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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (52 page)

En primer lugar, conversaron sobre las ceremonias relativas a la caza de perros, los días de festejos y rituales, la procesión del Emperador y el reglamento del torneo. A modo de ejemplo trazaron en el suelo dos círculos concéntricos con cuerda y explicaron que en cada asalto se soltaban seis perros, de uno en uno. El arquero galopaba alrededor del círculo central y se adjudicaban puntos dependiendo del lugar en que el perro fuera alcanzado. Se trataba de un juego de habilidad, y no de una carnicería; no era deseable que los animales resultaran gravemente heridos o muertos. Los canes eran blancos, de modo que la sangre se detectaba en seguida. Shigeko formuló una o dos preguntas técnicas acerca de las dimensiones de la pista y si existían restricciones en cuanto al tamaño del arco y las flechas. Saga respondió con precisión, dirigiéndose a ella con tono indulgente y arrancando sonrisas entre sus lacayos.

—Y ahora debemos proceder a conversar sobre el resultado —concluyó con tono afable—. Si la señora Maruyama se alza con la victoria, ¿cuáles son vuestras condiciones, señor Otori?

—Que el Emperador nos reconozca a mí y a mi esposa como los gobernantes legítimos de los Tres Países, que vos nos apoyéis a nosotros y a nuestros herederos y que ordenéis a Arai Zenko que se someta a nuestro mando. A cambio juraremos lealtad a vos y al Emperador en aras de la unidad y la paz de las Ocho Islas, proporcionaremos alimento, hombres y caballos para vuestras campañas futuras y abriremos nuestros puertos para que podáis comerciar. La paz y la prosperidad de los Tres Países depende de nuestro sistema de gobierno, que ha de mantenerse inalterado.

—Aparte de esta última cuestión, que me gustaría discutir más detenidamente, todo lo demás me parece aceptable —repuso Saga, sonriendo confiadamente.

"No le preocupa ninguna de mis condiciones, porque da por hecho que no tendrá que considerarlas", reflexionó Takeo.

—Y las del señor Saga, ¿en qué consisten? —preguntó.

—Que os retiréis inmediatamente de la vida pública y entreguéis los Tres Países a Arai Zenko, quien ya me ha jurado lealtad y es el legítimo heredero de su padre, Arai Daiichi; que os quitéis la vida o bien os retiréis al exilio en la isla de Sado; que me enviéis a vuestro hijo varón como rehén y que me ofrezcáis a vuestra hija en matrimonio.

Tanto las palabras como el tono empleado resultaban insultantes, y Takeo notó que la cólera empezaba a hervir a fuego lento en su interior. Vio la expresión de los rostros de los hombres: la consciencia —compartida por todos ellos— del poder y de la lascivia de su señor supremo, la gratificación que esto les causaba y el placer que sentían ante la humillación de Takeo.

"¿Por qué he venido aquí? Más vale morir en combate que someterme a esta deshonra." Permaneció sentado sin mover un músculo, con la claridad de que no tenía salida ni existían otras opciones: o accedía a las propuestas de Saga o bien las rechazaba, huyendo de la capital como un criminal y dispuesto para la guerra, si es que él y sus acompañantes vivían lo suficiente como para regresar a la frontera.

—En cualquier caso —prosiguió Saga—, considero que la señora Maruyama sería una esposa espléndida para mí, y os pido que consideréis mi oferta detenidamente.

—Me he enterado de vuestra reciente pérdida; os ofrezco mis condolencias —dijo Takeo.

—Mi difunta esposa era una buena mujer; me dio cuatro hijos sanos y cuidó del resto de mi prole; me parece que ahora son diez o doce. En mi opinión, un matrimonio entre nuestras familias sería más que recomendable.

El mismo dolor que Takeo había sentido cuando Kaede fuera secuestrada y apartada de él se le clavó ahora en el estómago. Resultaba ultrajante que tuviera que entregar a su querida hija a aquel ser brutal, mayor que el propio Takeo; un hombre que ya había tenido varias concubinas, que nunca trataría a Shigeko como gobernante por derecho propio, que tan sólo deseaba ser su dueño. Sin embargo, era el señor más poderoso de las Ocho Islas: el honor y las ventajas políticas de tal matrimonio resultarían inmensos. La oferta no se había formulado en privado; el insulto, en caso de que Takeo la rechazara, sería público.

Shigeko permanecía sentada con los ojos bajos, sin dar señal alguna de su reacción ante el asunto que se discutía.

Takeo contestó:

—El honor es excesivo para nosotros. Mi hija es aún muy joven, pero os lo agradezco de corazón. Me gustaría discutir el asunto con mi esposa: tal vez el señor Saga desconozca que ella comparte el gobierno de los Tres Países en igualdad conmigo. Estoy seguro de que, como a mí, le alegraría enormemente semejante unión entre nuestras familias.

—Me habría gustado perdonar la vida de vuestra esposa, ya que tiene un hijo de tan corta edad; pero si ella es vuestro igual en el gobierno, también tendrá que igualaros en la muerte o el exilio —replicó Saga con cierta irritación—. Digamos que si la señora Maruyama llegase a ganar, puede regresar junto a su madre para hablar del matrimonio.

Shigeko tomó la palabra por primera vez:

—Yo también tengo mis condiciones, si se me permite la palabra.

Saga dirigió la vista a sus hombres y sonrió con indulgencia.

—Escuchémoslas, señora.

—Solicito al señor Saga que prometa conservar la herencia de Maruyama a través de la línea femenina. Como cabeza de mi clan, ejerceré mi propia elección en cuestión de matrimonio tras consultar a mis lacayos principales, al igual que a mi padre y a mi madre en su calidad de mis señores supremos. Me siento inmensamente agradecida al señor Saga por su generosidad y por el honor que me otorga, pero no puedo aceptar sin la aprobación de mi clan.

Habló con decisión, pero con notable encanto, de manera que nadie pudiera sentirse ofendido. Saga le dedicó una reverencia.

—Veo que cuento con un digno rival —declaró.

Y la risa taimada de los hombres de Saga recorrió la estancia.

39

La luna nueva del sexto mes pendía del cielo, a espaldas de una pagoda de seis alturas, mientras regresaban a la residencia. Después de tomar un baño, Takeo envió a buscar a Hiroshi y le puso al tanto de las conversaciones del día, sin ocultarle nada y terminando con la propuesta de matrimonio.

Hiroshi escuchó en silencio, y luego se limitó a decir:

—No es algo inesperado, desde luego, y se trata de un gran honor.

—Sin embargo, es un hombre tan... —replicó Takeo en voz baja—. Shigeko seguirá tu consejo, además del de Kaede y el mío. Debemos tener en cuenta su futuro, sin olvidar lo que pueda ser más conveniente para los Tres Países. Supongo que no tendremos más remedio que tomar una decisión inmediatamente —exhaló un suspiro—. Es mucho lo que nos jugamos en este torneo, y los partidarios de Saga ya han decidido cuál va a ser el desenlace.

—El propio Matsuda Shingen os aconsejó acudir a Miyako, ¿no es cierto? Debéis tener fe en su buen juicio.

—Sí, es verdad; y la tengo. Pero ¿acatará Saga el acuerdo que él mismo ha aprobado? Es un hombre que odia perder, y está convencido de su victoria.

—La ciudad entera vibra de emoción por vos y la señora Shigeko, además de por el
kirin.
Se venden dibujos de la criatura y su imagen se está tejiendo en los paños y se borda en los ropajes. Cuando la señora Shigeko gane el torneo, como sucederá, contaréis con el apoyo y la protección que la alegría de la población os otorgará. Ya están componiendo canciones sobre la victoria de los Otori.

—Lo que más le gusta al pueblo son las leyendas de desgracia y las tragedias —replicó Takeo—. Cuando me encuentre exiliado en la isla de Sado, escucharán mi melancólica historia, llorarán por mí y disfrutarán con ello.

Se oyó una leve llamada en el exterior y cuando se abrió la puerta corredera Shigeko entró en la estancia seguida de Gemba, quien portaba una caja de laca negra con dibujos del
houou
grabados en oro. Takeo observó cómo su hija dirigía la vista a Hiroshi: las miradas de ambos se encontraron con una expresión tan profunda de afecto y confianza mutuos, que su corazón de padre se retorció a causa de la lástima y el remordimiento. "Ya son como un matrimonio, se hallan unidos por vínculos igual de fuertes", reflexionó. Deseó haber podido entregar a Shigeko a aquel joven por quien tanto aprecio sentía, que le había sido infaliblemente fiel desde que era niño, cuya inteligencia y valentía conocía y a quien su hija amaba profundamente. Con todo, este conjunto de cosas no podía equipararse al estatus y la autoridad de Saga.

Gemba interrumpió sus reflexiones:

—Takeo, hemos pensado que te gustaría ver las armas de la señora Shigeko.

Colocó la caja en el suelo y la joven se arrodilló para abrirla. Con cierta inquietud, Takeo comentó:

—Ese estuche es muy pequeño; no puede contener un arco con flechas.

—Bueno; es pequeño, sí —admitió Gemba—. Pero tu hija no es muy alta; debe llevar algo que pueda manejar.

Shigeko extrajo un pequeño arco exquisitamente elaborado, un carcaj y varias flechas de punta chata adornadas con plumas blancas y doradas.

—¿Es acaso una broma? —preguntó Takeo, con el corazón contraído por el temor.

—En absoluto, Padre. Mira, las flechas llevan plumas de
houou.

—Hay tantos pájaros esta primavera que hemos podido recolectar las plumas necesarias —explicó Gemba—. Las dejan caer sobre el suelo, como si las ofrecieran.

—¡Este juguete apenas conseguiría alcanzar a una golondrina, y mucho menos a un perro! —protestó Takeo.

—Tú eres el primero que no desea que lastimemos a los perros, Padre —indicó Shigeko, sonriendo—. Sabemos cuánto te gustan.

—¡Pero es una caza de perros! Se trata de alcanzar a los más posibles, en mayor número que Saga.

—Y lo lograremos —intervino Gemba—; pero con estas flechas no hay peligro de que resulten heridos.

Takeo recordó la llama que tiempo atrás consiguiera acabar con su irritación e intentó suprimir la indignación que ahora sentía.

—¿Trucos mágicos, otra vez?

—Bastante más que eso —respondió Gemba—. Utilizaremos el poder de la Senda del
houou:
el equilibrio entre lo masculino y lo femenino. Mientras la balanza se conserve, dicha fuerza resultará invencible. Eso es lo que mantiene unidos a los Tres Países: tú y tu mujer sois los símbolos vivientes de esa armonía. Vuestra hija es el resultado, la manifestación —Gemba sonrió de modo tranquilizador, como entendiendo las reservas implícitas de Takeo—. La prosperidad y la satisfacción de las que te sientes tan orgulloso no serían posibles sin el contrapeso de ambos elementos. El señor Saga no reconoce la importancia del elemento femenino, y por eso será derrotado.

Mientras se daban mutuamente las buenas noches, Gemba añadió:

—No te olvides de ofrecer mañana tu sable
Jato
al Emperador. —Al ver la expresión de asombro por parte de Takeo, prosiguió:— El sable fue requerido en el primer mensaje de Kono, ¿no es cierto?

—Bueno, sí; pero también pidieron mi exilio. ¿Y si decide quedárselo?


Jato
siempre encuentra el camino hasta su dueño legítimo, ¿verdad? En todo caso, ya no puedes usarlo. Ha llegado la hora de que lo entregues.

Era cierto que Takeo no había utilizado el sable en batalla desde la muerte de Kikuta Kotaro y la amputación de sus propios dedos, pero raro era el día que no lo llevaba consigo, y había adquirido la destreza suficiente a la hora de emplear la mano izquierda para sujetar la derecha, al menos en los ejercicios de entrenamiento.
Jato
tenía un valor incalculable para él; se lo había entregado Shigeru y era el símbolo visible de su gobierno legítimo. La idea de renunciar a él le perturbó hasta tal punto que, tras enfundarse las ropas de dormir, sintió que necesitaba unos momentos de meditación.

Despidió a Minoru y a los sirvientes y se sentó a solas en la habitación en penumbra, escuchando los ruidos de la noche y aminorando la velocidad de su respiración y sus pensamientos. La música y los tambores resonaban desde la orilla del río, donde los habitantes de la ciudad cantaban y bailaban. Las ranas croaban en un estanque del jardín y los grillos chirriaban entre los arbustos. Lentamente, fue cayendo en la cuenta de lo acertado del consejo de Gemba: devolvería su sable
Jato
a la familia imperial, de donde el arma procedía.

* * *

El sonido de la música y los tambores continuó hasta bien entrada la noche, y a la mañana siguiente las calles volvieron a abarrotarse de hombres, mujeres y niños que entonaban canciones y danzaban. Al aguzar el oído mientras se preparaba para la audiencia ante el Emperador, Takeo escuchó baladas acerca del
kirin,
y también sobre el
houou:

El houou anida en los Tres Países;

el señor Otori ha llegado a la capital.

Trae un kirin de regalo para el Emperador

y sus caballos cabalgan por nuestra tierra.

¡Bienvenido, señor Otori!

—Anoche salí a conocer el ambiente que reinaba en la ciudad —comentó Hiroshi—. Les hablé a algunas personas de las plumas del
houou.

—¡Pues parece que ha surtido efecto! —respondió Takeo, estirando los brazos mientras le colocaban la pesada túnica de seda.

—La gente contempla nuestra visita como un presagio de paz.

Takeo no contestó inmediatamente, pero notó que la sensación de calma que había alcanzado la noche anterior se agudizaba. Recordó todas las enseñanzas que había recibido a lo largo de su vida, desde Shigeru hasta Matsuda, pasando por la Tribu. Se sintió seguro e impasible; todo atisbo de nerviosismo te abandonó.

Sus acompañantes también parecían hallarse imbuidos de la misma confianza y entereza. Takeo fue transportado en un palanquín profusamente decorado, mientras que Shigeko e Hiroshi cabalgaban en
Ashige
y
Keri —
los caballos de crines negras— a ambos lados del
kirin.
Cada uno agarraba uno de los dos cordones de seda sujetos al collar del animal, el cual había sido elaborado con cuero y forrado de pan de oro. La extraordinaria criatura caminaba con la elegancia y la imperturbabilidad habituales, girando el largo cuello para bajar la mirada hacia la devota multitud. Los gritos y la emoción del ambiente no afectaban a su compostura, ni a la de los que cuidaban del animal.

El Emperador había realizado el corto trayecto entre el Palacio Imperial y el Gran Santuario en un ornamentado carruaje de laca tirado por bueyes negros, y alrededor de la entrada al templo se veían otros tantos que transportaban a hombres y mujeres de la nobleza. Los edificios del santuario, recién pintados y restaurados, ostentaban un reluciente color bermellón. Frente a ellos, en el interior del recinto, se podía observar la amplia pista en la que se celebraría el torneo y donde ya se habían marcado los círculos concéntricos. Los porteadores del palanquín pasaron trotando por encima de la pista, seguidos por el cortejo de Takeo. Aunque los centinelas del templo contenían entre sonrisas a la enardecida multitud, dejaron las verjas abiertas. Los bordes del terreno de competición se hallaban jalonados por hileras de pinos bajo cuyas copas se habían erigido plataformas de madera, así como carpas y pabellones de seda para los espectadores; cientos de banderas y estandartes ondeaban bajo la brisa. Muchos de los presentes, entre ellos guerreros y nobles, ocuparon sus asientos aunque el torneo no se celebraría hasta el día siguiente, ya que desde allí podrían ver mejor al
kirin.
Las mujeres, con largas melenas negras, y los hombres, tocados con gorros de ceremonia, habían traído consigo almohadones y parasoles de seda, así como abundante comida en cajas de laca. Al alcanzar la siguiente verja el palanquín fue depositado en el suelo y Takeo descendió de él. Shigeko e Hiroshi desmontaron y, mientras éste sujetaba las riendas de los caballos, Takeo se dirigió junto a su hija y el
kirin
hembra hacia el edificio principal del santuario.

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