La playa era un manto de color gris perla; las olas susurraban y lanzaban repentinos destellos de espuma blanca. Cuando pisó la suave arena notó un enorme alivio en las plantas de los pies. La arena daba paso a numerosas matas de tosca hierba. Sunaomi dio un traspié y siguió avanzando a gatas hasta la pequeña arboleda, donde los troncos de los pinos se alzaban amenazantes a su alrededor. Una lechuza ululó, haciéndole dar un brinco, y la espectral silueta del ave flotó brevemente en lo alto con alas silenciosas.
El resplandor de las hogueras había quedado atrás. Sunaomi se detuvo unos instantes, agazapado bajo los árboles. Percibía el olor a resina, que se mezclaba con el humo de los rescoldos y con otro aroma diferente, denso, fragante y seductor.
Eran los arbustos del jardín de Akane, cuyo perfume se acentuaba gracias a la sangre y los huesos de niños como el pequeño Sunaomi.
Existía la costumbre de enviar por la noche a los niños varones a cementerios o a campos de ejecución para poner a prueba su coraje. Sunaomi se había jactado ante Maya de no haber visto nunca un fantasma, pero eso no significaba que no creyera en la existencia de éstos: mujeres con cuello largo como una serpiente y dientes afilados como los de un gato; extrañas figuras inhumanas, con un solo ojo y sin extremidades; bandidos degollados, resentidos por su cruel castigo; muertos vivientes que buscaban alimentarse de sangre o de almas humanas.
El niño tragó saliva e intentó librarse del temblor que amenazaba con atenazarle. "Soy Arai Sunaomi. Hijo de Zenko, nieto de Daiichi. No le tengo miedo a nada", se recordó.
Se obligó a levantarse y a caminar hacia adelante, aunque las piernas le pesaban como si fueran troncos y sentía la urgente necesidad de orinar. A duras penas vislumbraba la tapia del jardín y la curva del tejado tras de ella. La cancela estaba abierta; el muro empezaba a desmoronarse.
Al franquear la entrada, se topó con una telaraña y las pegajosas hebras se le adhirieron al rostro y al cabello. La respiración se le aceleraba, pero se dijo: "No voy a llorar, no voy a llorar", aunque notaba la insistente presión tras los párpados y en el interior de su vejiga.
La casa parecía hallarse en tinieblas. Algo se escabulló a través de la veranda; un gato, tal vez, o una rata.
Colocó las manos hacia adelante mientras seguía el rastro de la fragancia hasta el otro extremo de la vivienda y entraba en el jardín. El gato, pues pensó que eso debió de ser, gimió de repente entre las sombras.
Sunaomi distinguió el tenue resplandor de las flores, lo único visible en la oscuridad. Se encaminó hacia el arbusto, ahora apresuradamente, desesperado por arrancar un ramillete y salir huyendo; pero se tropezó con una piedra y se desplomó cuan largo era, con la boca pegada a la tierra. El olor le hizo pensar en tumbas y cadáveres, y en que pronto él mismo podría encontrarse allí enterrado; acaso el sabor del polvo sería el último recuerdo de su existencia.
Entonces se incorporó a cuatro patas y escupió. Se puso de pie, alargó el brazo y arrancó una rama. El arbusto soltó al instante otra vaharada de olor a savia, y en ese momento Sunaomi escuchó pasos sobre la veranda, a sus espaldas.
Al girarse, quedó instantáneamente deslumbrado por una luz. Lo único que distinguía era una silueta borrosa; una mujer, o más bien parte de una mujer, como si acabara de salir de su tumba. Las sombras se enredaban alrededor de la espectral figura, que alargaba los brazos hacia el niño. La lámpara se elevó un poco y la luz le iluminó la cara. No tenía ojos, ni boca, ni nariz.
Sunaomi perdió los nervios. Soltó un alarido y la orina estalló, bajándole por las piernas. Arrojó la rama al suelo.
—Lo lamento, señora Akane. Lo lamento de verdad. Por favor, no me hagáis daño. ¡No me enterréis!
—¿Pero qué es esto? —exclamó una voz humana, la voz de un hombre—. ¿Qué estás haciendo aquí a estas horas de la noche?
Sunaomi fue incapaz de responder.
* * *
Taro, que solía pasar la noche en casa de Akane mientras trabajaba en la estatua de la diosa, al instante llevó al niño de regreso al castillo. El pequeño no había sufrido más daño que el tremendo sobresalto, y a la mañana siguiente ni siquiera admitiría haberse asustado; pero en el corazón se le había abierto una herida que, aunque acabó por curarse, dejó una profunda cicatriz de odio hacia Maya y Miki. Desde entonces, Sunaomi reflexionaba sin descanso sobre la muerte de su abuelo y las ofensas que los Arai habían sufrido por parte del clan Otori. Su mente infantil buscaba formas de hacer daño a las gemelas. Empezó a congraciarse con las mujeres del castillo, mostrándose encantador con ellas y deleitándolas; la mayoría ya adoraban a los niños varones, y él era consciente de su propio atractivo y su actitud cautivadora. Añoraba a su madre, pero por instinto sabía que podía alcanzar una alta posición en el afecto de su tía Kaede, muy superior a la de las gemelas.
El episodio enfureció y mortificó a Takeo y a Kaede, pues si Sunaomi hubiera muerto o hubiera resultado gravemente herido estando bajo la custodia del matrimonio, aparte del sufrimiento que para ellos habría supuesto —ambos le habían tomado cariño—, la estrategia de apaciguar y refrenar a Zenko habría quedado sin efecto. El propio Takeo regañó al niño por su desobediencia e irreflexión, y le interrogó minuciosamente sobre los motivos que le empujaron a actuar de tal manera, sospechando que nunca se le habría ocurrido una cosa así sin que alguien le indujera. La verdad no tardó en salir a la luz, y luego Maya tuvo que hacer frente a la ira de su padre.
En esta ocasión, la actitud de la niña alarmó a Takeo en mayor medida, pues no dio muestra alguna de arrepentimiento. Su mirada permaneció fiera e implacable, como la de un animal. No lloró, ni siquiera cuando Kaede expresó su contrariedad y la abofeteó con fuerza varias veces.
—Es imposible hacerla entrar en razón —se lamentó Kaede, con los ojos cuajados de lágrimas de desesperación—. No puede quedarse aquí, perjudicaría a los niños...
A Takeo le pareció detectar que su mujer también se preocupaba por ella misma y por la criatura que llevaba en el vientre. Él no deseaba expulsar a Maya del castillo, consideraba que la niña necesitaba la protección y supervisión de su padre; pero estaba demasiado ocupado para dedicarle el tiempo suficiente y no podía mantenerla a su lado de forma constante.
—No está bien librarse de una hija propia por favorecer a los hijos de otras personas —sentenció Maya con voz pausada.
Kaede le propinó otra bofetada.
—¿Cómo te atreves a hablar así a tu madre? ¿Qué sabrás tú de los asuntos de Estado? Todo lo que hacemos tiene consecuencias políticas. Siempre será así. Eres hija del señor Otori: no puedes comportarte como los demás niños.
Shizuka tomó la palabra.
—No sabe quién es. Tiene los poderes extraordinarios de la Tribu, pero no puede utilizarlos como hija de guerrero. Es una pena que se malgasten.
Maya susurró:
—Entonces, dejadme ser hija de la Tribu.
—Necesita vigilancia y entrenamiento pero, ¿quién de los Muto entiende de estas cosas? Ni siquiera tú, Shizuka, que llevas sangre Kikuta, tienes experiencia en la posesión por parte de animales.
—Tú mismo le enseñaste a mi hijo muchas de las destrezas de los Kikuta —respondió Shizuka—. Puede que Taku sea la persona más indicada.
—Pero Taku tiene que quedarse en el Oeste. No podemos traerle aquí por causa de Maya.
—Pues envíala a ella con él.
Takeo exhaló un suspiro.
—Parece la única solución. ¿Puede alguien acompañarla?
—Hay una chica; ha llegado de la aldea de los Muto hace poco, con su hermana. Ahora trabajan de criadas en la casa de los extranjeros.
—¿Cómo se llama?
—Sada; es pariente de Seiko, la mujer de Kenji.
Takeo asintió: ahora recordaba a la muchacha. Era alta y fuerte, y podría pasar por un hombre, disfraz que a menudo utilizaba cuando le encargaban tareas propias de la Tribu.
—Irás a Maruyama y te quedarás con Taku —Takeo le dijo a Maya—. Obedecerás a Sada en todo lo que te diga.
Sunaomi trataba de esquivar a la niña en todo momento; pero antes de marcharse, Maya le acorraló y le susurró:
—Fallaste la prueba. Te dije que los Arai sois unos cobardes.
—Fui a la casa —rebatió él—. Taro estaba allí; él me obligó a regresar.
Maya sonrió.
—¡No trajiste la rama!
—¡No tenía flores!
—¡Mentira! Recogiste un ramillete y luego lo tiraste y te hiciste pis encima. Yo te vi.
—¡No estabas allí!
—Sí que estaba.
Sunaomi lanzó un grito para que las doncellas vinieran a castigar a su prima, pero Maya se alejaba ya corriendo.
A medida que el verano daba paso al otoño, se iniciaron los preparativos para volver a emprender viaje. Existía la costumbre de que la sede de gobierno del país se instalara en Yamagata desde finales del noveno mes hasta el solsticio de invierno, pero Takeo se vio obligado a partir antes de lo previsto porque Matsuda Shingen murió pacíficamente a principios de mes. Miyoshi Gemba se desplazó hasta Hagi para comunicarle la noticia y Takeo se puso en camino hacia Terayama de inmediato, acompañado por el propio Gemba y por Shigeko. Los archivos que registraban el trabajo que les había mantenido ocupados a lo largo del verano —decisiones de carácter político, planes agrícolas y financieros, códigos legales y resoluciones de los tribunales— fueron embalados en cajas y cestas y enviados en extensas formaciones de caballos de carga.
El fallecimiento de Matsuda no tendría que haber sido ocasión de doloroso duelo, pues la vida del abad había sido larga y llena de éxitos y su espíritu, fuerte y puro. Había sido preceptor de Shigeru, Takeo y Shigeko, y dejaba numerosos discípulos dedicados a continuar su filosofía. Aun así, Takeo le añoraba profunda e irracionalmente, y sentía su pérdida como otra brecha más en las defensas de los Tres Países, a través de la cual se colaría el viento helado o el lobo conseguiría introducirse cuando llegase el invierno.
Makoto sucedió a Matsuda como superior del templo y adoptó el nombre de Eikan, pero Takeo siguió pensando en su amigo por su antiguo nombre. Una vez que las ceremonias hubieron acabado y la comitiva prosiguió viaje hacia Yamagata, Takeo encontró consuelo en el hecho de que Makoto continuaba apoyándole como siempre había hecho. De nuevo, anheló el momento en el que él mismo pudiera retirarse a Terayama y dedicar sus días a la pintura y la meditación.
Gemba les acompañó a Yamagata, donde diversos asuntos administrativos coparon la atención del señor Otori. Shigeko asistía con su padre a la mayoría de las reuniones, por lo que se levantaba muy temprano para poder practicar con Gemba el uso del arco y la equitación.
Justo antes de que partieran hacia Maruyama en la primera semana del décimo mes, llegaron cartas desde Hagi. Takeo las leyó con avidez y de inmediato le transmitió a su hija mayor las noticias de la familia.
—Tu madre se ha trasladado con los dos niños a la antigua casa del señor Shigeru, y ha empezado a estudiar la lengua extranjera.
—¿Con la intérprete?
Shigeko deseaba formularle a Takeo otras preguntas, pero Minoru y varios sirvientes de la familia Miyoshi les acompañaban. Jun y Shin, como de costumbre, montaban guardia en el exterior, pero se hallaban al alcance del oído. Más tarde, padre e hija se quedaron a solas mientras paseaban por los jardines.
—Háblame de los extranjeros —solicitó—. En tu opinión, ¿debemos permitirles comerciar en Maruyama?
—Quiero tenerlos donde podamos vigilarlos en todo momento —respondió Takeo—. Por ahora pasarán el invierno en Hagi. Necesitamos aprender lo más posible sobre su idioma y sus costumbres, y también enterarnos de sus intenciones.
—Me extrañó la manera en la que la intérprete te miraba; fue como si te conociera de antes.
Takeo vaciló unos segundos. Las hojas caían sobre el tranquilo jardín formando sobre el suelo una alfombra dorada. Era media tarde; la bruma que se elevaba desde el foso se mezclaba con el humo de la madera y difuminaba el contorno de los alrededores.
—Sólo tu madre sabe quién es; nadie más —repuso, por fin—. Te lo diré, pero consérvalo en secreto. Se llama Madaren; es un nombre común en la secta conocida como los Ocultos. Comparten algunas de las creencias de los extranjeros y en el pasado eran perseguidos con dureza por los Tohan. Todos los miembros de la familia de Madaren fueron masacrados, excepto su hermano mayor, quien fue rescatado por el señor Shigeru.
Shigeko abrió los ojos de par en par; el pulso se le aceleró. Su padre esbozó una sonrisa.
—Sí, era yo. En aquel entonces me llamaba Tomasu, pero Shigeru me puso el nombre de Takeo. Ella es mi hermana pequeña. Nacimos de la misma madre, pero de padres diferentes. Como sabes, mi padre pertenecía a la Tribu. Todos estos años creí que Madaren estaba muerta.
—¡Es increíble! —exclamó Shigeko, y con su característica compasión, añadió:— Su vida debe de haber sido terrible.
—Ha sobrevivido, ha aprendido un idioma extranjero y ha aprovechado cualquier oportunidad que se le ha brindado —respondió Takeo—. Le ha ido mejor que a otros muchos. Ahora, hasta cierto punto, se encuentra bajo mi protección y ejerce de maestra de mi esposa. —Pasado un rato, añadió:— En Maruyama siempre ha habido gran cantidad de miembros de los Ocultos. La señora Naomi les ofrecía un refugio seguro y, en efecto, compartía sus dogmas. Tendrás que familiarizarte con los guías principales de dicha comunidad. Jo-An, claro está, también era creyente; otros antiguos parias aún habitan en pequeñas aldeas alrededor de la ciudad.
Shigeko percibió que el semblante de su padre se ensombrecía y no quiso insistir en una cuestión que le traía tan dolorosos recuerdos.
—Dudo que yo llegue a vivir ni siquiera la mitad de años que Matsuda —prosiguió Takeo con gran seriedad—. La seguridad futura de estas personas se encuentra en tus manos; pero no te fíes de los extranjeros, ni de Madaren, aunque te unan a ella vínculos familiares. Ten siempre presente que debes respetar todas las creencias pero no abrazar ninguna, pues ése es el camino del auténtico dirigente.
Shigeko reflexionó unos segundos.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro que sí; puedes preguntarme lo que quieras, en cualquier momento. No deseo ocultarte nada.
—Las profecías demuestran que el Cielo ha decretado tu autoridad y te da su aprobación. El
houou
ha vuelto a anidar en los Tres Países, tenemos incluso un
kirin,
criatura que simboliza a un gobernante grande y justo. ¿Crees tú en estas cosas?