—En todas y en ninguna. Yo diría que mi existencia se reparte entre la creencia y la incredulidad. Estoy muy agradecido por todo lo que el Cielo me ha otorgado, pero nunca doy nada por sentado y confío en no abusar jamás del poder que me ha sido confiado. Los viejos acaban por actuar como necios —añadió con tono risueño—. Cuando eso suceda, debes animarme a que me retire aunque, como te he dicho, no espero llegar a anciano.
—Ojalá no murieras nunca —suspiró Shigeko, asustada de pronto.
—Moriré feliz, sabiendo que todo queda en buenas manos —respondió él sonriendo, aunque consciente de estar enmascarando numerosas preocupaciones.
* * *
Unos días más tarde cruzaron el puente cercano a Kibi. Takeo y Gemba se dedicaron a evocar el pasado: la huida de Terayama bajo el aguacero, la ayuda de Jo-An y los parias, la muerte del ogro Jin-emon. El santuario a la orilla del río había estado dedicado al dios del zorro, pero por algún extraño giro en las creencias populares se había llegado a identificar a Jo-An con esta deidad, y ahora también se le rendía culto en aquel lugar.
—Fue entonces cuando Amano Tenzo me ofreció a
Shun —
recordó Takeo, y dio unas palmadas al caballo negro que en ese momento montaba—. Éste me gusta, pero
Shun
me dejó pasmado en el primer combate que libramos juntos. ¡Sabía mejor que yo cómo había que actuar!
—Supongo que ya habrá muerto —aventuró Gemba.
—Sí, hace dos años. Nunca he visto otra montura igual. ¿Sabías que había pertenecido a Takeshi? Mori Hiroki lo reconoció.
—No, no lo sabía —repuso Gemba.
Shigeko, por el contrario, lo había sabido toda su vida, pues era una de las historias que había escuchado desde niña. El blanco caballo había sido domado por el señor Takeshi, hermano menor del señor Shigeru, quien lo había llevado a Yamagata. Takeshi murió asesinado a manos de soldados Tohan y el corcel estuvo desaparecido hasta que Amano Tenzo lo compró y se lo ofreció a Takeo. Shigeko pensó con deleite en el recalo que guardaba en secreto para su padre, que en ese momento debía de encontrarse camino a Maruyama. La joven tenía la intención de darle la sorpresa durante la ceremonia que allí iba a celebrarse.
Mientras pensaba en historias pasadas y animales sorprendentes, se le ocurrió una idea. Le pareció tan brillante que decidió comunicársela a Takeo sobre la marcha.
—Padre, cuando vayamos a Miyako el año que viene podríamos llevar la hembra de
kirin
como presente para el Emperador.
Gemba soltó una carcajada.
—¡Un regalo perfecto! Jamás habrán visto una cosa así en la capital.
Takeo se giró sobre la silla de montar y se quedó mirando a su hija.
—Es una idea espléndida; pero yo te regalé el
kirin,
y no voy a quitártelo ahora. Además, ¿sería capaz de sobrevivir a un recorrido tan largo?
—Puede viajar en barco sin problemas. Yo podría acompañar al
kirin
hasta Akashi. Tal vez el señor Gemba o el señor Hiroshi pudieran venir conmigo.
—El Emperador y su corte quedarán deslumbrados con un regalo así —comentó Gemba, con sus orondas mejillas sonrojadas de satisfacción—. De la misma manera que el señor Saga quedará desarmado ante la señora Shigeko.
Mientras la joven cabalgaba por la apacible campiña otoñal hacia el dominio que pronto sería suyo —donde volvería a ver a Hiroshi—, experimentó la sensación de que, en efecto, el Cielo les bendecía y que la Senda del
houou,
el camino de la paz, iba a prevalecer.
Tras la muerte de Muto Kenji, el cadáver del anciano fue arrojado a un hoyo y cubierto de tierra. No había nada que señalase el lugar; pero Hisao siempre lo encontraba con facilidad porque su madre guiaba sus pasos hasta allí. A menudo, cuando el muchacho pasaba junto a la fosa, caía un repentino chaparrón que fragmentaba en colores la luz del sol y la reflejaba en un arco iris que atravesaba las altas nubes en movimiento. Hisao lo contemplaba y elevaba una muda plegaria para que el espíritu de su abuelo tuviera un tránsito a salvo en el mundo de los muertos y un renacimiento favorable en la otra vida. Luego dirigía los ojos a las cordilleras que se extendían hacia el este y el norte para ver si algún otro desconocido se aproximaba.
El joven se sentía a un tiempo aliviado y pesaroso de que el espíritu del anciano hubiese proseguido su marcha. Al contrario que su hija, Kenji no había permanecido al borde de la conciencia de Hisao, afligiéndole con demandas incomprensibles. El muchacho sólo había pasado una hora junto a su abuelo, pero añoraba su presencia. Kenji se había quitado la vida en el momento y de la manera que él mismo eligió, e Hisao se alegraba de que el espíritu del anciano se hubiera marchado en paz; pero también lamentaba su muerte y, aunque nunca lo mencionaba, estaba resentido con Akio por haber sido el causante.
Pasó el verano. No vino nadie.
En la aldea secreta la población entera había permanecido expectante a lo largo de los calurosos meses estivales; sobre todo Kotaro Gosaburo, pues no había tenido noticias de sus hijos, aún retenidos en el castillo de Inuyama. Abundaban los rumores y las especulaciones: se decía que los jóvenes se hallaban moribundos a causa de los malos tratos; que uno había muerto, acaso los dos. Llegó incluso a comentarse con regocijo que habían conseguido escapar. Gosaburo adelgazó; la piel le colgaba en pliegues y los ojos se le tornaron opacos. Akio se impacientaba cada vez más con él; en realidad, se mostraba irritable e impredecible con todo el mundo. Hisao imaginaba que su padre habría acogido con gusto la noticia de la ejecución de los rehenes, pues habría puesto fin a las esperanzas de Gosaburo y endurecido su determinación de venganza.
Sobre el cadáver de Kenji florecían lirios silvestres conformando un manto escarlata, aunque nadie había plantado allí los bulbos. Las aves iniciaron su larga travesía hacia el sur; el graznido de los gansos y el batir de sus alas inundaron las noches. La luna del noveno mes se mostraba enorme y dorada. Los arces y los zumaques se volvieron púrpuras; las hayas adquirieron tonos cobrizos y los gingos se tornaron del color del oro. Hisao pasaba los días reparando diques de cara al invierno, esparciendo estiércol y hojas putrefactas por los campos, recogiendo leña en el bosque. Su sistema de riego había resultado un éxito: el terreno de cultivo situado en la montaña había producido una excelente cosecha de judías, zanahorias y calabazas. Inventó un nuevo rastrillo que extendía el abono con más uniformidad y experimentó con las hojas de las hachas: el peso, el ángulo y el filo. En la aldea había una fragua donde Hisao acudía a menudo para observar al herrero y ayudarle a avivar las llamas con el fuelle, en el misterioso proceso de la transformación del hierro en acero.
Tiempo atrás, a comienzos del séptimo mes, Imai Kazuo había sido enviado a Inuyama para recabar información sobre los rehenes. Regresó a mediados de otoño con la agradable aunque sorprendente nueva de que seguían vivos y retenidos en el castillo. Traía así mismo más información: la señora Otori estaba embarazada y el señor Otori se disponía a enviar una espléndida procesión de mensajeros a la capital. La comitiva se encontraba en Inuyama cuando Kazuo llegó a la ciudad, y estaba a punto de emprender viaje hacia Miyako.
La primera noticia agradó a Akio bastante menos de lo que éste dio a entender; la segunda, le produjo una amarga envidia y la tercera le preocupó en gran medida.
—¿Por qué envía Otori mensajes a la capital? —preguntó a Kazuo—. ¿Qué significado tiene?
—El Emperador ha nombrado a un nuevo general, llamado Saga Hideki, quien en los últimos diez años ha ido imponiendo su autoridad por todo el territorio oriental. Parece ser que por fin ha surgido un guerrero capaz de plantarle cara a los Otori.
Los ojos de Akio adquirieron entonces un brillo de insólita emoción.
—Algo ha cambiado; lo presiento. Otori se ha vuelto vulnerable; está respondiendo a algún tipo de amenaza. Debemos tomar parte en su declive, no podemos quedarnos escondidos esperando a que otros nos traigan la buena nueva de su muerte.
—Se perciben signos de debilidad, tienes razón —convino Kazuo—. Los mensajes al Emperador, los rehenes aún vivos... Nunca antes ha dudado a la hora de matar a un Kikuta.
—Muto Kenji consiguió encontrarnos —terció Akio con aire pensativo—. Takeo tiene que saber dónde estamos. Me cuesta creer que él mismo o Taku dejaran pasar la muerte de Kenji sin venganza, a menos que tuvieran otras preocupaciones más apremiantes.
—Ha llegado la hora de que emprendas viaje —opinó Kazuo—. En Akashi residen muchas familias Kikuta, e incluso en varios lugares de los Tres Países. Necesitan tu consejo y si te ven en persona, te apoyarán.
—Entonces, nos dirigiremos a Akashi en primer lugar —resolvió Akio.
* * *
Cuando Hisao era niño su padre le había enseñado algunas de las destrezas escénicas de los Kikuta, que la familia empleaba en sus desplazamientos por los Tres Países —la interpretación del tambor y los juegos malabares, así como el canto de las viejas baladas sobre antiguas guerras, feudos de sangre, traiciones y venganzas que tanto gustaban a los campesinos—. En la semana posterior al regreso de Kazuo, Akio organizó de nuevo el entrenamiento de estas prácticas. Los habitantes de la aldea prepararon grandes cantidades de sandalias de paja, recogieron y empaquetaron castañas y caquis secos, desempolvaron sus amuletos y afilaron sus armas.
Hisao no gozaba de grandes dotes artísticas, pues era demasiado tímido y no le agradaba llamar la atención; sin embargo la combinación de palizas y caricias por parte de su padre hizo que consiguiera una cierta pericia. Conocía la técnica de los malabares y rara vez cometía errores, al igual que conocía de memoria las letras de las canciones; pero la gente se quejaba de que no vocalizaba y se le oía a duras penas. La idea de viajar le producía tanta emoción como temor. Por una parte anhelaba ponerse en camino, abandonar la aldea, ver cosas nuevas; pero sentía mucho menos entusiasmo ante la idea de actuar en público y le inquietaba alejarse de la tumba de su abuelo.
Gosaburo había recibido la noticia de Kazuo con alegría, y le interrogó minuciosamente. En ese momento se abstuvo de hablar directamente con Akio; pero la noche anterior a la partida, cuando Hisao se preparaba para dormir, el anciano llegó a la puerta de la alcoba y le preguntó a Akio si podían hablar a solas.
Akio se encontraba a medio vestir, e Hisao notó que fruncía el entrecejo bajo la macilenta luz de la lámpara. Sin embargo, su padre hizo un ligero movimiento de cabeza y Gosaburo entró en la habitación, cerró la puerta corredera y se arrodilló, nervioso, sobre la estera.
—Sobrino —comenzó a decir, como tratando de asumir la autoridad que la edad le otorgaba—, ha llegado el momento de negociar con los Otori. Los Tres Países están adquiriendo riqueza y prosperidad mientras nosotros seguimos escondidos en las montañas, con apenas el alimento suficiente para sobrevivir y enfrentados a los rigores de otro crudo invierno. También nosotros podríamos prosperar: nuestra influencia se extendería a la vez que nuestros tratos comerciales. Te pido que des por terminado el feudo de sangre con Otori.
—Jamás —respondió Akio.
Gosaburo respiró hondo.
—Me vuelvo a Matsue. Partiré por la mañana.
—Nadie abandona a la familia Kikuta —le recordó Akio con voz inexpresiva.
—Aquí me estoy consumiendo, como todos los demás. Otori ha perdonado la vida a mis hijos. Aceptemos su oferta de tregua. Te seguiré procurando mi lealtad. Volveré a trabajar para ti en Matsue, como antes; te proporcionaré fondos, llevaré los registros al día...
—Una vez que Takeo y Taku hayan muerto, hablaremos de la tregua —replicó Akio—. Ahora, vete. Estoy cansado, y tu presencia me desagrada.
En cuanto Gosaburo se hubo marchado, Akio apagó la lámpara. Hisao ya estaba tumbado en el colchón; la noche era cálida y no se había tapado con la manta. Pequeños fragmentos de luz danzaban bajo sus párpados. Pensó brevemente en sus primos y se preguntó cómo morirían en Inuyama; pero sobre todo prestó atención a los movimientos de Akio. Cada una de las células del muchacho parecía alerta, con una mezcla de miedo y excitación, de ansia física de afecto y un cierto sentimiento de vergüenza.
La cólera de Akio le hacía actuar de forma tosca y apresurada. Hisao reprimió cualquier sonido, consciente de la violencia latente y temeroso de que ésta se volviera contra él. Con todo, el acto trajo consigo un efímero sentimiento de liberación. La voz de Akio mostró un tono casi amable cuando le dijo al joven que se durmiera, que no se levantara oyera lo que oyese, e Hisao sintió el breve momento de ternura que tanto anhelaba cuando su padre le acarició el pelo y la nuca. Una vez que Akio hubo abandonado la alcoba, el muchacho se enterró bajo la colcha y trató de cerrar los oídos. Se escucharon varios ruidos amortiguados de alguien que jadeaba y forcejeaba; después un pesado golpe seco y, por último, el sonido de algo que era arrastrado primero por las tablas y luego, por el suelo de tierra.
"Estoy dormido", se repitió a sí mismo una y otra vez hasta que, de pronto, antes de que Akio regresase, se quedó sumido en un sueño tan tranquilo y profundo como la propia muerte.
A la mañana siguiente, el cadáver de Gosaburo yacía tirado en el camino. Había sido asesinado con el garrote, al estilo de la Tribu. Nadie se atrevió a lamentar su muerte.
—Ninguno que abandone a los Kikuta quedará sin castigo —advirtió Akio a Hisao mientras se preparaban para ponerse en camino—. No lo olvides. Takeo y su padre se atrevieron a abandonar la Tribu. Isamu fue ejecutado por ello, y Takeo también lo será.
* * *
Akashi había encontrado prosperidad en los años de guerra y confusión, cuando los comerciantes se vieron beneficiados por la necesidad de armas y provisiones por parte de los guerreros. Una vez que se hubieron enriquecido, los mercaderes no vieron razón para perder sus bienes ante el saqueo de aquellos mismos guerreros, y se agruparon para proteger sus productos y la marcha de sus negocios. Rodearon la ciudad de profundos fosos y en cada uno de sus diez puentes apostaron soldados de su propio ejército. Akashi también contaba con varios templos que protegían y fomentaban el comercio, tanto en el terreno material como espiritual.
Cuanto más poder acumulaban los señores de la guerra, más se afanaban en buscar objetos hermosos y suntuosas vestimentas, obras de arte y otros lujos traídos de Shin y de más allá. Los comerciantes de este puerto libre les suministraban tales opulencias con sumo placer. Tiempo atrás, los miembros de la Tribu habían sido los negociantes más poderosos de la ciudad; pero la creciente prosperidad de los Tres Países y la alianza con los Otori habían empujado a muchos de los Muto a trasladarse a Hofu. Durante el voluntario exilio de Akio en las montañas, los Kikuta que quedaban en Akashi habían mostrado mayor interés en el comercio y los beneficios que en el espionaje y el asesinato.