—Nunca se ha comportado así con nadie —comentó Mori Hiroki, quien observaba cómo el potro frotaba la cabeza contra el hombro de la joven.
—Me gustaría regalárselo a mí padre —respondió ella—. No ha tenido ningún caballo que le guste de verdad desde que murió
Shun.
—Está preparado para la doma —opinó Hiroki—, pero no creo que debas intentarlo, y mucho menos sola. Yo estoy demasiado viejo y tu padre, demasiado ocupado.
—Tengo que domarlo yo —rebatió Shigeko—. Ahora confía en mí.
De pronto, una idea le asaltó la mente. "Hiroshi va a venir a Hagi. Domaremos el caballo juntos y mi padre podrá montarlo el año que viene, cuando vayamos a Miyako."
Le dio al potro el nombre de
Tenba,
porque le recordaba al caballo de la leyenda: cuando galopaba por el prado, parecía echar a volar.
Así fueron pasando las calurosas jornadas del verano. Las hermanas Otori nadaban en el mar y proseguían con sus estudios y su entrenamiento, felices por que su padre se encontrara en casa. Aunque los asuntos de gobierno le mantenían ocupado casi todo el día, pasaba con sus hijas buena parte de los cálidos atardeceres, cuando el cielo se tornaba de un negro profundo, las estrellas se veían enormes y el aliento de la brisa que llegaba del mar refrescaba la residencia.
Para Shigeko, el otro gran acontecimiento del verano era la llegada de Sugita Hiroshi desde Maruyama. Hiroshi había vivido con la familia Otori hasta cumplir los veinte años y después se trasladó a Maruyama, donde dirigía el dominio propiedad de Kaede que pronto pasaría a manos de su hija mayor. Para las tres muchachas era como el regreso de un hermano muy querido. Cada vez que Shigeko recibía una de sus cartas esperaba leer que se había casado, pues ya tenía veintiséis años y aún no había tomado esposa, lo que resultaba inexplicable. Para alivio de la joven —cosa que no llegaba del todo a admitir—, cuando Hiroshi llegó a Hagi a lomos de su caballo lo hizo sin compañía, y en ningún momento mencionó la existencia de una prometida o una esposa que le aguardara en Maruyama. Shigeko esperó hasta poder hablar a solas con Shizuka y sacó el tema como por casualidad.
—¿Qué años tenían tus hijos cuando se casaron?
—Zenko tenía dieciocho y Taku, diecisiete —respondió—. No eran especialmente jóvenes.
—Taku y Sugita Hiroshi son de la misma edad, ¿no es cierto?
—Sí, nacieron el mismo año; tu tía Hana también —Shizuka soltó una carcajada—. Los tres niños confiaban en poder casarse con ella, me parece a mí. Hiroshi en particular siempre anheló convertirse en su marido; adoraba a tu madre y veía a Hana muy parecida a ella. Taku se recuperó rápidamente de su decepción amorosa, pero dicen que Hiroshi nunca llegó a hacerlo y que por esa razón no se ha casado.
—Qué curioso... —murmuró Shigeko, por una parte deseando proseguir la conversación y por otra, asombrándose por el intenso dolor que le producía. ¿Hiroshi, enamorado de Hana? ¿Hasta el punto de no casarse con nadie más?
—Si se hubiera presentado la posibilidad de una buena alianza, tu padre habría concertado un matrimonio —prosiguió Shizuka—. Pero el rango de Hiroshi es muy especial: es demasiado alto y demasiado bajo a la vez. Su relación con tu familia es casi como la de un hijo pero, sin embargo, carece de tierras hereditarias de su propiedad. Te entregará Maruyama este mismo año.
—Confío en que allí continúe a mi servicio —comentó Shigeko—. Pero ya veo que tendré que encontrarle una esposa. ¿Tiene amantes, o concubinas?
—Supongo que sí —respondió Shizuka—. ¡Casi todos los hombres tienen alguna!
—Mi padre no —argumentó Shigeko.
—Es verdad; y el señor Shigeru tampoco —los ojos de Shizuka adquirieron una expresión distante y pensativa.
—Quisiera saber por qué son tan diferentes al resto de los hombres.
—Tal vez no les atraiga ninguna otra mujer. Y supongo que no quieren causarle a su amada el sufrimiento de los celos.
—Los celos son terribles —observó Shigeko.
—Por suerte, eres demasiado joven para sentirlos —repuso Shizuka—. Tu padre tomará la decisión acertada a la hora de elegir un marido para ti. De hecho, será tan exigente que dudo que alguna vez encuentre uno lo bastante bueno.
—No me importaría quedarme soltera —declaró Shigeko, aunque sabía que no era del todo verdad. Desde que había alcanzado la madurez se había sentido intranquila en sueños. Anhelaba las caricias de un hombre, el tacto de un cuerpo fornido, la intimidad del cabello, la piel y el olor de un varón—. Es una lástima que a las chicas no se les permita tomar amantes, como a los hombres.
—Tienen que ser un poco más discretas, es verdad —afirmó Shizuka entre risas—. ¿Acaso hay alguien a quien desees, Shigeko? ¿Eres más madura de lo que a mí me parece?
—Claro que no. Sólo siento curiosidad por las cosas que los hombres y las mujeres hacen juntos, por el matrimonio, el amor...
Aquella noche durante la cena Shigeko examinó detenidamente a Hiroshi. No parecía un hombre que hubiera enloquecido de amor. No era especialmente alto; tenía la estatura aproximada de Takeo, pero su constitución era más fuerte y su rostro, más redondeado. Tenía los ojos almendrados y vivaces; el cabello, espeso y negro. Se mostraba de un humor excelente, lleno de optimismo ante la próxima cosecha y deseoso de explicar los resultados de sus novedosas técnicas en cuanto al entrenamiento de hombres y caballos. Se rió con las gemelas y elogió a Kaede; bromeó con Takeo y recordó los viejos tiempos, la batida en retirada en medio del tifón y la batalla por el control de Hagi. Una o dos veces durante el curso de la velada a Shigeko le pareció que Hiroshi la miraba, pero cuando ella volvía la vista hacia él nunca se encontraba con sus ojos. El joven sólo le habló directamente en un par de ocasiones, dirigiéndose a ella con tono formal. En tales ocasiones, su rostro se veía menos animado y adquiría una expresión calmada y distante. A Shigeko le recordaba a la actitud de sus maestros del templo cuando meditaban, y reflexionó que, al igual que ella misma, Hiroshi había sido entrenado en la Senda del
houou.
La consolaba el hecho de que, por lo menos, siempre serían amigos; él siempre la comprendería y le ofrecería su apoyo.
Justo antes de retirarse, Hiroshi le preguntó por el potro, pues Shigeko le había escrito para comentarle el asunto.
—Puedes venir mañana al santuario para conocerlo —propuso ella.
Hiroshi vaciló unos segundos y luego dijo:
—Será un placer. Permíteme que te acompañe.
Pero el tono de su voz era frío y sus palabras, formales.
* * *
Atravesaron el puente de piedra cabalgando hombro con hombro, como hicieran tantas veces cuando ella era una niña y él, un muchacho. El aire estaba en calma y la luz iba adquiriendo un matiz dorado a medida que el sol se elevaba por encima de las montañas del este y convertía la plácida superficie del río en un reluciente espejo que reflejaba un mundo aparentemente más real que aquél por el que los jóvenes paseaban.
Por lo general, dos guardias del castillo acompañaban siempre a Shigeko, manteniendo una respetuosa distancia por delante y por detrás de ella; pero ese día Hiroshi los había despedido. Iba ataviado para la equitación, con pantalones y botines, y llevaba una espada sujeta al cinturón. Shigeko vestía ropas parecidas; tenía el cabello recogido con cintas y, como solía hacer cuando se encontraba en Hagi, sólo iba armada con el palo de pequeño tamaño, que mantenía oculto. La joven se puso a hablar del caballo y la reserva de Hiroshi fue disminuyendo poco a poco. Luego empezaron a discutir de igual modo que lo habrían hecho cinco años atrás. Curiosamente, esto desilusionó a Shigeko tanto como la anterior formalidad por parte de él.
"Me toma por una hermana pequeña, como si fuera una de las gemelas."
El sol matinal iluminaba el antiguo santuario. Hiroki ya estaba levantado e Hiroshi le saludó con gran placer, pues de niño había pasado muchas horas en compañía del anciano, instruyéndose en la cría y la doma de caballos.
Tenba
oyó la voz de Shigeko y relinchó desde el prado. Cuando fueron a verlo, el potro se acercó trotando hasta ella; pero ante la presencia de Hiroki echó las orejas hacia atrás y puso los ojos en blanco.
—Es fiero y hermoso al mismo tiempo —observó Hiroshi—. Si es posible domarlo, será un espléndido caballo de batalla.
—Quiero regalárselo a mi padre —explicó Shigeko—, pero no me gustaría que lo llevase a la guerra. ¿Acaso no estamos en tiempos de paz?
—Asoman nubes de tormenta por el horizonte —dijo Hiroshi—. Por eso el señor Otori me ha mandado llamar.
—Creía que habías venido a ver a mi caballo —terció ella, atreviéndose a bromear.
—No sólo a tu caballo —repuso él con voz pausada. Para sorpresa de Shigeko, un ligero rubor asomó en el rostro de Hiroshi.
Tras unos segundos de incomodidad, la joven retomó la palabra:
—Confío en que tengas tiempo de ayudarme a domarlo. No quiero que lo haga nadie más. El potro me ha dado su confianza y no debo perderla, de modo que tengo que estar presente en todo momento.
—También llegará a confiar en mí —afirmó Hiroshi—. Vendré siempre que tu padre no me necesite. Trabajaremos juntos para domarlo, a la manera que nos han enseñado.
La Senda del
houou
se basaba en el equilibrio de los elementos masculinos y femeninos del universo: fortaleza gentil y compasión fiera, luz y oscuridad, sol y sombra, lo oculto y lo expuesto. La gentileza por sí misma no conseguiría domar a un caballo como aquél. También se necesitarían la fortaleza y la determinación de un hombre.
Comenzaron esa misma mañana antes de que apretase el calor, acostumbrando al caballo al tacto de Hiroshi, quien le acariciaba la cabeza y las orejas, los flancos y la panza. Luego le colocaron suaves cintas por el lomo y el cuello, y finalmente ataron una de ellas holgadamente alrededor del hocico y la cabeza: su primera rienda. El potro sudaba y se estremecía, pero se dejó manejar.
Mori Hiroki los observó con aprobación y después, una vez que el caballo hubo sido recompensado con zanahorias y Shigeko e Hiroshi se hubieron refrescado con una infusión fría de cebada, el anciano comentó:
—En otros lugares de los Tres Países y más allá de las fronteras, los caballos se doman rápidamente y a la fuerza, a menudo con crueldad. Golpean a los animales hasta someterlos; pero mi padre siempre creyó en los procedimientos basados en la delicadeza.
—Y por eso los caballos de los Otori son famosos —añadió Hiroshi—. Son mucho más obedientes que los demás, más fiables en la batalla y más vigorosos, porque no desgastan energía luchando contra el jinete o intentando huir. Siempre he seguido los métodos que tú me enseñaste.
El semblante de Shigeko estaba radiante.
—Conseguiremos domarlo, ¿verdad?
—No me cabe la menor duda —respondió Hiroshi, devolviéndole una sonrisa sin reservas.
Takeo estaba al corriente de que Shigeko había colaborado con Sugita Hiroshi en la doma del potro negro —aunque ignoraba que el caballo le estaba destinado a él mismo—, de la misma manera que conocía casi todos los asuntos concernientes no sólo a Hagi, sino a la totalidad de los Tres Países. Un equipo de mensajeros, tomando relevos, corría o cabalgaba la distancia entre las diferentes ciudades, y se empleaban también palomas mensajeras para enviar misivas urgentes desde los barcos en alta mar. Para Takeo, Hiroshi era como el hermano mayor de su propia hija. De vez en cuando le preocupaba el futuro del joven y su condición de soltero, y trataba de planear un matrimonio adecuado para quien desde niño le había servido con tanta lealtad. Había escuchado rumores según los cuales Hiroshi se sentía atraído hacia Hana, pero al conocer la fortaleza de carácter y la inteligencia del joven no llegaba a dar crédito a tales opiniones. Aun así, el lacayo principal de los Otori evadía cualquier proyecto de casamiento y parecía llevar una vida casta como la de un monje. Takeo resolvió esforzarse por encontrarle una esposa en Hagi, entre las familias de la casta de los guerreros.
Una calurosa tarde del séptimo mes, poco antes del Festival de la Estrella Tejedora, Takeo y Kaede, junto a Shigeko e Hiroshi, cruzaron la bahía para acudir a la residencia de Terada Fumifusa. Padre de Fumio, Fumifusa era el antiguo jefe de piratas que ahora mantenía y supervisaba las flotas —la mercante y la militar— que otorgaban a los Tres Países su eminencia mercantil y su inmunidad ante los ataques por mar. Terada rondaba los cincuenta años, si bien apenas daba muestras de los achaques propios de la edad. Takeo valoraba en gran medida su sagacidad y pragmatismo, así como la combinación de osadía y vastos conocimientos que había llevado al antiguo pirata al establecimiento de redes comerciales y a conseguir que numerosos artesanos y artistas de tierras lejanas se asentasen en los Tres Países, donde trabajaban e instruían a la población. El propio Terada no sentía especial apego a los magníficos tesoros que había adquirido durante sus años de pillaje; a la hora de dedicarse a la piratería, le había impulsado su resentimiento contra el clan de los Otori y su mayor deseo había consistido en la caída de los tíos de Shigeru. Tras la batalla por el control de la ciudad de Hagi y el posterior terremoto, había reconstruido su antigua casa por consejo de su hijo y de Eriko, su nuera, joven perteneciente a la familia Endo. Eriko, aficionada a la pintura, la jardinería y los objetos hermosos, y quien también escribía poesía con exquisita caligrafía, había creado una residencia rebosante de encanto y esplendor en el lado opuesto de la bahía, frente al castillo y cerca del cráter del volcán, donde el clima inusual le permitía el cultivo de las plantas exóticas que Fumio traía de sus viajes, así como el de las hierbas medicinales con las que a Ishida le gustaba experimentar. Con su naturaleza artística y su sensibilidad se había ganado la amistad de Takeo y Kaede, y la hija mayor de Eriko mantenía una excelente relación con Shigeko, ya que ambas habían nacido el mismo año.
Por encima de los arroyos que fluían por el jardín de la vivienda se habían construido pequeños pabellones; ahora, el refrescante arrullo del agua en movimiento inundaba el ambiente. Insólitos árboles recortados con la forma de abanicos de las Islas del Sur daban sombra a los estanques, donde se aglomeraban grandes masas de flores de loto de tonalidades malva y crema. El aire estaba impregnado del aroma a semilla de anís y a jengibre. Los invitados vestían ligeras túnicas veraniegas de colores brillantes, en competencia con las mariposas que aleteaban entre las flores. Un cuclillo tardío entonaba desde el bosque su entrecortada melodía y las cigarras coreaban su canto estridente.