A continuación Kono salió a lomos del caballo castaño, conduciendo al animal con un llamativo galope alrededor del círculo exterior mientras levantaba a su paso una nube de arena roja. El gentío vitoreó en señal de reconocimiento.
—El señor Kono es muy habilidoso y goza de mucha popularidad —informó el vecino de Takeo.
—En efecto, es un placer contemplarle —convino educadamente éste.
Mientras, Takeo pensaba: "Estoy perdiendo todo lo que tengo, pero no mostraré contrariedad ni pesar".
Los perros encerrados se iban excitando por momentos; los ladridos se tornaron en aullidos y, a medida que cada uno de ellos era soltado, el estruendo se volvía más salvaje. Aun así, Kono consiguió dos tiros perfectos, carentes de sangre. Al tercer intento, el caballo castaño, sobreexcitado por los vítores de los espectadores, levantó ligeramente las patas delanteras cuando Kono se disponía a disparar; la flecha voló por encima de la cabeza del perro y golpeó el lateral de la plataforma de madera situada más allá. Varios jóvenes saltaron en tumulto luchando por cogerla, y el afortunado blandió la flecha en el aire.
Tras una larga deliberación por parte de los jueces, el segundo asalto se declaró como empate.
—Podríamos contar hoy con la decisión del Emperador —declaró el hombre junto a Takeo—; siempre es muy bien acogida. Así es como se decide un empate final.
—No parece muy probable que vaya a darse el caso ya que, según tengo entendido, el señor Saga está considerado como el mejor competidor en este deporte.
—Tenéis razón, desde luego. No era mi intención...
Dio la impresión de que el hombre se abochornaba por momentos y, tras unos segundos de incómodo silencio, se disculpó y se alejó para unirse a otro grupo de espectadores. Se inclinó para hablarles en susurros, pero Takeo entendió sus palabras con claridad.
—No soporto la idea de estar sentado al lado del señor Otori mientras se enfrenta a su propia sentencia de muerte. No estoy disfrutando del espectáculo por la lástima que me da.
—Dicen que este torneo es una excusa para que pueda retirarse sin ser derrotado en combate. Al parecer, a él no le importa; no hay por qué sentir lástima.
A continuación el silencio reinó por todo el recinto a medida que Shigeko entraba en el círculo y
Ashige
comenzaba a galopar. Takeo apenas podía mirarla, aunque tampoco era capaz de apartar los ojos de ella. Después de los participantes masculinos, se la veía pequeña y frágil.
A pesar de la emoción del gentío, el ladrido frenético de los perros y la creciente tensión, amazona y caballo parecían completamente serenos. Los andares de
Ashige
resultaban rápidos y suaves; la espalda de Shigeko se mantenía recta. El diminuto arco y las flechas en miniatura de la señora Maruyama provocaron exclamaciones de estupor entre la multitud, que se tornaron en alabanzas cuando el primer tiro golpeó suavemente al perro en el costado. La flecha rozó al animal ligeramente, como el puño que atrapa a una mosca; no hirió ni asustó al can, que pareció tomar la situación como si se estuviera llevando a cabo un entretenido juego, en el que deseara participar. El perro corrió alrededor del círculo siguiendo el paso del caballo. Shigeko se inclinó hacia adelante y soltó la segunda flecha como si con su propia mano acariciase el cuello del animal. El perro sacudió la cabeza y agitó la cola.
Shigeko llevó a
Ashige
a un galope más rápido, y el perro corrió tras de ellos con la boca abierta, las orejas al viento y la cola levantada. De esta manera dieron tres vueltas a la pista; luego, ella detuvo el caballo frente al Emperador. El perro se sentó a sus espaldas, jadeando. Shigeko hizo una profunda reverencia, arrancó de nuevo a galopar y siguió haciendo círculos cada vez más cerca del perro, el cual acabó por sentarse y observarla, girando la cabeza y mostrando su lengua rosada. La tercera flecha voló más deprisa pero no con menos suavidad, y alcanzó al perro con un sonido apenas perceptible justo debajo de la cabeza.
Takeo sintió una abrumadora admiración por la fortaleza y la habilidad de su hija, perfectamente controladas y atemperadas por su naturaleza gentil. Notó que los ojos le ardían y temió que el orgullo de padre hiciera dar rienda suelta a las lágrimas, algo que el sufrimiento no había conseguido. Frunció el entrecejo y mantuvo el semblante impasible y los músculos inmóviles.
Saga Hideki, el último participante, entró en el círculo de arena blanca. El caballo bayo tiraba del bocado luchando contra el jinete, pero éste lo controlaba sin dificultad gracias a su inmensa fortaleza. El general vestía una túnica negra con hojas doradas bordadas en la espalda, y se protegía los muslos con pieles de reno cuyas colas negras casi rozaban el suelo. Al levantar el arco, un murmullo expectante recorrió las gradas; los espectadores contuvieron el aliento cuando colocó la flecha. El caballo echó a galopar, lanzando espuma por la boca. Soltaron al perro, que atravesó la pista como una exhalación, ladrando y aullando. La primera flecha de Saga voló a tal velocidad que resultaba imposible seguirla; el tiro estaba perfectamente calculado: golpeó al perro en el costado, tumbándolo hacia un lado. El animal, aturdido y jadeante, hizo un esfuerzo por levantarse. Fue fácil para el jinete golpearlo con la segunda flecha, de nuevo sin derramamiento sangre.
El sol se hallaba ahora al oeste del firmamento y el calor aumentaba a medida que las sombras se alargaban. A pesar de los gritos que resonaban alrededor de Takeo, de los aullidos de los perros y los alaridos de los niños, una sensación de calma descendió sobre él. Fue bien recibida ya que amortiguaba toda emoción, extendiendo su gélida mano sobre la congoja, el arrepentimiento y la rabia que ardían en su interior. Contempló desapasionadamente cómo Saga galopaba otra vez alrededor del círculo; se trataba de un hombre que controlaba a la perfección la mente y el cuerpo, la montura y el arma. La escena se convirtió en una especie de ensueño. La última flecha salió volando y golpeó al perro de nuevo en el costado, con un sonido sordo, apagado. "Debe de haber provocado sangre", pensó Takeo. Pero nada manchaba el blanco pelaje ni la arena pálida.
Todos los presentes enmudecieron. Takeo se sintió el blanco de sus miradas, aunque él no observaba a nadie. Notó el amargo sabor de la derrota en la garganta y el estómago. Saga y Shigeko empatarían. Dos empates y un triunfo: el general se alzaría con la victoria.
De repente, como si el sueño continuara, surgió ante sus ojos, en la blanca arena de la pista, un charco de color rojo. El perro sangraba abundantemente por la boca y por el ano. El gentío empezó a gritar, conmocionado. El perro arqueó la espalda y sacudió la cabeza, derramando un arco carmesí sobre la pista; emitió un único ladrido y a continuación murió.
"La fuerza de Saga era excesiva", meditaba Takeo. No era capaz de atemperar su pujanza varonil: podía aminorar la velocidad de la flecha, pero fallaba a la hora de rebajar la potencia de la misma. Los dos tiros anteriores habían destruido los órganos internos del animal, acabando con su vida.
Takeo escuchó los gritos y los vítores como desde una enorme distancia. Se levantó lentamente para mirar hacia la cabecera de la pista, donde el Emperador se sentaba tras la mampara de bambú. El torneo había terminado en empate; ahora la decisión se encontraba en manos de Su Divina Majestad. Poco a poco, la muchedumbre se sumió en el silencio. Los participantes aguardaban inmóviles: el equipo rojo, en el lateral derecho, y el blanco, en el lado izquierdo. Las largas sombras de las patas de los caballos se extendían sobre la arena de la pista. Los perros continuaban ladrando desde el recinto cercado, pero no se oía ningún otro sonido.
Takeo era consciente de que durante el torneo la gente se había apartado de él, al no querer presenciar de cerca su humillación ni compartir su destino desfavorable. Ahora, esperaba el resultado a solas.
Desde detrás de la mampara llegaron unos susurros, pero Takeo cerró los oídos deliberadamente. Apareció luego el ministro imperial y Takeo se percató de la mirada que el alto funcionario dirigía a Shigeko, y luego, con no poco nerviosismo, contempló a Saga; sólo entonces sintió Takeo el primer destello de esperanza.
—Debido a que el equipo de la señora Maruyama no ha provocado derramamiento de sangre, el Emperador otorga la victoria al equipo blanco.
Takeo cayó de rodillas y se postró en el suelo. La multitud lanzaba gritos de aprobación. Cuando se incorporó, vio que repentinamente le rodeaba un gran tumulto que pugnaba por felicitarle, por estar cerca de él. A medida que la noticia se iba extendiendo por la totalidad de la pista y más allá, de nuevo comenzaron los cánticos.
El señor Otori ha llegado a la capital;
sus caballos cabalgan por nuestra tierra.
Su hija ha obtenido una gran victoria;
la señora Maruyama no ha derramado sangre.
La arena es blanca. Los perros son blancos.
Los jinetes blancos han vencido.
Los Tres Países viven en paz,
y así lo harán las Ocho Islas.
Takeo dirigió la vista a Saga y notó que el señor de la guerra le devolvía la mirada. Los ojos de ambos se encontraron y el general inclinó la cabeza en reconocimiento de la victoria de su adversario.
"No es lo que él esperaba —pensó Takeo, recordando las palabras de Minoru—. Contaba con librarse de mí sin combatir, pero ha fracasado. Esgrimirá cualquier excusa con tal de no mantener su palabra".
El señor Saga había organizado una gran fiesta para celebrar su esperada victoria. El evento se celebró pero, al contrario de lo que sucedía en las calles de la capital donde el entusiasmo era verdadero, las muestras de júbilo no resultaban del todo sinceras. La cortesía prevaleció, sin embargo, y Saga se mostró generoso en sus cumplidos hacia la señora Maruyama, dejando claro que ahora deseaba el matrimonio más que nunca.
—Seremos aliados, y os convertiréis en mi suegro —comentó, riéndose con forzada alegría—. Aunque tengo entendido que os supero en edad por unos cuantos años.
—Será un placer teneros por hijo —respondió Takeo con un ligero respingo de sorpresa ante la palabra que acababa de salirle de la boca—; pero debemos retrasar el anuncio del compromiso hasta que mi hija haya recabado la opinión de los miembros de su clan, entre ellos, su madre.
A continuación Takeo volvió la vista hacia el señor Kono, preguntándose cuáles serían los auténticos sentimientos del noble bajo su cortés apariencia. ¿Qué mensaje enviaría Kono a Zenko sobre el resultado del torneo? ¿Qué estaría haciendo Zenko en ese momento?
La fiesta prosiguió hasta bien entrada la noche; la luna se había instalado en el firmamento y la luz de las estrellas resultaba difusa y empañada a causa de la humedad que impregnaba el aire.
—Debo pediros a los tres que no os vayáis a dormir todavía —dijo Takeo una vez que hubieron regresado a la residencia, y luego condujo a Shigeko, Gemba e Hiroshi a la estancia más apartada de la vivienda.
Puertas y ventanas se encontraban abiertas; el agua goteaba en el jardín y, de vez en cuando, se escuchaba el zumbido de un mosquito. Takeo hizo llamar a Minoru.
—Padre, ¿qué ocurre? —preguntó Shigeko con un tono de urgencia en la voz—. ¿Has tenido malas noticias de casa? ¿Se trata de mi madre o de mi hermano pequeño?
—Minoru va a leeros cierta información —respondió, e hizo una seña al escriba para que procediera.
Minoru leyó con voz monocorde, a su habitual manera inexpresiva, pero no por ello les impresionó menos la noticia. Shigeko se echó a llorar abiertamente. Hiroshi permaneció sentado, con el rostro blanco como el papel, como si una flecha le hubiera atravesado el pecho y no pudiera respirar. Gemba, sollozando sonoramente, rompió el silencio:
—¿Y has estado el día entero ocultándolo?
—No quería que nada pudiera desconcentraros. No esperaba vuestra victoria. ¿Cómo puedo agradecéroslo? ¡Estuvisteis magníficos! —Takeo hablaba con lágrimas de emoción.
—Por fortuna el Emperador quedó lo bastante impresionado como para no arriesgarse a ofender a los dioses decidiendo en tu contra. Todo se ha combinado para convencerle de que cuentas con la bendición del Cielo.
—Yo lo consideraba lo suficientemente mundano para que viera en mí una forma de poner freno al poder de Saga —contestó Takeo.
—Eso también —convino Gemba—. Desde luego, es un ser divino; pero no es diferente a cualquiera de nosotros. Está motivado por una mezcla de idealismo, pragmatismo, instinto de conservación y buenas intenciones.
—Con vuestra victoria hemos conseguido su favor —afirmó Takeo—, pero la muerte de Taku implica que debemos regresar lo antes posible; tenemos que encargarnos de Zenko.
—Sí, tengo la sensación de que debemos volver —aprobó Gemba—. No sólo por Taku, sino para anticiparnos a otras complicaciones. Algo va mal.
—¿Tiene que ver con Maya? —quiso saber Shigeko, cuyo tono denotaba temor.
—Posiblemente —asintió Gemba. Pero no dijo más.
—Hiroshi —prosiguió Takeo—, has perdido a tu mejor amigo... Lo lamento muchísimo.
—Estoy intentando anular mi deseo de venganza —la voz de Hiroshi resultaba áspera—. Lo único que anhelo ahora mismo es la muerte de Zenko, además de la de Kikuta Akio y su hijo. El instinto me dice que salgamos en seguida y les capturemos, pero mi adiestramiento en la Senda del
houou
me ha enseñado que hay que huir de la violencia. Aun así, ¿de qué otra forma podemos enfrentarnos a estos asesinos?
—Les daremos caza —respondió Takeo—, pero se hará justicia y serán ejecutados de acuerdo con la ley. He sido reconocido por el Emperador, y Su Divina Majestad ha confirmado mi gobierno. Zenko ya no cuenta con base legal para desafiarme. Si no se somete con sinceridad a mi autoridad, le derrotaremos en combate y deberá quitarse la vida. Akio será ahorcado, como criminal común que es. Pero hay que emprender viaje rápidamente.
—Padre —intervino Shigeko—. Entiendo tus razones pero, ¿no crees que una partida apresurada ofendería al señor Saga y al Emperador? Además, si he de ser franca, me preocupa la hembra de
kirin.
Su buena salud es esencial para que la buena posición que has alcanzado se mantenga. Si nos vamos tan de repente, se pondrá nerviosa. Confiaba en que pudiera asentarse antes de que nos marcháramos... Tal vez yo debería quedarme aquí, acompañándola.
—No, ¡no te dejaré en manos de Saga! —negó Takeo con una vehemencia que les dejó a todos sorprendidos—. ¿Acaso voy a entregarle mi hija a mis enemigos? Le hemos regalado la criatura al Emperador; él y su corte son ahora los responsables. Tenemos que partir antes de que acabe la semana; contaremos con la luna creciente para viajar.