólo sabía de ellos a través de las crónicas de la Tribu. El propio joven desconocía su naturaleza, al igual que Akio. Éste no debía enterarse, jamás.
No era extraño que sufriera de dolores de cabeza. Kenji sintió ganas de reír y de llorar.
Aún notaba la mano de Hisao en su brazo mientras miraba el rostro espectral de su hija, viéndola como en los diferentes recuerdos que guardaba de ella: como niña, como adolescente, como mujer joven, con toda su energía y vida presentes, aunque atenuadas y pálidas. Observó cómo movía los labios y la escuchó decir:
—Padre.
No le había llamado así desde que cumplió los diez años.
Y ahora su hija le hechizaba como lo había hecho con anterioridad.
—Yuki —respondió él, impotente, y entonces permitió que la visibilidad regresara.
* * *
Akio y Kazuo le atraparon sin dificultad. Ni su capacidad de hacerse invisible ni la de desdoblarse en dos cuerpos podría salvarle de ellos.
—Él sabe cómo llegar a Otori —declaró Akio—. Le sonsacaremos la información y luego Hisao le matará.
Pero el anciano ya había mordido la cápsula de veneno y había ingerido los mismos ingredientes que su hija se había visto forzada a tragar. Murió de la misma forma: embargado por el sufrimiento, lamentando profundamente que su misión hubiera fracasado y que tuviera que dejar atrás a su nieto. En sus últimos momentos rezó para que se le permitiera permanecer con el espíritu de Yuki, para que Hisao utilizara sus poderes y le retuviera. "¡Qué fantasma tan poderoso sería yo!", pensó. La idea le hizo reír, al igual que el entendimiento de que para él la vida, con sus penas y alegrías, había tocado a su fin. Pero había recorrido el camino hasta el final, su misión en el mundo había sido completada y moría por voluntad propia. Su espíritu quedaba liberado para desplazarse por el eterno ciclo del nacimiento, la muerte y la reencarnación.
El invierno en Inuyama fue largo y riguroso, aunque también trajo consigo momentos placenteros. Durante el tiempo que permanecían en el interior, Kaede leía a sus hijas poesía y antiguas leyendas, mientras que Takeo pasaba largas horas revisando los archivos relativos a la administración junto con Sonoda; para relajarse, con la ayuda de un artista estudiaba pintura a pincel con tinta negra y, al caer la tarde, bebía vino con Kenji. Las tres muchachas se dedicaban al estudio y el entrenamiento. También celebraron el Festival de la Judía —fiesta ruidosa y animada en la que los demonios se expulsaban a la nieve y se daba la bienvenida a la buena suerte— y la mayoría de edad de Shigeko, ya que con la llegada del Año Nuevo había cumplido los quince años. El festejo no fue ostentoso, pues en el décimo mes la joven recibiría el dominio de Maruyama, el cual se heredaba a través de las mujeres y que su madre, Kaede, había obtenido tras la muerte de Maruyama Naomi.
Con el tiempo Shigeko pasaría a gobernar los Tres Países y sus padres habían acordado que asumiera el control de las tierras de Maruyama aquel mismo año, ahora que ya había alcanzado la madurez. Se establecería en ellas como gobernante por derecho propio, y aprendería de primera mano los principios de la autoridad. La ceremonia en Maruyama sería solemne y majestuosa, siguiendo la antigua tradición y —según confiaba Takeo— sentaría un precedente para que las mujeres pudieran heredar tierras y posesiones y erigirse como cabeza de sus grupos familiares, o bien asumir el control de sus poblaciones, en igualdad con sus hermanos varones.
Las bajas temperaturas y el confinamiento en el interior provocaban de vez en cuando enfrentamientos sin importancia y debilitaban la salud; pero cuando el tiempo parecía más desapacible los días empezaron a alargarse con el regreso del sol, y bajo el intenso frío los ciruelos comenzaron a mostrar sus frágiles flores blancas.
Sin embargo, Takeo no olvidaba que mientras su familia más cercana se hallaba protegida del frío y el aburrimiento de los largos meses de invierno, otros parientes suyos, dos jóvenes no mucho mayores que sus propias hijas, estaban cautivos en las profundidades del castillo de Inuyama. Se les trataba mucho mejor de lo que ellos mismos habían esperado; pero estaban prisioneros, y se enfrentaban a la muerte a menos que los Kikuta aceptaran la oferta de una tregua.
Una vez que la nieve se hubo derretido y Kenji se hubo marchado a cumplir con su misión, Kaede y sus hijas partieron con Shizuka en dirección a Hagi. Takeo se había percatado de la creciente incomodidad de su esposa con respecto a las gemelas, y pensó que tal vez Shizuka podría llevarse a una de ellas —quizá a Maya— a Kagemura, la aldea oculta de los Muto, para que pasara allí unas cuantas semanas. Él mismo había pospuesto su marcha de Inuyama con la esperanza de recibir noticias de Kenji; pero cuando llegó la luna nueva del cuarto mes y aún no sabía nada de él, partió con reticencia hacia Hofu, dejando instrucciones a Taku para que le hiciera llegar cualquier mensaje del anciano.