Takeo había dado por hecho que Saga sería un señor de la guerra brutal e irreflexivo, pero ahora cambió de opinión.
Podría ser brutal, pero en ningún caso irreflexivo: se trataba de un hombre que controlaba su mente con tanto rigor como su cuerpo. A Takeo no le cabía duda de que se enfrentaba a un adversario formidable, y lamentó amargamente su propia discapacidad, su falta de habilidad con el arco. Entonces escuchó un ronroneo casi inaudible a su izquierda, donde Gemba se sentaba en actitud relajada, y de pronto entendió que Saga nunca sería derrotado por la fuerza bruta, sino por algo más sutil; acaso por un desplazamiento en el equilibrio de las fuerzas vitales, cosa que los maestros de la Senda del
houou
sabían bien cómo ocasionar.
Shigeko permaneció inclinada en una profunda reverencia mientras los dos hombres se contemplaban. Saga debía de tener algunos años más que Takeo, estaría más cerca de los cuarenta que de los treinta, y mostraba la solidez de cuerpo propia de la mediana edad. Sin embargo, la flexibilidad de la que hacía gala contradecía sus años: se sentaba con facilidad y sus movimientos resultaban ágiles. Tenía los músculos abultados y las espaldas anchas de un arquero, que parecían de mayor tamaño por las enormes hombreras de su vestimenta. Su tono de voz era brusco; recortaba las consonantes y abreviaba las vocales. Era la primera vez que Takeo escuchaba el acento de la región del noreste, lugar de nacimiento de Saga. El rostro del general era ancho y bien formado, sus ojos alargados parecían encapuchados por enormes párpados y las orejas, sorprendentemente delicadas y casi sin lóbulos, estaban muy pegadas a la cabeza. Lucía barba corta y bigote largo, ambos ligeramente grises, si bien su cabellos no mostraba rastros de canas.
Los ojos de Saga, que examinaron el rostro de Takeo con no menos interés, recorrieron rápidamente el cuerpo de su invitado y fueron a posarse en la mano derecha, cubierta con un guante negro. Entonces el señor de la guerra se inclinó hacia adelante y, brusca pero amablemente, preguntó:
—¿Qué os parece?
—¿Señor Saga?
Saga señaló la hornacina con un gesto.
—Me refiero al cuadro, desde luego.
—Es maravilloso. Obra de Yu-Chien, ¿no es así?
—¡Ja! Kono me aconsejó colgarlo. Dijo que lo reconoceríais y que os gustaría más que mis otras obras modernas. ¿Y aquél?
Se levantó y se encaminó hacia la pared de la derecha.
—Venid a verlo.
Takeo se puso en pie y avanzó unos pasos detrás de su anfitrión. Tenían más o menos la misma estatura, aunque Saga era bastante más grueso. La pintura representaba un jardín en el que se veían un ciruelo, un pino y un árbol de bambú. Estaba realizada en tinta negra y resultaba tan discreta como evocadora.
—Es también espléndida —observó Takeo con sincera admiración—. Una obra maestra.
—Los tres amigos —comentó Saga—: flexibles, fragantes y vigorosos. Señora Maruyama, os ruego que os acerquéis.
Shigeko se levantó y se desplazó lentamente hasta el costado de su padre.
—Los tres son capaces de resistir la adversidad del invierno —indicó ella con un hilo de voz.
—En efecto —convino Saga, regresando a su asiento—. Tal es la combinación que detecto aquí —hizo una seña para que se acercaran a él—. La señora Maruyama es el ciruelo; el señor Miyoshi, el pino.
Gemba hizo una reverencia para agradecer el cumplido.
—Y el señor Otori, el bambú.
—Me considero flexible —respondió Takeo, sonriendo.
—Por lo que conozco de vuestra historia, soy de la misma opinión. Sin embargo, el bambú es un arbusto muy difícil de erradicar, si por algún motivo crece en un lugar que no es el apropiado.
—Siempre vuelve a renacer... —afirmó Takeo y, a continuación, añadió:— Es mejor dejarlo donde está y sacar beneficio de sus numerosas utilidades.
—¡Ja! —Saga volvió a soltar una carcajada triunfante. Los ojos del general se dirigieron hacia Shigeko; mostraban una curiosa expresión, mezcla de conjetura y deseo. Pareció estar a punto de dirigirse a ella directamente, pero dio la impresión de pensárselo mejor y le habló a Takeo.
—¿Explica tal filosofía por qué no os habéis librado de Arai?
—Hasta una planta venenosa puede resultar útil; en medicina, por ejemplo —contestó Takeo.
—Tengo entendido que estáis interesado en los sistemas agrícolas.
—Mi padre, el señor Shigeru, me enseñó antes de su muerte que cuando los campesinos están satisfechos, el país es próspero y estable.
—No he tenido mucho tiempo a ese respecto en los últimos años; he estado ocupado enfrentándome en combate. Como resultado, la comida ha escaseado este invierno. Okuda me cuenta que los Tres Países producen más arroz del que pueden consumir.
—Muchas zonas de nuestro país practican ahora la doble cosecha —explicó Takeo—. Es cierto, disponemos de considerables provisiones de arroz, al igual que de semillas de soja, cebada, mijo y sésamo. Hemos sido bendecidos con buenas recolecciones durante muchos años y no hemos padecido sequía ni inanición.
—Habéis creado una auténtica joya. No me extraña que sean tantos los que contemplan vuestros logros con avaricia.
Takeo hizo una leve reverencia.
—Soy la cabeza legítima del clan Otori y estoy al mando de los Tres Países conforme a la ley. Ejerzo un gobierno justo con la aprobación del Cielo. No es mi intención presumir, sino comunicaros que aunque busco vuestro apoyo y el favor del Emperador (de hecho, estoy dispuesto a someterme a vos como general de Su Majestad), ha de ser bajo condiciones que protejan a mi país y a mis herederos.
—Discutiremos todo eso más tarde. Primero, tomaremos algo de comer y beberemos.
A tono con la austeridad de la sala, la comida resultó delicada. Se sirvieron los elegantes platos de temporada propios de la capital; todos ellos suponían una extraordinaria experiencia para la vista y el gusto. También se ofreció vino de arroz, pero Takeo trato de beber con moderación pues las negociaciones podrían alargarse hasta la noche. Okuda y Kono se unieron a ellos en el almuerzo. La conversación, alegre, versó sobre numerosos temas: la pintura, la arquitectura y la poesía, así como las especialidades de los Tres Países en comparación con las de la capital. Hacia el final de la comida, Okuda, quien había bebido más que ninguno de los presentes, volvió a expresar su ferviente admiración por la hembra de
kirin.
—Anhelo mirarla con mis propios ojos —comentó Saga y se levantó de un salto, al parecer de forma impulsiva—. Vayamos a verla ahora. Es una tarde agradable. También podremos contemplar el terreno donde se celebrará el torneo. —Agarró a Takeo del brazo mientras caminaban hacia la entrada principal y, confidencialmente, le dijo:— Y tengo que conocer a vuestros participantes. El señor Miyoshi será uno de ellos, imagino, y algunos otros de vuestros guerreros.
—El segundo será Sugita Hiroshi. En cuanto al tercero, ya le conocéis. Se trata de mi hija, la señora Maruyama.
Saga se detuvo en seco, apretó con más fuerza el brazo de Takeo e hizo girar a éste para mirarle cara a cara.
—Eso me dijo el señor Kono, pero lo tomé como una broma. —Afirmó mientras clavaba una penetrante mirada en su interlocutor. Entonces soltó una carcajada y bajó la voz aún más:— Ya entiendo, desde el principio teníais la intención de someteros. Supongo que el torneo no es más que una formalidad para vos. Comprendo ahora vuestro razonamiento: así salvaréis las apariencias.
—No deseo confundiros —respondió Takeo—. El torneo no es una formalidad para mí, en absoluto. Me lo tomo con extremada seriedad, al igual que mi hija. Es mucho lo que está en juego.
Pero incluso antes de terminar de hablar, Takeo notó que la sombra de la duda le acechaba. ¿A qué le había conducido su confianza en los maestros de la Senda del
houou?
Temió que Saga se tomase la participación de Shigeko en sustitución de su padre como un insulto y se negase en rotundo a negociar.
Sin embargo, tras unos segundos de inesperado silencio, el señor de la guerra se echó a reír otra vez.
—¡Será un bonito espectáculo! La hermosa señora Maruyama compitiendo contra el guerrero más poderoso de las Ocho Islas —se rió por lo bajo mientras soltaba el brazo de Takeo y avanzaba a grandes pasos por la veranda, ordenando en alta voz:— ¡Okuda, tráeme el arco y las flechas! Quiero enseñárselos a mi rival.
Esperaron bajo los amplios aleros a que Okuda regresara de la armería. Volvió cargando él mismo con el arco, que superaba en longitud la envergadura de un hombre y estaba lacado en rojo y negro. Un lacayo le seguía, sujetando el carcaj ornamentado que contenía un manojo de flechas de golondrina de mar. Éstas, envueltas con cordel lacado en oro, no resultaban menos formidables. Saga extrajo una flecha y la sostuvo para que todos la admiraran. Era hueca y chata, elaborada con madera de paulonia; el extremo final se encontraba adornado de plumas blancas.
—Plumas de garza —señaló Saga, acariciándolas lentamente con un dedo mientras miraba a Takeo, quien era plenamente consciente del blasón de los Otori, la garza, bordado en la espalda de su túnica—. Confío en que el señor Otori no se ofenda. He descubierto que las plumas de garza son las que consiguen el mejor desplazamiento.
Entregó la flecha a su lacayo y agarró el arco que sujetaba Okuda, tras lo cual tiró de la cuerda y la flexionó con un ágil movimiento.
—Creo que es casi tan alto como la señora Maruyama —observó—. ¿Habéis participado alguna vez en una caza de perros?
—No, en el Oeste no cazamos perros —replicó ella.
—Es un gran deporte. ¡Los canes están ansiosos por participar! La verdad es que no se puede evitar sentir lástima por ellos. Desde luego, matarlos no es nuestra intención. Hay que avisar en voz alta cuando uno piensa que va a acertar. Me gustaría apresar un león o un tigre... ¡serían piezas de mucho más valor! Hablando de tigres —prosiguió, con uno de sus característicos cambios de tema; y tras devolver el arco y calzarse las sandalias en el escalón de la veranda, anunció—: Más tarde debemos hablar sobre el comercio. Enviáis barcos a Shin y a Tenjiku, tengo entendido.
Takeo asintió con un gesto.
—¿Y habéis recibido a los bárbaros del sur? Nos interesan muy especialmente.
—Traemos regalos para el señor Saga y para Su Divina Majestad procedentes de Tenjiku, Silla y Shin, y también de las Islas del Sur —respondió Takeo.
—¡Excelente, excelente!
Los porteadores del palanquín, que se encontraban arrellanados a la sombra en la parte exterior del portón de entrada, se pusieron en pie de un salto e hicieron humildes reverencias mientras sus señores se montaban en las lujosas literas para ser transportados, no muy confortablemente, a la mansión que ahora se había convertido en la residencia de los Otori. Los estandartes con la garza aleteaban por encima de la verja y a lo largo de la calle. El edificio principal estaba situado en el ala oeste de un extenso complejo. En el ala este se encontraban los establos, donde los caballos de Maruyama daban coces en el suelo y sacudían la cabeza; frente a ellos, en un recinto acotado con postes de bambú y cubierto con paja en uno de los lados, se hallaba el
kirin.
Alrededor de la verja se había congregado una nutrida multitud con la esperanza de conseguir vislumbrar al increíble animal; los niños se subían a los árboles y un joven decidido se apresuraba cargando con una escalera de mano.
El señor Saga era la única persona del grupo que aún no había contemplado a la fabulosa criatura. Todos le miraban con expectación, y no se desilusionaron. Ni siquiera Saga, con su inmensa capacidad de autocontrol, fue capaz de evitar que una expresión de estupor le cruzara el semblante.
—¡Es mucho más alto de lo que yo creía! —exclamó—. Debe de ser inmensamente fuerte y rápido.
—Es muy gentil —intervino Shigeko mientras se aproximaba al
kirin.
En ese momento Hiroshi llegó desde los establos llevando de las riendas a
Tenba;
el caballo se veía encabritado y no paraba de saltar.
—¡Señora Maruyama! —exclamó—. No os esperaba tan pronto.
Se produjo un instante de silencio. Takeo se dio cuenta de que Hiroshi había palidecido al volver la vista a Saga. Entonces el joven hizo una reverencia lo mejor que pudo, mientras sujetaba al caballo, y con cierta incomodidad explicó:
—He estado montando un rato.
Al ver a las tres criaturas que más apreciaba, la hembra de
kirin
comenzó a moverse de un lado a otro presa de la emoción.
—Dejaré a
Tenba
con ella —decidió Hiroshi—. Le echa de menos. Después de la separación durante el viaje, parecen más unidos que nunca.
Saga se dirigió a él como si se tratara de un mozo de cuadra.
—Saca al
kirin.
Quiero ver al animal de cerca.
—En seguida, señor —respondió Hiroshi con una profunda reverencia, mientras el color le regresaba al cuello y a las mejillas.
—El caballo es hermoso —comentó Saga mientras el joven ataba a
Tenba
a unas cuerdas colgadas en un rincón del recinto cerrado—. Tiene fuerza y es muy alto.
—Hemos traído de regalo muchos caballos de Maruyama —le indicó Takeo—. La señora Maruyama y el señor Sugita Hiroshi los crían y los doman. —Mientras Hiroshi sacaba al
kirin
del cercado, sujetando el cordón de seda, Takeo añadió:— Os presento a Sugita.
Saga inclinó la cabeza en dirección a Hiroshi con ademán descuidado, pues su atención estaba completamente volcada en el insólito animal. Alargó el brazo y acarició el pelaje castaño claro, adornado con curiosos dibujos.
—¡Es más suave que la piel de una mujer! —exclamó—. Imaginaos tenerlo extendido en el suelo o encima de la cama. —Como si de repente cayera en la cuenta del doloroso silencio que se había producido, se disculpó:— Sólo después de que muriera de viejo, claro está.
El
kirin
inclinó su largo cuello y, con gentileza, frotó su hocico contra la mejilla de Shigeko.
—Veo que sois a quien más aprecia —observó Saga, lanzando a la joven una mirada de admiración—. Os felicito, señor Otori. El Emperador quedará maravillado con vuestro regalo. Nunca se ha visto nada igual en la capital.
Sus palabras eran dadivosas, pero a Takeo le pareció detectar un matiz de envidia y de rencor en la voz del general. Tras inspeccionar los caballos y ofrecerle al señor Saga dos yeguas y tres sementales como regalo, regresaron a la residencia del señor de la guerra; no a la sala austera en la que habían estado antes, sino a un salón de audiencias ostentosamente decorado, donde un dragón volaba atravesando una pared y un tigre merodeaba por otra. En esta ocasión Saga no empleó el suelo, sino un asiento de madera tallada traído desde Shin, casi como el mismo Emperador. A esta reunión asistió un número más elevado de lacayos; Takeo se daba cuenta de la curiosidad que sentían hacia él mismo y, sobretodo, hacia Shigeko. Era inusual que una mujer se sentara entre hombres de aquella manera y tomara parte en las conversaciones sobre asuntos políticos. Takeo tenía la impresión de que se hallaban un tanto ofendidos ante semejante ruptura con la tradición; sin embargo, el linaje de Maruyama era más antiguo aún que el de Saga y su clan, o que el de cualquiera de los vasallos del general; era una estirpe tan antigua como la de la familia imperial, que descendía de la mismísima diosa del Sol a través de legendarias emperatrices.