—¿Tiene Akio armas de fuego? ¿De dónde las ha podido sacar?
—Ha pasado el invierno en Kumamoto, se las debió de entregar Arai. Han estado comerciando con los extranjeros.
Takeo se quedó en silencio al venirle de pronto el recuerdo del tacto del cuello de Taku entre sus manos cuando, al despertarse en Shuho, le encontró en su habitación. Taku tenía entonces unos nueve o diez años; había contraído los músculos del cuello para dar la impresión de ser mayor y más fuerte de lo que en realidad era. Tal imagen, seguida de inmediato por tantas otras, le abrumó. Se cubrió el rostro con la mano y luchó por controlar los sollozos. Su congoja se avivó por la rabia que sentía contra Zenko, cuya vida había perdonado y que ahora había participado en la muerte de su propio hermano. "Taku quería acabar con Zenko —recordó—; al igual que Shizuka. Ahora hemos perdido al hermano que más necesitábamos".
—Señor Otori —Mai habló con vacilación—, ¿queréis que llame a alguien para que os atienda?
—¡No! —exclamó, recobrando la compostura una vez pasado el momento de debilidad—. Desconoces las circunstancias en las que nos encontramos, por tanto no comentes el asunto con nadie. Nada debe interferir en los planes para los próximos días. Va a celebrarse un torneo en el que participarán mi hija y el señor Hiroshi; es esencial que mantengan la concentración, nada debe distraerles. No pueden enterarse de la noticia hasta que el torneo haya concluido. Nadie debe hacerlo.
—¡Pero tenéis que regresar a los Tres Países de inmediato! Zenko...
—Regresaré lo antes posible, adelantaré mi viaje; pero no puedo ofender a mis anfitriones (al señor Saga, al propio Emperador), ni puedo permitir que Saga intuya la traición por parte de Zenko. Por ahora, me encuentro en una posición favorable, si bien puede cambiar en cualquier momento. Una vez que el torneo haya terminado y se conozca el resultado, haré las disposiciones necesarias para mi regreso. Eso implica que nos arriesgaremos a viajar en época de lluvias; no puede remediarse. Tú nos acompañarás, claro está; aunque por el momento tengo que pedirte que te mantengas alejada de esta casa. Shigeko podría reconocerte. Sólo será hasta pasado mañana. Entonces le comunicaré la noticia, y también a Hiroshi.
Takeo dio instrucciones para que Mai recibiera dinero y encontrara alojamiento y la joven se marchó, prometiendo regresar al cabo de dos días.
Apenas acababa de abandonar la residencia la muchacha, cuando Shigeko regresó con Gemba. Habían estado inspeccionando los caballos, preparando las riendas y las sillas de montar para el día siguiente y comentando la estrategia que tendrían que seguir. Shigeko, por lo general tan contenida y calmada, vibraba de emoción a causa de los acontecimientos de la jornada y ante el inminente torneo. Takeo se sintió aliviado, pues en condiciones normales su hija habría notado el silencio de su padre y su bajo estado de ánimo; también se alegró por el hecho de que la habitación se encontrase en penumbra y ella no pudiera verle el rostro con claridad.
—Tengo que devolverte a
Jato,
Padre —dijo Shigeko.
—De ninguna manera —respondió él—. El Emperador en persona te lo ha entregado. Ahora te pertenece.
—Pero es demasiado grande para mí —protestó.
Takeo hizo un esfuerzo por sonreír.
—De todas formas, el sable es tuyo.
—Lo entregaré al templo hasta que...
—Continúa.
—Hasta que tu hijo o el mío tengan la edad suficiente para llevarlo.
—No será la primera vez que lo custodien en Terayama —contestó Takeo—. Pero es tuyo, y te confirma como heredera; no sólo de Maruyama, sino también del clan Otori.
A medida que hablaba, Takeo cayó en la cuenta de que el reconocimiento por parte del Emperador hacía aún más crucial el asunto del matrimonio. Shigeko aportaría los Tres Países al hombre con el que se casara, con la bendición de Su Divina Majestad. Cualesquiera que fuesen las exigencias de Saga, Takeo no cedería inmediatamente; no antes de consultarlo con Kaede.
Añoraba a su mujer. No sólo físicamente, a pesar de que su sufrimiento avivaba el profundo deseo por ella, sino también por su sabiduría, su claridad de mente y su gentil fortaleza. "Sin Kaede, no soy nada", pensó. ¡Cuánto anhelaba regresar a casa!
No resultó difícil persuadir a Shigeko de que se retirase temprano. Gemba también se fue en seguida a dormir y Takeo se quedó solo, enfrentado a la larga noche y al día siguiente, abrumado por la congoja y la ansiedad, incapaz de dar rienda suelta a sus sentimientos.
Minoru acudió, como de costumbre, con la primera luz de la mañana, seguido por las criadas que traían el té. —Promete ser un día espléndido. He preparado documentos que registran todo lo que sucedió ayer, y de la misma manera quedarán inscritos los acontecimientos de hoy.
Cuando Takeo tomó los papeles sin responder, el escriba, con tono vacilante, observó:
—El señor Otori no tiene buen aspecto.
—No he dormido bien, eso es todo. Debo estar en buena forma; tengo que seguir impresionando, deslumbrando. No puede ser de otra manera.
Minoru elevó las cejas levemente, sorprendido por el tono de amargura de su señor.
—A buen seguro, vuestra visita habrá sido un éxito.
—Lo sabremos cuando acabe el día de hoy.
Takeo tomó una decisión repentina.
—Voy a dictarte algo que no quiero que comentes con nadie. Tengo que prevenirte para que organices el regreso a casa antes de lo esperado.
Minoru preparó el bloque de tinta y agarró el pincel sin pronunciar palabra. Con tono desapasionado, Takeo relató lo que Mai le había contado la noche anterior y Minoru lo fue poniendo por escrito.
—Perdonadme. —Dijo el escriba al terminar. Ante la mirada extrañada de Takeo, Minoru explicó:— Me estoy disculpando por mi falta de destreza, señor. La mano me temblaba y la caligrafía no es de buena calidad.
—Mientras resulte legible, carece de importancia. Mantén estos papeles a salvo; te pediré que los leas más tarde: esta noche o mañana.
Minoru hizo una reverencia. Takeo era consciente de la silenciosa condolencia por parte de su escriba. El hecho de haber compartido la noticia de la muerte de Taku con otra persona le proporcionó cierto alivio.
—El señor Saga os ha enviado una carta —anunció Minoru, sacando el pergamino—. Debió de escribirla anoche. Os muestra gran deferencia.
—Déjame ver.
La caligrafía, osada y contundente, reflejaba la personalidad del general; los negros trazos de tinta resultaban enfáticos y el estilo, rígido.
—Me felicita por la distinción que el Emperador ha tenido para conmigo y por el éxito de mi regalo, y me desea un día de buena fortuna.
—Está alarmado por vuestra popularidad —indicó Minoru—, y teme que aunque perdierais el torneo el Emperador continuara a vuestro favor.
—Yo cumpliré nuestro acuerdo, y de Saga espero que actúe de igual forma.
—El general cuenta con que encontréis alguna manera de libraros del acuerdo, por lo que no verá razón alguna para no hacer lo mismo.
—Minoru, te estás convirtiendo en un cínico. Saga Hideki es un gran señor de la guerra, miembro de un clan ancestral. Ha aceptado el acuerdo públicamente. No puede retractarse sin caer en el deshonor; y yo tampoco.
—Así es precisamente como los señores de la guerra han llegado a ser grandes —masculló Minoru.
* * *
Las calles estaban más abarrotadas aún que el día anterior, y el gentío ya danzaba frenéticamente. El ambiente era febril; la temperatura había aumentado debido a la humedad, que anunciaba las lluvias de la ciruela. La pista situada en el recinto del Gran Santuario se encontraba atestada de espectadores por sus cuatro costados: mujeres ataviadas con túnicas de capucha, hombres con ropas de colores brillantes y niños. Todos sujetaban parasoles y abanicos. Los jinetes aguardaban en los círculos exteriores de arena roja. El equipo de Saga lucía baticolas y cinchas de color escarlata; el de Shigeko, de color blanco. Las sillas de los caballos tenían madreperlas incrustadas; las crines se hallaban trenzadas, y sus mechones frontales y colas ondeaban tan brillantes y sedosos como el cabello de una princesa. Una gruesa cuerda amarilla de paja separaba el círculo exterior del interior, en donde la arena era blanca.
Takeo escuchaba los ladridos de los perros, que llegaban del lado derecho de la pista; unos cincuenta canes de color blanco estaban allí, encerrados en un pequeño espacio cercado y adornado con festones también blancos. Al fondo del terreno se había erigido una carpa de seda para el Emperador, quien como el día anterior se ocultaba tras una mampara de bambú.
Takeo fue conducido hasta un lugar situado a la derecha de la carpa, donde recibió la bienvenida de hombres y mujeres pertenecientes a la nobleza, así como la de los guerreros y sus esposas, algunos de los cuales había conocido durante las festividades del día anterior. La influencia del
kirin
resultaba palpable: un hombre le enseñó una representación del animal tallada en marfil, y varias de las mujeres lucían capuchas bordadas con la imagen de la criatura.
El ambiente era el de una comida campestre, animado y bullicioso. Takeo hizo un esfuerzo por unirse al alboroto, pero de vez en cuando le daba la impresión de que el paisaje se desdibujaba, el cielo se oscurecía y su visión y su mente quedaban ocupadas por la imagen de Taku herido de bala en el cuello, desangrándose hasta morir. Devolvió la atención a los vivos, a quienes le representaban: Shigeko, Hiroshi y Gemba. Los dos caballos gris perla con crines y cola oscuras contrastaban vivamente con la cabalgadura negra de Gemba. Los corceles paseaban con tranquilidad alrededor de la pista. Saga montaba un enorme caballo de color bayo, y sus compañeros Okuda y Kono uno moteado y otro castaño, respectivamente. Los arcos de los tres hombres se veían gigantescos en comparación con el de Shigeko, y los tres llevaban flechas adornadas con plumas de garza, blancas y grises.
Takeo nunca había presenciado una caza de perros, y sus acompañantes le ilustraron acerca del reglamento.
—Sólo se permite alcanzar con la flecha ciertas partes del cuerpo del perro: la espalda, las patas o el cuello. No se puede disparar a la cabeza, al vientre ni a los genitales, y se pierden puntos si brota la sangre o si el perro muere. Cuanta más sangre, peor es el tiro. De lo que se trata es de lograr el control perfecto, tan difícil de conseguir mientras el caballo galopa, corre el perro y el arquero aquilata sus fuerzas.
Cabalgaron por orden de rango, de menor a mayor. Los primeros competidores fueron Okuda e Hiroshi.
—Okuda saldrá en primer lugar, para enseñarte la técnica —ofreció Saga a Hiroshi no sin generosidad, pues el hecho de ocupar el segundo puesto aportaba cierta ventaja.
Colocaron el primer perro en el círculo interior. Okuda hizo su entrada en el redondel exterior y puso su caballo al galope, abandonando las riendas sobre el cuello del animal a medida que elevaba el arco y colocaba la flecha.
Soltaron la correa del perro, que inmediatamente empezó a saltar de un lado a otro, lanzando ladridos al caballo. La primera flecha de Okuda le pasó silbando por las orejas, haciendo que el can soltara un aullido de sorpresa y se echara hacia atrás, con la cola entre las piernas. La segunda le golpeó en el pecho.
—¡Buen tiro! —exclamó el hombre colocado junto a Takeo.
El perro, que no paraba de correr, fue alcanzado por tercera vez en la espalda. La flecha se clavó con demasiada fuerza y el blanco pelaje empezó a teñirse de sangre.
—Bastante malo —fue el veredicto.
Takeo notó que la tensión le atenazaba a medida que Hiroshi entraba en la pista y
Keri
rompía a galopar. Conocía al caballo desde hacía casi dieciocho años, el mismo tiempo que al jinete. ¿Podría el corcel gris resistir aquel torneo? ¿Fallaría
Keri
a su dueño? Takeo sabía que Hiroshi era excelente en el manejo del arco, pero ¿podría competir con los mejores arqueros de la capital?
Soltaron al perro. Tal vez éste había observado el destino de su anterior compañero y sabía lo que le aguardaba, así que salió disparado del círculo y se dirigió como un rayo hacia el resto de la jauría. La primera flecha de Hiroshi falló por la distancia de un pie.
Capturaron al perro, lo devolvieron al redondel y lo soltaron de nuevo. Takeo se daba cuenta de que el animal gruñía, aterrorizado. "Deben de oler la sangre y el miedo —pensó—. O acaso se comunican entre sí y se advierten unos a otros". Hiroshi estaba mejor preparado esta vez, pero la flecha volvió a escapar de su objetivo.
—Es más difícil de lo que parece —observó con simpatía el vecino de Takeo—. Se necesitan años de práctica.
Takeo clavó la vista en el perro mientras lo llevaban de vuelta a la pista por tercera vez, deseando con todas sus fuerzas que el animal se estuviera quieto. No quería que Hiroshi lo hiriera, pero esperaba que éste lograse al menos apuntarse un tanto. La multitud se sumió en el silencio. Bajo el sonido de los cascos del caballo a galope Takeo escuchó un leve ronroneo, el que solía emitir Gemba cuando estaba satisfecho.
Ninguno de los otros humanos presentes alcanzaba a oírlo, pero el perro sí lo escuchó. Dejó de forcejear y ladrar; cuando lo soltaron no salió corriendo, sino que se sentó y se rascó unos segundos antes de ponerse a caminar lentamente alrededor del círculo. La tercera flecha de Hiroshi se le clavó en el costado, derrumbándose en el suelo entre aullidos. Pero no brotó la sangre.
—¡El tiro ha sido muy fácil! Okuda ganará esta ronda.
Así lo decretaron los jueces. El segundo tiro de Okuda, aunque había causado que el animal sangrara, se puntuó más alto que los dos fallidos de Hiroshi.
Takeo se preparaba para otra derrota. Tras ella, con independencia de cómo le fuera a Shigeko, el torneo estaría decidido. Posó los ojos en Gemba, quien ya no ronroneaba apaciblemente, sino que se mostraba más alerta que nunca. Su caballo negro también se veía dispuesto, contemplando la desconocida escena con las orejas en punta y los ojos bien abiertos. El señor Kono esperaba en el círculo exterior, a lomos de su espléndido corcel castaño, animal brioso y de esbelta figura. Kono era buen jinete, como Takeo ya sabía, y su montura, veloz.
Como Hiroshi había perdido la ronda anterior, le tocó a Gemba salir en primer lugar. El perro era más dócil, y no parecía asustado del caballo a galope. La primera flecha pareció quedarse flotando en el aire y aterrizar delicadamente sobre la rabadilla del can. Buen tiro, y sin sangre. El segundo lanzamiento fue parecido: tampoco brotó la sangre, pero para entonces el perro se había alarmado; corría y zigzagueaba por la pista. En el tercero, Gemba falló.