—Se mareó en el barco y eso le avergüenza, pero se ha alegrado mucho de ver a su hermano. —Takeo se quedó en silencio unos instantes y luego añadió:— Retrasaremos la cuestión de la adopción hasta el nuevo nacimiento. No quiero crear esperanzas que luego pudieran no cumplirse, o causar complicaciones de cara al futuro.
—Una buena decisión. Aunque me temo que a Zenko y Hana no les agradará.
—Sólo se trata de un aplazamiento, no de una negativa en toda regla —señaló Takeo.
—Marido mío, te has vuelto sabio y cauteloso —se admiró ella, riéndose.
—Mejor así. Confío en haber dominado la imprudencia y la falta de reflexión de mis años jóvenes. —Takeo meditó lo que debía decir a continuación y, tras decidirlo, añadió:— Han llegado otros pasajeros de Hofu. Dos extranjeros y una mujer que les sirve de intérprete.
—¿Con qué propósito han venido a Hagi, en tu opinión?
—Para aumentar sus oportunidades comerciales, supongo; o para conocer un poco más de un país que supone un misterio para ellos. No he tenido ocasión de hablar con Ishida; puede que él tenga más información. Necesitamos ser capaces de entenderlos. Había pensado que aprendieras su idioma, con la ayuda de la mujer que les acompaña; pero dadas las circunstancias, no quiero cargarte con más obligaciones.
—Estudiar y aprender una lengua es una de las cosas que más me gustan. Me parece una ocupación ideal en un momento en el que no podré hacer otras actividades. Claro que lo haré pero, ¿quién es esa mujer que viene con ellos? Me llama la atención que haya aprendido el idioma extranjero.
Con voz distante, Takeo respondió:
—No quiero que te sobresaltes, pero tengo que decírtelo. Procede del Este, y vivió durante un tiempo en Inuyama. Nació en la misma aldea que yo, y de la misma madre. Es mi hermana.
—¿Tu hermana, a la que creías muerta? —Kaede estaba atónita.
—Sí, la pequeña. Madaren.
Kaede frunció la frente.
—Qué nombre tan extraño.
—Es común entre los Ocultos. Tengo entendido que después de la matanza adoptó otro nombre. Los soldados que mataron a su... a nuestra madre y a nuestra hermana la vendieron a un burdel. Ella huyó a Hofu y trabajó en otra casa de citas, donde conoció al extranjero llamado don Joao. Madaren habla su idioma con fluidez.
—¿Cómo sabes todo esto?
—Nos encontramos por casualidad en una taberna de Hofu. Yo iba disfrazado. Me había reunido con Terada Fumio con la esperanza de que pudiera interceptar las armas de fuego pasadas de contrabando; luego resultó ser imposible. Nos reconocimos mutuamente.
—Pero han pasado muchos años... —Kaede le miraba fijamente, con lástima e incredulidad al mismo tiempo.
—Estoy seguro de que es ella. Volvimos a encontrarnos otra vez, brevemente, y me convencí. Hice que la investigaran y me enteré de parte de su vida. Le dije que le ofrecería mi ayuda, pero que no quería volver a verla porque el abismo que nos separa es infranqueable; pero ahora ha venido a Hagi... Es natural que se sienta atraída hacia los extranjeros, dado que la religión de éstos abraza, en esencia, las mismas creencias de los Ocultos. No tengo intención de reconocerla como pariente mía, pero es posible que corran rumores y quería que escucharas la verdad de mis propios labios.
—Supongo que nos sería útil como intérprete y como profesora. ¿Crees que podrías persuadirla para que actuara de espía?
Daba la impresión de que Kaede se esforzaba por dominar su sorpresa y dejarse guiar por el sentido común.
—Seguro que será una fuente de información, de manera consciente o sin darse cuenta; pero la información fluye en dos direcciones. Puede que Madaren sea una vía eficaz para plantar ideas en las mentes de los extranjeros. Por consiguiente, te pido que la trates con amabilidad, incluso con respeto; pero que no le desveles ningún secreto y jamás le hables de mí.
—¿Se parece a ti? Estoy deseando conocerla.
Takeo negó con la cabeza.
—Se parece a su madre.
—Hablas con mucha frialdad —observó Kaede—. ¿No te emocionaste al encontrarla viva? ¿No quieres que pase a formar parte de tu familia?
—Creía que había muerto; lloré su pérdida. Ahora, no sé cómo tratarla. Ya no soy el niño que su hermano era; soy una persona totalmente diferente. El hueco entre nosotros en lo tocante a rango y estatus es gigantesco. Además ella es una devota ferviente y yo no creo en nada, y nunca volveré a abrazar la religión de nuestra niñez. Sospecho que los extranjeros quieren propagar su doctrina, convertir a la población. ¿Quién sabe por qué? Yo no puedo permitir que una sola de las muchas creencias predomine sobre mí, porque tengo la obligación de proteger a unas de las otras en caso de que la lucha entre religiones pudiera fragmentar nuestra sociedad.
—Nadie que te observara dirigiendo las ceremonias en el templo y el santuario te tomaría por no creyente —comentó Kaede—. ¿Y qué me dices de mi nuevo santuario, y la estatua?
—Conoces mi destreza como actor —respondió Takeo con una repentina nota de amargura—. No me importa fingir en aras de la estabilidad; pero cuando se pertenece a los Ocultos no puede existir fingimiento alguno en lo que a las creencias se refiere. Uno se expone a la despiadada mirada del Secreto, que todo lo ve.
"Si mi padre no se hubiera convertido, aún estaría vivo. Y yo habría sido otra persona", reflexionó Takeo.
—¡Pero el dios de los Ocultos tiene que ser bueno! —exclamó Kaede.
—Con sus creyentes, tal vez. Los que no lo son están condenados al Infierno para la eternidad.
—¡Nunca lo habría creído! —exclamó Kaede tras unos segundos de reflexión.
—Yo tampoco; pero eso es lo que creen los Ocultos, y también los extranjeros. Debemos ser muy cautelosos con ellos; si consideran que ya estamos condenados, pueden encontrar justificado tratarnos con desprecio o maldad.
Takeo percibió que Kaede sentía un escalofrío y temió que hubiera tenido una premonición.
En el octavo mes llegó el Festival de los Muertos. El litoral y las orillas del río se abarrotaron de gente; sus siluetas danzantes se recortaban bajo la luz de las hogueras e innumerables lámparas flotaban en las aguas oscuras. La población daba la bienvenida a los muertos, les agasajaba y les despedía con la habitual combinación de tristeza y alegría, temor y exaltación. Maya y Miki encendieron velas para Kenji, a quien añoraban profundamente; pero a pesar de su desconsuelo no se abstenían de continuar con su nuevo pasatiempo, que consistía en atormentar a Sunaomi y Chikara. Habían escuchado a escondidas las conversaciones de los mayores y conocían la posibilidad de que sus padres adoptaran a uno de los niños. También eran conscientes del afecto de Kaede hacia sus sobrinos, e imaginaban que les prefería a ellos por ser varones.
No les habían comunicado el embarazo de Kaede; pero al ser observadoras y despiertas, las gemelas lo averiguaron, y el hecho de que no se hablara de ello abiertamente les preocupaba aún más. Los días de verano eran largos y calurosos, y todos cuantos rodeaban a las niñas se mostraban irritables. Shigeko parecía haber entrado de forma natural en la madurez y se mostraba distante con sus hermanas. Pasaba más tiempo con su padre, comentando la visita a la capital prevista para el año siguiente y otros asuntos de gobierno. Shizuka estaba atareada con la administración de la Tribu.
A las gemelas no se les permitía salir solas de la residencia, sino únicamente yendo acompañadas y en ocasiones especiales; pero ya eran muy hábiles en cuanto a las dotes de la Tribu y aunque se suponía que no debían emplearlas, con frecuencia las ponían a prueba porque se aburrían y se sentían abandonadas.
—¿Qué sentido tiene todo ese entrenamiento si nunca utilizamos nuestros poderes? —gruñía Maya en voz baja, y su hermana se mostraba de acuerdo.
Miki podía desdoblarse en dos cuerpos durante el tiempo suficiente para dar la impresión de que Maya se encontraba en una habitación con ella, mientras ésta se hacía invisible para acercarse a Sunaomi y Chikara y aterrorizarles soplándoles en la nuca o rozándoles inesperadamente el cabello. Ambas obedecían la prohibición de no salir al exterior, pero les fastidiaba: anhelaban explorar la bulliciosa y fascinante ciudad, el bosque más allá del río, los alrededores del volcán, la frondosa colina que descollaba sobre el castillo.
—Allí hay duendes —aseguró Maya a Sunaomi—, con narices largas y ojos saltones.
Señaló la colina, donde los oscuros árboles formaban una masa impenetrable. Dos cometas volaban por el aire. Los cuatro niños se encontraban en el jardín a media tarde del tercer día del Festival. El calor había sido asfixiante desde por la mañana; incluso en al jardín, bajo los árboles, seguía siendo insoportable.
—No me asustan los duendes —respondió Sunaomi—. ¡No hay nada que me dé miedo!
—Esos duendes se comen a los niños —susurró Miki—. Se los comen crudos, mordisco a mordisco.
—¿Como los tigres? —replicó él con tono de mofa, lo que irritó a Maya en mayor medida.
La gemela no había olvidado las palabras de Sunaomi a su padre, la inconsciente presunción de superioridad por parte de su primo: "Después de todo, sólo son niñas". Las pagaría por eso. Maya notó que el gato se removía en su interior y flexionó las manos.
—Aquí no pueden cogernos —dijo Chikara con nerviosismo—. Hay demasiados guardias.
—Ah, claro. Es fácil ser valeroso cuando hay centinelas alrededor —desafió Maya a Sunaomi—. Si fueras valiente de veras, saldrías del castillo solo.
—Me lo han prohibido —replicó.
—¡Te da miedo!
—¡No, no es verdad!
—Pues adelante. A mí no me da miedo. He estado en casa de Akane, y eso que allí vive su fantasma. Lo he visto.
—Akane odia a los chicos —susurró Miki—. Los entierra vivos en el jardín para que los arbustos crezcan y den buen olor.
—Sunaomi no se atrevería a ir a esa casa —desafió Maya, esbozando una sonrisa que dejaba a la vista sus pequeños dientes blancos.
—En Kumamoto me mandaron al cementerio de noche para recoger una linterna. ¡Y no vi un solo fantasma! —declaró Sunaomi.
—Pues ve a casa de Akane y trae un ramillete de flores.
—No me costaría nada —se jactó el niño—. Pero no puedo; lo dijo tu padre.
—Tienes miedo —insistió Maya.
—No es fácil salir sin que me vean.
—Es fácil si no tienes miedo. Sólo estás poniendo excusas —Maya se levantó y se dirigió al borde del muro que daba al mar—. Descenderás por aquí cuando baje la marea y caminarás por las rocas hasta la playa.
Sunaomi se acercó y vio lo que le señalaba Maya: la masa de pinos donde se encontraba la casa de Akane, vacía y con aspecto abandonado. Se hallaba a medio desmantelar, pues se habían iniciado las obras del nuevo santuario; al no ser ya una vivienda y no haberse construido el templo aún, recordaba al mundo intermedio de los espíritus. En la media marea, las rocas que despuntaban se veían afiladas y resbalosas.
—Podrías ir esta noche —Maya se giró hacia a Sunaomi. Le sostuvo la mirada unos instantes hasta que los ojos del niño empezaron a girar.
—¡Maya! —advirtió Miki con un grito.
—¡Ay, perdóname, primo! Se me había olvidado. No debo mirar a la gente. Se lo prometí a mi padre —y tras darle a Sunaomi una rápida bofetada en la mejilla para despertarle, regresó junto a Chikara.
—¿Sabes qué? Si me miras a los ojos, te quedarás dormido y nunca despertarás.
Sunaomi llegó corriendo en defensa de su hermano.
—¿Sabes que en Kumamoto ya estarías muerta? ¡Allí matamos a los gemelos!
—No me creo nada de lo que me dices —replicó Maya—. Todo el mundo sabe que los Arai son unos cobardes y unos traidores.
Sunaomi se irguió con ademán orgulloso.
—Si fueras varón, te mataría; pero ya que sólo eres una niña, iré a esa casa y te traeré lo que quieras.
Cuando llegó el ocaso, el cielo estaba despejado y en el luminoso ambiente no soplaba una gota de viento. Pero a medida que la luna se elevaba, una noche después del plenilunio, ésta arrastraba desde el este una extraña masa de nubes negras que se extendió por todo el cielo, aniquilando a las estrellas y tragándose finalmente la propia luna. El mar y la tierra se fundieron en uno. La única luz visible era la de los rescoldos de las hogueras, que aún ardían en la playa.
Sunaomi era el hijo mayor de una familia de guerreros y había sido entrenado desde la infancia para tener dominio de sí mismo y sobreponerse al miedo. Aunque sólo tenía ocho años, no le resultó difícil permanecer despierto hasta la medianoche. A pesar de su fingido aplomo se encontraba un tanto asustado, aunque más por el hecho de desobedecer a su tío que por el peligro físico o los fantasmas. Los lacayos que le habían acompañado desde Hofu se alojaban, por orden de Takeo, en uno de los pabellones que el clan Otori tenía en la ciudad. Los guardias del castillo estaban apostados en su mayor parte a las puertas de entrada y alrededor de las murallas delanteras. Una patrulla recorría los jardines a intervalos regulares. Sunaomi escuchó cómo los soldados pasaban ante las puertas abiertas de la habitación que él y Chikara compartían junto con las dos doncellas que cuidaban de ellos. Ambas muchachas estaban profundamente dormidas y una roncaba ligeramente. Sunaomi se levantó a toda prisa, dispuesto a alegar que iba a las letrinas si una de las dos se despertaba; pero ninguna se movió.
Fuera, la noche estaba en calma. El castillo y la ciudad dormían. Bajo la muralla el mar murmuraba con suavidad. Apenas capaz de discernir nada, Sunaomi respiró hondo y empezó a bajar a tientas la gran rampa del muro, construida a base de enormes piedras encajadas que dejaban entre sí el espacio suficiente para introducir los dedos. Se curvaba ligeramente hacia fuera, en dirección al agua. En varias ocasiones, el niño creyó estar atrapado, incapaz de subir o bajar. Le vinieron a la mente los monstruos que solían emerger del mar, peces enormes o pulpos gigantescos que en cualquier momento podrían arrojarle a la oscuridad. El mar se quejaba, ahora con más fuerza. Sunaomi escuchaba el sonido del agua al arremolinarse entre las rocas.
Cuando el niño, calzado con sandalias de paja, rozó con los pies la superficie de la primera roca, se resbaló de inmediato y estuvo a punto de caerse directamente al agua. Tratando con desesperación de encontrar un asidero se agachó, y las afiladas conchas se le clavaron como cuchillos en las palmas de las manos y en las rodillas. Una ola le empapó e hizo que las decenas de pequeños cortes le escocieran. Apretando los dientes, fue avanzando como un cangrejo en dirección a la orilla, guiado por los rescoldos de las hogueras.