Read El hombre de la pistola de oro Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco
—¿Le gustaría ganar uno de los grandes, mil dólares? -—preguntó por fin.
—Es posible —contestó Bond. Se detuvo y añadió—: Es probable.
Y lo que quería decir en realidad era: «¡Por supuesto! Si eso ha de significar estar cerca de ti, amigo mío».
Scaramanga fumó algún tiempo más en silencio. Un coche se detuvo fuera y dos hombres subieron rápidamente por los escalones riendo. Cuando cruzaron la cortina de cuentas, los trabajadores jamaicanos dejaron de reír y se dirigieron en silencio hacia el mostrador, donde empezaron a hablar con Tiffy en susurros. Luego los dos hombres arrojaron un billete de una libra sobre la barra y, dando un amplio rodeo para no acercarse a los blancos, desaparecieron tras las cortinas del fondo de la sala. Bond oyó que sus risas comenzaban de nuevo a medida que subían por las escaleras.
Scaramanga no había apartado los ojos del rostro de Bond. Ahora le dijo, manteniendo la voz muy baja:
—Yo mismo tengo un problema. Algunos socios míos han invertido dinero en el plan de desarrollo que se está llevando a cabo en Negril, al extremo de la propiedad, en un lugar llamado Bloody Bay. ¿Lo conoce?
—Lo he visto en el mapa, está muy cerca de la bahía de Green Island.
—Eso es. Bien, yo tengo algunas acciones en el negocio, y hemos empezado la construcción del hotel Thunderbird. Ya hemos finalizado la primera planta y los salones principales y el restaurante, etcétera. Pero el auge turístico ha aflojado (los norteamericanos tienen miedo de estar tan cerca de Cuba o algo por el estilo), los bancos han empezado a tener dificultades y el dinero escasea. ¿Me sigue?
—Así que tienen las obras paralizadas.
—Exacto. Ahora tengo que abrir el hotel unos cuantos días porque viene media docena de los principales accionistas para celebrar una reunión. Sólo quieren echar una ojeada al lugar y ponernos todos de acuerdo acerca de qué haremos con el negocio. Ahora bien, como yo quiero que esos chicos se lo pasen bien, he contratado un conjunto picante de Kingston, con cantantes de calipso, bailarinas, muchas chicas, y todas esas tonterías… También podrán nadar. Y una de las atracciones del lugar será un ferrocarril a pequeña escala que se usaba para transportar la caña de azúcar. Va desde el hotel hasta la bahía de Green Island, donde tengo una embarcación Chris Roamer 44. Se puede hacer pesca submarina… Eso será otra excursión. ¿Me sigue? Quiero hacer que los chicos se lo pasen en grande.
—De manera que ellos se entusiasmen y le compren su parte de las acciones, ¿verdad?
Scaramanga frunció el ceño con irritación.
—No pienso pagarle uno de los grandes para que saque algunas ideas equivocadas. Ni siquiera una idea.
—Entonces, ¿para qué?
Durante un momento, Scaramanga continuó con su rutina de fumador, con los pequeños pilares de humo desvaneciéndose una y otra vez en el interior de sus negras fosas nasales. Eso parecía relajarle. Luego su frente se despejó.
—Algunos de estos hombres son algo brutales —dijo—. Todos somos accionistas, por supuesto, pero eso no significa necesariamente que nos una ningún tipo de amistad. ¿Me comprende? Llevaré a cabo algunas reuniones, reuniones privadas, quizás con sólo dos o tres de los chicos cada vez…, para tantear los diferentes intereses. Es probable que a alguno de los otros muchachos, los que no hayan sido invitados a una reunión en particular, se les meta en la cabeza la idea de intervenir o de averiguar, de una forma u otra, lo que está sucediendo. Y se me acaba de ocurrir que usted, dedicándose a temas de seguridad y todo eso, actuara como una especie de vigilante para esas reuniones, limpiara la sala de micrófonos, se quedara al otro lado de la puerta y vigilara que nadie curiosee por allí…, en fin, cuidara de que cuando yo quiera estar en privado, esté en privado. ¿Capta la idea?
Bond pudo reprimir una carcajada.
—Así que quiere contratarme como una especie de guardaespaldas personal. ¿Se trata de eso?
El ceño regresó a la frente del otro.
—¿Y qué hay de gracioso en ello, caballero? Es un buen dinero, ¿no? Tres, quizás cuatro días en un garito lujoso como el Thunderbird. Y mil dólares al final de todo. Qué hay de ridículo en esta proposición, ¿eh?
Scaramanga hizo picadillo la colilla de su puro contra la parte inferior de la mesa con una cascada de chispas.
Bond se frotó la nuca como si reflexionara, lo que, en efecto, estaba haciendo de manera vertiginosa. Sabía que el otro no le había contado la historia completa. También sabía que resultaba sospechoso, por no decir algo peor, que aquel hombre contratara a un completo extraño para que le hiciera ese tipo de encargo. Sólo el trabajo en sí se sostenía, pero no demasiado. Tenía sentido que Scaramanga no quisiera contratar a un hombre del lugar, a un ex policía por ejemplo, incluso aunque encontrara a uno dispuesto a ello. Un hombre de esas características quizás tuviese amigos en el negocio hotelero que estarían interesados en el aspecto especulativo del desarrollo de Negril. Por supuesto, en el aspecto positivo, Bond estaba consiguiendo algo que nunca hubiera imaginado que fuera posible: meterse en el corazón mismo de la guardia de Scaramanga. Pero ¿lo haría? Se percibía un fuerte olor a trampa. Sin embargo, dado que Bond, por alguna misteriosa artimaña del destino, no había sido eliminado aún, no era capaz de ver, por nada del mundo, cuál sería el perjuicio. Bien, decididamente, tenía que apostar. En muchos aspectos, era una oportunidad entre un millón.
Bond encendió un cigarrillo y le dijo:
—Sólo me reía ante la idea de que un hombre, con su destreza particular, buscara protección. Pero, en fin, como todo eso me suena a mucha diversión, iré. ¿Cuándo empezamos? Tengo el coche al final de la calle.
Scaramanga consultó su reloj de pulsera, una delgada esfera de oro montada en un brazalete de oro de dos colores.
—Las seis treinta y dos —dijo—. Mi coche estará fuera ya. —Se levantó.— Vámonos. Pero no olvide una cosa, señor como se llame: me sulfuro con facilidad. ¿Me ha entendido?
—Ya he visto cómo se ha molestado con esos pájaros inofensivos —le respondió Bond con despreocupación. Se puso en pie—. No hay razón alguna por la cual ninguno de nosotros se tenga que sulfurar.
—Bien, entonces —dijo Scaramanga con indiferencia.
Caminó hasta el fondo de la sala y cogió su maleta, que tenía aspecto de nueva, pero de poca calidad. Se dirigió a grandes zancadas hacia la salida y, haciendo chocar la cortina de cuentas al pasar, bajó por los escalones.
Bond se acercó rápidamente a la barra.
—Adiós, Tiffy. Espero volver por aquí algún día. Si alguien preguntara por mí, dile que estoy en el hotel Thunderbird, en Bloody Bay.
Tiffy tendió una mano y le tocó la manga con timidez.
—Vaya con cuidado por allí, señor Mark. Hay dinero de gángsters en ese lugar. Y cuídese mucho. —Movió la cabeza en dirección a la salida.— Ese es el peor hombre del que he oído hablar jamás. —Luego se inclinó hacia delante y susurró—: En la bolsa hay maría
[3]
por valor de mil dólares. Un «rasta» la dejó para él esta mañana, así que la husmeé. —Retrocedió con rapidez.
—Gracias, Tiffy —dijo Bond—. Haz que la obá Edna realice un buen trabajo. Ya te explicaré por qué algún día, espero. ¡Adiós!
Salió rápidamente y bajó a la calle, donde esperaba un Thunderbird rojo descapotable, con el tubo de escape sonando como el de una lancha rápida de lujo. El chófer era un jamaicano vestido con elegancia, con gorra de visera. Una banderola roja en la antena de la radio llevaba escrito
hotel thunderbird
con letras doradas. Scaramanga ya estaba sentado junto al chófer.
—Siéntese detrás —dijo a Bond con impaciencia— y le acercaremos hasta su coche. Luego nos sigue. Después de un trozo, hay buena carretera.
James Bond entró en el coche y empezó a preguntarse si debería disparar al hombre en la nuca, el viejo punto de perforación de la Gestapo-KGB. Pero una mezcla de razones se lo impidió: le picaba la curiosidad, sentía un odio profundo por el asesinato a sangre fría, le daba la sensación de que aquél no era el momento predestinado para ello y existía la probabilidad de que tuviera que asesinar al chófer también; todo eso en combinación con la suavidad de la noche y con el hecho de que en el aparato de música estaba sonando ahora una buena grabación de una de sus canciones favoritas,
Cuando te vayas
, al mismo tiempo que las cigarras cantaban desde el viejo
Lignum vitae
. Todo le dijo que aún no era el momento. Pero en el preciso instante en que el coche descendía por Love Lane en dirección al brillo del mar, James Bond supo que no sólo estaba desobedeciendo órdenes o, en el mejor de los casos, esquivándolas, sino comportándose como un completo imbécil.
Cuando se llega a un lugar durante una noche oscura, en especial en una tierra extraña que nunca se ha visto antes —una casa extraña, quizás, o un hotel—, incluso al hombre más avispado le asaltan las confusas sensaciones del más humilde turista.
James Bond conocía el mapa de Jamaica por encima. Sabía que el mar había estado siempre cerca, a su izquierda, y cuando, siguiendo las gemelas luces rojas del coche de delante, atravesó la impresionante verja de hierro forjado de la entrada y avanzó por la avenida de jóvenes palmeras reales, oyó las olas que morían en la playa, muy cerca de su coche. Mientras se acercaba, supuso que los campos de caña de azúcar debían de estar al otro lado de un alto muro recién construido alrededor de la propiedad Thunderbird. Se percibía un ligero olor a manglar que bajaba del pie de las altas colinas, cuya silueta había vislumbrado ligeramente bajo la luz de la luna creciente que se deslizaba por la derecha. A pesar de todo, no disponía de pistas para saber con exactitud dónde se encontraba o a qué tipo de lugar se dirigía. Y a él en especial esa sensación le producía gran incomodidad. La primera norma que un agente secreto debe seguir es orientarse geográficamente a la perfección, determinar los medios de acceso y salida, y garantizar las comunicaciones con el mundo exterior. James Bond fue consciente, y eso le causó desazón, de que llevaba una hora conduciendo en el limbo y de que su contacto más cercano era la joven del burdel, a cincuenta kilómetros de distancia. La situación no era tranquilizadora.
Un kilómetro más adelante, alguien había visto los faros del coche que se acercaba en cabeza y encendió luces, ya que un súbito resplandor amarillo brillante llegó a través de los árboles, y una última curva de la avenida descubrió el edificio del hotel. Con aquella iluminación teatral y la negra oscuridad de alrededor que ocultaba cualquier evidencia de los paralizados trabajos de construcción, el lugar parecía magnífico. El inmenso pórtico con columnas en rosa pálido y blanco proporcionaba al hotel una fachada aristocrática. Cuando Bond alcanzó la entrada detrás del otro coche, vio, a través de las altas ventanas estilo Regencia, la perspectiva de los suelos de mármol blanco y negro bajo las brillantes arañas. El jefe de botones y su personal jamaicano, vestidos todos con chaquetas rojas y pantalones negros, bajaron corriendo por los escalones y, tras mostrar gran deferencia a Scaramanga, cogieron su maleta, así como la de Bond. A continuación, el pequeño desfile se dirigió hacia la recepción, donde Bond se registró como Mark Hazard, con la dirección de Kensington del Transworld Consortium.
Scaramanga, que había estado hablando con un hombre que parecía ser el director del hotel, un joven norteamericano de rostro y traje pulcros, se volvió hacia Bond y le indicó:
—Usted está en la habitación número 24 en el ala oeste. Yo me hallo muy cerca, en la 20. Pida lo que quiera al servicio de habitaciones. Le veré por la mañana, sobre las diez. Los chicos empezarán a llegar alrededor del mediodía desde Kingston. ¿De acuerdo?
Aquellos fríos ojos en el severo rostro denotaban que no le importaba si estaba de acuerdo o no. Bond asintió. Siguió a uno de los botones, que llevaba su maleta por un largo pasillo blanco revestido con una alfombra ajustada decorada en Wilton azul real. Se percibía el olor a pintura fresca y a cedro jamaicano. Las puertas numeradas y los apliques para las luces denotaban buen gusto. La habitación de Bond estaba casi al final del pasillo, a la izquierda. La número 20 se encontraba enfrente. El mozo abrió la puerta de la 24 y la sostuvo, dejando que Bond entrara. El aire frío del aparato de aire acondicionado salió a borbotones. Era un dormitorio doble moderno y agradable con un baño en gris y blanco. Cuando se quedó a solas, Bond se dirigió al control del aire acondicionado y lo puso a cero. Luego descorrió las cortinas y abrió las dos amplias ventanas para que entrara aire de verdad. Afuera el mar susurraba suavemente sobre una playa invisible y la luz de la luna esparcía las negras sombras de las palmeras por el césped. A su izquierda, donde la amarilla luz de la entrada mostraba un rincón de terreno con grava, Bond escuchó cómo ponían en marcha su coche y lo conducían, era de suponer, hasta un área de aparcamiento, que estaría situada en la parte de atrás, para evitar deslucir el impacto de la fachada. Se volvió y contempló su habitación. La inspeccionó con minuciosidad. Los únicos objetos sospechosos eran un gran cuadro colgado en la pared sobre las dos camas gemelas y el teléfono. El cuadro representaba una escena jamaicana del mercado y era de origen local. Bond lo separó un poco de la pared, pero detrás todo era inocente. Después sacó una navaja, puso el teléfono boca abajo sobre la cama, con cuidado para no mover el auricular, y con suavidad y precaución desatornilló la base. Sonrió satisfecho. Detrás de la placa había un pequeño micrófono conectado al cable principal de la plataforma. Volvió a colocar la placa con la misma atención y dejó el teléfono sobre la mesilla de noche. Conocía el chisme. Seguramente, estaría transistorizado y tendría la potencia suficiente para captar una conversación, en un tono normal de voz, desde cualquier punto de la habitación. Se le pasó por la cabeza rezar unas oraciones muy devotas en voz alta antes de irse a dormir. ¡Eso proporcionaría un prólogo adecuado al dispositivo de grabación central!
James Bond sacó de su bolsa las pocas pertenencias que llevaba y llamó al servicio de habitaciones. Le respondió una voz jamaicana. Bond pidió una botella de bourbon Walker, tres vasos, hielo y huevos Benedict para las nueve en punto.
—De acuerdo, señor.